Secreto por amor (Caballeros de las sombras 2)

Fragmento

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Prólogo

Londres, enero de 1808

Querido Edward:

Sé que las cartas no son el medio ideal para desvelar cuestiones importantes. También sé que no son de tu agrado, pero el estado de mi salud empeora día a día, las fuerzas se me consumen tan rápido como avanza esta enfermedad y… jamás tuve la valentía para confesarte lo que me ha llevado a escribirte.

Quiero que sepas que siempre serás el motivo de mi felicidad en esta vida. Y, si antes no me he animado a desvelarte lo que tanto atormenta mi alma, es porque no he querido afectar al magnífico hombre en el que te has convertido. Es un orgullo para mí, como padre, saber que el ducado de Graffort quedará en tus manos, hijo. Y por eso te pido que nunca dejes de ser quién eres. Tu nobleza, tu humanidad y tu lealtad son una muestra de esperanza para el futuro del reino, pero tu corazón es la diferencia que hará de este mundo uno mucho mejor.

Y con esto abro la puerta del amor, el tema más difícil de comprender para los hombres, o, al menos, para mí.

Oh, Edward. No creo que sea necesario recordar mis sentimientos hacia Elinor, tu madre. Sin embargo, y como muy probablemente hayas notado, no han sido correspondidos. Mientras que ella ha sido el amor de mi vida, yo no fui más que un compañero, un buen esposo. Aun así, no me arrepiento. Siempre lo supe, incluso antes de unirnos en sagrado matrimonio. Y aquí es donde no puedo darte un motivo racional de por qué, aun sabiendo de su propia boca que nunca me amaría, elegí casarme con ella. No lo sé, hijo. Creo que, en un acto de desesperación por tenerla junto a mí a como diera lugar, la convertí en mi esposa sin pensar que así también la privaría de ser feliz.

En fin… Fue una decisión de los dos, aunque quizás no la más acertada. No obstante, de no haber escogido este camino junto a ella, tú no habrías estado en mi vida, y eso, estoy seguro, me habría hecho el hombre más infeliz de Inglaterra.

Como verás, Edward, esto me está costando más de lo que había pensado, pero es que no es fácil… no es fácil desvelar que, aunque mi alma y mi corazón siempre te sentirán mi hijo, en realidad, la sangre es lo único que nos separa. Lamento informártelo de este modo, hijo, pero jamás habría contado con las fuerzas para confesártelo mirándote a los ojos.

En cuanto tu madre quedó encinta, me lo confesó. La ira me invadió, así que durante el periodo que duró el embarazo, estuvimos distanciados. Y, aunque de tener otra oportunidad, volvería el tiempo atrás para actuar diferente, lo cierto es que descargué mi furia en la peor de las venganzas… En algún lugar de los suburbios, un hombre llamado Thomas Hay lleva mi sangre.

En cuanto la mujer me informó de que nacería, se lo desvelé a tu madre, pues era mi intención traerlo a nuestro hogar para criarlo junto a ti. Sin embargo, y a pesar de que era claro que no heredaría el ducado, estoy seguro de que tu madre hizo lo imposible por alejarlo de mí, pues, cuando quise ir en su búsqueda, ya no había rastros de él.

Hijo, no puedo imaginar lo que estas palabras deben estar haciendo con tu corazón en este preciso momento. Aun así, quiero que sepas que lo que aquí te he confesado, jamás afectó mi amor hacia ti. Espero habértelo demostrado lo suficiente para que hoy, luego de leer esta carta, no me odies y, al menos, me guardes estima.

No obstante, y solo si tu alma está de acuerdo, he de pedirte un último favor: encuentra a Thomas Hay. Sé que no es tu responsabilidad. Lo sé, créeme. Pero, si no pude ofrecerle el amor de padre que sí te entregué a ti, al menos, quisiera cederle un poco de mi fortuna para que pueda formar la familia que, de seguro, no tuvo. No son más que unas propiedades y tierras en Escocia, pero por supuesto que la decisión de cumplir esta última voluntad mía queda pura y exclusivamente a tu criterio, Edward.

Una vez más, te expreso el orgullo que ha sido para mí ser tu padre. Y tras recordarte que lo único que importa en esta vida es ser feliz, me despido con el más profundo dolor.

Adiós, Edward. Adiós, hijo mío.

ROBERT HOWARD

DUQUE DE GRAFFORT

Tras leer la carta, Edward Howard, el nuevo duque de Graffort, sintió una mezcla de emociones que no supo cómo descargar. Al principio, cerró los puños y, con ello, arrugó el papel que conservaba la confesión de su padre. Sin embargo, su corazón no tardó en bañarse de tristeza y compasión. Las lágrimas le brotaron de los ojos, y su alma le suplicó guardar aquella carta como lo que era: un secreto. Un secreto que solo ocultaría por el honor de su padre… y, sin duda, por amor.

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Capítulo 1

Primrose Hall, mayo de 1813

No era fácil ser la hija del duque de Hamilrose. No era fácil ser ella, lady Mary Stewart: una mujer joven, noble y rica, aunque escocesa y de una belleza un tanto alejada de los estándares de aquel entonces. Pero no era así como la gran mayoría del reino la consideraba, no al menos en relación a su aspecto físico. No le hubiese molestado que la consideraran tal vez una belleza exótica o diferente. Sin embargo, lo único gris en el reino era el cielo, pues cuando se hablaba de aspecto físico, la rigurosidad estaba tan apegada a los estándares que solo se concluía en términos de blancos o negros. Bella o fea… Y traducido en lenguaje aristocrático: «agraciada» o «simpática».

Así, Mary Stewart era una «simpática» joven de largos cabellos rubios, delgada, en extremo estilizada, carente de divertidas curvas y con un rostro, definitivamente, particular. La boca, pequeña y de finos labios; la nariz, recta, ni grande ni pequeña; y los pómulos angulares daban marco a lo que más llamaba la atención: los ojos. Estos eran muy grandes en proporción a su pequeño rostro pero, como si hubiera sido poco, estaban enmarcados por unas densas pestañas oscuras, lo que creaba la más especial de las miradas. Estremecían a quien cayera bajo el escrutinio de estos, pues la intensidad con la que se dirigían era tan hipnótica como inquietante.

No obstante, lady Mary despertaba un interés que hasta a las agraciadas fastidiaba. Pero lo que más sorprendía no era eso, sino a quiénes, ya que, al parecer, arrastraba a las más deseadas propuestas. Sin duda, no era ilusa y sabía que la gran mayoría simulaba un profundo interés por ella más por su riqueza y condición de noble que por otro motivo. Deudores, nobles en banca rota, nuevos ricos que buscaban tener acceso al mundo aristocrático o, incluso, viejos adinerados y con títulos pero que necesitaban de un heredero.

La desilusión la invadía cuando descubría las verdaderas razones por las que los hombres se le acercaban. Sin embargo, no perdía las esperanzas. Desde muy pequeña había soñado que, en alguna parte de ese maldito reino, yacía el verdadero amor de su vida, ese hombre que la vería no como un mero cofre de dinero, sino como la mujer inteligente y libre que era. Era una convicción que tenía, y cuando de convicciones se hablaba, lady Mary era el ejemplo en carne y hueso de la implacable seguridad que, de haber sido hombre, al Parlamento le habría encantado tener en su Cámara Alta.

Como fuera, mientras que las temporadas eran el momento más esperado por la gran mayoría de las jovencitas, ella solo rogaba por encontrar un excelente motivo que la excusara de asistir. Y lo había logrado, al menos, en dos oportunidades. Su madre se lo había permitido, pues la entendía. Sin embargo, el acuerdo había sido claro: dos años de libertad, pero al tercero se presentaría y actuaría como era debido.

Y allí estaba lady Mary Stewart, en plena temporada, contando los días para que esta llegara a su fin.

Odiaba los bailes, odiaba las cenas, odiaba las reuniones y odiaba los picnics. Pero, sobre todo, odiaba cómo la miraban. Claro que, para esquivar, utilizaba los más elegantes movimientos que una señorita como ella debía de tener. Sus ojos siempre apuntaban al suelo o a cualquier punto lejano del paisaje en el que se hallara, pero jamás, jamás, posaba la vista en los ojos de los demás. Y si lo hacía, era solo por extrema necesidad o en alguna conversación en la que se le dirigiesen. Era consciente del impacto de sus ojos, por lo que se aseguraba de nunca sostener la mirada más de unas milésimas de segundo.

Aun así, la velada en la residencia de lady Andovery no le hacía sentir tanta incomodidad. Como era costumbre de la vizcondesa, con motivo de su cumpleaños, había invitado a gran parte de la nobleza a su casa de campo. Varios días aburridos, al menos para lady Mary. Sin embargo, esa noche, en particular, le había permitido sentirse mejor. Era el baile de máscaras, y aunque su mirada mantuviera la intensidad de siempre, el disfraz mitigaba su poder, lo escondía un poco quizá.

Disfrazada de Julieta y con un antifaz dorado, de esos que se ataban por detrás, Mary Stewart se soltó y salió de las sombras para, al menos, disfrutar una noche. No era que buscara ser alguien que no era, pues bailar no era su plan favorito, pero ¿por qué no permitirse lo que las demás debutantes hacían en cada uno de los bailes? Después de todo, si había asistido a una temporada, había sido precisamente para eso: bailar, coquetear y, por qué no, conseguir un esposo. Claro que no era su objetivo, aunque no podía negar que las esperanzas de hallar ese hombre especial en un baile como ese no solo convertiría su sueño en realidad, sino que también volvería ese momento en uno mágico e inolvidable.

Aun así, ningún invitado se le acercaba. Y, a pesar de moverse de un lado a otro para ser vista, los ojos de los jóvenes parecían hechos para cualquier otra mujer, menos para ella.

Agotada, y sin importarle marcharse en soledad, se dirigió hasta una de las terrazas. Tal vez el aire la reconfortara, y al ver que no había nadie allí, pensó que incluso sería más relajante de lo que esperaba. Apoyó los brazos en la baranda y, tras clavar los ojos en las estrellas de la noche despejada, suspiró.

¿Acaso existía ese hombre? ¿Valía la pena seguir esperando por alguien que, hasta entonces, no era más que un sueño?

Bajó la mirada y, sin poder evitarlo, unas densas lágrimas le rodaron por las mejillas.

—¿Dónde estás? —musitó casi inconscientemente.

La tristeza la había invadido y el corazón había hablado por ella.

No esperaba una respuesta, por supuesto. El sonido de la brisa debía ser suficiente para una pregunta lanzada al viento. Además, la soledad, su más fiel amiga, era la única que la acompañaba. Sin embargo, tan inesperado como una brisa cálida en pleno invierno, el sonido grave y ronco de una voz la sorprendió.

—Aquí mismo, detrás de ti.

La piel se le erizó de solo descubrir que alguien la había oído hablar al aire, y los ojos se le abrieron como dos enormes platos. Pero no se ocultaría, aunque, de haberlo querido hacer, tampoco hubiera sido posible. Se secó las lágrimas y, con su clásica seguridad, se giró hasta quedar de frente al dueño de la magnética voz.

—Lo siento. Pensé que estaba sola —expresó Mary, y disimulada, lo observó de arriba abajo.

—Lamento decepcionarla, lady Mary. —Le regaló una media sonrisa y avanzó para besarle, con delicadeza, los nudillos de la mano—. Lord Ebrinor, para servirle.

Él no lo descubrió, pero el cuerpo de Mary vibró cuando le besó la mano, aun a pesar del guante que le protegía el brazo.

Lord Ebrinor. Charles Clyde Ebrinor. Había escuchado hablar del vizconde, de su carácter fuerte y de su mágico carisma, pero jamás le habían mencionado la belleza que poseía.

Tal vez medía un metro ochenta, pero era seguro que le llevaba más de una cabeza. El cuerpo lucía como una indestructible muralla. Sus hombros anchos daban indicio de un torso duro como el hierro, y sus brazos tenían la misma contextura. El inmaculado traje le sentaba a la perfección y hacía juego con el antifaz negro que le enmarcaba la mirada. Sin duda que el vizconde sería uno de los más deseados partidos. Y así, a medida que Mary se detenía en cada parte del cuerpo de lord Ebrinor, se preguntaba por qué aquel hombre habría llegado hasta ella y, más aún, por qué había optado por hablarle en lugar de haber aprovechado la oportunidad de huir. Después de todo, ella había estado de espaldas hasta que él decidió, deliberadamente, interrumpirle los pensamientos. Era intrigante, y Mary no lo comprendía, menos aún al detenerse en el rostro del vizconde. Esa media sonrisa, creadora de unos perfectos hoyuelos, seguro que había levantado varios suspiros dentro del salón. Y los ojos… pues solo enfocarse en ellos, de un particular verde oscuro, lady Mary desconfió.

—Vizconde Ebrinor… —lanzó con un tono seco. Alzó la barbilla y se llevó las manos hacia atrás—. Había escuchado de usted, pero no había tenido el placer de conocerlo. Sin embargo, o me he olvidado de su presentación o, de alguna manera, usted ya sabía acerca de mí.

Una vez más, Ebrinor sonrió de lado. Caminó hasta la baranda y, apoyándose tal como lo había hecho ella instantes atrás, volvió a hablar.

—Siento mucho haberla interrumpido, lady Mary. Pero no pude evitarlo. —Y tras echarle un melancólico vistazo, se enfocó en las estrellas.

Mary entornó los ojos. ¿El vizconde le había evitado la pregunta?

—Pues no solo no ha contestado a mi primera duda, sino que además me ha creado una segunda —replicó ella cortés, pero con un claro acento de desconfianza. Se hizo un breve silencio en el que él solo sonrió, por lo que Mary, decidida, se giró al tiempo que continuó—: Entiendo… Adiós, lord Ebrinor. Que disfrute del resto de la noche.

No lo dudó un segundo: no seguiría arriesgando su reputación, por lo que emprendió la vuelta al interior de la residencia. No obstante, la voz de él parecía tener un magia especial, pues no fueron más de dos pasos los que dio Mary que, al escucharlo hablar, se detuvo, aunque sin darse vuelta.

—Uno: sí, la conozco. Y dos… no pude evitar interrumpirla porque… —Se giró para observarla, aunque ella estuviera de espaldas. Tragó saliva y respiró profundo para seguir—: Necesité interrumpirla porque aguardé toda la noche por este instante. Deseaba encontrarla a solas, lady Mary. —Avanzó unos pasos—. Han sido unos largos y tediosos días, pero en ningún momento tuve la valentía de acercarme a usted… hasta ahora.

Mary Stewart frunció el entrecejo y dio media vuelta para, fulminante, mirarlo directo a los ojos.

—¿Valentía de acercarse a mí? —Se aproximó, desafiante—. ¿Acaso me está insultando, lord Ebrinor?

Sorprendido por lo que ella había deducido, el vizconde parpadeó varias veces.

—¿Insultarla? —Avanzó un paso más. La corta distancia entre los dos había cruzado el límite de la prudencia—. Es lo último que haría en este mundo, lady Mary. —Se enfocó en el rostro de ella para luego hundirse en la mirada que yacía escondida detrás del antifaz dorado—. Si he dicho que no tuve valentía para acercarme a usted, es porque no sabía qué tan capaz sería mi corazón de soportar la intensidad de sus ojos. —Sin pedirle permiso ni darle lugar a reacción, Ebrinor le quitó la máscara y la contempló. Los ojos marrones de Mary eran enormes y se movían, desesperados, de un lado a otro.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando el vizconde se atrevió a desnudarle los ojos. ¡¿Cómo había sido capaz?! Le habría detenido la mano, se habría hecho a un lado o lo hubiera frenado con unas pocas palabras, pero no pudo. Simplemente, no pudo. Lord Ebrinor tenía ese no sé qué en todo el cuerpo, pero en especial en su mirada oscura y misteriosa. Y, aunque la razón la paralizó, sus ojos, vulnerables, no dejaban de moverse sin saber adónde mirar.

—Milord…

—Chis… —la silenció él, seductor. Con delicadeza, le levantó el mentón para que lo observara directo a los ojos—. Oh… Aunque, en este preciso momento, siento una estampida de caballos salvajes en el pecho, creo que sí: puedo soportarlo. —Sonrió con timidez, y ella pareció darse por vencida al caer hechizada en el tono suave de su voz gruesa y masculina—. Sin embargo, no sé si seré capaz de sobrevivir a su sabor, lady Mary. Algo me dice que, una vez que la deguste, no podré vivir sin usted…

Y sin que ella pudiera siquiera replicar, lord Ebrinor posó sus experimentados labios sobre los finos y virginales de ella.

Una desfachatez absoluta. Una imprudencia por donde se le viera. Una completa locura. La mente de lady Mary gritaba que había perdido la razón, y no solo el hombre que la estaba besando, sino ella misma por permitirlo.

¿Acaso no lo detendría? ¿No se daba cuenta de que su reputación corría un peligro inminente?

—Lord Ebrinor… —susurró tras lograr a regañadientes liberarse de sus labios—. Creo que está de más decirle que no solo ha puesto en juego mi futuro, sino el suyo también. Su acto hacia mí ha sido… ha sido una imprudencia, como mínimo —finalizó lo más seria que pudo.

Una media sonrisa se dibujó en el rostro del vizconde en cuanto notó el esfuerzo que lady Mary hizo para desprenderse de él. Y no le pasó desapercibido el rubor de ella; era claro que las palabras que acababa de pronunciar no se correspondían con el placer que, de seguro, sentía su cuerpo.

—Tal vez haya sido una imprudencia, pero ahora estoy seguro de que ha sido la más deliciosa de todas.

—¡Lord Ebrinor! —exclamó ella, con los ojos más abiertos que nunca.

El vizconde rio, pero no perdió tiempo. Miró para todas las direcciones y, tras asegurarse de que nadie los veía, se acercó a ella y la tomó de la cintura para fulminarla con el calor de su cuerpo y de su mirada.

—¿Por qué debería importar mi reputación si al fin puedo disfrutar de la mujer que no he logrado sacarme de la cabeza desde el momento en que la vi?

Mary frunció el ceño y se desprendió de él.

—Si su reputación no es la que le importa, entonces, como el caballero que debe ser, debería al menos pensar en la mía, ¿no cree, milord?

Ebrinor respiró profundo. Sabía que lady Mary tenía razón, pero el deseo por ella lo había arrastrado a ser más impulsivo de lo que le hubiera gustado. Desde el día en que la había visto, cuando llegó a la casa de campo de lady Andovery, no tuvo remedio: lady Mary Stewart lo había cautivado. Y, si con el pasar de los días creyó que su deseo disminuiría, se equivocó, pues allí estaba: desesperado por la hija del duque de Hamilrose.

—Lady Mary —expresó con la voz perdida en el deseo, y se acercó a ella para tomarla de las manos—, lo que menos pretendo es afectar su reputación. Le pido disculpas si mi conducta es por demás inapropiada, pero entiéndame… —apasionado, volvió a abrazarla por la cintura—, sería capaz de lo que sea con tal tenerla solo para mí.

Mary tragó saliva. Solo Dios sabía las sensaciones que ese hombre le producía. Y aunque la razón le exigía su habitual proceder, el corazón le suplicaba una oportunidad. Nunca ningún hombre había sido tan intenso y explícito en sus deseos hacia ella. Y aunque no estuviera segura, tal vez, solo tal vez, lord Ebrinor fuera el caballero que había esperado hasta entonces. Quizás fuese esa persona que había soñado y reclamado, momentos atrás, al cielo, al viento y a las estrellas.

—¿Capaz de lo que sea? —musitó Mary, mientras él apoyaba su frente en la de ella.

—Lo que ha oído. Sería capaz de lo que sea. —Y volvió a besarla, aunque con mayor intensidad.

Sus bocas unieron los alientos desesperados por más calor. Las lenguas danzaron lento pero con ardiente pasión. Y así, no hubo marcha atrás. Esa misma noche, lord Ebrinor lograría cumplir su deseo. Y ella… y ella le había dado una oportunidad a su corazón.

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Capítulo 2

Manchester, mayo de 1815

Hacía dos años que no se presentaba en las temporadas y planeaba no volver jamás. Desde la última a la que había asistido, allá por el año 1813, se había ganado el peor de los apodos, pero no le importó. Lo que nadie sabía era que su corazón se había quebrado en mil pedazos y congelarlo había sido la mejor opción.

La verdad era que lady Mary Stewart no necesitaba de un hombre. Hija de un duque, era rica y libre. Tal vez el último fallecimiento, el de su madre, la duquesa de Hamilrose, le había dado un poco más de libertad de la que había gozado hasta dos años atrás. Aun así, no había tenido una vida tan restringida. Su hermano mayor, Terrence Stewart, marqués de Botherwell, quien en un futuro heredaría el ducado, la amaba incondicionalmente; y su padre… y su padre al menos no la presionaba.

Como fuera, lady Mary seguía siendo una de las mujeres más convenientes con las que casarse, y ella lo sabía. Tan bien lo sabía que, la única vez que creyó en el amor, su corazón resultó destruido. Lord Ebrinor le había prometido lo que deseara y, sin embargo… Sin embargo, allí estaba ella, con el alma herida, aunque más segura que nunca.

Se había jurado que jamás volverían a lastimarla, pero tampoco quería que ese vizconde creyera que la había dañado para siempre, a pesar de que en el fondo así fuera. Ella era una mujer con más fortaleza que la de muchos de los lores que tanto alababan en el Parlamento. Y si para los hombres el amor era un juego, pues ella doblaría la apuesta e iría más allá: para lady Mary el amor no sería más que una cuestión de negocios, del mejor negocio de su vida, por lo que no contraería matrimonio con cualquiera. Claro que no.

Desde la temporada de 1813, a ella no le importó ser explícita en sus condiciones, pues estas se hicieron tan conocidas en el reino que le dieron como premio el conocido apodo por el que la comenzarían a llamar. Así fue que lady Mary Stewart no aceptaría interactuar con ningún candidato a menos que fuera rico, joven y apuesto. Y los investigaba, por supuesto. De esa manera, evitaba a seductores en banca rota, a vejestorios cuyo único fin fuera procrear un heredero y, por supuesto, a charlatanes que solo quisieran divertirse con ella. Sin duda eran tres condiciones que, de haber sido una joven «agraciada», la habrían considerado de buen juicio. No obstante, al pertenecer del grupo de las «simpáticas», se hizo merecedora del más ofensivo apodo pues, desde ese momento, lady Mary Stewart sería conocida ni más ni menos que como la Pretenciosa.

No le importaba. De puertas para afuera sería una pretenciosa y fría mujer que lo único que buscaba era un buen negocio matrimonial. No podían juzgarla por eso. De hecho, era lo que hacían la gran mayoría de las mujeres. Sin embargo, para los que analizaban con más profundidad, era obvio que con aquellas pretensiones lady Mary se aseguraba algo más… Si aun con esas condiciones un hombre se le proponía, ¿por qué razón sería si no era por amor? En pocas y duras palabras, ¿qué hombre apuesto y joven, sin necesidad de su dinero o de su condición de hija de un duque, querría casarse con ella? Tal vez «amor» fuera una palabra muy abrumadora, pero entendía que si alguien cumplía con sus pr

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