El chico que amó a Ana Frank

Fragmento

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Uno

 

«Se ruega hablar siempre en voz baja. Utilizar únicamente una lengua civilizada, es decir, que queda excluido el alemán».

Diario de Ana Frank, Ana Frank,

17 de noviembre de 1942

 

El médico se llamaba Gabor. Como las hermanas húngaras cargadas de joyas y de maridos, le dije a mi mujer. Zsa Zsa, Eva y… siempre me olvido de la última. Intentaba bromear. Intentaba ser un tío competente. Si vas siempre con la espina clavada no llegarás a ningún lado, me habían alertado, aunque de eso hacía ya muchos años.

Ahora ya no tenía ninguna espina clavada. Cuando el doctor Gabor abrió la puerta que separaba la sala de espera de su consulta, era ya un hombre de lo más integrado. El médico movió su pequeña cabeza, cubierta de pelo negro aceitoso y brillante, indicándome con un gesto que me tocaba a mí. Entré.

Las tablillas de las persianas daban la espalda al bochorno de la tarde. Las esquinas de la habitación quedaban engullidas por las sombras. Detrás de la ventana, un aparato de aire acondicionado murmuraba amenazas ininteligibles. Junto a la pared, un diván de cuero negro acurrucado. Lo esquivé y tomé asiento en la silla situada en el lado de la mesa de despacho que me quedaba más próximo. El doctor Gabor rodeó el escritorio y se sentó en una silla de mayor tamaño, delante de mí. No era un hombre alto, un palmo más bajo que yo y unos doce kilos menos, diría. Me imaginé sus pies debajo de la mesa, balanceándose varios centímetros por encima del suelo, garbosos y desvalidos a la vez. Podría doblegarlo sin problemas.

Cogió un bloc de notas amarillo y eligió un bolígrafo de entre los varios que llenaban un jarrón etrusco. El escritorio se encontraba tan abarrotado que parecía una casa de empeño. Estaban los artilugios típicos de su oficio: el bloc y el bolígrafo que había cogido, un teléfono, media docena de libros con los lomos mirando hacia él, un reloj, que también miraba hacia él. Luego estaban las curiosidades, o quizá fueran simplemente otros artilugios también de su oficio: una reproducción de Los burgueses de Calais de Rodin —extraño, a tenor de su profesión, que no se hubiese decantado por El beso—, varias cabezas precolombinas con ojos vacíos y bocas entreabiertas, dos esculturas africanas, una de ellas con el vientre distendido y los pechos colgantes como berenjenas, la otra con un pene que recordaba una ametralladora. El doctor Gabor lo tenía apuntando hacia mí. Me habría gustado decirle que de eso no había ningún problema. Hubo un tiempo en el que pudo, pero ya no.

Se recostó en su asiento y me miró a través de unas gafas con montura metálica. Tenía la mirada amplia y fatua de un búho. Los demás médicos me habían dicho que él era mi última esperanza, aquel caballero húngaro con su traje cruzado entallado en la cintura que insinuaba largas tardes perdidas en cafés de bulevar y lánguidas horas en compañía de esos pastelillos rubios que compartían su apellido. El traje no podía ser casualidad. La ropa es el camuflaje más simple. Antes de descender por la pasarela aquella mañana de agosto yo iba vestido como un norteamericano, o al menos como un soldado. A lo mejor era eso. El doctor Gabor, que llevaba más tiempo aquí que yo, desde unos cuantos años antes de la guerra según los diplomas enmarcados que colgaban de la pared, anunciaba de este modo su conexión con el Viejo Mundo, o tal vez sólo estuviera resistiéndose a las vulgaridades del Nuevo. Estaba seguro de que las consideraba vulgaridades.

—Y bien, señor Van Pels —dijo, y se balanceó un poco en su gran silla de cuero—, ha perdido usted la voz.

«¿Habéis perdido las manoplas? ¡Gatitos traviesos!», lee en el cuento mi esposa a nuestra hija.

Moví afirmativamente la cabeza, aunque por entonces ya podía susurrar. Durante tres semanas no había podido siquiera hacer eso. Abría la boca, formaba las palabras, pero era incapaz de emitir un solo sonido. Ahora lograba emitir un gemido patético, débil como el de un bebé. No, los bebés aúllan. Tendría que haber oído rugir a mi hija cuando el médico le arreó el primer cachete. Su alarido reverberó hasta dar la vuelta al mundo. Yo abrí la boca para celebrarlo, pero al verla, sujeta boca abajo por sus resbaladizos pies llenos de mucosidad, cruda y ensangrentada como un pedazo de carne, el grito que se había formado en mi garganta se interrumpió. Me la imaginé deslizándose hasta el suelo y salpicando los dibujos del linóleo. Visualicé al médico dándose por vencido ante las náuseas y a mi hija volando por los aires y estampándose contra la pared de color blanco hueso. Mi esposa duda de mis recuerdos de nuestra hija recién nacida. Dice que yo no estaba allí. Pero ella se encontraba sedada en aquel momento, y yo sé que no me equivoco. A lo mejor estaba fisgoneando junto a la sala de partos y vi algo de refilón en el momento en que se abrió la puerta. La visión de mi hija me silenció entonces, y alguna cosa me ha robado la voz ahora. Nadie es capaz de diagnosticar de qué se trata.

Acudí a un montón de médicos. Me introdujeron tubos por la garganta, me hicieron radiografías del cuello, empujaron, sondearon y formularon infinitas preguntas. Tenía que escribirles las respuestas en un bloc. ¿Qué come? De todo. ¿Bebe mucho? Poca cosa. ¿Fuma?

Me lo preguntaron todos, y a todos les respondí que no. ¿Había fumado? Parecían las audiencias del Senado que salen en los periódicos. ¿Fuma ahora o ha fumado alguna vez? Nunca, les escribía, aunque de jovencito fumé algún que otro cigarrillo. Y me sigue gustando el aroma. Por algún motivo me resulta relajante. Pero con el placer indirecto me basta. Nunca me enganché. Pero todo eso no se lo cuento. Ya tenía bastante que escribir sin incluir los detalles más superfluos.

Pasaban después a las alergias. ¿Es alérgico a alguna cosa? No que yo sepa, escribía en el bloc. ¿Y de pequeño? ¿Recuerda alguna alergia infantil? No, garabateaba. Ningún recuerdo de alergias infantiles. Ningún recuerdo de la infancia. Estaba confiscada, expulsada de mi existencia. Estaba escondida en un lugar secreto, tan secreto que soy incapaz de recordarlo. Eso tampoco lo escribí.

—¿Ha sido una pérdida gradual? —me preguntaba ahora el doctor Gabor—. ¿Sucedió de repente o notó que la voz iba debilitándose?

—De la noche a la mañana —dije con mi hilo de voz ronca—. En el sentido más literal. Me acosté con voz y me desperté sin ella.

—¿Sucedió algo anormal durante aquella noche?

Negué con la cabeza.

—¿Algún sueño?

—Yo no sueño.

Se quedó mirándome fijamente.

—No sue

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