La casa de las magnolias

Nuria Quintana

Fragmento

Capítulo 1

CAPÍTULO 1

Marzo de 1992

Como si de pronto hubiese recordado que tiene una cita en el extremo opuesto del mundo y llegase tarde, el sol acelera su caída en los últimos instantes del día. Se esconde entre los altos cipreses creando alrededor de ellos un halo dorado y extendiendo sus sombras sobre el césped, inundado de destellos anaranjados, y luego vuelve a asomarse durante unos segundos obligándome a parpadear varias veces para acostumbrarme a su intensa luz. Finalmente, sin mirar atrás, desaparece.

Me parece casi insultante que el día de hoy haya sido tan espléndido. «El dolor duele más cuando la vida continúa sin esperarte», solía decir mi profesor de Literatura en el instituto. Estas palabras han regresado a mi mente, como si hubiesen estado todos estos años esperando a que lo viviese en mi propia piel para que comprendiese su verdadero significado. Han vuelto a buscarme y me han recordado cuánta razón tenía. Supongo que una parte de mí, por muy irracional que parezca, daba por sentado que hoy la vida se detendría para acompañarme en el dolor y esperaría pacientemente a que estuviese lista para poder continuar. Una especie de tiempo muerto, una pausa para poder recapacitar, asumir y recomponerme. Pero, por supuesto, no ha sido así. La vida ha seguido como si fuese un día cualquiera, bajo un cielo extrañamente despejado y templado por un sol que parecía estar retándome.

No puedo evitar sentir que la normalidad ahora se ha convertido en una compañera extraña para mí, que la vida ya nunca será la misma. Recuerdo las palabras de Carmen esta mañana, con sus pequeños ojos enrojecidos que emanaban una profunda y sincera tristeza: «Isabel, cariño, retoma cuanto antes tu rutina. Hazme caso, te vendrá bien».

Observo a través del ventanal cómo el cielo va abandonando el azul, sonrojándose poco a poco como si acabaran de lanzarle un cumplido. Un artista invisible despliega su pincel y comienza a dar color frenéticamente a las pocas nubes que hay, como si fuesen lienzos en blanco. Utiliza colores vivos, luminosos: tonos malvas, rosáceos, dorados. Consigue crear en cuestión de pocos minutos un atardecer hipnotizante, con bellos matices momentáneos que obligan al observador a poner en la obra toda su atención. Finalmente, todo vuelve al azul. El artista recoge su pincel, apaga la luz de su estudio y la imponente quietud que inunda el terreno al otro lado del cristal empieza a disolverse en la oscuridad.

Me limpio las lágrimas y miro mi reloj, que marca las seis y media de la tarde. Estoy exhausta. El día ha transcurrido impregnado por una extraña atmósfera, mezcla de agradecimiento y cariño por todas las personas que se han acercado para arroparme; mezcla de tristeza y agotamiento por tener que explicar una y otra vez cómo ha ocurrido todo y contestar pacientemente todas las preguntas que, espero, me hayan hecho desde la preocupación y no desde la curiosidad propia de los pueblos. La verdad es que nunca me he sentido cómoda en estos sitios, necesitaba salir al pasillo para coger aire.

Al apartar la mirada del ventanal, veo aparecer a Luis guardándose un paquete de cigarrillos en el bolsillo trasero del pantalón. Al verme apoyada en el alféizar, viene hacia mí. Los pantalones, como siempre, le están demasiado grandes y se le caen constantemente provocando que la camisa se le salga por fuera. Siento compasión y preocupación a partes iguales por su desgarbado aspecto. Por la mueca que se forma en las comisuras de su boca, sé que él siente lo mismo hacia mí. Se ha dado cuenta de que el bocadillo y la manzana que me ha traído al mediodía siguen intactos, junto a mi bolso. No puedo evitar cierta sensación de culpabilidad, es posible que él mismo no haya comido nada en todo el día, nunca se le ha dado demasiado bien cuidar de sí mismo. Sé que hace un esfuerzo enorme asumiendo en estas circunstancias el rol de cuidarme, cuando no es esa su naturaleza. Afortunadamente, compruebo aliviada que no está dispuesto a insistir, seguramente esté demasiado cansado como para recordarme de nuevo que debería comer algo. Tiene unas profundas y oscuras ojeras, consecuencia del agotamiento acumulado en los últimos días.

Recojo mi bolso y con mi mano le señalo la sala, indicándole que ya estoy lista para entrar de nuevo. Dentro apenas queda gente, la mayoría de los conocidos de mamá han venido esta mañana. Supongo que es hora de que acepte que Mario no va a venir. En realidad, no sé muy bien por qué esperaba su presencia, si llevamos meses sin hablarnos. Puede que haya sido un error fruto del agotamiento y de la autocompasión. Lo más probable es que no se haya enterado, la verdad es que no teníamos amistades en común.

Me siento otra vez junto a Carmen y Manuel, que están como siempre cogidos del brazo. Carmen, en uno de los sofás de la sala; Manuel, en su silla de ruedas. Ambos han adelgazado mucho en los últimos años, a la par que la salud de Manuel ha ido deteriorándose con rapidez. Le cuesta un gran esfuerzo caminar, ha perdido mucha movilidad, lo cual obliga a Carmen a estar pendiente de él en todo momento. De manera innata, ella siempre ha antepuesto las necesidades de los demás a las suyas propias. El problema es que no quiere ningún tipo de ayuda. Yo misma me he ofrecido mil veces, haciéndole ver que no me supone ninguna molestia. Nuestras casas colindan entre sí y, salvo que haya muchas visitas guiadas en una misma tarde, solamente trabajo por las mañanas. Pero todo lo que tiene de buena persona lo tiene también de testaruda.

Durante toda su vida se ha negado a dejar que alguien la libere de una parte de la carga de trabajo. Hace años, cuando mamá y ella regentaban la pastelería, era feliz haciendo horas extra y levantándose antes del alba cada día, si con eso evitaba contratar a una tercera persona. «Mientras nos vayamos apañando, no veo qué necesidad hay de que hagan las cosas por mí», suele decir una y otra vez. Así que a sus setenta y ocho años vela día y noche por la salud de su marido, se encarga de todas las tareas del hogar, cuida de su querido huerto y todas las tardes encontraba el tiempo necesario para venir a vernos un rato antes de preparar la cena. Además, durante las últimas semanas ha acudido puntual cada tarde al hospital para ver a mamá, momento que yo aprovechaba para ducharme en casa y descansar un rato antes de pasar allí la noche.

Por supuesto, de toda esa larga lista de quehaceres, ella es siempre la última. No cuida de sí misma hasta que no termina todo lo anterior, hasta que no está segura de que todos a su alrededor tienen todo lo que necesitan. Por eso está tan desmejorada y ha perdido tanto peso. Las líneas que surcan su pequeño rostro cada vez son más profundas. Supongo que su presencia es en cierta forma necesaria, para recordarnos que los años no pasan en balde. Qué puedo decir yo, hace ya mucho tiempo que me despedí de mi juventud y acepté sin demasiado convencimiento la aparición lenta pero imparable de los achaques por la edad. Supongo que el cansancio de los últimos meses nos ha pasado factura a

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