El explorador del Amazonas

Katherine Rundell

Fragmento

el_explorador_del_amazonas-3

La oscuridad verde

Mientras corría, Fred se preguntó si no estaría muerto. «Seguro que la muerte sería más silenciosa», pensó. El fuego bramaba y él sentía la sangre vibrar en sus manos y pies.

El cielo se veía muy oscuro. Sin dejar de correr, intentó tomar aire para pedir ayuda a voces, pero tenía la garganta seca y llena de ceniza. Se apretó la lengua con un dedo para producir saliva.

—¿Hay alguien ahí? ¡Auxilio! ¡Fuego! —gritó.

Le contestó el fuego; a su espalda, un árbol lanzó un surtidor de llamas y resonó un trueno: ésas fueron las únicas respuestas.

Una rama encendida crujió escupiendo ascuas y cayó entre una cascada de chispas. Fred se apartó de un salto y retrocedió a trompicones en la oscuridad. La rama aterrizó justo donde él estaba un instante antes. Se tragó la bilis que le subía por la garganta y echó a correr de nuevo, más deprisa.

Algo le cayó en la barbilla; él se agachó y correteó hacia los arbustos aullando y dándose guantazos, pero sólo era una gota de lluvia.

De pronto empezó a diluviar. La lluvia transformó en una especie de brea el hollín y el sudor que cubrían las manos de Fred, pero también comenzó a apagar el fuego. El muchacho redujo la carrera y al cabo se detuvo. Jadeando y ahogándose, volvió la vista atrás.

La avioneta estaba entre los árboles. Humeaba lanzando al cielo nocturno nubes de color blanco y gris.

Fred miró a su alrededor aturdido y desesperado, pero no logró ver ni oír a ningún ser humano. Sólo había helechos que le llegaban a los tobillos, árboles que se alzaban decenas de metros hacia el firmamento y el chillido de los pájaros que aleteaban aterrados. Sacudió la cabeza para expulsar de sus oídos el ruido de la catástrofe.

El vello de los brazos se le había chamuscado y olía a huevos podridos. Se tocó la frente: se le había quemado una ceja y unos cuantos pelos carbonizados se le quedaron entre los dedos. Se limpió la cara con la manga de la camisa y entonces advirtió que tenía sangre en las manos.

Se palpó el cuerpo. Tenía una pernera del pantalón desgarrada hasta el bolsillo, pero no parecía que se hubiera roto ningún hueso. Sin embargo, notaba un dolor atroz en la espalda y el cuello y sentía los brazos y las piernas como algo distante y ajeno.

De repente se oyó una voz en las tinieblas.

—¿Quién está ahí? ¡Aléjate!

Fred se dio la vuelta. Le zumbaban los oídos. Agarró una piedra del suelo y la lanzó en dirección a aquella voz. Luego se agazapó en cuclillas detrás de un árbol, listo para saltar o correr. Su corazón sonaba como un hombre orquesta. Intentó contener la respiración.

—¡Por Dios, no arrojes cosas! —exclamó la voz.

Era una chica.

Fred se asomó por detrás del árbol. La luz de la luna se filtraba hasta el suelo de la selva tiñéndose de un intenso color verde y proyectando sombras de largos dedos sobre los árboles. El chico sólo alcanzó a ver dos arbustos temblorosos.

—¿Quién es? ¿Quién está ahí? —La voz provenía del segundo arbusto.

Fred aguzó la vista en la oscuridad notando cómo se le erizaba el vello que le quedaba en los brazos.

—Por favor, no nos hagas daño —dijo el arbusto; su acento no era tan marcado como el británico y, desde luego, se trataba de un niño, no de un adulto—. ¿Eres tú quien ha tirado la caca?

Fred bajó la vista: había agarrado un trozo seco de excremento animal.

—Ah... sí. —Estaba acostumbrándose a la oscuridad y distinguió el brillo de unos ojos en la penumbra gris verdosa—. ¿Sois del avión? ¿Estáis heridos?

—¡Sí, estamos heridos! ¡Nos hemos caído del cielo! —respondió un arbusto.

—No, nada grave —dijo el otro al mismo tiempo.

—Podéis salir —dijo Fred—, aquí sólo estoy yo.

El segundo arbusto se abrió por la mitad y Fred sintió cómo el corazón se le aceleraba. La chica y su hermano estaban cubiertos de arañazos, quemaduras y ceniza (que mezclada con el sudor y la lluvia había formado una especie de pasta en sus caras), pero estaban vivos. No estaba solo.

—¡Habéis sobrevivido! —exclamó.

—Obviamente —replicó el primer arbusto—, en caso contrario seríamos menos locuaces, ¿no crees? —La muchacha rubia salió de su escondite bajo el aguacero y miró a Fred y a los demás sin siquiera esbozar una sonrisa—. Soy Contia —añadió—. Es una abreviación de Constantia, pero os mataré si me llamáis así.

Fred se volvió para mirar a la otra chica, que sonrió nerviosamente y se encogió de hombros.

—Vale —respondió—, como tú digas. Yo soy Fred.

—Yo me llamo Lila —dijo la chica que iba con su hermano; lo llevaba en brazos, apoyado en la cadera—, y éste es Max.

—Hola. —Fred intentó sonreír, pero los cortes de la mejilla le ardieron con el gesto, así que hizo una mue­ca con la mitad izquierda de la cara.

Max lloraba a moco tendido aferrado con tanta fuerza a su hermana que le clavaba los dedos en las magulladuras. Ella, temblando por el esfuerzo, se ladeaba para sostenerlo. Fred pensó que parecían una criatura de dos cabezas con los brazos entrelazados.

—¿Tu hermano está malherido?

Lila le dio unas palmaditas en la espalda a Max.

—No me lo ha dicho... No para de llorar.

Contia se estremeció y se volvió a mirar el fuego. Las llamas le iluminaron la cara. Ya no era rubia: tenía el pelo gris por el hollín y marrón por la sangre, y en el hombro se le veía un corte que parecía profundo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Fred enjugándose la lluvia de los ojos—. Esa herida no tiene buena pinta.

—No, no me encuentro nada bien. Estamos perdidos en la selva amazónica y, en términos estadísticos, es muy probable que acabemos muriendo.

—Lo sé. —No necesitaba que se lo recordaran—. Es decir...

—Pues no —le espetó Contia con una vocecita aguda—. No creo aventurado afirmar que ninguno de nosotros se encuentra bien, en absoluto, ¡en lo más mínimo!

Los arbustos murmuraron. La lluvia martilleaba la cara de Fred.

—Tenemos que buscar cobijo. Un árbol grande, una cueva o algo que...

—¡No! —chilló Max de repente; fue un grito cargado de saliva y miedo.

Fred retrocedió levantando las manos.

—¡No llores! Sólo pensaba... —Pero entonces miró hacia el lugar que señalaba el chiquillo.

Había una serpiente a diez centímetros del zapato de Fred. Tenía motas pardas y negras que la camuflaban en el suelo selvático y su cabeza era tan grande como un puño. Durante unos segundos nadie respiró. La jungla aguardaba. Max soltó luego un segundo aullido que taladró la noche y los cuatro salieron zumbando.

La tierra estaba empapada. Todos corrían atropelladamente salpicándose los ojos de barro y arañándose los codos contra los árboles. Fred corría como si su cuerpo no fuera suyo, más rápido de lo que había corrido jamás, con los brazos estirados hacia delante entre las tinieblas. Dos veces tropezó con raíces y dos veces se incorporó tambaleándose, escupiendo fango. La lluvia lo cegaba, las sombras pasaban de largo en la oscuridad.

Oyó un grito a su espalda.

—¡Por favor, Max! —exclamó Lila.

Fred volvió atrás resbalando en el barro.

—¡No quiere correr! —Lila se inclinó sobre su hermano—. ¡Y yo no puedo cargar con él!

El niño lloraba tumbado de espaldas, mirando hacia el cielo; su cuerpo se estremecía bajo la lluvia torrencial.

—¡Vamos!

Fred se echó a Max a la espalda. El chiquillo chilló al levantarlo (pesaba mucho más de lo que imaginaba), pero lo sujetó por las corvas y echó a correr con todo el cuerpo gimiendo de dolor. Oía a Lila pisándole los talones.

Las punzadas en el costado eran casi insoportables cuando dejó atrás la espesura y se vio de pronto en un claro. Se detuvo. Max se golpeó la cabeza contra su columna vertebral y soltó un chillido. Enfadado, intentó morderle un omóplato.

—No, por favor —dijo Fred, aunque casi no le prestaba atención al niño que llevaba a la espalda. Atónito y sin aliento, contemplaba lo que tenía delante.

Había dejado de llover. Estaban en medio de un amplio círculo de árboles abierto al cielo e iluminado por la redonda luna. Hierba y musgo alfombraban la explanada, las estrellas apiñadas en lo alto eran tan numerosas que las chispas plateadas reinaban en la noche. Fred dejó a Max en el suelo y se encorvó resollando con las manos en los muslos.

—¿Nos ha seguido la serpiente? —preguntó Max.

—No —respondió Contia resollando también.

—¿Cómo lo sabes? —insistió el chiquillo entre sollozos.

Lila se arrodilló agarrándose el costado.

—Las serpientes no persiguen a la gente, Maxie. Los dos lo sabemos, sólo que...

—Nos ha entrado pánico —intervino Contia con amargura—. Eso es lo que ha pasado. Mira, ¿lo ves? No hay serpientes. Hemos sido unos idiotas y ahora estamos aún más perdidos.

Fred echó un vistazo a su alrededor: el suelo del claro descendía suavemente hacia un gran charco de agua. Se acercó con los músculos doloridos y lo olfateó. Olía a podredumbre, pero él estaba muerto de sed. Bebió un sorbo y lo escupió de inmediato.

—No es buena: sabe a pie de muerto.

—¡Pero yo tengo sed! —protestó Max.

Fred alzó la vista esperando encontrar agua antes de que Max volviera a echarse a llorar.

—Si te escurres el pelo —le dijo—, obtendrás agua. —Se tiró del flequillo y lo retorció; le cayeron unas gotitas en la lengua—. Es mejor que nada.

Max se mordisqueó el pelo un instante y luego cerró los ojos apretando los párpados.

—Tengo miedo.

Lo dijo sin lloriquear, como si constatara un hecho. Fred pensó que, de algún modo, eso era peor que las lágrimas.

—Lo sé —respondió Lila con dulzura—. Todos tenemos miedo, Maxie.

Fue hasta su hermano y lo estrechó entre sus brazos. Los deditos huesudos del pequeño se cerraron sobre una quemadura de su muñeca, pero ella no lo apartó. En vez de eso, comenzó a susurrarle al oído en portugués. Parecía algo cariñoso, casi una canción, una nana. Delicadamente fue quitando hojas y barro de los rasguños que Max tenía en las piernas y los brazos. Fred los observaba: temblaban ligeramente.

—Todo nos parecerá menos malo por la mañana —afirmó.

—¿Ah, sí? —replicó Contia con tono mordaz—. ¿En serio?

—No puede ser mucho peor —respondió él—. Cuando haya luz podremos pensar en una manera de irnos a casa.

Contia lo miró con una expresión áspera y desafiante, pero Fred le sostuvo la mirada sin pestañear. La cara de la chica era pura geometría: barbilla afilada, pómulos afilados, ojos afilados.

—¿Y ahora qué? —preguntó Contia.

—Mamá y papá dicen que... —Lila se quedó en suspenso; al mencionar a sus padres se le descompuso el rostro, pero tragó saliva y continuó—. Siempre dicen que conviene dormir antes de tomar una decisión importante. Dicen que uno hace tonterías cuando está agotado, y son científicos. Así que deberíamos dormir.

A Fred le dolía todo el cuerpo.

—Pues nada, ¡a dormir!

Y se tumbó de lado sobre la hierba mojada. Estaba calado hasta los huesos, pero el aire era cálido. Cerró los ojos pensando que quizá despertaría en su cama del internado oyendo los ronquidos de Jones y Scrase, sus compañeros de habitación. Una hormiga le subió por la mejilla.

—Pero ¿no deberíamos mantenernos despiertos para no morir por conmoción cerebral? —intervino Contia.

—Creo que si tuviéramos una conmoción cerebral estaríamos mareados —contestó Lila.

Fred, ya medio dormido, intentó percibir si estaba mareado. El mundo se separaba de él dando vueltas.

—Si morimos todos durante la noche será culpa vuestra —soltó Contia.

Con esa alegre idea, Fred sintió que caía y caía en las profundidades del sueño, lejos de la selva y el denso aire nocturno.

el_explorador_del_amazonas-4

El refugio

Hacía un calor infernal y seguía vivo. Ésos fueron los dos primeros pensamientos que asaltaron a Fred cuando abrió los ojos y se dio de bruces con el sol brasileño. Miró su reloj instintivamente, pero la esfera estaba resquebrajada y el minutero se había desprendido.

Las chicas dormían a su lado. Ambas estaban cubiertas de sangre y costras, pero respiraban con normalidad. Contia tenía el pulgar metido en la boca. A su alrededor danzaba una multitud de libélulas emitiendo destellos azules y rojos. Fred pensó que tal vez las atraía la sangre.

De pronto, notó que Max no estaba: había desaparecido.

—¡Max! —musitó levantándose de un salto; pero no hubo respuesta, sólo se oían las alas de las libélulas. Se le aceleró el corazón—. ¿Max? —lo llamó más alto (Lila se agitó en sueños); luego corrió hasta la linde de los árboles; no se veía al pequeño por ninguna parte—. ¡Max! —aulló mirando desesperadamente a su alrededor.

—¿Qué? —Max se enderezó: se había tendido boca abajo, oculto tras unas plantas, junto a la charca apestosa, y chapoteaba con los dedos en el agua.

—¡Max! —Fred corrió hacia él y torció el gesto cuando una de sus costillas le dio un toque de atención—. No habrás bebido de esa agua, ¿verdad?

El niño se quedó mirándolo mientras se acercaba; luego cerró los ojos con fuerza y emitió un alarido que hizo vibrar sus tiernas mejillas. Al otro lado del claro, Lila se despertó de golpe y pegó un grito.

—Eso no es muy halagador —le dijo Fred al pequeño, aunque admitió que, cubierto de sangre y hollín y con menos cejas de lo habitual, su aspecto podía resultar un poco alarmante.

El niño siguió chillando sin apenas tomar aire. Lila se puso en pie de un brinco y los contempló acongojada.

—¡Max! ¿Qué ha pasado?

«Azúcar», pensó Fred: sabía que el azúcar ayuda a superar las crisis nerviosas.

—¿Quieres un caramelo? —En el bolsillo tenía unos cuantos de menta—. Por favor, ¡deja de llorar! —Sacó los caramelos.

La mano salió mojada: tenía un corte en el muslo y sangre medio seca en el bolsillo; los caramelos habían pasado la noche macerándose en ella. Se metió uno en la boca con un gesto de fastidio. El sabor no había mejorado, pero el azúcar le hormigueó en la sangre.

—¿Quieres? —Fred escupió en el borde de su camisa y limpió uno—. Es de menta.

—¡No! ¡Odio la menta! —replicó el niño.

—Es la única comida que tengo.

—¡Ah! Entonces sí que lo quiero. —Lo dijo como si fuera un noble aceptando pan de un campesino. El pequeño chupó el caramelo ruidosamente. La nariz comenzó a moquearle y los mocos le bajaron hasta alcanzar su labio superior.

—¡Max! —gritó Lila—. ¡Ven aquí!

—Vamos —le dijo Fred.

La cara del niño estaba absorta en el caramelo. ¡Era una cara tan pequeña, tan delicada y frágil! Fred sintió que se le partía el alma, pero se limitó a decir:

—Creo que deberías sonarte la nariz.

—Yo no me sueno la nariz —respondió Max mientras avanzaban cojeando hacia Lila—. Yo no hago esas cosas.

—Pues deberías.

—¡No! —Se lamió el moco del labio superior y lo añadió a su caramelo de menta. Tenía un manchurrón de tierra incrustado en la mejilla y la punta de las cejas inclinada hacia arriba, lo que le daba un aire travieso.

Fred pensó que no era fácil discutir con criaturas de cinco años. Con un dedo enganchó a Max del cuello de la camisa para apartarlo de unos espinos y de lo que parecían cagarrutas de conejo. El musgo del suelo estaba salpicado de hierbas y enredaderas. Uno de los árboles tenía unas flores rojas que habían forrado de carmín la superficie del bosque.

Sentadas entre las flores bajo el brillante sol nacarado, Lila y Contia discutían.

—¡Tú, chico, como te llames...! ¡Fred! —gritó Contia—. Ven a decirle a esta niña que está completamente equivocada.

—Ella cree que... —intentó decir Lila ruborizándose.

—Obviamente creo que deberíamos volver y esperar cerca del avión por si nos ven desde el aire. Para que puedan rescatarnos.

—Es más prudente quedarse aquí —replicó Lila apoyando el mentón sobre las rodillas y bajando la vista—. Si volviésemos atrás nos perderíamos. Y supongo que nadie verá el avión: no saben dónde nos estrellamos; tendrían que explorar toda la selva. Estamos solos en esto. —Con expresión fiera e imperturbable, fijó la mirada en una planta semejante a un diente de león—. Tendremos que encontrar la manera de llegar a Manaos por nuestra cuenta.

Fred la observó con atención. Tenía el rostro delgado, una sien arañada y el cabello recogido en dos trenzas oscuras, una de las cuales se había chamuscado en el accidente. Vestía una falda escarlata y una blusa rojo sangre, aunque las dos prendas estaban manchadas de verde grisáceo. Parecía de su misma edad o quizá algo más joven.

Contia la miraba con expresión igualmente feroz.

—Eso es una locura. Debemos permanecer cerca del avión y esperar a que nos rescaten. Mi familia ya habrá mandado decenas de aviones a buscarnos. Cien aviones probablemente.

—Pero el lugar donde nos estrellamos se ha quemado por el incendio. La mitad de los árboles se han carbonizado, así que no habrá animales...

—¡No necesitamos animales que se hagan amigos nuestros! —exclamó Contia—. ¡Esto no es un cuento de hadas!

—... para comer —prosiguió Lila—. Además, allí...

—¿Qué?

—Está el piloto.

—Ha muerto. —Contia parecía realmente desconcertada—. No puede hacernos daño.

—Deberíamos acampar aquí —dijo Lila en voz muy baja, aunque a Fred le sorprendió su determinación.

—¡No! —respondió Contia—. Eso sería absolutamente ilógico.

—¿Fred? —dijo Lila—. Tú tienes el voto decisivo.

—¡No, de eso nada! —estalló Contia—. Eso no es justo: ¡Una persona no debe decidir por todos! —Miró al chico de pies a cabeza, furibunda—. A menos que esté de acuerdo conmigo.

Fred volvió a inspeccionar el claro. Corría un aire fresco y el cielo era de un azul que no existía en Inglaterra. Estaba a punto de responder cuando, en el límite del claro, donde el bosque renacía, vio que cuatro árboles habían caído con sus copas unidas en un punto. Notó que se le erizaba el vello de la nuca.

—¿No creéis que allí hay algo raro? —preguntó.

—¡Eso no responde a la pregunta! —exclamó Contia.

—¿A qué te refieres? —quiso saber Lila.

—A esos árboles —contestó Fred señalándolos.

—¿

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos