Papel y tinta

María Reig

Fragmento

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Capítulo 1

Mi historia no es un relato de héroes y princesas que se esconde detrás de las cubiertas cuidadosamente elaboradas de una novela de caballerías. Tampoco fui nunca nadie de quien quisiera sentirme orgullosa. Es la historia de alguien que sobrevivió. Que sobrevivió cometiendo todos los pecados imaginables por los que, estoy segura, arderé en los infiernos por la eternidad. Pero no quisiera adelantarme. Al cerrar los ojos no puedo más que viajar en silencio, sin molestar a nadie, a donde mi mente me dice que comenzó todo, aunque sea una burda mentira. A esos ápices de consciencia que, como si de un tesoro se tratara, aparecen tímidos en los recovecos de un pensamiento aún demasiado pueril e inexperto como para discernir cuál de todos fue el primero.

En mi caso, creo que fue un tejido basto y seco. Una tela rugosa que se agolpaba contra la piel de mi brazo, haciéndome daño. Sin embargo, estaba demasiado asustada como para que aquellos pequeños escozores me importasen. Al tiempo que pestañeaba y miraba alrededor, con ansias por identificar el lugar donde me encontraba, el balanceo conseguía apaciguarme hasta hacerme dormir. Olía a humedad. La lluvia me arrullaba en aquel sueño que suponía mucho más que un mero momento de descanso, suponía un trance sin retorno hacia una vida nueva. Hacia donde comienzan la mayoría de mis recuerdos. De tanto en tanto, escuchaba a los caballos relinchar, nerviosos, cansados. El cochero los azuzaba y seguíamos la marcha. El repiqueteo de las espuelas sobre la tierra mojada me indicaba que aquel viaje no había cesado. Pero, de pronto, un «so», seguido de una frenada algo tosca, me sacó de mis sueños fingidos y me comunicó, en un susurro inventado, que debía abrir los ojos.

La lluvia siguió repicando contra el pescante, ya vacío. La robusta e improvisada manta de arpillera protegía mi menudo cuerpo de un frío que había calado en mis huesos. Estaba aterrada. Y, sobre todo, estaba sola. Un estruendo procedente de una puerta abierta, con fuerza y sin paciencia, proporcionó una débil iluminación en el interior de la cabina del carruaje, donde me hallaba tumbada.

—Vamos, don Santiago, sáquela de ahí —ordenó una voz ronca y potente.

—Sí, señora —respondió un hombre, servicial.

Noté cómo me cogían en brazos, procurando que la tela, en la que estaba envuelta, no nos abandonase en el trasiego. La lluvia nos acompañó en aquellos torpes pasos que dimos hasta llegar a un porche, tras unas escaleras. Cerré de nuevo los ojos y oí a lo lejos una conversación sobre escaleras, habitaciones y secretos.

—Déjela ahí, don Santiago. Le estoy muy agradecida por esta noche —añadió cuando ya estábamos a salvo en una alcoba templada.

—Siempre es un placer poder ayudarla, señora. La niña no traía equipaje así que esto es todo.

—No se preocupe, aquí no necesitará nada de lo que pudiera traer. Recuerde que he confiado en usted para esta empresa y nadie más puede saber lo que ha ocurrido hoy. ¿Promete guardar el secreto?

—No lo dude, señora. Se irá conmigo a la tumba.

La luz de la mañana me llevó de regreso a la realidad. Moví primero mis piernas delgadas. Advertí cómo la suavidad había ocupado el lugar de la rugosidad, de lo áspero, y la comodidad de unas sábanas de lino me arropaba, dejando atrás las molestas rozaduras de horas antes.

El sol iluminaba aquella estancia. Y no reconocía ninguno de sus rincones. Estaba tumbada en una cama en la que bien podrían haber cabido cuatro niños más como yo; en sus extremos, dos mesillas de madera oscura con tallas hermosas en sus patas y esquinas, sobre las que descansaba una imagen de la Virgen y un jarrón con una pequeña florecilla de color lila. Su olor dulce de lavanda me acariciaba. Opté por seguir inspeccionando y hallé una mesa grande de madera custodiada por una silla. Detrás de ella, una puerta secundaria. En la pared contraria a la puerta de entrada, había una cómoda vacía: erguida triste mirando a todos los demás muebles, con compañía de más. Me giré para vislumbrar con mayor detalle aquellas ventanas abrazadas por grandes cortinas de estampado rosáceo. Me incorporé tímidamente y, tras dudar un par de segundos, caminé descalza hacia aquella cristalera que me reveló lo lejos que estaba de donde vivía.

Una calle soleada, adornada por el alboroto de viandantes animados, se adivinaba por detrás del alféizar. Los edificios, engalanados y elegantes, me daban los buenos días mientras los pequeños comercios, en los bajos, saludaban a los peatones que, con suerte, se decidían a entrar para adquirir alguno de sus productos. Una voz detrás de la puerta me sobresaltó y regresé a mi lugar de origen en aquella mañana. Me tapé, pues temía que el haberme levantado fuera motivo de castigo. Unos zapatos repicaban contra el suelo de madera y se acercaban anunciando que faltaban pocos segundos para que la puerta se abriera. Me asomé por encima de las sábanas. Quería ser testigo de la entrada de aquella persona para saber qué hacía yo allí, en esa gran ciudad.

Una mujer, alta y corpulenta, se adentró en la habitación. Llevaba un largo vestido de color negro que ocultaba desde la barbilla hasta los tobillos y debajo del cual apenas asomaban unas botas de cordones del mismo color. Las mangas y el cuello tenían delicados bordados que conjugaban, a la perfección, con los rizos oscuros de un cabello recogido en un sobrio moño. Sus facciones eran serias y duras. Me impresionó la parquedad con la que me miró y me instó a incorporarme. Era ese tipo de frialdad de alguien a quien no le gustan los niños ni ha desarrollado la calidez para tratar con ellos.

—Vamos, niña. Llevas durmiendo doce horas y en esta casa no se admiten marmotas —dijo, con visible falta de ternura.

Hice caso a pesar de que, a duras penas, conocía su identidad. Tan solo que su áspera voz era la misma que me había recibido la noche anterior.

—Ahora te vas a ir con doña Pilar, que te va a lavar de arriba abajo para desparasitarte entera. A saber dónde debías de estar viviendo hasta ahora…, pobre niña. Después quiero que te reúnas conmigo en el vestíbulo. Tenemos una conversación pendiente.

Otra mujer, algo más menuda que ella y de facciones dulces, se asomó por el umbral y me saludó con una agradable sonrisa. Era doña Pilar, su sirvienta. Asentí miedosa a todas las órdenes que aquella señora me daba, sin saber si existía otra alternativa. Cuando abandonó la estancia, tomó el relevo doña Pilar, mucho más considerada en sus gestos. Me cogió de la mano y me invitó a acompañarla por aquella otra puerta, escondida tras el escritorio, asombrosa pieza de ebanistería. Me quitó la ropa. Me metió en la bañera gigante, llena de agua tibia, y me frotó, con una mezcla perfecta de brío y delicadeza, una pastilla de jabón por todo el cuerpo y el cabello. Miré fijamente el agua opaca y caliente hasta que la doncella terminó con el ritual en el que se me había obligado a participar. No recordaba haber estado nunca antes en una bañera de esas dimensiones y, mucho menos, con un agua tan limpia y templada. Tuve un fugaz pensamiento que pasó por beber un poco de aquella maravilla, pero el jabón que caía por mi rostro y la tornaba en un líquido espumoso me hizo abandonar la idea.

Tras aquel instante de remojo, doña Pilar me sacó en volandas de la bañera y me secó con sumo cuidado. Me vistió, ahora con ropas limpias y sedosas. Peinó mi cabello largo y retiró parte del flequillo con una bonita horquilla. Volvió a tomarme de la mano y me guio, de nuevo, hasta la habitación, sin decir una sola palabra. Salimos por la puerta grande del cuarto, que daba a un pasillo rectangular desde el que podíamos ver el piso de abajo.

—¿Ves, pequeña? Ahí está el vestíbulo. Baja por las escaleras y espera a tu tía ahí.

Dócil, cual animal desorientado y perdido, seguí sus indicaciones una por una. Me acerqué cuidadosamente a las escaleras y, agarrándome a una barandilla algo alta para mí, bajé cada uno de los veinticinco escalones que componían aquella estructura de madera de nogal. El crujido de mis botas cesó cuando alcancé el parqué del vestíbulo, cubierto por una gran alfombra de estampado floral. Me quedé quieta en el punto exacto en el que doña Pilar me había señalado que debía esperar a mi tía. Pero ¿quién era esa mujer?

Cada vez más confusa, eché un vistazo a aquel enorme hall. El pórtico de la entrada me vigilaba, tras la espalda, mientras yo descubría cada uno de los rincones de aquella bella estancia. En las paredes, colgaban tapices de escenas en las que reyes guerreaban contra enemigos invisibles. Varios maceteros, plateados y marmolados, contenían exóticas plantas que parecían sacadas de otro mundo. Palmeras se llamaban. Al fondo, la escalera por la que había llegado hasta allí. Y alrededor, alternándose con los tapices, nuevas puertas de madera oscura, cerradas a cal y canto por si tanta hermosura se escapaba.

—Veo que ya pareces una niña normal —dijo aquel enronquecido timbre, que apareció de golpe por la puerta que me quedaba a la izquierda.

—Sí, señora —respondí, temerosa y avergonzada.

—Eso está bien. —Me pareció entrever una diminuta sonrisa, pero fue un simulacro.

—Disculpe, señora, pero… ¿dónde estoy? ¿Dónde está padre?

—Elisa, tu padre está en casa. Ha cometido graves errores y ahora debe pagarlos. No tiene dinero suficiente para mantener a una chiquilla indefensa como tú, así que mi infinita compasión ha tenido a bien aceptar que vengas a vivir conmigo.

—Pero… ¿y Juan? ¿Y José Luis? —pregunté sin comprender nada.

—Tus hermanos van a ayudarlo. Ellos son hombres y pueden aguantar mejor los envites del destino. Ahora tu padre necesita manos que traigan dinero a casa y no preocupaciones, que es lo único que podías darle. Por ello ha tomado la decisión de mandarte a vivir conmigo, para que me haga cargo de ti. Sí, se ha quitado un buen peso de encima —murmuró—. Con un poco de suerte, conseguiré convertirte en una mujercita decente, digna de desposarse con un buen hombre.

—Pero…

—Vamos, niña, deja de decir «pero», «pero». La vida es complicada a veces y no pretendo que lo entiendas ahora, pero en el futuro verás que esta es la decisión acertada y que nada bueno te esperaba al lado de tu padre y de tus hermanos. No hay lugar allí para una chiquilla. Ahora es tiempo de olvidar.

El nudo de la garganta me asfixiaba lentamente. Tuve ganas de llorar, pero no me permití hacerlo. Mi mente, absorta por sus palabras, bloqueó cualquier señal de cobardía.

—¡No quiero quedarme aquí! ¡Quiero ir con padre! —grité.

Corrí hacia el pórtico de entrada. Luché con toda mi energía por abrirlo. Al ver que no lo conseguía, comencé, ahora sí, a llorar con fuerza. Me zarandeaba con la escasa potencia con la que una niña de siete años puede hacerlo. Aquella mujer me observó en mi lucha, interna y externa, durante unos minutos. Me dejé caer sobre las piernas hasta quedar sentada en el suelo al lado de la majestuosa puerta. Mi llanto no cesó, pero nadie vino a consolarme.

—Puedes llorar todo lo que quieras, niña, pero eso no cambiará nada. Te quedarás aquí con tu madrina.

Fueron las únicas palabras de aliento que escuché, de lejos, mientras me afanaba a aquella ilusión de salida. Pasé allí sentada el primer día, creyendo que, de ese modo, se apiadaría de mí y me dejaría ir. Pero estaba equivocada. Vi cómo entraban y salían las doncellas, perfectamente uniformadas con cofias y vestidos negros. Recibí al lechero y al cartero, que me miraron extrañados mientras yo les pedía, con ojos llorosos, que me llevaran en sus carros hasta mi hogar. Más tarde, una mujer, que parecía muy amiga de mi madrina, nos visitó e intentó bromear acerca de mi estado.

A ratos recordaba mi hogar, en Fuente de Cantos, humilde y sin grandes comodidades, aunque coqueto y resultón tiempo atrás, y me echaba de nuevo a llorar. También venían a mi mente las casas, a veces blancas, a veces cobrizas, que se alineaban ordenadas en las calles, en las que solía jugar. Pensaba en Juan, siempre tan preocupado por José Luis y por mí. Recordaba la llanura extremeña y los campos color dorado. El olor de los caballos y sus particulares sonidos. El viento cálido del verano y nuestros juegos bajo el sol. Aparecía entonces padre, siempre con su barba, su boina y su risa. Sin percatarme, enfrascada en un huracán de furia y tristeza, me adormecí sobre la bonita alfombra.

Al día siguiente, la rutina comenzó otra vez. Doña Pilar me sacó de la cama, en la que yo me escondía, mientras esperaba a que Juan apareciese por la puerta. Me imaginaba que vendría con la armadura que le hizo padre el verano anterior, con restos de hojalata que encontramos en el río. Y aquella lanza hecha con un enorme palo de los terrenos del señor Ramírez. Entonces, cruzaría el vestíbulo, más grande y heroico que aquellos que lo observarían atónitos desde los tapices, y llegaría hasta mi nuevo cuarto.

A esas jornadas les siguieron noches tristes en las que apenas podía contar las horas que habían pasado desde que me había levantado. Doña Pilar me lavaba, me vestía y me bajaba al vestíbulo. Allí, esperaba a mi madrina, que me preguntaba si tenía intención de hablar aquella mañana. Mi negativa, en forma de un silencio insolente, la cargaba de razones para mandarme de vuelta a la alcoba, pues no había sitio ni comida para niñas maleducadas en aquella casa.

Durante las primeras semanas, comí diariamente un trozo de pan duro y un vaso de leche. No sentía un gran pesar por ello, puesto que no recordaba grandes manjares en mi vida. La pobreza de la que me habían arrancado me había otorgado la fuerza para resistir en esa afrenta en contra de mi nueva tutora.

Con el fin de los brotes de las flores del jardín, preludio de un caluroso verano, mi madrina terminó cediendo y dio permiso a doña Pilar para que incluyera un plato más en la salita, estancia en la que se servían desayunos, guisos, fruta y panecillos frescos. Su motivación estaba más vinculada a su moralidad y a su intención de mantenerme viva que a un ablandamiento real de su gélido corazón. Yo, por mi parte, mantuve mi silencio. Aguardé un día tras otro a que mi padre y mis hermanos regresaran. Lo hacía en secreto, sin contar a nadie mis deseos por miedo a que se evaporaran.

***

Una tarde de julio, mientras escudriñaba el plano y blanco techo de mi cuarto, tumbada en la enorme cama en la que habitaba, escuché unas risas. Curiosa, presté atención. Detecté que su procedencia estaba en el exterior de la casona. Aburrida de mirar a todos lados de mi habitación, imaginándome que los muebles podían comprender mi pesar y cobraban vida por las noches, caminé hasta la ventana y observé a unos niños jugando y riendo en la calle. Hacía sol y cantaban una cancioncilla mientras daban vueltas en un círculo sellado por sus manos entrelazadas. Repetía, en voz baja, aquella melodía alegre.

—Si quisieras, podrías bajar a jugar con ellos también. —Mi madrina había entrado en el cuarto—. Son chiquillos del barrio, como tú, y seguro que no les vendría nada mal una nueva amiga para jugar al escondite, a la pelota, a la comba…

—¿La comba? —pregunté extrañada.

—Sí, es un juego muy divertido. Les diré que te enseñen. —Asentí con la cabeza—. Elisa —continuó mientras se acercaba a mí con suma cautela—. Sé que echas de menos a tu padre y a tus hermanos, pero ellos no podían ayudarte y por eso te enviaron a Madrid. Aquí podrás jugar con otros niños, vestir preciosos vestidos, aprender a coser e incluso a leer. Comerás todos los días. Y cuando seas adulta, tendrás una familia y viajarás con tu esposo para ser una mujer de mundo. Pero, para que yo pueda ayudarte, tienes que empezar a hablar.

Dudé un instante. Seguí mirando a aquellos niños que jugaban divertidos. Y caí en la cuenta de que, en aquellos días grises, nadie había venido a buscarme. En aquel concreto instante, con el vacío del abandono aprisionando mis esperanzas de volver a casa, comencé a aceptar que, lejos de lo que yo anhelara, tenía un nuevo hogar. Un par de días después de aquella conversación, mi ligero cambio de actitud hacia la resignación se materializó con mis primeras frases, ya no fingía ser muda. Doña Pilar me abrazó fuerte cuando decidí musitar un imprevisto «gracias».

No fue sencillo adaptarme a aquella nueva realidad en la que el aseo, los peinados y las reglas eran menester del día a día. Si lo conseguí, fue gracias a doña Pilar, encargada de guiarme en aquellos primeros pasos. Las horas interminables en una casona de puertas secretas me hicieron imaginar sin cesar qué habría tras ellas. Cada mañana, a las nueve en punto, mi madrina salía de la que se situaba a la izquierda de la entrada principal y comenzábamos el repaso de normas que se debían cumplir en esa casa:

—No se debe entrar en esta sala y menos aún cuando yo no esté. Esta norma es mucho más firme, si cabe, los jueves por la noche, ¿entendido? Bajo ningún concepto puedes bajar al sótano, pues es donde vive el servicio y no es sitio para la señorita de la casa. Arriba solo puedes entrar a tus aposentos y nunca a los míos. ¿Ha quedado todo claro?

Manuela Montero no era una mujer a la que le gustara dejar las cosas al azar. Tenerme allí, como nueva habitante de aquella casona enorme de tres plantas, le hacía poner reglas donde jamás las había habido. Le exasperaba la idea de que pudiera inmiscuirme en sus asuntos, en su calma, en su privacidad. Y lo hacía notorio en cada una de sus interacciones conmigo. Si había otros motivos, no lo descubrí hasta que fui adulta.

La casa respiraba una suerte de tristeza causada por la temprana muerte del marido de mi madrina. El señor Roberto Ribadesella había fallecido hacía diez años en la guerra de Cuba, donde había marchado a luchar de forma voluntaria, llevado por un amor patriótico que no había logrado plasmar en los múltiples negocios que regentaba en la capital. Mi madrina se había quedado viuda con apenas veinticinco años, siéndole legados todos los asuntos de su esposo, entre los que se encontraba la propiedad de varias de las parcelas que habían pasado a formar parte del reciente ensanche de Salamanca, donde estaba la casona. Mi madrina, lejos de sumirse en la pena, se construyó una armadura infranqueable bajo la cual subsistía. Ella, hermana de mi padre, no había tenido una vida fácil. Con apenas nueve años la habían mandado interna a un colegio de señoritas en Sevilla, donde la rigidez fue la base de su educación. Algo que mantendría conmigo durante toda su vida. A los quince años, ya casi como una mujer, regresó a Badajoz y su padre ya había decidido prometerla con un importante comerciante de familia rica de Madrid, el señor Ribadesella, algo mayor que ella. Un mes después, contrajeron matrimonio y se trasladaron a su nueva residencia en el número 20 de la calle Villanueva de Madrid, un palacete que había mandado construir el padre del señor Ribadesella en el año 1865 y que había regalado a la pareja como presente de bodas. La revalorización del suelo, con los planes ideados por Castro, había llegado por sorpresa a los, ya adinerados, Ribadesella, en una urbanización que había comenzado a mediados del siglo pasado y que no cesaría hasta 1931.

Lo cierto es que aquel palacete podía presumir de ser uno de los edificios más bellos de la calle. En los números 18 y 16 se hallaban dos construcciones muy similares y quedarían para la historia como «los tres gemelos». No obstante, la casa de mi madrina, o el palacete Ribadesella, como lo acostumbraban a llamar los vecinos de la Villa, destacaba por las enredaderas de jazmín que abrazaban la verja que lo separaba de la vía. Aquellas flores perfumaban la calle y se ganaban los piropos de todos aquellos que se detenían a aspirar sus bondades. Tras la valla de metal oscuro, rematada con retorcidas formas que evocaban los capiteles corintios, se encontraba un pequeño jardín de rosales, margaritas y azucenas. El pórtico central, de oscura madera de nogal. Al entrar, el magnífico vestíbulo era una simple muestra de todos los rincones que encerraba aquella casa de tres pisos. Abajo, prohibidos para mí, los cuartos del servicio —doña Pilar, el mayordomo don Severiano, las doncellas…—, la plancha, el lavadero y la bodega. En la planta baja, los salones de visitas, la salita, el gabinete, la cocina y la sala prohibida. Arriba, el comedor, los dormitorios con sus tocadores y sus retretes, invento moderno que mi madrina había incorporado en los últimos años. También, la sala de lectura donde me ganaría el derecho a entrar poco a poco. Desde sus ventanas, aquellas que las estanterías llenas de libros no alcanzaban a cubrir, se podía ver el jardín trasero. Allí, un pequeño balancín de metal esperaba solitario a que algún niño jugase con él. Muy cerca, un roble vigilaba atento aquel elegante hogar, oasis en la inmensidad del Madrid de 1908, plagado de contrastes.

—Niña, ponte la chaqueta. Hoy vamos a ir a la modista. Necesitas más ropa, ese vestido ya te está pequeño. Y no olvides el sombrero de paja que te compré. Una muchacha decente siempre lleva sombrero.

Mi madrina me daba órdenes la mayor parte del tiempo. Me subí al carruaje que me había llevado hasta allí hacía un par de meses. El olor a humedad se había disipado y ahora lucía esbelto en su negror. Un hombre menudo de pelo canoso sostenía la puertecilla de la cabina. Era don Santiago, el cochero.

—Ea —espetó, una vez nos hubimos acomodado en el interior.

Avanzamos por la calle Villanueva hasta salir al paseo de Recoletos que se convirtió, en pocos segundos, en el paseo del Prado, por cortesía de la diosa Cibeles. Desde la puertecilla, observé a la gente que caminaba por aquel enorme bulevar. Un grupo de barrenderos, ataviados con oscuros uniformes, se esforzaba por limpiar el suelo. Hombres que parloteaban en voz alta y, de sopetón, una bocina procedente de alguno de los pocos coches de motor que se veían por allí. Las calles y el movimiento incesante de aquellos tozudos caballos nos llevaron hasta la Puerta del Sol, pasando por Neptuno y los imponentes leones que guardaban la entrada de las Cortes. Recuerdo esa primera imagen de la Puerta del Sol, un lugar rebosante de vida, en el que los ruidos de los tranvías se entrelazaban con los murmullos de los viandantes. Y después, la voz de una mujer vendiendo botijos. Allá otro que vendía gallinas. Paseantes silenciosos que leían el periódico al margen del curso de la realidad. Cruzamos aquella plaza, custodiada por edificios robustos, y subimos por la calle de Carretas, pasando por delante de la botillería Pombo. Giramos en la plazuela de la Aduana Vieja hasta la plaza de la Santa Cruz. Allí nos apeamos del carruaje. Mi madrina me cogió de la mano y me hizo seguir sus pasos. Antes de llamar a la puerta, la presencia de una mujer de apariencia desaliñada pareció incomodarla.

—Óyeme, este no es lugar para señoritas de bien. Aquí solo puedes venir con mi autorización expresa. Recuérdalo siempre —me indicó.

Entramos al portal, frío y algo oscuro. Subimos por las escaleras de madera hasta llegar a un rellano. Mi madrina dio dos golpes a una puerta. Una mujer elegante y sonriente nos abrió.

—¡Señora Montero! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué la trae por aquí? Pase, pase.

—Buenas tardes, doña Alicia —saludó amable mi madrina.

Pasamos a una sala exquisitamente decorada con tapices, alfombras, consolas con candiles y candelabros hermosos.

—Siéntense, por favor —nos ofreció doña Alicia.

—No se preocupe, no tenemos mucho tiempo. Ella es Elisa, mi sobrina. Se trasladó a la ciudad hace poco y necesita buenos vestidos. Quiero que le haga cinco de paseo, dos camisones y tres de domingo.

—De acuerdo, por supuesto —asintió la modista.

—Si me disculpa, yo tengo que ir a encargarme de unos asuntos. Volveré en dos horas. ¿Es tiempo suficiente para tomar las medidas?

—Sí, por supuesto, claro que sí, señora Montero. Pero ¿quiere usted ver las telas para escoger cuáles quiere para la niña?

—Me fío de su criterio, doña Alicia. Hace años que no veo más que negro en mis vestidos. Volveré a las seis. —Me miró fijamente—. Compórtate como es debido.

Asentí, como en tantas otras ocasiones. Doña Alicia esperó a que mi madrina nos abandonase para arquear las cejas y regalarme una sonrisa de fingida tranquilidad.

—¿Te gusta el color azul? —me preguntó, pretendiendo involucrarme en su decisión.

—Sí —dije, sin criterio alguno.

—Perfecto. Vas a quedar preciosa, criatura. ¡Dolores! ¡Mari Paz! Venid. —Dos jovencitas salieron escopeteadas desde dentro del taller—. Tenemos una clienta muy especial. Es Elisa. Quiero que saquéis el lino de color beis, la lana y la gasa azul. También traed algo de voile de algodón rosa. —Se giró y me miró—. Vas a quedar estupenda, criatura. Aquí le hemos hecho vestidos hasta a la mismísima reina Victoria Eugenia.

El movimiento de telas, medidas, anotaciones, vueltas y suaves órdenes para tomarme la talla de todas y cada una de mis extremidades se asemejó a un bonito juego de baile en el que aquellas tres mujeres estaban al servicio de mi nueva vestimenta. Me sonreían, conscientes de que, por mi timidez y reparo a pronunciar palabra, no debía de recibir grandes muestras de cariño.

Pude estrenar uno de mis recién confeccionados atuendos de domingo la primera vez que mi madrina decidió llevarme a la misa de la iglesia de San José. Allí acudían los feligreses a confesar sus pecados al padre Cristóbal y a pedir por la salud y el bienestar de su familia. También, al margen de la liturgia, se confirmaba así asistencia a los nada improvisados corrillos que se formaban una vez que el último amén había quedado suspendido en el aire y los aromas urbanos tomaban el relevo al incienso y la cera derretida. Precisamente en los aledaños de la iglesia, conocí a la familia Salamanca-Trillo.

Los señores Salamanca-Trillo eran un matrimonio ejemplar y de los amigos más antiguos que mi madrina tenía en la capital. También ellos contaban con algunas de las parcelas afectadas por los ensanches proyectados en el siglo pasado; no obstante, su verdadera hazaña era una empresa zapatera. Decían que elaboraban los zapatos más modernos y de calidad de toda Castilla. Don Tomás Salamanca-Trillo era un hombre moreno de espeso bigote, siempre debidamente ataviado. Doña María Elena Gonsálvez era delgada, castaña y con una cara demasiado huesuda como para llamarse bella en aquellos años. La familia la completaban Candela y Tomás José, un par de años mayores que yo. Los cabellos claros de Candela, heredados de su madre, lograban extasiarme, mientras que las travesuras de Tomás José lo convirtieron en alguien con quien temí hablar durante mucho tiempo.

Doña María Elena y mi madrina tomaron la decisión de que Candela y yo nos hiciéramos amigas. Y, pese a que tardamos varias tardes en entendernos, terminamos por serlo. Los lunes por la tarde, acudíamos a su casa a hacerles una visita. Los miércoles eran ellos los que venían a merendar. La casona se llenaba de risas y chillidos, causados por las trastadas de Tomás José. Candela traía siempre a su muñeca. La llamaba Ernestina. Tenía una linda carita de porcelana y un vestido de color blancuzco. La peinábamos y jugábamos a acunarla en el balancín del jardín trasero. Después, sin previo aviso, cambiábamos de parecer y jugábamos al escondite. Momento en el que su hermano nos torturaba con amenazas de dejarnos encerradas en algún armario y «tirar la llave». Con el paso de los meses, mi madrina también optó por comprarme una muñeca para que pudiera integrarme mejor entre mis nuevas amistades. El día que encontré a Paquita en mi cama no pude creer lo que veían mis ojos. Era para mí. La abracé con todas mis fuerzas y me prometí a mí misma cuidarla siempre.

Cuando las hojas secas del otoño convirtieron las aceras en pavimento crujiente, ya articulaba frases enteras y comencé a tener mis primeras lecciones. Aprendí a dar mis primeras puntadas, no sin agujerearme algún dedo que otro. También recibí, por parte de la señorita Rebeca, mi primera clase de piano. Todo ello se entremezclaba con las duras sesiones de buenos modales que me perseguían, fuera a donde fuese: «Los codos fuera de la mesa». «No puedes soltarte de mi mano cuando vayamos de paseo». «Si quieres ser una mujer de provecho debes hablar correctamente, vocalizando cada palabra, niña». «La verdad está sobrevalorada». «Debes decir que tu padre está llevando a cabo importantes empresas en Extremadura, no lleves la contraria a tu madrina, niña. En esta vida, hay que jugar con la verdad para que nadie pueda señalarte, no lo olvides». Y así, sin apenas darme cuenta, fue pasando el tiempo.

***

A lo largo del primer año que pasé en el palacete Ribadesella, me dediqué a grabar en mi mente todas las prohibiciones que gobernaron mi vida desde aquella noche de 1908. Debía repetirlas cada mañana, en mi reunión de las nueve con mi madrina. Asumí la mayoría, convencida de que aquella ristra de normas era mi nuevo paternóster, pero había una que despertaba mi curiosidad: ¿qué sucedía cada jueves por la noche en la sala prohibida para que estuviera todavía más restringido mi acceso a ella? La figura de mi madrina me generaba una mezcolanza de miedo y curiosidad. Durante mi niñez, me caractericé por ser una chiquilla callada, observadora, pero mi mente iba a otra velocidad. Tejía razonamientos imposibles sobre una vida oculta de doña Manuela, sobre monstruos, brujas o secretos. Y quizá siempre hubo algo de lo último.

Adquirí la extraña costumbre de observarla atentamente durante el almuerzo y la cena. Analizaba cada bocado de solomillo, cada espárrago, cada trago de vino dulce. Después, contemplaba, en silencio, cómo escogía uno de los cinco periódicos que, sin orden ni concierto, hacía comprar a doña Pilar: La Correspondencia de España, el Heraldo de Madrid, el ABC, El Liberal y El Imparcial.

Mi madrina me había enseñado a leer, pero aún tenía grandes dificultades para lograrlo con soltura. Ignorando mi falta de destreza, trataba de identificar las palabras de la contraportada, haciendo que, sin saberlo, mi tía compartiese su lectura conmigo. «Viernes 2 de julio de 1909. Heraldo de Madrid», leí para mis adentros. Intenté, sin éxito, hallar alguna pista que me revelase por qué era tan interesante aquel pliego de papel tintado. Ella, que se había percatado de mis empeños, se quedó pensativa un instante y me ofreció uno de los periódicos para que yo también me uniera a aquella actividad.

Asentí alegre, viendo esa oportunidad como el perfecto avance para mis pesquisas. Por entonces, ni ella ni yo sabíamos lo que acabábamos de iniciar. Y es que, como en tantos otros asuntos, mi madrina me daba una de cal y otra de arena. Encarnaba, a la perfección, esa doble moral por la cual no se me permitía bajar más de una hora a jugar con los chiquillos de la calle —lo que me había pasado factura en muchos ratos de soledad—, pero sí leer diarios donde los odios, las pasiones, las realidades, las maldades, las historias más enrevesadas y las verdades más punzantes se daban cita, a través de aquellos manchones de tinta tomados por letras. Quiero pensar que, en muchas ocasiones, no calibró con medida justa qué tipo de recursos ponía a mi disposición y que tampoco tenía por qué saber hasta qué punto aquellas bocanadas de libertad suponían verdadero oxígeno para mí.

La salita era una estancia modesta, sin grandes lujos, decorada con una sobriedad que bien contrastaba con la del exuberante vestíbulo. Allí pasaba algunas horas con mi madrina, sobre todo en nuestras sesiones de lectura, en las que me obligaba a leer, en voz alta, fragmentos de conocidas obras, como las de Francisco de Quevedo, Gustavo Adolfo Bécquer o Benito Pérez Galdós. Huelga decir que no entendía ni la mitad de los versos y prosas de estos afamados escritores, pero eran un buen entrenamiento para declinar en público los más complejos y sentidos textos. No obstante, aquella tarde me concedió el honor de leer para mí sola, sin público ni críticas. Poco sabía de mi voz interna repitiendo, sin hablar, las palabras que encontraban mis ojos. Me gustó esa sensación. Comencé a leer la tercera página del ABC que tenía en mis manos: «En las luchas políticas, el pueblo español ha consumido años y años de actividad…».

Mis elucubraciones sobre los misterios que rodeaban a mi madrina no me impedían dedicar mi tiempo a otros menesteres como ayudar a doña Pilar a hacer galletas en la cocina o desternillarme con los divertidos diálogos que protagonizaba junto a don Severiano. El mayordomo era un hombre de humor ácido y palabras justas, aunque a mí siempre me trataba con una ternura que había reservado toda la vida. Fue precisamente una de sus regañinas la responsable de que me encontrara allí, al pie de las escaleras, en plena noche. Tras varios días intentando llevar a cabo mi plan sin éxito, me decidí a contravenir el arsenal de normas con las que lidiaba a diario y me colé en la cocina, dejando atrás el terror que me producían los tapices del vestíbulo. Sabía a ciencia cierta que mi madrina no se encontraba en la casa y que doña Pilar, don Severiano y las doncellas dormían ya. Y hacían bien porque me disponía a comprobar si sus alabanzas acerca de los deliciosos mojicones de la chocolatería Doña Mariquita estaban justificadas. Según había asegurado don Severiano, doña Pilar guardaba un paquetito de aquellos dulces en el cuarto estante de la despensa, justo detrás de los garbanzos. «¿Cómo sabe usted eso? ¿No habrá cogido? Esos dulces me los pago yo con mi dinero. ¡No coja ni un pellizco a no ser que quiera pagarlo caro!», había dicho la veterana empleada sin percatarse de que la futura ladrona se encontraba removiendo la masa de las galletas, con gesto distraído. Al principio, no consideré como valiosa aquella información, pero la soledad y el aburrimiento hicieron mella en mi moral y despertaron mis tripas, hambrientas de azúcar.

Caminé hasta la despensa, notando el frío de las baldosas bajo mis pies descalzos y culpables. Alcancé el tarro de garbanzos y lo aparté. Ahí estaba. Abrí con cuidado el paquete y cogí una miaja. Sin embargo, cuando lo hice, el sonido fue mucho más fuerte de lo que esperaba. Me sobresalté. Miré a los lados. Nada. La cocina seguía oscura, no me habían descubierto. Entonces, caí en la cuenta de que aquel estruendo había venido de fuera, de la puerta principal. Luché por masticar sin hacer ningún tipo de sonido. Comencé a percibir unas voces al fondo, discutiendo.

—Pase dentro. Espero que no nos hayan visto.

—No quiero que esté en mi casa más de lo necesario —replicó mi madrina enfadada.

Otra puerta se cerró. Rápidamente me olvidé del dulce y me aproximé lo más que pude a la pared. Sí, procedía de la sala prohibida. Y podía comprender, casi a la perfección, lo que decían. Me agaché, buscando alguna especie de recoveco que me diera la solución del rompecabezas. Y ahí estaba, una trampilla dorada entre el suelo y la primera balda. Me tiré sobre las baldosas color caldera e ignoré que alguien pudiese entrar en cualquier momento. Me arrastré y abrí la puertecita metálica con cuidado. Desde allí, estirada, pude contemplar, por primera vez, aquella sala. Era una habitación repleta de estanterías que se comían las paredes a bocados, con libros y adornos antiguos. En el centro, mirando a la ventana que daba a la parte delantera del jardín, un escritorio precioso en el que reposaban papeles y una desgastada máquina de escribir. La discusión de mi madrina con aquella mujer desconocida me arrancó de mi momento de investigación visual.

—No consiento que se presente de este modo en la puerta de mi casa y encima me chantajee —replicó mi madrina.

—Lo hago porque necesito que me haga este favor.

—Señora Casals, le recuerdo que el hecho de que su marido y mi difunto esposo fueran amigos no nos convirtió nunca en allegadas. ¿Por qué he de ayudarla yo ahora?

—Porque usted es la única mujer que conozco en la capital que lo haría sin juzgarme y sin hacer más preguntas que las necesarias. Todos sabemos que no es la viuda apenada y fría que pretende con su traje de luto y que, en el fondo, sabe que la vida nunca ha sido blanca o negra. Y, menos aún, si tenemos en cuenta la información que corre por Madrid en estos días… Recuerde que yo podría contar lo que vi en cualquier momento.

—Calle, doña Eulalia, haga el favor —le ordenó.

Vi cómo se quedaba pensativa. Miraba al horizonte, buscando una suerte de señal que le dijera qué debía responder en aquel instante. Yo, asustada, no dejaba de preguntarme por los rumores que habían empezado a circular por la ciudad.

—Está bien. Lo haré. Pero solo porque creo que debe de estar realmente desesperada para venir aquí a pedírmelo con amenazas.

—Ella se lo agradecerá, de veras —contestó doña Eulalia con un brillo de felicidad en los ojos—. Me pondré en contacto con usted para comunicarle los pasos que debemos seguir.

—Escúcheme una última cosa. No quiero ningún tipo de vínculo con bandidos y terroristas, ¿me ha entendido? Si no, me ocuparé de que manden a su marido de embajador a Tombuctú. No soy la única con secretos en esta ciudad.

La mujer asintió, presa de sus necesidades y del miedo que le daba que mi madrina cambiara de opinión. Pero no lo hizo. La acompañó a la puerta con desgana, momento en el que yo aproveché para salir disparada hacia las escaleras y entrar como un rayo en mi habitación. Me tapé con las sábanas y recé, recé hasta que no pude más por que mi madrina no me hubiera visto. Opiné que aquello era más importante que pedir perdón por lo de los mojicones. Al fin y al cabo, ¿se acordaría Dios de aquel pequeño detalle con la de conjeturas y secretos que corrían por Madrid acerca de Manuela Montero?

***

Para Elisa de Beethoven era mi canción preferida en las sesiones que tenía los jueves con la señorita Rebeca. Ella me contó que la composición la había creado para una mujer cuya identidad se desconocía. Así que, por este motivo, todas las Elisas podían sentirse receptoras de aquellas armónicas notas. Mi cabello, cada vez más largo, dibujaba bucles imperfectos que quedaban sujetos en una trenza y mi tez había palidecido en el último año. «Eso es la ciudad, niña, que te sienta bien», decía mi madrina.

Tras las tareas, salí a jugar con Macarena, Diego, Beatriz, Paloma y Guillermo, los otros niños de mi calle. El calor del verano no impedía que jugásemos «al pase misí, pase misá» durante un buen rato, hasta que doña Pilar reclamaba mi presencia y las puertas de la casona volvían a cerrarse. Aquel día, no obstante, no me importó aquella vuelta sin remedio a una soledad sin niños ni juegos. Las ganas de fisgonear volvieron a aparecer cuando recordé qué día era. 29 de julio, sí. Pero lo que más me importaba era que volvía a ser jueves y, en aquella ocasión, tras mi hallazgo a principios de semana, no se me iba a escapar la oportunidad de descubrir qué hacía mi madrina en la sala prohibida.

Por la noche, luché con todas mis fuerzas por no quedarme dormida. De fondo, comenzó a oírse el barullo de varias personas. Aparté de golpe las sábanas y me incorporé, ansiosa por demostrar, por una vez, que podía saltarme las asfixiantes normas de la casa sin salir mal parada por ello. Cogí la vela que doña Pilar dejaba sobre la cómoda para espantar a los monstruos de la noche y bajé aquellos veinticinco escalones. Los murmullos estaban cada vez más cerca. En el momento en que alcancé el vestíbulo, y casi sin que tuviera tiempo de percatarme, la puerta del despacho de mi madrina se abrió y ella salió decidida. Conseguí llegar hasta la cocina, a hurtadillas.

Me quedé allí, congelada, pero entonces escuché cómo se abría la puerta principal y mi tía daba la bienvenida a alguien. Era un hombre de mentón afilado y cabello repeinado. Avanzaron hacia el despacho y entraron. Opté por abandonar mi posición y dirigirme hacia la despensa. Todo seguía igual. Me agaché y corrí con suavidad la trampilla. ¡No había sido un sueño! ¡Podía ver qué ocurría allí! Me aproximé algo más, si cabe, para poder contemplar con mayor exhaustividad todo el espacio y sus asistentes.

Había varios hombres, solo acompañados por tres mujeres —incluida mi madrina—. Comenzaron a charlar animadamente. Había uno, algo regordete y simpático, que soltaba comentarios jocosos a diestro y siniestro, algo que a los demás no parecía importunarlos. Alababan su destreza para la rima. Entonces, otro, de espeso bigote y pelo ondulado, intervino con mayor seriedad, aportando algún que otro argumento que el resto juzgó de lo más interesante. Alguien que no alcanzaba a ver se unió a la conversación. Se acercó un poco más al grupo y entonces lo reconocí. ¡Era don Tomás! Miré con mayor atención. Estaba el hombre de la cara alargada, que había entrado cuando me hallaba en el vestíbulo. A su lado, el de espeso bigote y pelo ondulado. Muy cerca, dos hombres muy parecidos que portaban bigotes chiquitos y una mirada que destapaba, sin remedio, que tenían algún tipo de vinculación familiar. Después el hombre de cara redonda, el simpático, y a su lado una mujer corpulenta de ojos amables y con una sonrisa que denotaba grandes aventuras vividas. Por algún motivo, me detuve en ella un buen rato, obligándome a encontrar la razón por la que me resultaba tan interesante. Más allá, otra mujer, elegante y exquisita en sus modales, de cabellos rojizos y dientes resplandecientes. También un hombre de pelo plateado y porte de gran fortuna. Sentado en uno de los sillones, se encontraba el último de todos, con lentes y un acento que me resultaba conocido, cercano, sureño.

Sus voces se entrelazaban. Reían e hidrataban sus aportaciones con vasos llenos de un líquido que todavía no conocía. Me quedé allí hasta que la reunión terminó. Me intrigaba la oculta identidad de todos aquellos adultos: ¿quiénes eran? ¿Qué hacían allí? ¿Por qué conversaban con nocturnidad y misterio? Cuando me aseguré de que mi madrina despedía al último asistente, corrí rauda hacia mi alcoba. Me refugié entre las sábanas y me quedé dormida entre nuevas palabras que revoloteaban en mi cabeza: objetividad, Maura, educación, libertad, versos, visigodos, modernidad…

***

Tras más de una semana de tranquilidad, sin abandonar mi cama más que para espiar el jueves qué diantres hacía aquel grupo de adultos reunido en el despacho de mi madrina, el misterio en torno a Manuela Montero volvió a intensificarse. Dormía plácidamente, acompañada por el ligero aroma a lavanda. Un sueño sobre Juan, José Luis y una comba me mantuvo entretenida durante varias horas hasta que un ruido me hizo regresar, de pronto, a la habitación de Madrid. Los truenos rugían en el cielo y las gotas taladraban la ventana con ímpetu de tormenta.

—¡Éntrenlo! ¡Éntrenlo! —vociferó mi madrina.

El estruendo originado por la puerta principal abriéndose y dejando pasar todo el ruido del aguacero de afuera me pilló desprevenida. Me apeé de un salto de la cama y corrí hacia las escaleras. Desde allí, vislumbré lo que estaba sucediendo. Cogida a dos de los barrotes que sostenían aquella barandilla maciza, vi cómo mi madrina, don Severiano, doña Pilar, don Santiago, un hombre de cabello blanco y la mujer que había visitado a mi madrina días atrás sostenían nerviosos dos paraguas y una camilla. Achiné mis ojos para enfocar qué portaban.

—Se ha abierto la herida —observó la mujer desconocida.

—Por ahí, por ahí, por las escaleras. Lo bajaremos al sótano —ordenó mi madrina.

En la camilla, reposaba un cuerpo menudo, algo más grande que el mío. Había sangre y el herido gemía de dolor.

—Pobre muchacho… —se lamentó doña Pilar, muy considerada siempre con la angustia ajena.

—Don Severiano, llame al doctor Rueda —indicó mi madrina.

Desaparecieron, entonces, por las escaleras del sótano. Me quedé allí un rato, pero apenas se escuchaba nada. Regresé a mi cuarto, intrigada por lo que estaría sucediendo dos pisos más abajo.

Cuando amaneció, doña Pilar actuó con normalidad, sin hacerme ningún tipo de comentario. No obstante, la notaba exhausta, adormilada. Me dejó diez minutos a remojo y estuvo cinco frotándome el mismo brazo con la pastilla de jabón. Pero no me quejé, no dije una sola palabra. Después, durante el desayuno, miraba al horizonte mientras esperaba a que yo me terminara la leche. A las nueve en punto, me dejó en el vestíbulo y se fue farfullando alguna clase de oración extraña, apiadándose de algo. Me quedé ahí quieta, mirando fijamente las escaleras del sótano. ¿Quién habría llegado?

—Elisa, buenos días —me saludó mi madrina, fresca como una lechuga.

—Buen día, madrina —respondí educada.

—¿Te has lavado?

—Sí.

—¿Rezaste la oración de la mañana?

—Sí.

—¿Has desayunado?

—Sí.

—Bien. Recordemos las normas entonces.

—Esa sala es de usted y no puedo entrar, menos aún si es jueves noche. Las dos salas de la derecha y el gabinete son para las visitas y tampoco debo entrar. La cocina es donde doña Pilar prepara la comida y no es sitio para una señorita. En la salita solo debo entrar cuando doña Pilar me avise de que está preparada la mesa o para nuestras sesiones de lectura. Y el sótano… —me detuve por un momento—, al sótano tampoco puedo bajar.

—Correcto, niña. Estos días está especialmente prohibido bajar al sótano, ¿entendido? No puedes bajar ni preguntar nada. No lo hagas aunque oigas voces, gritos, llantos o risas. Si lo haces, no podrás volver a salir a la calle a jugar. Y Dios sabe que cumpliré la amenaza.

Tras uno de esos odiosos dictados y una labor de costura con la que me llevaba peleando tres meses, llegó el momento del juego al aire libre. Aquella tarde, Macarena me contó un millar de historias increíbles sobre su abuelo, al que le había partido un rayo en una ocasión y había sobrevivido. Según relataba, en noches de tormenta, como la del día anterior, le dolía el sitio exacto donde había impactado. Atónita, decidí que debía conocer a aquel hombre algún día. Después, jugamos a la Tarara. Al llegar las seis, doña Pilar me llamó y entré a la casona.

Después de un rato, la curiosidad originada por tantas y tantas normas volvió a aflorar en mí. Dejé a Paquita en la cama pues no me podía acompañar en aquella investigación. Me aseguré, conforme bajaba las escaleras, de que todo el mundo estuviese con sus labores de la tarde. Doña Pilar canturreaba en la cocina. Don Severiano regaba las plantas del jardín. Las doncellas andaban ocupadas limpiando el salón de invitados. Y mi madrina, como de costumbre, no se encontraba en la casona. Siempre marchaba a atender sus compromisos sociales a media mañana y, en ocasiones, no regresaba hasta la hora de cenar, salvo si precisaba algún cambio de vestuario.

Bajé, por vez primera en mi vida, las escaleras del sótano.

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