Su rostro verdadero (Las bodas del diablo 2)

Agatha Allen

Fragmento

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Capítulo 1

Cara de Rosa y yo nos encaminamos hacia la puerta de palacio, caballeros sobre los caballos con que habíamos viajado desde Marsella hasta París. El hermano mayor, Denis Couronne, nos había trazado un itinerario y nos facilitó un guía, Michael Luba, un hombre joven que sin embargo ya pertenecía a la hermandad. Luba había pasado tres años en Roma y conocía bien el camino; además, Denis Couronne le había confiado los salvoconductos necesarios. Yo tenía una carta de su puño y letra con la que poder obtener, finalmente, la página del libro del peregrino donde figuraba mi matrimonio con María. ¡Dios mío, y cuántas peripecias habíamos sufrido, cuántos quebraderos de cabeza nos había causado aquel bendito libro! Nunca mejor dicho, porque se trataba de un libro venerable. Adèle ya formaba parte de las hermanas seglares de San Luis, y se quedó en palacio para recibir adoctrinamiento de Denis Couronne en persona, hasta que pudiera regresar a su casa de Aviñón a predicar la humildad con su ejemplo y socorrer a los necesitados.

—El demonio se coló entre nosotros —dijo Denis Couronne al despedirnos—, inmenso es su poder y a punto estuvo de dar al traste con la congregación; vigilad, porque puede volver en cualquier momento, y parece que va a por vosotros.

—Así lo haremos, perded cuidado.

—Otra cosa, de las visiones que sufrimos todos aquí, ni una palabra a nadie.

—Por supuesto.

—Si lo contáramos nos tomarían por locos —dijo Cara de Rosa—; nadie las creería, y yo tampoco me las creo.

—Y sin embargo…

Dejamos atrás el puente de Nuestra Señora y la catedral en construcción una tarde radiante de primavera. Recorrimos un sinfín de callejas y volvimos a salir por la puerta meridional de la muralla. A la vista de los bosques que rodeaban la ciudad, Cara de Rosa todavía dijo:

—Creo que esta catedral que están haciendo será el templo más grandioso de la cristiandad.

Me hallaba trastornado por cuanto habíamos visto en la sala de las reliquias, y no creía que fueran simples visiones; empezaba a estar seguro de que el diablo había tomado posesión del capitán Olmos y, no sabía cómo, le había guiado hasta nosotros; solo así se explicaba que después de la ceremonia hubiera desaparecido como por ensalmo. También Adèle estaba poseída, o al menos lo había estado hasta el momento de abrazar la hermandad de San Luis que, no me cabía duda, era una orden sacrosanta, avanzada a su tiempo. También suponía que era el diablo quien se personificaba en la imagen de Ana, la hija de Francisco Tobar, sin dejarla descansar en paz en su tumba, o al menos lo había hecho sirviéndose de Adèle, aunque ahí debió de ser derrotado por las fuerzas del bien y Ana salir triunfante con su ángel bueno. Eso era lo que pensaba, mientras recorríamos el camino a caballo, sin prisa, porque el viaje hasta Roma era muy largo, y la verdad es que a veces lo veía todo muy claro, y otras me confundía con pensamientos encontrados y pensaba que todas mis suposiciones no eran sino una sarta de desatinos; por eso no le confié a Cara de Rosa ninguna de mis cábalas, no fuera a decirme que era un iluso, que todo eran pamplinas, que en la ceremonia diabólica estábamos todos drogados y cosas por el estilo que no harían sino desorientarme.

Recurrí nuevamente al camino para templar mis ánimos sobresaltados; concentrarme en cuanto veía, dejar vagar la mente entre la fascinación por el paisaje colmado de arboledas, de lomas tomadas por la vegetación exuberante, bajo un cielo a menudo lleno de nubes que amenazaban lluvia, o que nos hacían buscar cobijo desesperadamente bajo la tenacidad de un copioso aguacero; embozarme en la manta sobre el caballo, contemplar las orejas enhiestas del animal, casi entablar conversación con él, cuando la orografía no permitía demasiados comentarios con Cara de Rosa o con el guía, dejar pasar los desasosiegos, esa era una buena medicina para superar inquietudes y ver las cosas con claridad objetiva. Las pocas veces que hablaba con Cara de Rosa de los acontecimientos recientes, aunque fuera de un modo somero, él confirmaba mis suposiciones:

—Cuando miras algo de muy cerca no lo puedes ver bien, necesitas cierta distancia; haces bien en dejar pasar las tribulaciones; luego lo verás todo más claro y te reirás de estos quebraderos de cabeza de ahora mismo.

—Es lo mismo que pasa con los sueños que nos desazonan por la noche; su influencia se pierde con el albor de la mañana, y lo que nos sobrecogió no tiene ya la menor importancia.

—Es más, nos reímos de lo que anoche nos asustaba.

Siempre acabábamos aunando nuestros puntos de vista, quizá porque congeniábamos y teníamos modos de ser complementarios; siempre encontraba apoyo en mi amigo del alma, siempre estuvo a mi lado, y fue mucho más que un hermano para mí. Era mi amigo, y pese a las diferencias explicables en dos personas distintas, era como si él fuera una parte de mí y yo de él; tenía mucha suerte de que fuera mi amigo, y sin embargo, nunca se lo decía; creo que no se lo había dicho en mi vida. Pensé que un día tendría que hacerlo, pero me limité a decir:

—No sé qué haría sin ti.

Por lo que respecta a Michael Luba, demostró ser un guía perfecto. Conocía al dedillo todos los recovecos del camino; sabía dónde había una cueva para refugiarnos, a qué distancia quedaba el próximo caserío, quiénes nos acogerían con los brazos abiertos y a quiénes era mejor no recurrir, y también sabía qué apreciaban nuestros anfitriones y tenía una sonrisa tan a flor de piel y un carácter tan apacible que raro era el ser humano capaz de negarle un favor.

—De lo que cuesta poco, dar mucho —solía decir.

Era alto y delgado, pero no enclenque; llevaba el pelo muy corto, y lo tenía muy negro; la nariz aguileña, la tez bronceada por el sol de todos los caminos, lavada por la lluvia y endurecida por el viento; era un hombre manso, un bienaventurado, recto como un santo, pero sin aspiraciones de santidad, sin ambiciones, pronto a socorrer al prójimo en todo momento.

—Dime, Luba —le dije, porque le llamábamos «Luba» a secas—, ¿tú estás tonsurado?

—No soy sacerdote, como habrás observado, pues no llevo sotana ni puedo decir misa; pero he recibido las órdenes menores. Espero llegar a ser digno de ser ordenado, aunque me asusta pensar si sabré cumplir con los designios de Dios.

—Estoy seguro de que serás un magnífico sacerdote.

Sonreía con humildad y no decía nada, pero no se le veía convencido. Tampoco a él le confié plenamente mis dudas; pensé que tal vez lo haría más adelante, cuando nos conociéramos un poco mejor, cuando le tuviera mayor confianza.

Recorríamos a la inversa el camino que habíamos hecho hacia París; reconocía muchas de las poblaciones que antes habíamos sobrepasado, y a veces el paisaje me resultaba tan familiar como si lo hubiera visto toda mi vida, como si hubiera nacido en el lugar. Creo que de tanto ver mundo empezaba a tener la sensación de que fuera donde fuere aquello era mi casa, mi tierra, solo que no podía tener a María ni dentro ni fuera de casa, y eso me apenaba sobremanera. Hasta que Luba anunció:

—Ya llegamos a Chalone sobre el Saona; desde ahí nos desviamos hacia la montaña.

—¿Ya no reconoceré el camino?

—No, si no lo has recorrido antes

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