I. Orbitas Lumenque
Al principio no tenía nombre. Era el objeto mismo, algo vivo, y era su amigo. En los días de viento danzaba, enloquecido, agitando sus brazos con vehemencia; o en el silencio de la tarde se adormecía y soñaba mientras se balanceaba en el aire azul y dorado. Ni siquiera se iba por las noches; arropado en la cama, él podía oír sus sombríos movimientos fuera, en la oscuridad, durante toda la noche. Había otros, más cerca de él y todavía más vivos, que iban y venían, hablando; pero le eran totalmente familiares, casi como si formaran parte de sí mismo, mientras que este, inmutable y lejano, pertenecía al misterioso exterior, al viento, al tiempo y al aire azul y dorado. Formaba parte del mundo, pero aun así era amigo suyo.
¡Mira, Nicolás! ¡Mira qué árbol tan grande!
Árbol, así se llamaba, y también tilo. Eran palabras bonitas y él las conocía desde mucho antes de saber qué significaban. Por sí mismas no tenían sentido, ellas solas no eran nada, solo nombraban aquel objeto que volaba y danzaba allí fuera. Con el viento, en el silencio, por la noche, en medio del aire caprichoso, aquel objeto cambiaba; y sin embargo era el árbol inmutable, el árbol de tilo. Era extraño.
Cada cosa tenía un nombre, pero a pesar de que los nombres no eran nada sin aquello que designaban, a las cosas no les importaba su nombre, no lo necesitaban, se limitaban a ser ellas mismas. Y luego estaban las palabras que significaban algo inmaterial, no como árbol y tilo que describían a aquel oscuro bailarín. Su madre le preguntaba a quién quería más, y el amor no bailaba, no golpeaba las ventanas con dedos furiosos y no tenía brazos llenos de hojas que sacudir, pero cuando ella mencionaba esa palabra que no designaba nada, en el fondo de su alma una cosa indefinible pero real respondía como si la convocaran, como si alguien la hubiese llamado por su nombre. Era muy extraño.
Pronto olvidó esas cuestiones enigmáticas y aprendió a hablar como los demás, con convicción, sin detenerse a pensar.
El cielo es azul, el sol es dorado, el árbol de tilo es verde. El día es luz, luego acaba, cae la noche y entonces oscurece. Uno se duerme y por la mañana se despierta otra vez, aunque llegará el día en que no vuelva a despertar; eso es la muerte. La muerte es triste, la tristeza es lo contrario de la felicidad, y así sucesivamente. Al fin y al cabo, ¡qué simple era todo! Ni siquiera había necesidad de pensar, solo tenía que limitarse a ser y la vida haría el resto, haría que un día siguiera al otro hasta que no quedaran más días para él, entonces lo mandaría al cielo y allí se convertiría en un ángel. El infierno estaba debajo del suelo.
Mateo, Marcos, Lucas y Juan,
bendecid la cama donde duermo
y si muero antes de despertar,
pedidle a Dios que se lleve mi alma.
Por encima de las manos unidas en actitud de rezo espiaba a su madre, arrodillada junto a él a la luz de la vela. Bajo la brillante mata de pelo recogido, su rostro era pálido y hermoso, como la cara de la Virgen en el cuadro. Tenía los ojos cerrados, y sus labios se movían y pronunciaban para sí las piadosas frases que él recitaba en voz alta. Cuando tropezaba con palabras difíciles, ella lo ayudaba dulcemente, con una voz tierna y maravillosa. Le dijo que la quería más que a nadie, y ella lo acunó en sus brazos y le cantó una canción.
Margery Daw sube y baja,
este pequeño polluelo
se perdió entre la paja.
Le gustaba quedarse despierto en la cama, escuchar los ruidos furtivos de la noche a su alrededor, los crujidos, gemidos y súbitos estallidos ahogados que suponía eran la voz de la casa, que se lamentaba bajo el peso de la enorme oscuridad del exterior y, con sigilo, intentaba cambiar de posición o estirar los doloridos huesos de su espalda. El viento cantaba en la chimenea, la lluvia tamborileaba en el tejado y el tilo daba golpecitos, tac, tac, tac. Él estaba abrigado y en la habitación de abajo su padre y su madre hablaban, se contaban las cosas que habían sucedido aquel día en el mundo exterior. ¿Cómo podían estar tranquilos y hablar con tanta suavidad cuando sin duda tenían tantas historias maravillosas que relatar? Sus voces eran similares a la del sueño, que lo llamaba para llevarlo con él. Había otras voces, de campanas solemnes que daban la hora, de perros que ladraban a lo lejos, y también la del río, aunque ella más que una voz era un fluir sombrío y poderoso, algo alarmante, que se precipitaba en la oscuridad y se sentía en lugar de oírse. Todas lo llamaban, lo llamaban al sueño, y él se dormía.
Pero a veces Andreas hacía ruidos raros desde la cama del rincón y lo despertaba. Andreas era su hermano mayor y tenía pesadillas.
Los niños jugaban juntos, al escondite, al pillapilla y a otros juegos que no tenían nombre. Katharina, que era mayor que Andreas, pronto comenzó a despreciar aquellas tonterías infantiles. Andreas también se cansó de los juegos, vivía en su propio mundo, silencioso y lleno de preocupaciones, del que casi nunca salía, y cuando lo hacía era solo para abalanzarse sobre ellos, golpearlos y pellizcarlos, antes de volver a desaparecer con la misma rapidez con que había llegado. Solo Bárbara, a pesar de ser la mayor de los cuatro, se alegraba de tener una excusa para abandonar su desgarbada altura y perseguir a su hermano pequeño a gatas por el suelo y debajo de las mesas, mientras sonreía y gruñía como un alegre galgo, con su hocico, sus patas y su pelaje enmarañado. En realidad era a Bárbara a quien quería más, aunque no se lo había dicho a nadie, ni siquiera a ella. Bárbara iba a ser monja y le hablaba de Dios, que curiosamente se le parecía mucho, pues era una persona amistosa, adorable y triste que solía perder cosas o se le caían. Había sido Él, mientras intentaba sostener en el aire todo a la vez, quien había soltado a su madre y la había dejado caer de su tierno abrazo.
Aquel había sido un día horrible. La casa estaba llena de viejas y del espantoso sonido del llanto. La cara de su padre, siempre tan severa e inexpresiva, estaba impúdicamente desnuda, rosada, sombría y lustrosa. Incluso Katharina y Andreas eran amables entre sí, iban de una habitación a otra despacio y, siguiendo el ejemplo de los mayores, saludaban con pequeños movimientos de cabeza, entrelazaban las manos y hablaban con voz suave, en tono formal y ceremonioso. Todo era muy alarmante, su madre estaba tendida en la cama y tenía las mandíbulas atadas con una tira de tela blanca. Estaba total y absolutamente inmóvil, y en esa inmovilidad total y absoluta parecía haber llegado por fin a la definición verdadera y concluyente de lo que era, ella misma, su propio y claro yo. Todo lo que la rodeaba, incluyendo las criaturas vivas que iban y venían, parecía difuso e incompleto comparado con su presencia contundente. Y a pesar de todo estaba muerta, ya no era su madre, que, según le habían dicho, se había ido al cielo. Pero entonces ¿qué era aquello que seguía allí?
Se la llevaron y la enterraron, así que con el tiempo olvidó qué era lo que lo había intrigado tanto.
A partir de entonces su padre cobró mucha importancia en su vida. Tras la muerte de su esposa había cambiado, o más bien el cambio que su ausencia había provocado en la vida cotidiana lo había dejado perdido en un mundo viejo y destrozado, así que se ocupaba con torpeza de las nuevas preocupaciones de la familia, como un fantasma en cierto modo cómico, pero también siniestro y exasperante. Los otros niños le rehuían. Solo Nicolás apreciaba su compañía y seguía el rastro del largo hilo de silencio que su padre dejaba tras él en sus vacilantes paseos por la casa. Pasaban muchas horas juntos sin decir nada, como si ambos ignoraran la presencia del otro, sumidos en el bálsamo de la soledad compartida. Pero solo se encontraban bien juntos hundidos en ese manantial de silencio, pues en cualquier otro de sus inevitables contactos se comportaban como extraños.
A pesar del fracaso y del dolor de sus encuentros públicos, su padre se aferraba, obstinado, al sueño de una sana comunicación hombre a hombre con su hijo, algo que la ciudad de Toruń reconocería y aprobaría. Le explicó el significado del dinero; era algo más que monedas, mucho más. Las monedas, ya ves, son para los pobres, los tontos o los niños pequeños. Son solo una especie de doble del dinero real, pero el verdadero dinero no se puede ver ni llevar en el bolsillo, y tampoco tintinea. Cuando hago negocios con otros comerciantes, no necesito esos estúpidos trocitos de metal y mi cartera puede estar llena o vacía, da igual. Yo doy mi palabra y eso es suficiente, porque mi palabra es dinero, ¿lo entiendes? No lo entendía y se miraron con impotencia, en silencio, frustrados e inexplicablemente avergonzados.
Aun así, una vez por semana salían de la enorme casa de la calle Santa Ana a demostrar al mundo la firme y perdurable relación entre el mercader y su heredero. El chico interpretaba su papel lo mejor que podía, andaba despacio y serio por las calles estrechas, con las manos entrelazadas en la espalda, mientras por dentro se retorcía en una agonía de vergüenza y timidez. Su padre, vestido de luto, con sombrero negro y un bastón muy decorado en la mano, era solo una caricatura grotesca del enérgico hombre de negocios que creía ser. Los saludos locuaces —Grüss Gott, mein herr!, bonito día, ¿qué tal los negocios?— que dedicaba a conocidos y desconocidos por igual con voz resonante e indiscreta caían en saco roto sobre las calles, con un sonido sordo y horrible. Cuando se detenía a hablar con alguien, su lenguaje ampuloso y su irritante jovialidad hacían que el chico apretara los dientes y hundiera un talón despacio, muy despacio, en el suelo.
—Y este es Nicolás, es el más pequeño, pero ya tiene olfato para los negocios, ¿verdad que lo tienes?, ¿qué dices a eso, pequeño bribón?
Él no decía nada, solo esbozaba una ligera sonrisa y se volvía en busca del consuelo de los álamos, los enormes rayos de luz acerada sobre el río y las nubes de bronce en el alto cielo azul.
Caminaban a lo largo del muelle, donde el alma temerosa de Nicolás salía de su escondite, atraída por el alboroto de los hombres y de los barcos, tan distinto de los parloteos anodinos de las calles. Aquel no era un mundo de palabras inútiles, sino de gloriosa algarabía y caos; el estrépito de los grandes barriles negros al rodar, el roce de las sogas de los cabrestantes, los cantos y maldiciones de los corpulentos estibadores descalzos mientras iban y venían con sus cargas por las pasarelas de desembarco. El chico se quedaba extasiado, presa del pánico y de una feroz alegría, pues en medio de toda aquella precipitación e inmensidad veía la espantosa perspectiva de una aniquilación deslumbrante e irresistible.
A su padre también lo ponían nervioso el río y los muelles atestados de gente, así que apresuraba el paso en silencio, con la cabeza gacha y los hombros caídos, como si buscara protección. La casa de Koppernigk e Hijos se encontraba a un lado del embarcadero y contemplaba con obvia satisfacción el frenético ir y venir del comercio bajo sus ventanas; ante aquella mirada pétrea, incluso el turbulento Vístula corría y se alejaba sumiso. En las oficinas polvorientas, las frías y oscuras cavernas de los almacenes, su padre volvía a ponerse la estereotipada máscara de hombre respetable, mientras el chico miraba todo fascinado y atónito, aunque por dentro comenzaba a sentir una vez más un dolor familiar, mezcla de desprecio y compasión.
A pesar de todo, durante las visitas a la fábrica sentía un secreto placer; alguna necesidad oculta encontraba su satisfacción en ese pequeño mundo seguro y hermético. Vagaba como en sueños por aquella madriguera de despachos miserables, respiraba los olores indefinidos del polvo y la tinta y espiaba a los viejos canosos, polvorientos y entintados, agazapados con sus plumas sobre libros enormes. Grandes y temblorosas cuchillas de luz herían el aire mientras el estruendo de los muelles hacía vibrar las ventanas, pero nada podía hacer tambalear los firmes pilares idénticos del debe y el haber que sostenían la casa. Allí había armonía; en la abrigada y dorada penumbra de los almacenes, sus sentidos vacilaban, abrumados por colores, texturas y olores; del coñac y el vodka que dormían en los barriles, de la cera y el alquitrán, de los toneles de arenques envasados, madera, maíz y especias orientales. En sus harapientas envolturas de tela de saco y cuerdas viejas, las planchas de cobre pulido brillaban con una oscura llama marrón; la palabra «felicidad» tenía el mismo color del cobre.
El nombre de la familia provenía justamente de ese metal, según decía su padre, y no, como algunos tenían la desfachatez de sugerir, de koper, que en polaco significa «hinojo». ¡Nada menos que hinojo! Nunca olvides que el nuestro es un linaje distinguido, mercaderes, magistrados y ministros de la Santa Iglesia, ¡todos nobles! Sí, papá.
Los Koppernigk eran originarios de la Alta Silesia, desde donde un tal Niklas Koppernigk, de profesión cantero, se había trasladado a Cracovia en 1396 y había adquirido la nacionalidad polaca. Su hijo, Johannes, había sido el fundador de la casa comercial que al final de la década de 1450 el padre de Nicolás había trasladado a Toruń, en la Prusia Real. Allí, entre las antiguas familias de colonos alemanes, los Koppernigk trabajaron con dureza y diligencia para liberarse de Polonia y de todo lo que pareciera polaco. No tuvieron demasiado éxito, el alemán de los niños aún tenía un deje sureño que, como si se tratara de un leve aliento a coles hervidas, había preocupado muchísimo a su madre durante su corta y desgraciada vida. Ella era una Waczelrodt, y los Waczelrodt, si bien eran silesios como los Koppernigk —su nombre procedía de la aldea de Weizenrodau cercana a Schweidnitz—, venían de una familia bastante distinta. Entre ellos no había habido canteros, por supuesto que no. Había habido algún Waczelrodt entre los regidores y consejeros de Münsterburg en el siglo xiii, y más tarde en Breslavia. A finales del siglo habían llegado a Toruń, donde en poco tiempo se habían convertido en una familia influyente y habían formado parte del gobierno de la Ciudad Vieja. El abuelo materno de Nicolás había sido un hombre rico, con propiedades en la ciudad e importantes bienes en Kulm. Los Waczelrodt estaban emparentados por matrimonio con los Peckau de Magdeburgo y los Von Allen de Toruń. Por supuesto, también se habían emparentado con los Koppernigk de Cracovia, pero esa no era una relación de la que debieran enorgullecerse, tal como la tía Christina Waczelrodt, dama noble y formidable, solía señalar.
—Recuerda —le decía su madre—, que eres tan Waczelrodt como Koppernigk. Tu tío será obispo un día. ¡Recuérdalo!
Padre e hijo volvían de sus salidas cansados y de mal humor y se separaban pronto, sin mirarse a la cara; el padre a rumiar en soledad su decepción y su incomprensible sentimiento de vergüenza, el hijo a soportar el tormento de las provocaciones de Andreas.
—¿Qué tal han ido hoy los negocios, hermano, eh?
Andreas, como hijo mayor, era el legítimo heredero, aunque esa idea había provocado en su padre un desacostumbrado estallido de risa.
—¿Ese vago? Ah, no, que ingrese en la Iglesia, donde su tío Lucas podrá conseguirle una suculenta prebenda.
Andreas se había mordisqueado los nudillos y se había marchado.
Andreas odiaba a su hermano. Su odio era una especie de angustia y a veces Nicolás tenía la impresión de que podía escucharlo; era como un gemido agudo y ensordecedor.
—Vienen los turcos, hermanito, ya han invadido el sur. —Nicolás se ponía pálido y Andreas sonreía con satisfacción—. Es verdad, ¿sabes?, créeme. ¿Tienes miedo? Nadie detendrá a los turcos. Dicen que empalan a sus prisioneros con un palo largo y puntiagudo y los atraviesan justo por el culo. ¡Así!, ¡ja ja!
Iban y volvían juntos del colegio a pie. Andreas permanecía deliberadamente indiferente a la modesta presencia de Nicolás, que caminaba a su lado. Silbaba con los dientes apretados, miraba al cielo, detenía el paso para contemplar algo fascinante que flotaba en una alcantarilla o lo apuraba para cojear, burlón, detrás de algún lisiado desprevenido, de modo que, por más que intentara prever aquellas súbitas pausas o sus avances, al final Nicolás se veía forzado a bailar con la estúpida sonrisa artificial de una marioneta, movido por los hilos invisibles de su caprichoso amo. Y cuanto más intentaba quitarse del medio, más feroz se volvía el desprecio de Andreas.
—¡Bichejo!, ¡no te arrastres detrás de mí todo el tiempo!
Andreas era guapo, muy alto y delgado, moreno, remilgado, frío. Corriera o caminara, se movía con una gracia lánguida e indolente, pero era en reposo cuando se lo veía más encantador: al pie de la ventana, sumido en un sueño melancólico, su rostro fino y pálido, erguido hacia la luz, era como un jarrón perfecto o una concha fuera del mar, algo frágil y exquisito. Cuando le hablaban, tenía la costumbre de fruncir el entrecejo y volver la cabeza; entonces, en aquella pose, parecía que su belleza se debía a la angustia indeleble que habitaba en su interior. En las hediondas clases y los corredores del colegio San Juan se movía con torpeza, como una criatura vulnerable y etérea que hubiera caído en un sitio extraño. Los profesores le gritaban y lo azotaban; sus corazones insensibles se enfurecían ante aquel niño enigmático que no aprendía nada y que luego volvería a casa para soportar en silencio, con la cara vuelta hacia otro lado, los insultos de un padre decepcionado.
La alegría lo atacaba como una enfermedad súbita y lo hacía aullar como un loco por toda la casa, mientras movía sus largos brazos y piernas de modo salvaje. Aquellos frenéticos arranques de júbilo eran raros y breves y solían acabar de repente con algo hecho añicos, un juguete, una baldosa o el cristal de una ventana. Entonces los otros niños se escondían asustados y se acababa el alboroto.
Elegía como amigos a los chicos más vulgares y brutos de San Juan, y cada tarde se reunía con ellos a la salida del colegio para organizar peleas, concursos de pedos y otras diversiones por el estilo. A Nicolás le aterrorizaba aquella pandilla fastidiosa y maligna.
Nepomuk Müller le quitó la gorra y la agitó en lo alto como un premio.
—¡Aquí, Nepomuk, tíramela!
—¡A mí, Müller, a mí!
El disco oscuro volaba de acá para allá bajo la intensa luz del sol y daba la impresión de que se mantenía en el aire gracias a los aullidos salvajes de los niños. Una familiar sensación de tristeza embargó el alma de Nicolás, ¡si al menos pudiera enfadarse! La rabia lo hubiese hecho participar en el juego, donde incluso el papel de víctima habría sido preferible a aquella desdeñosa indiferencia. Esperó, malhumorado y en silencio, fuera del círculo de niños vocingleros, mientras hacía dibujos en el suelo con la punta del zapato.
La gorra pasó cerca de Andreas y este la cazó al vuelo, pero en lugar de devolverla en el acto hizo una pausa e intentó, como siempre, dar un toque de suspense al juego. Los demás se quejaron:
—¡Venga, Andy, lánzala!
Se volvió hacia Nicolás y esbozó su típica sonrisa, comenzó a medir la distancia que los separaba, hizo amago de tirar como para embocar una anilla y apuntó con cuidado.
—¡Mirad cómo aterriza en su cocorota!
Pero al encontrarse con los ojos de Nicolás volvió a dudar, frunció el entrecejo y, con una mirada de soslayo hostil y desafiante a sus compañeros, dio un paso al frente y le ofreció la gorra a su hermano.
—Toma —murmuró—, aquí la tienes. —Pero Nicolás miró para otro lado; podía entendérselas con su crueldad, era predecible. La cara de Andreas enrojeció—. ¡Coge tu maldita gorra, mocoso!
Caminaron despacio rumbo a casa, sumidos en un silencio incómodo. Nicolás suspiraba y sudaba, enfurecido e impotente ante la reacción de Andreas, que a veces era tan imprevisiblemente adulto y otras veces tan infantil. Lo de la gorra había sido ridículo. ¡No puedes pretender que te entienda, a pesar de que lo hago! No sabía muy bien qué quería decir eso, tal vez que el asunto de la gorra no había sido tan estúpido. ¡Era desesperante! Había momentos, como aquel, en que la mezcolanza de sentimientos por Andreas cobraba el alarmante aspecto del odio.
Ya no iban hacia la casa y Nicolás vaciló.
—¿Adónde vamos?
—No te importa.
Pero él sabía bien adónde iban, su padre les había prohibido aventurarse más allá de las murallas. Allí estaba la Ciudad Nueva, un laberinto de bóvedas y callejuelas humeantes, llenas del hedor espeso y rancio de la humanidad. Era el mundo de los pobres, los leprosos y los judíos, los renegados. Nicolás temía aquel mundo, se le ponía la piel de gallina solo de pensar en él. Cuando había ido allí arrastrado por Andreas, que se deleitaba en la contemplación de aquellas vidas miserables, la sordidez lo había invadido con oleadas asfixiantes y nauseabundas, y había tenido la impresión de que se hundía en ella.
—¿Adónde vamos? ¡No podemos ir allí! Ya sabes que lo tenemos prohibido, Andreas.
Pero Andreas no le respondió y bajó la colina solo, silbando, hacia la entrada y el puente levadizo, y poco a poco la distancia lo convirtió en algo tan diminuto como un cangrejo. Nicolás, abandonado, se echó a llorar.
La habitación estaba tranquila, extrañamente silenciosa. Una mosca zumbaba y daba minúsculos golpes contra los cristales romboidales de la ventana. En el suelo, un libro caído se cerraba despacio, de forma misteriosa, página a página. El ojo ávido y brillante de un espejo, que reflejaba el dorado resplandor del sol desde la pared de enfrente, contenía otra habitación en miniatura y otra puerta donde flotaba una cara pequeña y asustada, con la boca abierta de asombro ante la imagen de aquella impresionada criatura que se desvanecía como una pestaña perdida en el marco del espejo. ¡Mirad!, de puntillas, columpiándose junto al cristal y suspendido de unos hilos invisibles colgaba un títere increíblemente grande y completamente negro, que clavaba las garras en su corazón, mientras su cara hinchada se contraía en una mueca de espantoso dolor.
Y aquí viene el verdugo
a cortarle la cabeza.
Se desplomó, como un saco de patatas, y dio la impresión de que la habitación entera se desmoronaba con él.
«Niños, vuestro padre ha muerto de un ataque al corazón».
Los ecos de aquel colapso siguieron, mudos pero tangibles, y la casa, herida y en carne viva por las lágrimas derramadas, parecía vibrar de dolor. La pena cobró la forma de un roedor gris y regordete que habitaba en su corazón.
Cuanto mayor era la fiereza con que atacaba el ratón, más claros se volvían los pensamientos de Nicolás, como si su mente, horrorizada por ese bicho que roía allí dentro, trepara cada vez más alto, hacia niveles cada vez más remotos, en busca de aire fresco. La muerte de su madre lo había intrigado, y la había visto como un accidente desproporcionado con respecto al pequeño fallo en la máquina que la había causado, pero esta muerte era diferente. Ahora parecía que el desperfecto de la máquina era irreversible; para él la vida se había equivocado de lleno y nada de lo que pudieran decirle podía explicarlo, ninguna de las palabras que le habían enseñado podía nombrar el motivo. Hasta el Dios de Bárbara se hizo a un lado, conmovido y silencioso.
El tío Lucas, el canónigo Waczelrodt, vino a toda prisa desde Frauenburg a Warmia tras recibir la noticia de la muerte de su cuñado. Los asuntos del Capítulo de Canónigos de la catedral de Frauenburg estaban embarullados como siempre y no era un buen momento para que un hombre con la vista puesta en el obispado se ausentara. El canónigo Lucas estaba muy disgustado, aunque, de todos modos, su vida se desarrollaba en un permanente estado de intenso disgusto. Los estragos de la interminable lucha entre sus intenciones y un mundo hostil estaban escritos en el mapa gris de las venas de su rostro, y sus pequeños ojos, fríos y calmos sobre una nariz gruesa como la cabeza de un martillo, eran los de un magro centinela que se ocultaba tras la voluminosa coraza de su mole. No aceptaba las cosas tal cual eran, aunque por suerte para las cosas, tampoco había tomado una decisión final acerca de cómo debían ser. Se comentaba que nunca nadie le había visto reír.
Su llegada fue como el retumbar de un gong de bronce que señaló el comienzo de un nuevo orden en la vida de los niños.
Recorrió la casa en busca de discrepancias, mientras los cuatro niños corrían detrás, agitados, como un tropel de ratones asustados. Nicolás se sentía hipnotizado por aquel hombre duro, de una fealdad fascinante, arrogante y mandón, cuya capa cortaba el aire a su espalda sin piedad, tal como Nicolás lo había visto una vez en el estrado del ayuntamiento hacer añicos los argumentos de sus quejumbrosos demandantes. Dentro del extraño, incomprensible y a menudo cruel mundo de los adultos, el tío Lucas era el más adulto de todos.
—En su testamento vuestro padre me deja a cargo de sus hijos, o sea vosotros. No es una responsabilidad que me agrade, pero es mi deber satisfacer sus deseos. Hablaré con cada uno de vosotros por turno; mientras tanto, esperad aquí.
Se metió dentro del despacho y cerró la puerta tras él. Los niños esperaron en el vestíbulo polvoriento, sentados en un banco, mientras se mordían las uñas y suspiraban. Bárbara comenzó a llorar en voz baja, y Andreas, con la cara cubierta de sudor como siempre que se ponía nervioso, zapateaba en el suelo al ritmo de sus atormentados pensamientos. Katharina provocaba a Nicolás.
—Te van a mandar fuera, ¿sabes? —murmuró—. Sí, muy, muy lejos, a un lugar donde no estará Bárbara para protegerte. Muy, muy lejos.
Ella sonreía y Nicolás apretó los labios con fuerza; no le daría el gusto de llorar.
El tiempo pasaba lentamente, escuchaban con atención los leves sonidos que llegaban del interior del despacho: el roce de los papeles, el chirrido de una pluma y en una ocasión un fuerte gruñido que les pareció una exclamación de asombro. Andreas les dijo que no pensaba quedarse más tiempo allí sin hacer nada y se puso de pie, pero se volvió a sentar de inmediato cuando la puerta se abrió de repente y apareció el tío Lucas. Los miró con el entrecejo fruncido, como si se preguntara dónde los había visto antes, luego meneó la cabeza y se encerró otra vez. La corriente de aire que había dejado al salir se desvaneció.
Por fin los llamaron. Andreas entró primero, tras detenerse en la puerta para secarse las manos sudorosas en la túnica y ensayar una expresión congraciadora. Salió poco después, de mal humor, y le hizo un gesto a Nicolás con el dedo pulgar.
—Te toca.
—Pero ¿qué te ha dicho?
—Nada. Nos mandarán fuera.
—Ah...
Nicolás entró y la puerta se cerró con estrépito tras él, como si una boca se lo tragara. El tío Lucas estaba sentado junto a la ventana, con los papeles de la familia desplegados sobre la gran mesa del despacho. Nicolás pensó que parecía una rana enorme e implacable. Una de las hojas de la ventana estaba abierta y dejaba ver las nubes blancas y la tenue luz dorada de la tarde de verano.
—Siéntate, niño.
El escritorio estaba encima de una tarima, y desde la banqueta baja donde se sentaba Nicolás solo se veían la cabeza y los hombros del tío, que se alzaba sobre él como un busto de piedra. Nicolás estaba asustado, no podía evitar que le temblaran las rodillas. La voz que le hablaba era un ruido hueco y estruendoso que no se dirigía tanto a él como a una idea en la mente del tío Lucas, llamada vagamente «niño», «sobrino» o «responsabilidad», y Nicolás podía entender el significado de las palabras, pero no lo que realmente quería decir con ellas. Era como si su tío desarticulara su vida y la volviera a armar, de forma irreconocible, con sus propias manos. Miró fijamente hacia arriba a través de la ventana y una parte de sí se separó y flotó libre en el aire azul y dorado. Włocławek. Era el sonido de un ser vivo al que estaban despedazando...
La entrevista había concluido; sin embargo, Nicolás seguía allí sentado, con las manos sobre las rodillas, tembloroso pero resuelto. El tío Lucas le dirigió una mirada hostil desde su estrado.
—¿Bien?
—Por favor, señor, yo debo ser comerciante, como mi padre.
—¿Qué dices, chico? Habla más alto.
—Papá me dijo que algún día yo sería dueño de las oficinas, los almacenes y los barcos; que Andreas entraría en la Iglesia porque usted encontraría un sitio para él, pero que yo me quedaría en Toruń a atender el negocio, lo dijo papá. La verdad —dijo débilmente—, la verdad es que no quiero irme de aquí.
El tío Lucas parpadeó.
—¿Cuántos años tienes, chico?
—Diez, señor.
—Debes terminar tus estudios.
—Pero ya voy al colegio San Juan.
—Sí, sí, pero lo dejarás. ¿Es que no me has escuchado? Iréis al colegio de la catedral de Włocławek, tanto tú como tu hermano, y luego a la Universidad de Cracovia, donde estudiaréis derecho canónico. Ingresarás en la Iglesia después. No te pido que entiendas, solo que obedezcas.
—Pero, con todo respeto, yo quiero quedarme aquí. Por favor, señor.
Se hizo un silencio. El tío Lucas dirigió al niño una mirada inexpresiva, luego su enorme cabeza se volvió hacia la ventana, como si fuera parte de una inmensa máquina articulada, y suspiró.
—El negocio de tu padre está en ruinas, Toruń está en ruinas, y el comercio se ha trasladado a Danzig. Eligió bien el momento de su muerte. Estos papeles, estas cuentas, por llamarlo de algún modo..., ¡estoy pasmado! Es vergonzoso, ¡qué incompetencia! Le debía todo a los Waczelrodt, y así es como nos paga. Se conservará la casa y quedará una pequeña renta, pero habrá que vender todo lo demás. Ya te lo he dicho, niño, no espero que comprendas, sino que obedezcas. Ahora puedes retirarte.
Katharina lo esperaba en el pasillo.
—Te lo dije: muy, muy lejos.
Cayó la tarde. Nicolás no quería llorar y le dolía la cara de tanto contener las lágrimas. Anna, la cocinera, le dio pasteles y leche caliente en la cocina. Él se sentó en su lugar favorito, debajo de la mesa. Los últimos rayos de sol brillaban a través de la ventana sobre los cazos de cobre y los azulejos pulidos. Fuera, las torrecillas de Toruń soñaban en medio del silencio del verano; mirara hacia donde mirase, veía una inefable melancolía. Anna se agachó para espiarlo en su escondite.
—Eh, amo, serás un buen chico, ¿verdad?
Sonrió, dejando al descubierto las raíces amarillentas de los dientes, y sacudió la cabeza una y otra vez. El sol se retiró, furtivo, y una nube de color morado se asomó por la ventana.
—¿Sabes qué es derecho canónico, Anna?
A Bárbara iban a enviarla al convento cisterciense de Kulm, Nicolás pensó en su madre. El futuro era un país extranjero y él no quería ir allí.
—Ach ja, serás un buen chico, du, Knabe.
El día de la partida soplaba el viento y todas las cosas se agitaban y decían adiós. El tilo lo saludó con la mano: ¡Adiós!
Queridísima hermana:
Lamento no haber escrito antes. ¿Eres feliz en el convento? Yo aquí no lo soy, pero tampoco soy demasiado desgraciado. Os echo de menos, a ti, a Katharina y a la casa. Los Maestros aquí están siempre enfadados. He aprendido muy bien latín y puedo hablarlo muy bien. También aprendemos geometría, que a mí me gusta mucho. Hay uno que se llama Wodka, pero se llama a sí mismo Abstemio, es muy gracioso. Hay otro llamado Caspar Sturm que enseña latín y otras cosas. ¿Andreas te escribe? Yo no lo veo muy a menudo porque va con los chicos mayores. Me siento muy solo. Aquí está nevando y hace mucho frío. El tío Lucas vino a visitarme y no recordaba mi nombre. Me examinó de latín y me dio un florín. Andreas no le dio ningún florín. Los profesores le tienen miedo, dicen que pronto va a ser obispo de Warmia, pero a mí no me comentó nada de ese asunto. Ahora tengo que irme a vísperas. Me gusta la música, ¿y a ti? En mis oraciones pido por ti y por todos los demás. Para las vacaciones de Navidad vamos a casa, quiero decir a Toruń. Espero que estés bien y me escribas pronto, entonces te escribiré otra vez.
Tu querido hermano,
Nic. Koppernigk
No era demasiado desgraciado, solo esperaba. Había sido despojado de las cosas familiares y aquí todo resultaba extraño. El colegio era una rueda que giraba entre ruidos y violencia y en cuyo centro inmóvil se escondía él, mareado y asustado, fascinado ante la desenvoltura de sus arrogantes compañeros, de nudillos como rocas y dientes terribles, que conocían todas las reglas, nunca titubeaban y lo ignoraban por completo. Incluso cuando aquella rueda reducía la velocidad y él se atrevía a acercarse al mismísimo borde, seguía sintiendo que en Włocławek solo vivía la mitad de su vida, y que misteriosamente la otra mitad, la mejor, estaba en algún otro sitio. ¿De qué modo si no podría explicar aquel dolor pequeño y débil que sentía siempre en su corazón? Era el mismo dolor pulsátil que deja un miembro amputado, como huella de lo que fue, sobre el vacío que pende del muñón. A las cinco de la mañana se despertaba en el dormitorio frío, oscuro y lastimoso, consciente de que en algún otro lugar, una parte de él disfrutaba con languidez del sueño encantador y profundo que su duro camastro nunca le permitiría. En aquellos días, ese otro yo se cruzaba a menudo en su camino, siempre resplandeciente y risueño, y lo provocaba con la belleza y la gracia de su fantasmagórica existencia. Así que esperaba, y soportaba con toda la paciencia de que era capaz los años malos, convencido de que algún día sus dos yoes divididos se encontrarían en un mundo mejor, tal como presentía a veces en el clima templado de abril, en los enormes despliegues de las nubes o en el esplendor etéreo de la Santa Misa.
Por extraño que pareciera, los rigores de la disciplina y el estudio le resultaban reconfortantes. Lo sostenían en aquellas ocasiones en que su mente se quedaba atontada, después de que la pandilla de bravucones que iba con su hermano lo vapuleara, cuando lo azotaban por alguna pequeña travesura o cuando los recuerdos de su casa lo hacían llorar en silencio.
Las clases comenzaban a las siete en el paraninfo, después de las oraciones matinales. A esa hora gris no había nada real, a excepción de su disgusto, y no estaba ni despierto ni dormido, sino en un estado intermedio cercano a la alucinación. El parloteo y los crujidos de los zapatos sobre el suelo de madera reproducían el sonido exacto que, en su imaginación, producían sus fríos huesos dentro de las entumecidas articulaciones. Las horas pasaban despacio, el sueño se desvanecía y la mañana se acomodaba para aguantar hasta el mediodía. Entonces comían y luego tenían lo que llamaban la hora de juegos. Las tardes eran horribles, el tiempo se demoraba hasta llegar a un punto muerto mientras la órbita del día se extendía hacia el vacío en un arco largo, lento y excéntrico. El griterío estridente de la docena de clases alineadas en la sala retumbaba en el aire sofocante y pesado, y los maestros bramaban en medio del jaleo con creciente desesperación. Al caer la noche, los aturdidos miembros del colegio se entregaban sigilosamente al sueño, convencidos de que no podrían soportar otro día como aquel. Pero un día seguía al otro con mortal inevitabilidad y se convertían en semanas que solo se diferenciaban entre sí por la aburrida pausa del domingo.
Aprendía con facilidad, tal vez demasiada, y los maestros se sentían agraviados, pues asimilaba los conocimientos que tanto les había costado adquirir a ellos con rapidez y sin el menor esfuerzo. Era como si en lugar de enseñarle estuvieran confirmando lo que él sabía. Nicolás se daba cuenta de hasta qué punto se sentían insultados, así que fingía ser un poco inepto. Mirando a sus compañeros aprendió el gesto, bastante natural en ellos, de dejar caer el labio inferior y poner los ojos vidriosos cuando surgía alguna dificultad en una lección. Como era de prever, los profesores se volvieron más considerados y con el tiempo advirtió, aliviado, que comenzaban a ignorarlo.
Pero algunos no se dejaban engañar con tanta facilidad.
Caspar Sturm era un canónigo del Capítulo de la catedral de Włocławek, de la cual formaba parte el colegio, y enseñaba el trivium de lógica, gramática y retórica. Era alto, delgado, moreno, de aspecto cadavérico y caminaba por el colegio al acecho, como un lobo, siempre solo, siempre en actitud de caza. En la ciudad era famoso por sus mujeres y sus borracheras solitarias. No le temía ni a Dios ni al obispo y odiaba un montón de cosas. Algunos decían que tiempo atrás había matado a un hombre y había entrado en la Iglesia para expiar su culpa, por eso nunca había recibido las sagradas órdenes. También corrían otros rumores, como que era hijo ilegítimo del rey de Polonia, que había dilapidado una enorme fortuna en el juego o que dormía con sábanas de seda escarlata. Nicolás los creía todos.
El colegio entero temía el genio del canónigo Sturm. A veces sus clases eran las más tranquilas del paraninfo; los niños se sentaban mudos y sumisos, fascinados por su mirada gélida y el hipnótico ritmo de su voz; pero otras veces parecían tumultuosas asambleas, caminaba golpeando los pies y agitaba los brazos, bramaba, reía o saltaba entre los bancos para azotar, con el látigo que siempre llevaba consigo, los huidizos hombros de algún bribón. Los otros maestros miraban disgustados cómo hacía cabriolas o gritaba, pero no decían nada, ni siquiera cuando sus bufonadas amenazaban con convertir sus clases en un manicomio. Lo toleraban en reconocimiento a su díscola brillantez, o tal vez fuera porque también ellos, como los niños, le tenían miedo.
Elegía a sus favoritos entre los peores del colegio, muchachos corpulentos, musculosos y llenos de granos, que se repantigaban en los bancos, sonreían o soltaban risotadas, amparándose en la seguridad que les brindaba su padrinazgo. Sturm los miraba con una especie de afectuoso desdén. Los chicos le divertían; los abofeteaba o les daba capones sin miramientos, y dejaba al descubierto su incorregible ignorancia con crueles sarcasmos, haciéndolos tartamudear y temblar de humillación ante el resto del aula. A pesar de todo, los chicos lo querían y le prodigaban una fervorosa lealtad.
A Nicolás lo miraba con ojos penetrantes y enigmáticos, y él se ruborizaba y agachaba la cabeza, pues Caspar Sturm lo observaba de una forma indecente, como si le levantara la máscara con suavidad y firmeza al mismo tiempo y se adentrara en el suave y palpitante centro de su alma. Nicolás apretaba los puños y una gota de sudor le resbalaba hasta el pecho. ¡No debes comprenderme! El maestro rara vez se dirigía a él directamente, pero cuando lo hacía se producía un silencio tan íntimo, cargado de una familiaridad tan inexplicable, que nadie se atrevía a hablar. Entonces el canónigo Sturm daba un paso atrás y asentía con la cabeza, como si volviera a corroborar una conclusión a la que había llegado con anterioridad.
—Y aquí está Andreas, el primogénito de la familia Koppernigk. Veamos, tontorrón, ¿qué puedes decirnos de las reglas de Tulio para el arte de la memoria, eh?
Aprendía con facilidad, tal vez demasiada, y los estudios lo aburrían. Solo muy de vez en cuando, en medio de la fría y grave música de las matemáticas, de la solemne cadencia de un verso latino o de la compleja y brillante lucidez de la lógica que hacía tambalear levemente sus certidumbres, alcanzaba a vislumbrar los contornos de algo resplandeciente y fascinante, formado por bloques de aire cristalino, en el claro cielo azul y etéreo. Entonces, en su corazón sonaban los acordes metálicos de la dicha perfecta.
—¡Herr Sturm, herr Sturm! —gritaba la clase—. ¡Una adivinanza!
—¿Qué? ¿Estamos aquí para aprender o para hacer juegos?
—¡Por favor, herr Sturm!
—¡Muy bien, muy bien! Veamos: en una habitación hay tres hombres, A y B, que tienen los ojos vendados, y C, que es ciego. Sobre una mesa hay tres sombreros negros y dos blancos, o sea cinco sombreros en total. Entra un cuarto individuo, a quien llamaremos D, pone un sombrero sobre cada una de las cabezas de A, B y C y esconde los otros dos. Luego D quita la venda de los ojos de A, que por consiguiente puede ver los sombreros de B y C, pero no el que él mismo lleva puesto ni los dos que están escondidos. D le pregunta a A si puede decir el color del sombrero que él mismo, A, tiene puesto. A reflexiona y responde que no. Ahora D le quita la venda a B, que por consiguiente puede ver los sombreros de A y C pero no el que él mismo lleva puesto ni los dos que están escondidos. D le pregunta a B si sabe de qué color es el sombrero que él mismo, B, tiene puesto. B reflexiona, duda, pero por fin contesta que no. Ahora bien, D no puede quitarle la venda a C, pues este no lleva ninguna venda ni puede ver ningún sombrero, ni los blancos ni los negros, ni los que tienen puestos ni los escondidos, porque es ciego. D le pregunta a C si sabe de qué color es el sombrero que él mismo, C, tiene puesto. C reflexiona, sonríe y contesta que sí. Bien, señores —dijo el canónigo—, ¿de qué color es el sombrero del hombre ciego y cómo lo supo?
Los bloques de cristal flotaron en silencio en el aire luminoso y encajaron. ¡Listo! Armonía.
—Bien, joven Koppernigk, ¿lo has resuelto?
Desconcertado, Nicolás bajó la cabeza y comenzó a escribir febrilmente en su pizarra. Estaba acalorado, sudoroso y temía que su cara pudiera traicionarlo, pero a pesar de todo se sentía ridículamente satisfecho consigo mismo y tuvo que concentrarse con fuerza en la idea de la muerte para no sonreír.
—Venga, hombre —murmuró el canónigo—, ¿lo tienes?
—Todavía no, señor. Estoy en ello.
—Ah, estás en ello.
Caspar Sturm dio un paso atrás y asintió con un breve movimiento de cabeza.
También estaba el canónigo Wodka. Nicolás caminaba con él a orillas del Vístula, el mismo río que bañaba en vano el inolvidable lodazal de Toruń, o al menos el nombre era el mismo aunque el nombre no significaba nada. Aquí el río era joven, un rápido y brillante arroyuelo, mientras que allí llegaba viejo y cansado. Sin embargo, estaba aquí y allí al mismo tiempo, su juventud y vejez no estaban separadas por los años sino por leguas de distancia. Nicolás pronunció en voz alta el nombre del río y sintió que en aquella palabra se desmoronaban los conceptos del espacio y del tiempo.
—Tienes alma de religioso, Nicolás —rio el canónigo Wodka.
Era cierto, lo que el mundo daba por sentado para él era fuente de duda y temor, no podía evitarlo. La sonrisa del canónigo se desvaneció y, preocupado, miró al niño con timidez y ternura.
—Ten cuidado con los enigmas, mi joven amigo. Ejercitan la mente, pero no enseñan a vivir.
El canónigo Wodka era un viejo de treinta años de una asombrosa fealdad, una criatura regordeta y patosa con la cabeza como un globo, la cara picada de viruela y una diminuta boca húmeda y roja. Sus manos eran algo fuera de lo común, marrones y arrugadas como las garras de un murciélago. Solo sus ojos desolados y brillantes revelaban el alma tullida y triste que habitaba en su interior. Para el colegio entero era una curiosa fuente de diversión, y a los muchachos del canónigo Sturm les encantaba seguirlo por los pasillos y burlarse de su ridícula forma de andar. Hasta su nombre, tan poco apropiado, ayudaba a convertirlo en un payaso, papel al que parecía haberse resignado, pues no dejaba de ser una ironía que hubiese elegido el nombre de Abstemio. A veces, cuando lo llamaban así, se ponía bizco y dejaba caer su enorme cabezota como si estuviera borracho. Nicolás sospechaba que, a pesar de sus quejas, el canónigo encontraba en el simple pensamiento humorístico el único consuelo que podía permitirse en una vida que nunca había aprendido a vivir.
Enseñaba el quadrivium de aritmética, geometría, astronomía y teoría de la música. Era muy mal maestro, pues su mente, demasiado apasionada, carecía de la lógica necesaria para tales asignaturas. En medio de una clase de trigonometría, se iba por las ramas y hablaba de la flecha de Zenón que nunca recorrería los cien codos que separaban el arco del blanco, pues primero debía volar cincuenta, antes veinticinco, y aun antes doce y medio, y de ahí al infinito, hasta llegar a un punto exasperante. Pero cuanto más le costaba alejarse a la flecha, más cerca se sentía Nicolás de su pobre y ridículo maestro. Se hicieron amigos con cautela y timidez, con desconfianza y sobresalto, incapaces de creer en su buena suerte, pero se hicieron amigos, e incluso un día, cuando en el solemne silencio de la galería del órgano de la catedral el canónigo Wodka puso una de sus arrugadas garras sobre la pierna de Nicolás, el chico clavó la vista en la penumbra bajo el techo abovedado y comenzó a hablar muy rápido sobre cualquier cosa, como si no hubiera ocurrido nada.
En sus paseos a la orilla del río, el canónigo esbozó la larga y confusa historia de la cosmología. Al principio se resistía a sembrar nuevas ideas en aquella mente joven que a su juicio estaba demasiado preocupada por abstracciones, pero luego la fascinación del asunto lo venció, y se dejó llevar y describió con balbuceos las alturas estelares. Le habló del universo en forma de ostra de los egipcios, donde la tierra flotaba en un recipiente de aguas aciagas bajo una concha viscosa; de la música de las esferas de los griegos Pitágoras y Heráclides; de los Padres de la Iglesia, cuya Tierra era un templo rodeado de muros de aire; y de los herejes agnósticos y su idea de que el mundo era obra de ángeles caídos. Por último le explicó la teoría de los cielos de Claudio Ptolomeo, formulada en Alejandría trece siglos antes y aún aceptada como válida por toda la humanidad, según la cual la Tierra permanecía inmóvil en el centro mientras el Sol y los planetas menores giraban a su alrededor en eterna y majestuosa danza. Había tantos nombres, tantas concepciones, que a Nicolás le daba vueltas la cabeza. El canónigo Wodka lo miró intranquilo, se llevó los dedos a los labios para silenciarse a sí mismo y enseguida comenzó a hablar con vehemencia, como si estuviera cumpliendo una penitencia, de la gloria de Dios, del dogma irrefutable de la Madre Iglesia y de las maravillas de la ortodoxia.
Pero Nicolás apenas le escuchaba, todavía no tenía ninguno de los escrúpulos que atormentaban a su amigo y el firmamento cantaba para él como una sirena. Allá fuera todo era absolutamente distinto, nada de lo que conocía en la tierra podría igualar la prístina pureza que él imaginaba en los cielos, y cuando miraba en lo alto el azul infinito, más allá de la duda y el terror, contemplaba una embriagadora, maravillosa y sublime alegría.
Entre los dos hicieron un reloj de sol en la pared sur de la catedral, y cuando terminaron, admiraron en silencio aquel ingenio simple y hermoso. A medida que pasaba el día, la sombra avanzaba de forma imperceptible sobre el disco y Nicolás se estremecía al pensar que habían doblegado las descomunales fuerzas del universo en aquella nimia e insignificante tarea.
—Entonces, después de todo —dijo—, ¿el mundo es solo una máquina?
El canónigo Wodka sonrió.
—En Timeo, Platón dice que el universo es una especie de animal, eterno, perfecto y con vida propia, creado por Dios en forma de esfera, que es la más perfecta e idónea de todas las figuras. Para explicar el movimiento de los planetas, Aristóteles postulaba la idea de un mecanismo de cincuenta y cinco esferas transparentes, cada una de las cuales tocaba e impulsaba a otra mientras la totalidad era conducida por el movimiento primario de la órbita de las estrellas fijas. Pitágoras comparaba el mundo con una enorme lira cuyas cuerdas eran las órbitas de los planetas y que en distintos momentos hacían sonar una perfecta escala armónica que los oídos humanos no podían apreciar. Y a todo eso, a ese ser cristalino, eterno y musical, ¿tú lo llamas máquina?
—No quise ser irrespetuoso, solo busco una forma de entenderlo, de saber en qué creer —Nicolás vaciló y sonrió con timidez ante la soberbia de sus propias palabras—. Herr Wodka, herr Wodka, ¿usted en qué cree?
—Yo creo que el mundo está aquí —dijo el canónigo abriendo los brazos—, que existe y que es inexplicable. Todos esos grandes hombres de los que hemos hablado ¿sabían acaso si lo que suponían era realidad? ¿Creía Ptolomeo en aquella curiosa imagen de ruedas dentro de otras ruedas que postulaba como verdadera para explicar el movimiento de los planetas? ¿Creemos nosotros en esa teoría, aunque digamos que es cierta? Porque, como verás, cuando tratas estas cuestiones, la verdad se convierte en un concepto ambiguo. En nuestros días, Nicolás de Cusa ha dicho que el universo es una esfera infinita que no tiene centro; esto es una contradictio in adjecto, ya que las nociones de esfera e infinito son incompatibles. Pero ¿es más extraño el universo de Cusa que los de Ptolomeo o Aristóteles? Bien, te dejo a ti la respuesta. —Sonrió otra vez con tristeza—. Creo que te producirá mucha angustia. —Y luego, mientras caminaban por los alrededores de la catedral al final de la tarde, el canónigo se detuvo de repente, conmovido, y rozó a Nicolás exaltado y con mano temblorosa—. Piensa en esto, muchacho, escucha: todas las teorías son solo nombres, pero el mundo es algo.
A la luz del atardecer, en medio de una penumbra creciente, fue como si hubiese hablado una pitonisa.
Los sábados, Caspar Sturm instruía a los alumnos en el difícil arte de la cetrería en los campos que rodeaban las murallas de la ciudad. Los halcones, fascinantes y temibles, llenaban el aire luminoso con el clamor de muertes inútiles. Nicolás los contemplaba con una mezcla de horror y exaltación, asustado por la intensidad de su furia y por su cruel insistencia, que al mismo tiempo lo hacían vibrar. Los pájaros caían como flechas disparadas por un arco, impulsados, al parecer, por una angustia ciega e inquebrantable que nada podía mitigar. Comparado con su vívida presencia, todo lo demás era vago e insustancial; los halcones eran seres absolutos y solo el canónigo Sturm podía igualar su triste ferocidad. Cuando descansaban se quedaban quietos como piedras y lo observaban con una mirada fija y atormentada; incluso cuando volaban, su prisa y la brutal parquedad de sus movimientos parecían deberse solo a una cosa, al deseo de regresar a la mayor velocidad posible a aquellas manos, a aquellas sedosas pihuelas, a aquellos ojos. Y el maestro, objeto de tal amor y terror, se volvía más esbelto, más duro, más moreno, hasta convertirse en otra persona. Nicolás lo miraba contemplar a sus criaturas y se sentía turbado, confuso y avergonzado.
—¡Arriba, señor, arriba! —Una garza chilló y cayó en el vacío—. ¡Arriba!
Criaturas monstruosas, similares a los halcones, volaban sobre invisibles vigas y alambres en el cielo lívido, y a lo lejos había un gran tumulto, gritos y rugidos, chillidos de agonía o de risa, que le llegaban desde aquella enorme distancia como un gorgojeo tenue y terrible. Incluso cuando se despertaba, aterrorizado y empapado en sudor, el sueño no terminaba. Era como si hubiese caído de cabeza en una abominable y oscura región del firmamento. Tiró de esa palanca que se levantaba caprichosamente entre sus piernas, tiró y tiró, para volver al mundo real. Tuvo la ligera impresión de que se acercaba alguien, una figura tenebrosa en la oscuridad, pero ya no podía detenerse, era demasiado tarde, así que cerró los ojos con fuerza. Los halcones venían hacia él, reconocía sus enormes y resplandecientes alas negras, sus garras secas, y sus talones metálicos, sus crueles picos abiertos que chillaban sin producir sonidos, y bajo aquel violento ataque se contrajo al borde del punto culminante. Por un instante todo se detuvo, todo quedó suspendido en el límite de la oscuridad y en una especie de muerte exquisita, entonces dobló la espalda como un arco y derramó su simiente sobre las sábanas.
Se hundió más y más, hacia el fondo, y suspiró. Las bestias habían desaparecido, ahora su cielo interior estaba vacío y tenía un inmaculado color azul. A pesar de la culpa, de la suciedad y del olor a sangre, leche y flores marchitas, lo inundó una lejana, tenue y misteriosa melodía que estaba en todas partes y en ninguna al mismo tiempo, una especie de música infinita.
Abrió los ojos. Bajo la luz de la luna distinguió la cara pálida y delgada de Andreas, que se alzaba implacable sobre él con una sonrisa siniestra.
Ahora era un ser insustancial, una tela de aire que se agitaba al viento furioso. Sintió que lo habían despojado de una membrana vital y protectora, le dolía la piel, la carne, las uñas, la cara, las mismísimas fibras de los ojos, a fuerza de anhelar algo que no podía nombrar, ni siquiera imaginar bien. Cuando estaba en misa, espiaba desde la galería del órgano a las mujeres del pueblo arrodilladas entre la congregación. Eran criaturas irremediablemente corpóreas, ni siquiera las más jóvenes y atractivas tenían nada que ver con los brillantes y melodiosos espíritus que aparecían en la oscuridad de sus noches febriles. Tampoco encontraba alivio en los niños pequeños, llorosos y malolientes que venían arrastrando sus mantas por el dormitorio y se ofrecían a cambio del consuelo de compartir la cama. Él buscaba algo más que las vulgaridades de la carne, algo hecho de luz, aire y un maravilloso e indeleble regocijo.
La nieve que caía alivió la herida que había abierto con sus propias manos. La tormenta duró tres días en medio de un pavoroso silencio, pero luego, al cuarto día, el amanecer encontró un mundo transformado. El cambio radicaba en la ausencia de las cosas, la nieve misma no era una presencia, sino más bien la nada sobre un lugar donde antes había habido algo, la calle, una lápida, un campo verde; y el ojo, perdido en medio de aquel vacío blanco, no podía evitar dirigirse al horizonte, que entonces parecía mucho más lejano que antes.
Nicolás subió, con su alma entumecida y ligera a cuestas, las escaleras de caracol de la torre donde el canónigo Wodka tenía su observatorio, una celda pequeña y circular con una sola ventana que se abría hacia fuera como una escotilla en medio del cielo. Allí todo tendía a las alturas y la torre misma parecía a punto de alzar el vuelo. Subió los siete peldaños de madera que conducían a al mirador, y al sacar la cabeza al aire fresco tuvo la sensación de que podía continuar hacia arriba sin esfuerzo, más y más alto, pero entonces se mareó. El cielo era una cúpula del más límpido cristal, el sol resplandecía sobre la nieve y en todas partes había una pureza y un brillo casi imposibles de soportar. En medio del absoluto silencio que se cernía sobre los campos nevados y los tejados de la ciudad, oyó el aullido de un zorro, un sonido casi perfecto que hirió la quietud como una aguja fulgurante. Un torrente de ingenua felicidad le llenó el corazón; todo iría bien, ¡sí, todo iría bien! Lo aguardaban las infinitas posibilidades del futuro, eso era lo que significaba la nieve, lo que le decía el zorro. Su alma joven se embelesó, y despacio, muy despacio, sintió que volaba y se perdía en el cielo.
Cuando llevaba cuatro años en la Universidad de Cracovia, el tío Lucas le ordenó que regresara a Toruń de inmediato. El chantre del Capítulo de Frauenburg estaba a punto de morir y el tío Lucas, ahora obispo de la diócesis, quería asegurarle el puesto a su sobrino menor. Nicolás hizo solo el largo viaje hacia el norte, en medio de un septiembre dorado y triste. Tenía veintidós años y se llevaba pocas cosas de la capital polaca. Todavía lo asaltaban recuerdos de ciertos días de primavera en que el viento cantaba en las torres y aluviones de sol inundaban las calles, y su corazón, extrañamente perturbado por las nubes, los pájaros y las voces de los niños, se sentía confuso y perdido en unos parajes que el día anterior le habían parecido irreprochablemente familiares.
Andreas y él se habían alojado en la casa de Katharina y su esposo, el comerciante Gertner. A Nicolás le disgustaba aquella casa pulcra e inalterable. Ni el tiempo ni un matrimonio temprano habían cambiado demasiado a su hermana, que detrás de la máscara de joven matrona seguía siendo una niña astuta, calculadora, cruel y ambiciosa, atormentada por un inexorable descontento. Nicolás sospechaba que era adúltera. Ella y Andreas se peleaban con la misma ferocidad que cuando eran niños, aunque entre ellos había nacido un nuevo entendimiento, producto de compartir los secretos que ocultaban al marido de Katharina y a Nicolás. Se habían unido en contra de él; se reían de sus anhelos, de su aspecto andrajoso, de su afán por el estudio y su ridícula solemnidad —todo aquello les divertía, pero en el fondo también les molestaba—. Él soportaba sus ataques en silencio, con modestas sonrisas, y descubrió, con cierta satisfacción de la que no lograba avergonzarse, que la indiferencia era el arma que más los hería.
Era cierto que había aprendido mucho en Polonia. Después de cuatro años su cabeza estaba llena de conocimientos sólidos como el granito, pero el saber y la percepción no eran lo mismo. Su mente, que ya se aventuraba por sendas azarosas y hasta ahora intransitadas, necesitaba una atmósfera ligera y delicada, un aire y un espacio que Cracovia no podía ofrecerle. Era significativo, como descubriría más tarde, que en una primera impresión la universidad le hubiera recordado tanto a un fuerte, ya que, a pesar de sus pretensiones, era una pieza clave en la defensa de la escolástica contra la invasión de nuevas ideas procedentes de Italia, Inglaterra y Rotterdam. En sus primeros años allí, había presenciado verdaderas batallas campales entre los escolásticos húngaros y los humanistas germanos. Aunque aquellas disputas estudiantiles le parecían intrascendentes e incluso cómicas, no podía evitar reconocer que el duelo entre la amenazadora multitud de rubios norteños de la colina de Wawel y los magiares de aspecto ceñudo y piel oscura era un reflejo de la guerra filosófica que tenía lugar en todo el continente.
El mundo físico se estaba expandiendo. Buscando una ruta que los condujera a las Indias, los portugueses habían revelado la alarmante inmensidad de África, y desde España llegaban rumores sobre la existencia de un nuevo mundo desconocido en el oeste. Los hombres viajaban hacia los cuatro puntos cardinales, ampliando fronteras en todas direcciones, y Europa entera había caído en las garras de una enfermedad contagiosa cuyos síntomas eran la avaricia, una monumental curiosidad, la sed de conquista y conversión religiosa y, por último, algo mucho más difícil de definir: una especie de irresistible alborozo. Nicolás también se sentía afectado por las llagas benignas de aquella plaga, pero su océano estaba en su interior. Cuando se aventuraba a viajar en la endeble barcaza de sus pensamientos, se asemejaba a aquellos locos marineros perdidos en un verde mar de ignorancia, y las imágenes que lo perseguían al regreso de terra incognita eran tan deslumbrantes y fantásticas como las de ellos.
Pero el mundo era algo más, y algo menos, que el fuego y el hielo de las especulaciones soberbias; también era su vida y las vidas de los demás, breves, penosas e inevitablemente ruines. Él no podía hallar un vínculo factible entre las esferas del pensamiento y la acción, en contra de las ideas de la época que le decían que el cielo y la tierra se asociaban en su propio yo. No era fácil tomar aquella idea con seriedad, por más que la defendiera para demostrar su lealtad con la causa humanista. Para él había dos yoes, separados e irreconciliables; el primero era un espíritu entre los astros, el segundo, una despreciable horqueta de carne clavada con firmeza en los excrementos terrenales. En los escritos de la Antigüedad, Nicolás descubrió las penalidades y la gloria de Grecia y la sangrienta majestuosidad de Roma. Incluso llegó a creer que en una época el mundo había conocido una unidad casi divina entre espíritu y materia, causa y consecuencia. ¿Sería aquello lo que buscaban los hombres en mares extraños y en los espacios infinitos y silenciosos del pensamiento puro?
Pues bien, si aquella armonía había existido alguna vez, en el fondo Nicolás se temía, aunque fuera incapaz de admitirlo, que no volverían a conquistarla.
Se dedicó a las humanidades y a la teología, tal como el tío Lucas le había ordenado. Sus estudios lo absorbían por completo y sus gestos se convirtieron en los modales formales de un académico. Viejo antes de tiempo, indiferente, seco y quisquilloso, Nicolás se apartó del mundo. Para ese entonces ya hablaba el latín con mayor fluidez que el alemán.
Pero en el fondo se trataba de una verdadera interpretación, una especie de ritual por el que el mundo, su yo y la relación entre ambos se simplificaba y se hacía más manejable. La erudición transformaba en orden dócil el espantoso clamor y el caos del mundo exterior, lo distanciaba y al mismo tiempo lo ponía al alcance de su mano, de modo que, mientras luchaba contra los pavores del mundo, estaba aterrorizado y milagrosamente tranquilo a la vez. En ocasiones, sin embargo, ese tranquilo terror no era suficiente, a veces aquella sordidez exigía más, clamaba por más riesgos, sangre o sacrificios. Entonces, como un actor que hubiera olvidado su parlamento, se quedaba paralizado, boquiabierto, con la vista fija en un agujero negro en el vacío.
Creía en la acción, en su necesidad absoluta, pero al mismo tiempo la acción le horrorizaba por su inevitable tendencia a convertirse en violencia. Nada permanecía estable, la política desembocaba en guerra, la ley en esclavitud, y la vida misma tarde o temprano se truncaba en muerte. Era imposible negar el mundo real, pues era el verdadero ámbito de acción, pero él debía negarlo o desesperar, y ese era su problema.
Entre las cosas de Cracovia que deseaba olvidar estaba el encuentro con el profesor Adalbert Brudzewski, astrónomo y matemático. Sin embargo, el recuerdo de aquella tarde insensata y dolorosa era el persistente fantasma de un gigante con enormes patas peludas que volvía a él a través de los años, una y otra vez, entre risas y gritos, haciéndolo ruborizar de vergüenza. Si Andreas no hubiese estado allí para presenciar su humillación, no le habría parecido tan grave. Por lógica, no debería haber estado presente; no había demostrado ningún interés en Brudzewski ni en sus clases hasta que, después de semanas de lisonjas y servilismos, Nicolás recibió por fin una invitación a la casa del profesor, ¡a su propia casa!, y Andreas anunció, en aquel tono lánguido que lo caracterizaba, que él también iría, puesto que aquel día no tenía nada mejor que hacer. Nicolás no había protestado, se había encogido de hombros y había fruncido distraídamente el entrecejo para demostrar lo poco que le importaba la cuestión, mientras, en su imaginación, una versión maravillosa y digna de sí mismo le decía a su hermano, con brusquedad y mordaz exactitud, lo despreciable que era.
Las clases del profesor Brudzewski eran rigurosas y elitistas, y tal como al propio profesor le gustaba señalar, una de las razones fundamentales de la impecable reputación de la universidad. A pesar de ser un seguidor de Ptolomeo, sus recientes comentarios, cautelosos aunque en cierto modo hostiles, sobre la teoría planetaria de Peuerbach habían provocado sorpresa entre sus colegas académicos. Aquella sorpresa, no obstante, volvió a convertirse en la usual y lamentable apatía tras unas pocas embestidas en defensa del dogma de Ptolomeo dirigidas a los eruditos más notables. Los Peuerbach de aquellos días podían ir y venir, pero Ptolomeo era absolutamente inexpugnable y el profesor Brudzewski se encargaría de recordarlo tan a menudo y con tanto énfasis como fuera necesario.
Nicolás había leído todo lo que el profesor había escrito sobre la teoría ptolemaica, y de aquellas fatigosas horas de vagar entre las tierras áridas de una mente dogmática había surgido una diminuta y apreciada pizca de duda. Ya no podía recordar cuándo o dónde había encontrado la grieta, en qué trayectoria estelar, en qué peldaño de aquellas firmes escaleras de cálculos tabulados; pero una vez detectada, había hecho que el edificio entero de una vida de trabajo se desmoronara, como en un sueño, de un modo lento e inexorable. El profesor Brudzewski sabía que Ptolomeo estaba muy equivocado, pero no podía admitirlo, ni siquiera ante sí mismo, pues había invertido demasiado esfuerzo en defenderlo. Nicolás atribuía a la falta de coraje el que un matemático de primer orden se rebajara a utilizar engaños para, según las palabras de Aristóteles, justificar los fenómenos, o sea esbozar una teoría basada con firmeza en dogmas viejos y reaccionarios que a su vez tomara en cuenta los movimientos observados en los planetas. Había fenómenos, como el de la órbita desatinadamente excéntrica de Marte, que la teoría general de Ptolomeo no podía explicar, pero ante problemas como aquellos, el profesor, tal como hiciera antes su magister alejandrino, hacía uso de su prodigiosa habilidad con las fórmulas hasta lograr la concordancia necesaria.
Al principio Nicolás sentía vergüenza por el profesor, pero luego la vergüenza se trocó en compasión y comenzó a juzgar a aquel viejo desafortunado con una ternura conmiserativa, casi paternal. ¡Iba a ayudarlo!, sí, se convertiría en alumno suyo y durante las clases lo llevaría con dulzura de la mano, le enseñaría a aceptar su error y a compensar todos los años de obcecación y pertinaz ceguera. Y luego aparecería otro libro, aunque muy diferente, tal vez el último del viejo profesor y la gloria que coronaría su vida, Tractatus contra Ptolemaeus, con un breve agradecimiento a su alumno —¡tan joven y brillante!—, cuyas arrolladoras ideas habían desviado al autor, con la fuerza de un rayo, de su descuidado y ciego camino a Damasco. ¡Sí!, y aunque el texto mismo fuera olvidado, como sin duda ocurriría, las futuras generaciones de cosmólogos hablarían de esa obra que había sido la primera aparición pública —con la modestia que lo caracterizaba— de uno de los mayores astrónomos de todos los tiempos. Nicolás temblaba, embriagado por aquellas extravagantes alucinaciones de gloria, mientras Andreas lo miraba sonriente.
—Estás sudando, hermano, puedo olerte desde aquí.
—No soy tan tranquilo como tú, Andreas, y me preocupo. Tengo muchas ganas de asistir a sus clases.
—¿Por qué? ¿De qué sirve contemplar las estrellas y todo eso?
Nicolás se sobresaltó, ¿que de qué servía?, era lo único que servía de algo. Pero no podía decirlo y se contentó con una sonrisa que reflejaba su secreta certeza. Pasaron a los pies de las torres de la iglesia de Santa María. La primavera había llegado a Cracovia y aquel día la ciudad parecía suspendida en el aire, un intrincado objeto etéreo de varillas y cristal que flotaba a la luz del sol a en el espacio claro y azul. Andreas comenzó a silbar, ¡qué guapo era, a pesar de todo!, ¡qué elegante, con su túnica de terciopelo, su sombrero de plumas y la espada que se balanceaba a su costado en la vaina decorada! Nicolás le tocó el brazo con ternura.
—A mí me interesan estas cosas, ¿sabes? —le dijo—, eso es todo.
No era consciente de haberle causado ningún daño a su hermano, y sin embargo, siempre parecía estar disculpándose; era algo muy normal en él.
—Te interesan, claro que sí —respondió Andreas—, pero también tendrás presente que nuestro querido tío sigue nuestros progresos con atención, ¿verdad?
Nicolás asintió sombrío.
—Así que tú crees que con mi entusiasmo pretendo competir contigo por su atención.
—¿Qué otra cosa podría pensar? No querías que viniera contigo.
—¡No te han invitado!
—¡Bah! Debes saber, hermano, que te conozco y sé que conspiras e intrigas a mis espaldas, pero no te odio por ello, solo te desprecio.
—Andreas...
Pero Andreas había comenzado a silbar alegremente otra vez.
El profesor Brudzewski vivía en una casa grande y antigua a la sombra de la iglesia de Santa María. Hicieron pasar a los hermanos y los dejaron esperando entre opresivas columnas de silencio que se elevaban por encima de la galería, hacia el altísimo techo decorado con frescos borrosos. Andreas y Nicolás miraron los frescos con expresión ingenua, como para demostrar la inocencia de sus intenciones a cualquiera que los observara, y se sobresaltaron al descubrir que, de hecho, los espiaba una figura imprecisa tras unas cortinas a la izquierda. Se volvieron con rapidez y oyeron una suave risa demencial y pasos que se alejaban.
Esperaron mucho rato, como si se hubieran olvidado de ellos, mientras el vestíbulo cobraba vida a su alrededor de forma misteriosa. Al principio solo eran puertas que se abrían para dejar pasar voces incorpóreas que desgarraban el silencio, y después se cerraban despacio con un evidente aunque inexplicable aire de amenaza. Luego, cuando ya se habían cansado de dedicar una sonrisa expectante a cada aparición inconclusa, los dueños de aquellas voces, una mezcla heterogénea de personas curiosamente distraídas y anónimas, comenzaron a atravesar puertas. Sin embargo, no venían para quedarse, sino que iban de paso, en apretados grupos de dos o de tres y hablando en murmullos, absortos en su camino hacia otro sitio. Aquellos enigmáticos peregrinos se cruzarían con Nicolás aquel día sin siquiera revelarle el secreto de sus misteriosas actividades.
Por fin llegó el mayordomo, una criatura gorda y blanda con una silueta en forma de pera, voz casi inaudible, pies torpes y una calva inmaculadamente blanca. Hizo un gesto con el dedo a los hermanos y los condujo a una habitación adyacente, inundada por la inesperada luz del sol que se colaba por la ventana. Al entrar, vieron fugazmente a una joven risueña vestida de verde que salía por otra puerta y dejaba tras de sí, temblando en el aire, un aura de indefinida belleza. El profesor Brudzewski los observó con desconfianza y dijo:
—¡Ah!
Tenía una cara larga y amarillenta con una pequeña barba gris y puntiaguda que parecía un colmillo bajo el labio inferior. Su espalda estaba tan penosamente curvada que la amplia túnica negra que llevaba, fruncida en el cuello, caía hasta el suelo como una cortina. Por una abertura lateral asomaba una mano nudosa a la que se ensamblaba, como una pieza en su engranaje, el recio bastón negro, lo único que al parecer evitaba que se desplomara y se transformara en un montoncillo de polvo, tela y huesos secos. Pero aquella aparente fragilidad era engañosa: Brudzewski era un viejo irascible y calculador que despreciaba, o, en el mejor de los casos, toleraba al mundo, y cuando este tenía la osadía de enfrentarse a él, lo castigaba con exaltada y furiosa aversión.
Se hizo un silencio; era obvio que no tenía idea de quiénes eran sus invitados y tampoco le importaba. Nicolás notó cómo su sonrisa se convertía en una repulsiva mueca de sarcasmo y no supo qué decir. Andreas dio un paso al frente con la mano apoyada en la empuñadura de su espada, que hizo un ruido metálico. De repente ambos hermanos recordaron a la vez, alarmados, que la universidad prohibía usar armas en público.
—Magister, este es mi hermano, Nicolás Koppernigk, que por supuesto ya conoceréis, y yo soy Andreas. Venimos con humildad a este verdadero Olimpo. ¡Ah!, nuestro tío, el doctor Lucas Waczelrodt, obispo de Warmia, os envía recuerdos.
—Sí, sí, muy bien —murmuró el profesor—, muy bien.
No estaba escuchando y miraba por encima de ellos, con el entrecejo fruncido, hacia la puerta por donde habían entrado presurosos tres caballeros que susurraban apiñados en un rincón. Uno era alto y delgado, otro bajo y gordo, y el tercero, que estaba de espaldas a ellos, tenía una constitución intermedia y estaba lleno de verrugas. Tenían aspecto de conspiradores. El profesor Brudzewski comenzó a resoplar entre dientes y de repente se disculpó, retrocedió hasta la puerta por donde había salido la joven del vestido verde, murmuró algo que los hermanos no entendieron y desapareció. Los conspiradores vacilaron, intercambiaron miradas y se revolvieron nerviosos apoyándose primero sobre un pie y luego sobre el otro. De pronto todos corrieron hacia la puerta con tanta prisa que estuvieron a punto de hacer caer a su anfitrión, que regresaba con dos jarras de cerveza, espumosas e inapropiadamente festivas, que ofreció a sus invitados con muda amabilidad, dedicándoles una sonrisa triste. Una nube sombría se cernió sobre la habitación como un enorme pájaro oscuro.
Después, los hermanos recorrieron la casa despacio, aturdidos, abriéndose paso entre gente que vagaba sin rumbo. Un hombrecillo extraño y perturbado que llevaba calzas, capa y una absurda pluma en el sombrero se les cruzó en medio del corredor y prorrumpió sin preámbulo en un amargo discurso de censura contra la incompetencia de los cosmógrafos caldeos, por los cuales parecía sentirse personalmente agraviado de alguna forma misteriosa. Andreas se escabulló y dejó a Nicolás solo, sonriendo y asintiendo indefenso bajo una fina lluvia de saliva. Por fin, el hombrecillo se cansó y se fue, agitado, reforzando sus propias ideas con ademanes frenéticos. Nicolás se volvió, y al hacerlo vislumbró algo verde en el canto de un espejo biselado que resplandecía con el reflejo del sol. Otra vez aquella sonrisa, ¡aquella joven! De repente supo que era un emblema de luz y de inefable belleza, un talismán cuya imagen podría salvarlo del maléfico caos de aquella ruinosa tarde.
Apuró sus pasos por el corredor tras la ardiente visión del espejo y giró en una esquina, pero no encontró a la joven, sino la negra figura encorvada del profesor, que caminaba con estrépito hacia él.
—¡Ah, tú! —dijo el viejo de mal humor—. ¿Dónde estabas? —frunció el entrecejo—, ¿no erais dos? Bueno, no tiene importancia.
Nicolás se lanzó de lleno al discurso que llevaba días preparando, balbuceó y sudó, fuera de sí, ansioso por impresionar. ¡Pitágoras, Platón, Nicolás de Cusa! Los nombres de los gloriosos muertos brotaban de sus labios y se estrellaban entre sí en el estrecho pasillo como enormes esferas de piedra. Apenas era consciente de lo que decía, era como si estuviese enredado en el engranaje de un mecanismo espantoso, ridículo e implacable. ¡Heráclito, Aristóteles, Regiomontano! ¡Bang, crash, plaf! El profesor lo miraba con atención, como si estudiara una nueva especie de roedor, presumiblemente arisca.
—Ptolomeo, joven, no mencionas a Ptolomeo, que como todo el mundo sabe fue quien dio respuesta a los misterios del universo.
—Sí, sí, pero magister, si me permite, ¿no es verdad que han sugerido que hay ciertos..., cómo podría decirlo..., tipos de fenómenos que la teoría de Ptolomeo no puede explicar?
El profesor esbozó una sonrisa lánguida y helada y dio pequeños golpes sobre los tablones de roble con su bastón, como si buscara una imperfección en el suelo.
—¿Y cuáles serían esos fenómenos inexplicables? —preguntó.
—No, no es que yo afirme que existan esos misterios —se apresuró a responder Nicolás—, más bien pregunto.
No serviría, la cobardía no serviría de nada. Lo que ahora debía hacer era presentar una exposición clara y valiente de sus opiniones. Pero ¿cuáles eran sus opiniones?, ¿y sería capaz de explicarlas? Una cosa era saber que Ptolomeo se había equivocado, y que a partir de entonces la ciencia planetaria había sido una enorme conspiración para justificar los fenómenos, otra muy distinta describir esa certeza con palabras, sobre todo delante de uno de los principales conspiradores.
La órbita de la tarde lo había vuelto a llevar al punto de partida en la entrada. Se sentía confundido y cada vez más desesperado; las cosas no eran en absoluto como él las había imaginado. El hombrecillo con la pluma en la cabeza, censor de los caldeos, pasó junto a ellos y les dedicó una mirada feroz.
Solo podía decir lo que no era, no lo que era; podía afirmar que una cosa era falsa, la otra también, y, por consiguiente, que aquello que podía vislumbrar de forma imprecisa tenía que ser verdad.
—Magister, a mí me parece que debemos revisar nuestras teorías sobre la naturaleza de las cosas. Durante trece siglos los astrónomos han seguido los principios de Ptolomeo sin cuestionarlos, como mujeres crédulas, según dice Regiomontano, pero en todo ese tiempo no han sido capaces de discernir o deducir la cuestión fundamental, o sea la forma del universo y la simetría invariable de sus partes.
—Hum —dijo el profesor, y abrió la puerta de la luminosa habitación. Esta vez Nicolás no vio a la chica de verde, sino al ubicuo trío de conspiradores, en corro cerrado, alertas.
—¡Chist!, ¡mirad quién viene!
El profesor avanzó sacudiendo la cabeza.
—No alcanzo a comprenderte —gruñó—. Lo más importante, según tú, es..., ¿cómo era?, discernir la forma del universo y sus partes. No lo entiendo, y eso ¿cómo se hace? Nosotros estamos aquí, y el universo, por así decirlo, está allá. Entre los dos no hay conexión posible, ¿verdad?
La habitación era alta y amplia, con toscas paredes blancas por encima de un zócalo de madera, un techo sostenido por vigas negras en forma de arco y un suelo de piedra ajedrezado. Había una mesa, sobre la cual reposaba un cuenco de cobre bruñido rebosante de pétalos de rosa, y cuatro sillas austeras. En una de las paredes había un relieve de yeso con tres mujeres desnudas cogidas de los hombros, girando en círculos en una sinuosa danza de ofrenda y gratitud. Más abajo, en el suelo, se veía un baúl de madera de peral herméticamente cerrado, frente a una estufa de hierro en forma de reloj de arena con la cubierta de latón. Los conspiradores comenzaron a acercarse de un modo imperceptible. Los cristales romboidales y granulados de la ventana daban a un pequeño patio con un cerezo en flor. De pronto, Nicolás se sintió fascinado por el absoluto anonimato de aquellos objetos, la taciturna y en cierto modo resentida reserva de las cosas poco familiares, cuyos contornos habían sido creados o borrados por la acción de vidas desconocidas. Sin duda cualquier otro vería aquella habitación como una luminosa red de significados maravillosamente exactos, y quizás ese fuera el caso de aquellos tres individuos extraños que se acercaban con sigilo; pero Nicolás pensaba: ¿qué podemos saber más allá de nosotros mismos?
—Paracelso dice —continuó— que en la escala de las cosas el hombre ocupa el centro, que es la medida de todo y el punto de equilibrio entre lo grande y lo pequeño.
El profesor Brudzewski lo miró fijamente.
—¿Paracelso? ¿Y ese quién es? Sin duda estará loco. Dios es la medida de todas las cosas y solo Dios puede entender al mundo. Por lo tanto, lo que tú pareces sugerir, jovencito, con tu cuestión fundamental suena a blasfemia.
—¿Bla... bla... blasfemia? —baló Nicolás—, claro que no. ¿No dijo usted, acaso, que en Ptolomeo encontramos la respuesta a los misterios del universo?
—Es solo una forma de hablar, nada más.
Se abrió la puerta detrás de ellos y Andreas entró despacio. Nicolás se sobresaltó, empapado de sudor. Aunque no parecían moverse, los conspiradores marchaban implacables hacia él y tuvo una desalentadora sensación de fatalidad, como alguien que oye el crujir del hielo al romperse mientras avanza desesperado, lenta e inexorablemente, sobre un lago congelado.
—Pero, magister, usted dijo...
—Sí, sí, es cierto, sé lo que dije. —El viejo dirigió una mirada furiosa al suelo y le dio un golpe con el bastón—. ¡Entiéndelo! Estás confundiendo astronomía con filosofía, o más bien con lo que hoy en día llaman filosofía ese holandés, los italianos y gente por el estilo. Estás pidiendo a nuestra ciencia que cumpla tareas que es incapaz de cumplir. La astronomía no muestra el universo tal cual es, sino tal como nosotros lo observamos; por lo tanto, cualquier teoría que describa nuestras observaciones es correcta. La teoría de Ptolomeo es perfectamente o casi perfectamente válida desde el punto de vista de la astronomía pura, porque justifica los fenómenos. Eso es todo lo que se le pide, y todo lo que es razonable pedirle. No discierne tu cuestión fundamental, pues no hay nada que discernir y todos se reirán del astrónomo que diga lo contrario.
—Entonces, ¿tendremos que conformarnos con meras abstracciones? —gritó Nicolás—. Colón ha probado que Ptolomeo se equivocó en lo referente a las dimensiones de la Tierra, ¿debemos ignorar a Colón?
—¡Un marinero ignorante y además español! ¡Bah!
—¡Lo ha probado, señor!
Nicolás se llevó la mano a la frente ardiente, tenía que mantener la calma. La habitación parecía llena de rumores y rugidos, pero era solo el tumulto de su espíritu que ensordecía sus oídos. Aquellos tres seguían avanzando sin pausa y Nicolás prefería no imaginar lo que hacía Andreas a su espalda. El profesor, furioso, caminaba en círculos alrededor de la mesa apoyándose en su bastón, tan encorvado que daba la impresión de que en cualquier momento hincaría los dientes en sus propios pies y se devoraría a sí mismo como una fabulosa serpiente. Nicolás lo seguía con paso vacilante, tragando saliva y chasqueando la lengua con nerviosismo.
—¿Probado? —lo increpó el viejo—. ¿Probado? Un barco recorre una distancia determinada y regresa, entonces el capitán baja a tierra y enrarece un poco el ambiente con palabras, ¿a eso lo llamas probar? ¿Sobre qué bases inmutables se apoya tu crítica a Ptolomeo? Eres un nominalista, jovencito, y ni siquiera lo sabes.
—¿Yo un nominalista? ¿Yo? ¿No es usted quien piensa que todas las ideas contrarias a Ptolomeo pueden refutarse con la sola mención de su nombre? No, no, magister, yo no creo en palabras sino en cosas. Pienso que el mundo material es susceptible de una investigación física, y si los astrónomos no hacen otra cosa que sentarse en sus aposentos a contar con los dedos están eludiendo sus responsabilidades.
El profesor se detuvo; estaba pálido y su cabeza oscilaba peligrosamente sobre el tallo frágil de su cuello. Sin embargo, su voz reflejaba más curiosidad que furia.
—La teoría de Ptolomeo justifica los fenómenos, ya lo he dicho. ¿Qué otra responsabilidad podría tener?
Díselo. Díselo.
—El conocimiento, magister, debe convertirse en percepción. La única teoría aceptable es aquella que explica los fenómenos, que explica... que...
Miró fijamente al profesor, cuyo cuerpo había comenzado a temblar mientras de sus contraídos orificios nasales salían pequeños resoplidos con un ruido extraordinariamente bronco y seco: ¡se estaba riendo! De pronto se dio la vuelta, señaló a su hermano con el bastón y preguntó:
—¿Y tú qué crees, joven? Danos tu opinión.
Andreas estaba apoyado tranquilamente en la ventana, con los brazos cruzados y la cara a contraluz. Unas pocas gotas de lluvia brillaban sobre el cristal y un viento suave agitaba en silencio las flores del cerezo. La belleza inefable del mundo conmovió el dolorido corazón de Nicolás. Su hermano vaciló un momento y luego, con la más lánguida de las sonrisas, dijo suavemente:
—Yo creo, magister, que debemos aferrarnos a la sensatez y a Aristóteles.
No tenía sentido, por supuesto, pero sonaba bien. ¡Sí que sonaba bien! El profesor Brudzewski asintió con un gesto de aprobación.
—Ay, sí —murmuró—, exactamente. —Se volvió otra vez hacia Nicolás—: Creo que te has dejado influir por los actuales advenedizos que creen que pueden descifrar la maraña de la benévola creación divina. Nombraste a Regiomontano; pues yo fui discípulo de ese gran hombre y puedo asegurarte que él se hubiera mofado de las extravagantes ideas que has expuesto hoy. ¿Y tú cuestionas a Ptolomeo? Ten en cuenta esto: no hay duda de que las puertas de la ciencia estarán cerradas para aquel que desconfíe de los antiguos. Mentirá en sus umbrales, devanará los sueños de los locos acerca del movimiento de la octava esfera y obtendrá lo que se merece por creer que puede sustentar sus propias alucinaciones calumniando a los antiguos. Por lo tanto, ten en cuenta el consejo razonable de este joven y aférrate a la sensatez.
En su desesperación, Nicolás tuvo la impresión de que emitía un sonido, un aullido agudo y estridente como el chirrido de una tiza contra una pizarra. Sintió una convulsión en la base de la columna, como si se hubiera sentado sin mirar justo en el momento en que alguien le retiraba bruscamente la silla. Los tres conspiradores, apiñados tras él, lo miraron con profunda tristeza, solícitos y siniestros al mismo tiempo. El de las verrugas miraba hacia otro lado, incapaz de contemplar de frente tanta necedad. Andreas reía en silencio.
—Bruder, du hast in der Scheisse getreppen —susurró al oído de su hermano.
El conspirador gordo rio. Detrás del cortinaje del vestíbulo aguardaba el observador oculto. Se trataba, ¡por supuesto!, de la chica de verde. El profesor le dedicó una mirada funesta, se volvió hacia los hermanos y dijo:
—Caballeros, tendréis que perdonar a mi hija. La muchacha está loca.
Agitó el bastón en dirección a ella y la joven retrocedió, convertida en arlequín por las sombras entrecruzadas, perseguida por los conspiradores que se escabullían de puntillas, cuchicheando, hacia las escaleras donde los aguardaba el hombrecillo del sombrero con plumas, entre otros enigmas más inciertos. Todos se despidieron con una reverencia, ascendieron despacio hacia la penumbra y desaparecieron.
El profesor Brudzewski, impaciente, dio los buenos días a los hermanos, no sin antes invitar a Andreas a sus clases. Una llovizna gris caía sobre Cracovia.
—¿Qué? ¿Ese viejo charlatán pretende que me pase las mañanas escuchándolo hablar sobre los planetas y cosas por el estilo? Ni hablar, hermano, tengo cosas mejores que hacer.
Nicolás llegó a Toruń a finales de septiembre. La casa de la calle de Santa Ana lo recibió silenciosa y solícita, como si compartiera su duelo. La vieja Anna y los demás sirvientes se habían ido y en su lugar había un mayordomo nuevo, un tipo arisco, uno de los hombres del obispo, que seguía a Nicolás por toda la casa con actitud desconfiada. Fuera, el soleado día otoñal era todo claridad y distancia, y encima de los tejados y las torres, una nube navegaba majestuosa, como un barco en el aire, impulsada por el viento a través de un cielo altísimo y azul. El tilo estaba cambiando las hojas.
—Encienda el fuego, por favor, hace frío.
—Sí, señor. Su excelencia su tío me dio a entender que usted no se quedaría.
—No, no me quedaré.
El tío Lucas llegó esa noche, iracundo, y saludó a Nicolás con una mirada feroz. El chantre de Frauenburg había sido lo suficientemente estúpido para morirse en un mes impar, cuando el privilegio de cubrir los puestos en la sede de Warmia pasaba, de acuerdo con la ley de la Iglesia, del obispo al papa.
—Así que ya podemos olvidarnos de este asunto, sobrino, pues en Roma no me quieren. —Golpeó el aire en vano con los puños—. ¡Una semana más, eso era todo! Sin embargo, debemos ser caritativos, que Dios dé descanso a su alma. —Fijó sus pequeños ojos negros en Nicolás—. Y bien, ¿no tienes lengua?
—Señor...
—Por favor, no te humilles. Después de cuatro años, no conseguiste un título en Cracovia.
—Fue usted quien me llamó, señor, cuando aún no había acabado los estudios.
—¡Ah! —El obispo se paseó un momento, asintiendo con la cabeza, con las manos enlazadas en la espalda—. Hum, sí —se detuvo—. Permíteme que te dé un consejo, sobrino, no asumas esa actitud rebelde si quieres disfrutar de mi favor. ¡No lo consentiré! ¿Lo has entendido? —Nicolás asintió sumiso con la cabeza, el obispo gruñó y se dio la vuelta, al parecer decepcionado por un triunfo tan fácil. Se levantó el manto y puso su trasero al calor del fuego—. ¡Mayordomo! ¿Dónde está ese bastardo? Eso me recuerda que el vago de tu hermano debe de estar divirtiéndose en Polonia, esperando que yo le encuentre un trabajo fácil. ¡Qué familia, Dios santo! Viene por parte de padre, desde luego, nada bueno que heredar por ese lado. Y tú, inútil, mírate, te escondes como un perro azotado. Me odias, pero no tienes el valor suficiente para decirlo. Claro que sí, lo sé. Bien, pronto te librarás de mí. Habrá otros puestos en Frauenburg, y una vez que te haya conseguido una prebenda quedarás fuera de mi control y de mis cuentas, y no me importará un ápice lo que hagas, ya habré cumplido con mi deber. Sigue mi consejo y vete a Italia.
—¿Ita...?
—O donde sea, da igual, siempre que sea lo suficientemente lejos. Y llévate a tu hermano contigo, no lo quiero cerca de mis asuntos. Y bien, hombre, ¿por qué sonríes?
¡Italia!
El día de Pascua de 1496 el canónigo Nicolás y su hermano partieron desde la puerta de San Florián de Cracovia en compañía de un grupo de peregrinos. Había hombres de fe y pecadores, monjes, vagabundos, embaucadores y asesinos, aldeanos pobres y ricos mercaderes, viudas y vírgenes, caballeros mendicantes, eruditos, buleros y predicadores, sanos y lisiados, ciegos, sordos, vivos y moribundos. Las banderas reales ondeaban a la luz del sol bajo un cielo azul imperial, las trompetas resonaban con sus melodías metálicas y desde lo alto de las murallas los ciudadanos los despedían con gritos de júbilo, agitando sus gorras y pañuelos mientras los viajeros se adentraban en la llanura a través del camino polvoriento. Se disponían a cruzar los Alpes en dirección a Roma, la Ciudad Sagrada.
—El maldito tacaño podría habernos conseguido un par de caballos —gruñó Andreas—, en lugar de hacernos caminar como si fuéramos vulgares campesinos.
Nicolás no se habría quejado ni aunque el obispo Lucas los hubiese obligado a ir hasta Italia a gatas. Por primera vez en su vida era libre, o al menos así se lo parecía. Por fin le habían encontrado un puesto en Frauenburg. El Capítulo, bajo la dirección del obispo, le había concedido una autorización inmediata para partir y él se había marchado hacia Cracovia sin demora. Encontró la ciudad misteriosamente cambiada, ya no era el desolado y taciturno confín que había conocido en sus años de universitario, sino un bullicioso lugar de paso, lleno de viajeros y de gritos alborotadores en lenguas extranjeras. En realidad, el cambio no se había producido en la ciudad sino en él, que ahora advertía cosas como viajero que como estudiante había ignorado. Sin embargo, prefirió considerar su nueva opinión de la fría capital como una señal de que por fin había crecido y descubierto su propia identidad y su propio mundo, de que renunciaba al pasado y se dirigía con valentía hacia la edad adulta. Por supuesto, eran solo tonterías, lo sabía, pero de todos modos se sintió maduro, experimentado e importante, al menos por unos días.
A Andreas le enfurecía su recién inaugurada autoestima, aunque fuera muy incipiente y susceptible de desmoronarse en cualquier momento y convertirlo en una parodia de sí mismo. A él no le habían asegurado ninguna canonjía tranquila, y fuera donde fuese, la oscura sombra del obispo Lucas se cernía sobre él como una maldición. Él no iba a Italia, lo mandaban, y ni siquiera le habían dado un caballo que lo diferenciara de los vulgares plebeyos.
—Tengo casi treinta años y todavía me trata como a un niño. ¿Qué he hecho yo para merecer su desprecio? ¿Qué he hecho?
Miró a Nicolás con rencor, desafiándolo a responder, y luego desvió la vista con los dientes apretados de rabia y angustia. Nicolás se sentía incómodo, como siempre que quedaba al descubierto el dolor de otra persona. Sentía deseos de alejarse deprisa, incluso se imaginaba a sí mismo huyendo con la cabeza gacha, murmurando entre dientes y agitando los brazos como alguien perseguido por una plaga de moscas, pero no podría ir a ningún sitio que lo liberara de la ira y el dolor de su hermano.
Andreas rio.
—Y tú, hermano —dijo con suavidad—, te alimentas de mí, me comes vivo.
Nicolás lo miró fijamente.
—No te entiendo.
—¡Oh, vete, vete! Me enfermas.
Así partieron hacia Italia, atados el uno al otro por correas de odio y pavoroso amor.
Iban equipados con dos sólidas varas, gruesas zamarras forradas de piel de oveja para protegerse del frío de los Alpes, un yesquero y una brújula, cuatro libras de pan desecado y una cuña de panceta. La preparación de aquellas provisiones les había producido una satisfacción profunda y pueril. En una herrería italiana cercana a la catedral, Andreas había encontrado una daga exquisitamente labrada con hoja retráctil que se abría con un perverso chirrido con solo tocar una palanca oculta. Guardaba aquella ingeniosa arma en una funda, cosida a tal efecto en el interior de la caña de una de sus botas, y con ella se sentía maravillosamente peligroso. Bartholomew Gertner, el esposo de Katharina, les había vendido una mula y solo los había engañado un poco en la transacción, pues, después de todo, eran parte de la familia. La mula, una bestia taciturna y vieja, llevaba el equipaje sin dificultad, pero no podría soportar la afrenta de un jinete, como no tardaron en comprobar.
Nicolás podría haber comprado un par de caballos, pues antes de salir de Frauenburg había retirado una buena suma de su prebenda; sin embargo, había guardado el botín en secreto en el forro de su capa para no avergonzar a su mísero hermano, o al menos eso se decía a sí mismo.
Andreas miró hacia el sur con melancolía.
—¡Como vulgares y sucios campesinos!
Partieron de la puerta de San Florián hacia la inmensa llanura; tras ellos, los gritos y el estruendo metálico de las trompetas; delante, el largo camino.
El tiempo se volvió contra ellos, y cerca de Bratislava se levantó de improviso una tormenta en la llanura y los alcanzó con sus bramidos, como si fuera un enorme y oscuro animal. Las posadas eran espantosas, llenas de piojos, vagabundos y rameras sifilíticas. En Graz les sirvieron un caldo de carne podrida y sufrieron espantosas colitis; en Villach el pan estaba lleno de gusanos. Un niño murió, se desplomó en medio del camino llorando, retorciéndose en su agonía, mientras su madre gritaba a voz en cuello a su lado.
El número de peregrinos se reducía día a día, pues muchos de los que habían partido de Cracovia eran, como los hermanos, simples viajeros que buscaban protección y compañía en el camino a Silesia, Hungría o el sur de Alemania, de modo que cuando llegaron a los Alpes cárnicos no quedaban más que una docena de adultos y algunos niños; y de ese pequeño grupo solo eran peregrinos menos de la mitad. El viejo Félix, un hombre de fe, golpeaba el suelo con su vara y vituperaba contra aquellos seres profanos que se aprovechaban de la protección de Dios en aquel viaje sagrado, pues por culpa de su irreverencia habían sufrido tantas desgracias. Era un viejo encorvado y flaco con una larga barba blanca. Sus ojos encendidos se fijaban sobre todo en las mujeres.
—Sus pecados nos han conducido a esta situación.
Krack, el asesino, sonrió.
—Bah, danos un descanso, abuelo.
Krack era un tipo divertido y útil, conocía bien las vueltas del camino y podía embroquetar y asar un pollo robado con destreza. Estaba convencido de que todos eran fugitivos como él y usaban la peregrinación como un práctico camuflaje para huir. Las pertinaces protestas de inocencia herían sus sentimientos, ¿acaso él no los había obsequiado con los detalles de su propio momento de gloria?
—Sangraba como un cerdo, me llamaba asesino y pedía piedad a Dios. El viejo bribón era duro, os lo aseguro, estaba rajado de oreja a oreja y todavía se aferraba a sus pocos florines como si fueran pelotas. ¡Santo Dios!
Los hombres discutían entre sí, y una vez se metieron en una pelea feroz, donde una navaja representó un importante papel. También había problemas entre las mujeres. Una muchacha, una criatura extravagante y mortalmente enferma que pasaba la noche con cualquier hombre que la aceptara, fue atacada por otras mujeres y golpeada con tal bestialidad que murió poco después. Dejaron su cuerpo a los lobos, pero su fantasma los perseguía y llenaba sus noches con visiones de sangre y fatalidad.
Una tarde lluviosa, cuando cruzaban un altiplano bajo un cielo infernal y amenazador, una cuadrilla de jinetes se abalanzó sobre ellos entre gritos.
—¡Santo Cristo de los demonios! ¡Cristo maldito! —murmuró Krack mirándolos con la boca abierta, dio un manotazo en su propia pierna y rio.
Por lo visto eran antiguos amigos suyos. El jefe era un sajón pelirrojo y gigantesco. Le faltaba la mano derecha y en su lugar tenía un gancho de hierro.
—Como veis, somos cruzados —dijo el tal Rufus, mientras el viento amarillo despeinaba su pelo color zanahoria—, y vamos a pelear contra los turcos infieles. Necesitamos comida y dinero para el largo viaje que tenemos por delante. Cuando lleguéis a Roma podéis decirle al papa que os encontrasteis con nosotros; somos sus hombres, peleamos por su causa, así que él os devolverá con creces las donaciones que nos hagáis. ¿De acuerdo, muchachos? —Sus compañeros rieron con ganas—. Ahora dadnos la comida y todo el oro que llevéis, y si alguien intenta engañarnos le sacaremos las tripas.
El viejo Félix dio un paso al frente.
—Solo somos pobres peregrinos, amigo. Si os lleváis lo poco que tenemos tendréis que responder ante Dios por nuestras muertes, pues está claro que no saldremos vivos de estas montañas.
—Eleva una plegaria, abuelo —replicó Rufus sonriendo—, Jesús os mandará el maná desde el cielo.
El viejo levantó su vara con mano temblorosa como para golpearlos, pero Rufus sacó su espada con una carcajada y le abrió las entrañas. El peregrino se desplomó en medio de un torrente de sangre, aullando de un modo aterrador. Rufus limpió la espada en una manga y miró a su alrededor.
—¿Alguna otra queja? ¿No?
Sus hombres se abalanzaron como langostas sobre los viajeros y solo les dejaron las botas y unos cuantos harapos para cubrirse las espaldas. Los hermanos contemplaron en silencio cómo se llevaban su mula. Los bribones rajaron la capa sospechosamente pesada de Nicolás y las monedas se desparramaron por el suelo. Andreas lo miró.
—Amigos —gritó Rufus—, muchas gracias y que Dios os acompañe.
Montaron de nuevo, pero de repente se detuvieron, murmuraron algo entre sí, sonrieron y volvieron a desmontar. Luego violaron a las mujeres y a dos niños. Les llevó mucho tiempo someter a esas masas informes y blancas de carne que chillaban y se retorcían en el barro. El viejo Félix murió al caer la noche, echado boca arriba en el suelo bajo la lluvia, con sus descalzos pies callosos extendidos, como una gran efigie de madera.
—¡Ay, ay! —gimoteaba.
Krack les había dedicado un jovial saludo y se había ido con sus amigos.
—¡Bastardo, tenías todo ese dinero y no dijiste ni una palabra! —dijo Andreas.
Sin duda habrían muerto todos si no hubiese sido porque al día siguiente se toparon por casualidad con un monasterio situado en lo alto de un peñasco, encima de un valle verde. El viejo monje que cuidaba la huerta fuera de los muros del monasterio dejó caer su azada y huyó aterrorizado ante la visión de aquellos muertos vivientes que levantaban sus brazos helados y lloriqueaban de manera escalofriante. Ni ellos mismos podían creer que hubieran sobrevivido, pues la noche había sido una especie de muerte plateada y glacial y la habían pasado escalando la pendiente rocosa a ciegas, con una prisa frenética, como seres poseídos, vigilados por la luna impasible. La madrugada había llegado con destellos de un fuego helado.
Los monjes de San Bernardo los recibieron con amabilidad. Uno de los niños violados murió. Andreas, todavía resentido por el asunto del oro, no le dirigía la palabra a su hermano. Nicolás pasaba el tiempo fuera, trillando los senderos de montaña con hábito y capucha de monje, mientras inventaba historias, recitaba versos latinos, imaginaba Italia e intentaba liberarse de los recuerdos de la lluvia y los gritos, los harapos endurecidos por la sangre seca y la sonrisa de Krack. El campo era irreal, una ardiente y helada Última Thule. En aquel lugar se sentía desorientado, todo era demasiado grande o demasiado pequeño; imponentes y rutilantes montañas frente a las diminutas flores azules del valle. Incluso el clima resultaba extraño, largos días claros y cálidos de primavera alpina, un sol feroz que daba mucha luz y poco calor y cielos transparentes horadados por cimas nevadas. Las cabras de montaña se alejaban haciendo resonar sus campanas al verlo, asustadas de aquel personaje con bastón que las miraba fijamente, lleno de dolor y hastío. No podía olvidar, y por las noches lo perseguían sueños cuyo oscuro resplandor contaminaba sus horas de vigilia y se cernía sobre él como una sombra en el aire. Comenzó a detectar signos de una vida secreta en todas partes, en las flores, en la hierba de la montaña, en las piedras que pisaba; todo estaba vivo y, en cierto modo, todo agonizaba. Nubes de tormenta volaban bajo en el cielo, como rugidos de angustia que se alejaban para que los pronunciaran en algún otro sitio.
Lo que le dolía no eran los sufrimientos de los vivos y los muertos, sino la ausencia total de dolor; no podía olvidar aquellas escenas terribles, la sangre y el barro, los bultos de carne retorciéndose, pero al recordar no sentía nada, nada en absoluto, y aquel vacío lo horrorizaba.
Los hermanos se despidieron del resto del grupo en Bolonia, donde debían matricularse en la universidad. El representante del Capítulo de Frauenburg en Roma, el canónigo Bernhard Schiller, viajó al norte para encontrarse con ellos. Era un hombrecillo gris y cauteloso.
—Bueno, caballeros —les dijo—, bienvenidos a Italia. Os habéis demorado, así que espero que hayáis tenido un viaje agradable, pues está claro que fue lento.
Los hermanos lo miraron con asombro y Andreas rio.
—No tenemos dinero —le dijo.
—¿Qué? —La cara gris del canónigo se volvió aún más gris.
Al final, sin embargo, aceptó adelantarles cien ducados.
—Comprended que este dinero no es mío ni de la Iglesia, sino de vuestro tío. Esta mañana le he escrito para informarle sobre esta transacción y pedirle que me devuelva el dinero de inmediato. —Se permitió esbozar una ligera sonrisa—. Confío en que podáis darle una explicación satisfactoria de vuestra pobreza. ¿Y por qué, si me permitís que os pregunte, vestís esos ropajes monacales? ¿Habéis estado apostando con clérigos? Es un pasatiempo peligroso, pero no es asunto mío, así que buenos días.
Andreas lo miró partir con una expresión de amargo sarcasmo, mientras Nicolás contaba su parte de los ducados.
—Será mejor que los escondas rápidamente, hermano.
Al atardecer, Nicolás paseaba por las calles abarrotadas de gente, sumido en frenéticas especulaciones sobre las verdaderas dimensiones del universo. A su paso, brillantes cabezas morenas y ojos almendrados se volvían para seguirlo con curiosidad y regocijo. Bolonia era una ciudad de personajes locos y grotescos, pero aun así él no pasaba inadvertido, con su capa larga y su cara de fanático. ¡No le importaban las opiniones de esa gente ruidosa y estúpida! Italia lo había decepcionado mucho, odiaba el calor, el olor rancio e inevitable, el alboroto de los niños, la indolencia, la corrupción y el desorden. Había imaginado una tierra serena, luminosa, imponente y melancólica. Los mercaderes le gritaban halagos y amenazas a la cara, intentaban venderle vino, dulces y ciegos pájaros cantores. Un bufón gordo, con una cabeza que parecía un pedazo de carne cruda, sacudió ante sus narices una tira de salchichas malolientes.
—Bello, professore, bello, bello! —graznó abriendo el húmedo agujero rojo que tenía por boca.
Un mendigo leproso extendió su mano sin dedos y lloriqueó. Nicolás se escabulló tras una esquina y un poderoso haz de luz le dio de lleno en la cara. El sol del crepúsculo se ponía sobre las murallas de la ciudad, flanqueado por dos ladrones ahorcados por la mañana. De pronto echó de menos aquellos preciosos atardeceres del norte, pálidos, límpidos y tranquilos, llenos de silencio y nubes. Desde el suelo le llegó un olor fétido, acababa de pisar un excremento de perro.
Alguien lo llamó por su nombre desde el patio de una taberna y a Nicolás se le heló el corazón, pero cuando intentaba alejarse a toda prisa una fulana risueña, negra como el carbón, se interpuso en su camino, chasqueando sus gruesos labios. Desde la taberna se oyó una carcajada ebria.
—Únete a nosotros, hermano, bebe una copa de vino —lo llamó Andreas. Estaba sentado con un grupo de amigos espadachines, todos buenos germanos—. Amigos, mirad qué pálido y demacrado está. Pasas demasiado tiempo entre libros.
Los demás lo miraban divertidos, encantados con la fuente de diversión.
—Tal vez le dé demasiado a la vara.
—¡Ay!, has estado haciendo galopar al gusano, ¿verdad, canónigo?
—Dándole al venerable obispo, ¿eh?
—¡Ja, ja!
—¡Siéntate! —gruñó Andreas, malhumorado y con la cara roja, pues la bebida no le caía demasiado bien.
A Nicolás no dejaba de sorprenderle la misteriosa capacidad de su hermano para rodearse del mismo tipo de amigos fuera donde fuese. Variaban los nombres y un poco las caras, pero por lo demás eran los mismos en Toruń, Cracovia o Bolonia: holgazanes y mujeriegos