Verano y amor

William Trevor

Fragmento

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1

Una tarde de junio de mediados del siglo pasado, la señora Eileen Connulty atravesó la localidad de Rathmoye; partió de la pensión Número 4, en la plaza, hacia Magennis Street, continuó por Hurley Lane, recorrió Irish Street y cruzó Cloughjordan Road en dirección a la iglesia del Santísimo Redentor. Allí pasaría la noche.

La vida que acababa de llegar a su fin había estado marcada por sus buenas obras y firmes propósitos, así como por cierta severidad en los asuntos domésticos y familiares. Las expectativas de satisfacción personal, que antaño la habían influido a la hora de contraer matrimonio y dar a luz a dos hijos, se habían frustrado hacía tiempo: su marido y su hija la habían decepcionado. A medida que la muerte se acercaba, había temido verse obligada a reunirse con su esposo y rezado para que no ocurriera. Se alegraba de separarse de su hija; había llorado amargamente por dejar atrás a su hijo, que entonces contaba cincuenta años y había sido su preferido desde el primer instante en que lo había tenido en brazos.

Las persianas de las casas, echadas mientras pasaba el féretro, se alzaron en cuanto lo hubo hecho. Las tiendas que habían cerrado reabrieron sus puertas. Los hombres que se habían descubierto la cabeza se calaron la gorra o el sombrero, y a los niños que habían interrumpido sus juegos en Hurley Lane se les permitió reanudarlos. Los empleados de la funeraria bajaron los peldaños de la iglesia. Un obispo oficiaría la misa al día siguiente; hasta el ultimísimo momento, la señora Connulty tendría lo que le correspondía.

Por entonces, la gente decía que la familia con la que la señora Connulty había emparentado al casarse era dueña de la mitad de Rathmoye; una impresión causada por los locales que poseían en Magennis Street, el almacén de carbón en Saint Matthew Street y el Número 4, la casa de huéspedes de la plaza que los Connulty habían abierto en 1903. Durante las décadas transcurridas desde entonces habían adquirido otras propiedades en la localidad; restauradas en su mayor parte, les proporcionaban unas rentas modestas, pero que, sumadas, constituían una cantidad considerable. Aun así, no dejaba de ser una exageración afirmar que los Connulty eran propietarios de media ciudad.

Rathmoye, apiñada y sin nada especial, había surgido en una hondonada, nadie sabía ni se preguntaba por qué. Los granjeros llevaban allí el ganado el primer lunes de cada mes, y pedían un préstamo en uno de los dos bancos locales. Iban al dentista que tenía la consulta en la plaza para que les extrajera una muela, de vez en cuando pedían consejo a un abogado, revisaban la maquinaria agrícola en Des Devlin, en Nenagh Road, trataban con Heffernan, el vendedor de semillas, y bebían en alguno de los diversos pubs de la localidad. Sus esposas hacían la compra en los grandes almacenes Cash and Carry o, cuando no había que economizar, en McGovern’s; adquirían los zapatos en Tyler, y la ropa, la tela para cortinas y el hule en la mercería Corbally. Años atrás había trabajo en la fábrica textil y, antes de que llegara la Shannon Scheme, también en la planta eléctrica; ahora generaban empleo la fábrica de productos lácteos y la de leche condensada, las constructoras, las tiendas y los pubs, y la planta embotelladora de agua. En la plaza se hallaba el juzgado, y en un extremo de Mill Street, una estación de tren abandonada. Había dos iglesias y un convento, un colegio de Hermanos Cristianos y una escuela técnica. El proyecto de construcción de una piscina estaba listo, pero se posponía por falta de fondos.

Según sus habitantes, en Rathmoye nunca ocurría nada, pero la mayoría de ellos seguía viviendo allí. Los jóvenes se marchaban: a Dublín, Cork o Limerick, o a Inglaterra, a veces a Estados Unidos. Muchos volvían. Eso de que nunca ocurría nada también era una exageración.

El funeral se celebró la mañana del día siguiente, y al finalizar, los asistentes se congregaron a las puertas del cementerio, comentando que la señora Connulty siempre sería recordada en la ciudad y sus alrededores. Las mujeres con las que había trabajado codo con codo en la iglesia del Santísimo Redentor afirmaron que la finada había sido un ejemplo para todas. Recordaron que no se le caían los anillos ante ninguna tarea, por humilde que fuera; que no se quejaba por pasarse horas abrillantando objetos de latón o rascando la cera derretida de los candelabros. Durante sesenta años, no había habido un solo día en que a las flores del altar les faltara agua fresca, o que no se repusiera el misal de los bancos cuando era menester. Hacía pequeños arreglos a las sotanas, las sobrepellices y las vestiduras sacerdotales, y consideraba un deber sagrado fregar las baldosas del coro y el presbiterio.

Mientras compartían sus recuerdos, desgranando elogios sobre la vida que acababa de llegar a su fin, un joven con traje de tweed claro, que llamaba un poco la atención en la cálida mañana, fotografiaba a hurtadillas la escena. Un rato antes, había recorrido en bicicleta los doce kilómetros desde el lugar donde vivía, hasta que el paso del funeral lo había obligado a detenerse. Tenía intención de fotografiar el cine incendiado, del que había oído hablar en una pequeña localidad parecida a Rathmoye, donde no hacía mucho había tomado unas instantáneas de una hilera de casas adosadas que un corrimiento de tierras había arrancado de sus cimientos.

Delgado y de cabello oscuro, el joven tendría poco más de veinte años y era un desconocido en Rathmoye. Su porte, así como su desenfadada corbata a rayas verdes y azules, le daban un toque de elegancia que la cómoda holgura del traje desmentía. Sus rasgos conferían un engañoso matiz de seriedad a su fisonomía, contribuyendo a crear aquella impresión contradictoria. Se llamaba Florian Kilderry.

—¿De quién es el funeral? —inquirió en medio de la multitud, tras abandonar su puesto detrás de un coche aparcado, desde donde había sacado las fotografías. Asintió con la cabeza cuando se lo dijeron y a continuación preguntó dónde se encontraba el cine—. Gracias —respondió educadamente y sonriendo—. Gracias —repitió, y empujó la bicicleta a través del gentío.

Ninguno de los dos hijos de la señora Connulty supo que el cortejo fúnebre había quedado inmortalizado de ese modo, y cuando regresaron, cada uno por su lado, al Número 4, seguían ajenos al insólito acontecimiento. En ese momento, la multitud empezó a dispersarse; muchos se reencontrarían en la pensión poco después; el resto proseguiría con sus quehaceres. El último en irse fue un anciano protestante llamado Orpen Wren, que estaba convencido de que el ataúd sepultado contenía los restos mortales de una vieja ayudante de cocina fallecida treinta y cuatro años atrás en una casa que él había conocido muy bien. El respetuoso murmullo de voces en torno a él fue desvaneciéndose; los coches se alejaron. Orpen Wren permaneció solo un momento más, y a cont

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