Stella

Takis Würger

Fragmento

Capítulo 1

En 1922, un juez condenó a Adolf Hitler a tres meses de prisión por alterar el orden público, un arqueólogo inglés descubrió la tumba de Tutankamón, James Joyce publicó Ulises, el Partido Comunista de Rusia eligió a Iósif Stalin como secretario general y nací yo.

Me crié en una villa en las afueras de la localidad de Choulex, en Ginebra, con cedros en la parte delantera, diecisiete hectáreas de tierra y cortinas de lino en las ventanas. En el sótano había una tarima en la que aprendí esgrima. En el desván aprendí a reconocer por el olor el rojo cadmio y el amarillo Nápoles y lo que se sentía cuando te pegaban con un sacudidor de ratán trenzado.

De donde yo vengo, cuando te preguntan quién eres contestas con el nombre de tus padres. Podría decir que mi padre era la tercera generación que dirigía un grupo empresarial que importaba terciopelo de Italia. Podría decir que mi madre era hija de un latifundista alemán que perdió su finca por beber demasiado armañac. «Se la bebió», diría mi madre, sin que eso restara un ápice del orgullo que sentía. Le gustaba explicar que la plana mayor del Reichswehr negro acudió a su entierro.

Mi madre nos cantaba nanas sobre estrellas fugaces y, cuando mi padre viajaba y ella bebía para combatir la soledad, ordenaba colocar la mesa del comedor contra la pared, ponía discos de 78 rpm y bailaba valses vieneses conmigo. Yo tenía que estirar mucho los brazos hacia arriba para apoyarle la mano en el omoplato. Decía que la guiaba bien. Yo sabía que mentía.

Decía que era el niño más guapo de Alemania, pese a que no vivíamos en Alemania.

A veces me permitía peinarla con un peine de cuerno de búfalo que le había traído mi padre, y decía que el pelo debía quedarle como la seda. Me hacía prometerle que, cuando de mayor tuviera una esposa, la peinaría a ella también. Yo la observaba en el espejo, sentada delante de mí con los ojos cerrados y el pelo brillándole. Y se lo prometía.

Cuando entraba en mi habitación y me daba las buenas noches, me ponía las dos manos en las mejillas. Cuando salíamos de paseo, me cogía de la mano. Cuando subíamos a la montaña y se bebía siete u ocho copitas de aguardiente en la cima, me alegraba de poder ayudarla en el descenso.

Mi madre era artista, pintaba. En el recibidor teníamos colgados dos cuadros suyos, óleo sobre lienzo. Un bodegón, de gran formato, con tulipanes y uvas. Y un cuadro pequeño, una niña vista desde atrás con los brazos cruzados sobre el hueso sacro. Yo contemplaba el cuadro durante largos ratos. Una vez intenté cruzar los dedos como aquella niña. No lo logré. Mi madre había pintado un giro de las muñecas tan poco natural que una persona de verdad se rompería los huesos si lograra imitarlo.

Mi madre comentaba con frecuencia que yo sería un gran pintor, pero rara vez hablaba de cómo pintaba ella. Cuando se le hacía tarde pintando, explicaba lo fácil que le resultaba durante su juventud. De niña solicitó una plaza en la Escuela de Pintura de la Academia de Bellas Artes de Viena, pero no aprobó la prueba de dibujo al carbón. Tal vez también la rechazaran porque en aquella época apenas había mujeres que pudieran estudiar en las academias. Yo sabía que no debía preguntar por el asunto.

Cuando nací, mi madre tomó la decisión de que yo iría en su lugar a la Academia de Bellas Artes de Viena o por lo menos a la Academia de Artes Plásticas de Múnich. Tenía que andarme con cuidado con todo lo que quedaba por debajo, como la Escuela de Bellas Artes Feige und Strassburger de Berlín o la Escuela de Dibujo Röver de Hamburgo, que eran establecimientos judíos.

Mi madre me enseñó a coger un pincel y a mezclar los colores al óleo. Yo me esforzaba porque quería hacerla feliz, y seguía practicando cuando estaba solo. Fuimos a París, vimos los cuadros de Cézanne en la Galerie Nationale du Jeu de Paume, y me dijo que cuando alguien dibujaba una manzana tenía que quedar como la de Cézanne. Mi madre me dejaba dar la primera capa de sus lienzos, iba de su mano por los museos y procuraba fijarme en todo cuando elogiaba la profundidad del color de un cuadro o criticaba la perspectiva de otro. Nunca la vi pintar.

~ ~ ~

En 1929 colapsó la bolsa de Nueva York, en las elecciones al Parlamento del Land de Sajonia el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán ganó cinco de noventa y seis escaños, y por mi pueblo natal pasó un coche de caballos poco antes de Navidad.

Se deslizaba sobre la nieve gracias a unas cuchillas. En el pescante iba un forastero sentado, ataviado con un loden de color verde oscuro que le llegaba a los pies. Mi padre tampoco lo encontró jamás, ni con ayuda de la gendarmería. Así que quedó sin aclarar por qué ese hombre llevaba un cuerno de yunque a su lado, en el pescante.

Es probable que fuéramos unos doce muchachos, y estábamos arrojando bolas de nieve desde la plaza de la iglesia al gallo que había en lo alto de la torre.

No sé quién fue el primero en lanzarle una al cochero. Las esferas de nieve se cruzaron en sus trayectorias y estallaron en la madera de la cabina. Una le dio al hombre en la sien, creí que la mía. Tenía la esperanza de ganarme la simpatía de los demás chicos. Pero el hombre ni se inmutó.

Frenó al caballo. Se tomó su tiempo, bajó del pescante, susurró algo al oído del animal y se nos acercó. Cuando llegó hasta nosotros, el agua derretida le goteaba del cuello de la camisa. Éramos pequeños, no salimos corriendo. Aún tenía que aprender lo que era el miedo. El cochero llevaba en la mano algo corto, fraguado, oscuro.

Hablaba en el dialecto del cantón de Uri, creo, era raro oírlo en mi zona.

—¿Quién ha ido a por mí? —preguntó en voz baja mientras nos observaba.

Oí el crujido de la nieve bajo las suelas de mis zapatos, estaba congelada y centelleaba. El aire olía a lana mojada.

Mi padre me había dicho que la verdad era un signo de amor. Que la verdad era un regalo. Por aquel entonces estaba convencido de que era cierto.

Era un niño. Me gustaban los regalos. No sabía lo que era el amor. Di un paso.

—Yo.

La punta del cuerno de yunque me penetró en la articulación maxilar de la mejilla derecha y me abrió la cara hasta la comisura de la boca. Perdí dos muelas y medio incisivo. No tengo ningún recuerdo del momento. Sólo que vi los ojos grises de mi madre. Estaba sentada en mi cama del hospital, bebiendo el té con korn que se servía de un termo. Mi padre estaba de viaje.

—Me alegro mucho de que no le haya ocurrido nada a la mano con la que pintas —dijo mi madre mientras me acariciaba los dedos.

Un hilo lleno de fenol me atravesaba la mejilla. La herida se inflamó. Durante las semanas siguientes me alimenté del caldo de pollo que preparaba nuestra cocinera a diario. Al principio, el caldo se filtraba por los puntos de sutura. Los medicamentos me aturdían. Hasta que no me vi en el espejo no comprendí que con el golpe del cochero había perdido la capacidad de ver colores.

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