No apagues la luz (Comandante Servaz 3)

Bernard Minier

Fragmento

9788415630692-2

OBERTURA

Bosque de Bialowieza, frontera entre Polonia y Bielorrusia

Caminaba en pleno corazón del bosque, en medio de la nieve y la ventisca. Tenía tanto frío que le castañeteaban los dientes. Los cristales de hielo se le pegaban a las cejas y las pestañas; la nieve formaba costras en su anorak y en la lana húmeda del gorro, e incluso el propio Rex tenía dificultades para avanzar sobre aquel grueso manto blanco, en el que se hundía hasta el espinazo con cada salto. El animal ladraba a intervalos regulares, sin duda para expresarle su desaprobación, y el eco devolvía sus ladridos. De vez en cuando se paraba para sacudirse como si acabara de salir del agua y lanzaba en torno a su pelaje negro y pardo una nube de nieve y agujas de hielo. Sus patas finas y musculosas imprimían un profundo rastro en el sudario blanco, y su vientre, una huella curvada en la superficie, como la de un trineo de plástico.

Estaba anocheciendo y comenzaba a soplar el viento. ¿Dónde estaba ella? ¿Dónde estaba la cabaña? Se detuvo para recobrar el aliento. De sus pulmones brotaba un ronco jadeo y el sudor le empapaba la espalda bajo el anorak y el jersey. El bosque, con sus ruidos, le parecía un ser vivo: el roce de las ramas cargadas de nieve que se movían con el viento, los chasquidos secos de la corteza resquebrajada por la mordedura del frío, el susurro del cierzo que, por momentos, sonaba desmesurado, el balbuceo cristalino de un riachuelo cercano, que aún no se había helado del todo... Y luego estaba el sedoso crujido de sus pasos, que marcaba el ritmo de su marcha mientras levantaba bien alto las rodillas y tenía que hacer cada vez mayor esfuerzo para arrancarse de la presa de la nieve. Y del frío. Por Dios, qué frío hacía; no había tenido tanto frío en toda su vida.

A través de la penumbra del crepúsculo y de los copos que se le metían en los ojos, atisbó algo en la nieve, al frente. Reflejos metálicos, dos cercos dentados... «Una trampa...» Sus mandíbulas de acero retenían una figura oscura.

Durante unos segundos, sintió un malestar indefinible. Lo que allí había no guardaba ya parecido alguno con una criatura viva. «Aquello» había sido devorado, despedazado, desgarrado. Una sangre viscosa mezclada con pelos manchaba la nieve alrededor del cepo. Había también vísceras rosadas y huesecillos recubiertos de una fina capa de hielo.

Todavía observaba la trampa cuando sonó aquel alarido que lo traspasó como la hoja de un arma oxidada. No recordaba haber oído nunca un grito semejante, tan lleno de terror, de dolor, de un sufrimiento casi inhumano. De hecho, ningún ser humano habría podido emitir un sonido como aquél. Provenía de la espesura del bosque, más adelante. «No muy lejos...» Se le heló la sangre en las venas cuando el alarido volvió a hendir el aire del crepúsculo, al tiempo que se le erizaba el vello del cuerpo. Después el grito murió en el ocaso, transportado por el viento polar.

Por un instante, el silencio pareció instalarse de nuevo. Luego, otros alaridos, más lejanos, más modulados, hicieron eco al primero. A derecha e izquierda, «por todas partes»; provenían del bosque invadido por la oscuridad. «Lobos...» Un largo escalofrío le recorrió la piel, de la nuca a los dedos de los pies. Reanudó la marcha levantando las rodillas con más vigor aún, con una energía desesperada, hacia el punto de donde había brotado el grito. Entonces vio la cabaña. Su silueta se recortaba, sombría y encogida, al final de una especie de avenida natural dibujada por los árboles. Recorrió los últimos metros de suelo helado casi a la carrera. Rex parecía haber olido algo, porque se abalanzó hacia allí ladrando.

—¡Rex, espera! ¡Ven aquí, Rex! ¡Rex!

Pero el pastor alemán ya se había precipitado por la puerta entreabierta, bloqueada en esa posición por un alto montículo de nieve. En el claro reinaba una insólita calma. De las profundidades del bosque se elevó de improviso un aullido más potente que los otros, que obtuvo como respuesta un concierto de gañidos: ecos guturales que se llamaban unos a otros. Que se acercaban. Entró en la cabaña sorteando con dificultad la nieve acumulada. Lo acogió la luz, cálida como la mantequilla fundida, del quinqué que iluminaba el interior.

Volvió la cabeza y se quedó inmovilizado. Una aguja de hielo le traspasó el cerebro.

Cerró los ojos. Volvió a abrirlos.

«Es imposible. No puede ser real. Estoy soñando. Tiene que ser un sueño.»

Estaba viendo a Marianne. Yacía desnuda encima de una mesa, en el centro de la cabaña. Su cuerpo aún estaba caliente, porque humeaba literalmente en medio del aire helado. Pensó que Hirtmann no debía de estar lejos. Durante un instante sintió la tentación de lanzarse a perseguirlo. Entonces tomó conciencia de que le temblaban los brazos y las piernas, de que estaba al borde de un negro abismo, del desmayo o de la demencia, a punto de sufrir un síncope. Dio un paso y luego otro. Se obligó a mirar. El torso de Marianne estaba abierto desde la pequeña depresión de la base del cuello hasta la ingle; saltaba a la vista que se lo habían hecho estando viva, porque había sangrado mucho. El torso estaba barnizado de rojo en los costados y la mesa sobre la que reposaba, así como las toscas planchas del suelo, estaban casi totalmente impregnadas de una sangre densa, aún humeante también. El verdugo había separado después la piel y la caja torácica de un tirón. Los órganos parecían intactos, sólo faltaba uno... «El corazón...» Hirtmann lo había depositado delicadamente sobre el pubis de Marianne antes de irse. El corazón estaba todavía más caliente que el resto. Servaz veía el vapor blanco que ascendía en la atmósfera glacial de la cabaña. Le extrañó no sentir náuseas ni asco. Había algo que no encajaba. Debería haber vomitado hasta las tripas ante aquel cuadro. Debería haber gemido, gritado. Estaba dominado por un embotamiento raro. Entonces Rex soltó un gruñido. Se volvió hacia el animal. El pastor alemán miraba por la puerta entreabierta con el pelo erizado. Amenazador y «asustado».

Servaz sintió que un intenso frío se apoderaba de él.

Se acercó a la puerta y se aventuró a mirar fuera.

Estaban allí mismo, en el claro. Rodeaban la cabaña. Contó ocho. «Ocho lobos.» Flacos y hambrientos.

«Marianne...»

Tenía que llevarla hasta el coche. Pensó en su arma, que había dejado olvidada en la guantera. Rex seguía gruñendo. Adivinó el miedo y la tensión del animal y le acarició la cabeza. Bajo el pelaje percibió el temblor de los músculos.

—Tranquilo —le dijo con un nudo en la garganta mientras se agachaba para rodearlo con los brazos.

Rex le dirigió una mirada tan dulce y afectuosa que notó que las lágrimas le afloraban a los ojos. El cálido flanco del pastor alemán subía y bajaba rápidamente junto al suyo. Servaz sabía que sólo tenía una posibilidad de salvarse. Y era lo más triste, lo más difícil que había tenido que hacer nunca.

Tras volverse hacia la mesa, cogió el corazón y lo colocó de nuevo en el pecho de Marianne. Tragó saliva, cerró los ojos y tomó en brazos el cuerpo desnudo y ensangrentado. Pesaba menos de lo que había creído.

—¡Vamos, Rex! —dijo con firmeza dirigiéndose a la puerta.

El animal emitió un ronco ladrido de protesta, pero siguió a su amo sin dejar de gruñi

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