La memoria del Logos

Emilio Lledó

Fragmento

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ÍNDICE

 

PORTADILLA

ÍNDICE

DEDICATORIA

PRÓLOGO

PARTE I

CAPÍTULO I. EL PRISIONERO DE LA CAVERNA

CAPÍTULO II. EL PENSAMIENTO COMPARTIDO

1. El comienzo de la escritura filosófica y el diálogo como principio

2. Qué es un diálogo platónico

3. ¿Cómo se lee un diálogo platónico?

4. Los niveles del logos

5. Materia de los diálogos

6. Diálogo y filosofía

7. Filosofar en el camino

8. La complejidad del pensamiento de Platón

CAPÍTULO III. EL MUNDO HISTÓRICO E INTELECTUAL DE PLATÓN

1. El espacio social

2. El espacio mental

3. Conocer es hacer

4. El deseo de las ideas

5. El mito en el lenguaje

6. Sobre la biografía de Platón

PARTE II

CAPÍTULO IV. LA MEMORIA DEL LOGOS

1. Dialogar sin voz

2. El problema de la anámnesis

3. La estructura de la conciencia que recuerda

4. La ciencia de sí mismo

5. «Como en un sueño»

6. La transformación de la dóxa

CAPÍTULO V. LA ESTRUCTURA DIALÉCTICA DEL EUTIFRÓN PLATÓNICO

1. El marco de la definición

2. Idea-Eidos

3. Paradigma

4. El proceso dialéctico de la veracidad del eidos propuesto

5. La prioridad del eidos

6. «Perdidos en el logos»

7. «Participación»

8. Τέχνη ὑπηρετική

9. ’Επιστήµη

10. El eidos final

11. La ciencia de la aretḗ

CAPÍTULO VI. PHILOSOPHOS BASILEUS

1. El espacio filosófico

2. El paradigma de la ciudad

3. La verdad del filósofo

4. Entre la opinión y la ciencia

5. El político y el filósofo

6. «Salvar lo público»

III. APÉNDICES

I. EL FUNDAMENTO DE LA ANÁMNESIS EN EL MENÓN

II. La obra escrita de Platón

1. Problemas de cronología

2. El orden de los diálogos

III. CUATRO BREVES INTRODUCCIONES A CUATRO DIÁLOGOS

1. Ion

2. Lisis

3. Cármides

4. Fedro

IV. DOS RESEÑAS EN EL TIEMPO

V. ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA

PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

ÍNDICES

NOTA

ÍNDICE DE PASAJES CITADOS DE PLATÓN

ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS

ÍNDICE DE MATERIAS

NOTAS

NOTAS DEL EDITOR

SOBRE EL AUTOR

CRÉDITOS

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A mis alumnos de las universidades de La Laguna y Barcelona.

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PRÓLOGO

 

 

 

Detrás de cada hombre que ha encontrado un lugar en la historia, o hay hechos o hay palabras. Los hechos se traducen en presiones y modificaciones de la realidad presente, y se esfuman, casi siempre, cuando se pierde la energía que los produce. Las palabras, sobre todo si son escritas y si sirven de alimento y consistencia de la memoria, se traducen en propuestas y experiencias para el futuro. Por supuesto que los hechos alcanzan, más allá de su simple presencialidad real, una cierta pervivencia en lo ideal cuando se hacen palabras. Lo que llamamos historia es, pues, la consolidación en el lenguaje de todo aquello que, en cuanto real, desapareció consumido por las insaciables fauces del tiempo, de la efímera temporalidad inmediata. Es cierto, sin embargo, que lo real, lo que constituyó el entramado de hechos y tensiones que articulan cada época, deja siempre en la faz de la vida y de la historia sus peculiares rasgos. Por ello vivir es, hasta cierto punto y en diversos niveles de intensidad, una función arqueológica. Desde nuestro mismo cuerpo, cada día distinto, desde nuestros propios y personales recuerdos, hasta la inmensa memoria del lenguaje en el que nacemos, que nos educa y nos remite continuamente a lo ya sido, la experiencia concreta de cada hombre carece de consistencia si no está anclada en todo aquello que, como cultura, precedió al inmediato presente en el que alienta.

Detrás del nombre de Platón llega hasta nosotros, a través del cauce de un lenguaje, una obra escrita en la que se nos cuenta una compleja historia de experiencias intelectuales, y de algunos hechos reales de los que ya solo queda el nítido reflejo del escrito. Pero este lenguaje presenta, además, a pesar de ser escrito, el inconfundible eco en el que, esencial e inevitablemente, tiene verdadera existencia y realidad la palabra: el diálogo. Lo que se suele denominar filosofía de Platón ha logrado comunicársenos en esa forma peculiar bajo la que nunca más ha vuelto a presentarse la filosofía. Este hecho, único en la historia del pensamiento, permite reconstruir con un cierto detalle algunas de las motivaciones que yacen en los conceptos y levantar, una vez más, la dura superficie de la tradición para buscar la perdida matriz en la que se enraíza todo tiempo, todo presente, incluido el nuestro. El puente del lenguaje nos permite transitar a otra orilla, separada de la nuestra solo por un río en el que, contra el dicho de Heráclito, por mucho que fluya, siempre es la misma agua.

Entre la orilla de Platón y la nuestra corren, pues, las mismas preguntas: ¿Cómo vivir? ¿Para qué pensar? ¿Cómo puede relacionarse la idea y la realidad? ¿Cómo se puede influir en los hombres para construir una ciudad justa? ¿Qué es sentir? ¿Qué es amar? ¿Cómo puede el lenguaje comunicar eso que se llama verdad? ¿Por qué el lenguaje puede ir más allá de la simple referencia a lo real? ¿Qué es idealidad? ¿Tiene la teoría alguna otra justificación que aquella que le da la praxis? ¿Son los conceptos, las palabras, reflejo fiel de la vida y del conocimiento, o son su deformación? ¿Puede la educación, la paideia, mejorar a los hombres? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de una vida feliz? ¿Tiene sentido la palabra felicidad?

No mucho más allá de estas elementales preguntas se extiende el territorio de la filosofía, o sea, de esa actividad del hombre por la que este ha pretendido situarse en un horizonte donde se armonice el mundo y la mente, la realidad y las ideas, una vez que la consciencia, la reflexión, ha roto la monótona y callada identidad de la naturaleza de la que hemos surgido, y en cuya distancia y alienación hemos ido construyendo la vida humana.

Las respuestas que, a lo largo de veinticuatro siglos, se han dado a esas y parecidas interrogaciones han constituido un rico caudal de sistemas conceptuales que conocemos con el nombre de historia de la filosofía. Pero hoy, la faz de esa historia presenta más que nunca un aspecto decrépito. La facilidad que los medios de comunicación, que la palabra escrita tiene para reproducirse ha originado una forma de endurecimiento motivado por la mayor circulación de conceptos, por la mayor posibilidad de utilización de las terminologías, por la creciente manipulación de las palabras.

Por ello, no deja de ser una empresa apasionante esforzarse por escuchar nítidamente las voces del pasado, y aprender a distinguirlas de los crecientes ecos, entre los que tales voces pierden los contornos de la vida concreta, de la vida del cuerpo, de la vida social, única fuente de la que todo emana. Esa vida, individual o colectiva, es la base que homogeneíza nuestro presente con la otra orilla, la del pasado, en la que se sumergen también nuestras propias raíces, y que convierten, efectiva y paradójicamente, la realidad en posibilidad, los hechos en proyectos, la necesidad en azar.

 

Los trabajos que se han reunido en este volumen son fruto de dos épocas distintas. La más antigua de ellas recoge algunos de los estudios publicados en revistas especializadas y en los que su autor quiso penetrar, desde el lenguaje mismo, desde la escritura de Platón, en los contenidos esenciales de su «diálogo». La relectura de estos textos, que distan más de veinte años de los más recientes que aquí se publican, expresan la relativa coherencia de un modesto empeño intelectual. Los trabajos más modernos pretenden no tanto el analizar el discurso, sino «dialogar con el diálogo»; intercalarse en él, como un interlocutor histórico que quisiera mostrar la más hermosa victoria del pensamiento filosófico: su imposible anacronismo.

Aunque las páginas que siguen están enhebradas en un propósito hermenéutico concreto, e intentan desamordazar algunos aspectos del platonismo, buscan, sobre todo, hacer de la obra platónica una obra liberada de aquella crispación de la que, en los escritos de intérpretes posteriores, han sido víctimas ciertos filósofos, cuya indiscutible personalidad irritaba a algunos de nuestros rincones ideológicos. Pero, al mismo tiempo, también se ha pretendido leer a Platón un poco más allá de esa serie de trabajos que, apoyándose en una compacta erudición, siguen, todavía hoy, repitiendo un saber que aplasta lo dicho en resecas, vacías y monótonas descripciones.

Un ejemplo de esas crispaciones lo constituyen las páginas de Popper en La sociedad abierta y sus enemigos. Que, después de veinticuatro siglos, un filósofo contemporáneo desgrane esa serie de improperios contra Platón, contra sus escritos, no dejaría de presentar un aspecto ridículo, si no fuese porque esta teoría del improperio —inconcebible por cierto en un pensador liberal— no expresase también la imposibilidad de «dialogar» con el pasado. Pero, tal vez, lo más grave es que el objeto de esa dura crítica sean los «diálogos» de Platón. Estos escritos, como los de cualquier filósofo importante, han adquirido ya una cierta «inocencia» histórica, mucho más «teórica» y libre que cualquiera de los turbios y triviales mensajes que hoy acosan nuestro presente y, por supuesto, mucho más inoperantes que los «hechos» que angustian nuestra historia. Porque, por muy cerrada que pudiera ser la sociedad platónica que se describe en la República o en las Leyes, no es fácil suponer que la historia obedezca ciegamente a sus «modelos literarios», como para que se siga todavía reclamándoles daños y perjuicios. Los modelos filosóficos, aunque logren insertarse en el cielo de la tradición y pervivir en él, no llegan a marcar inexorablemente los derroteros de la historia. A pesar del viejo emblema: «lo que la mente especula, después se vive en las calles», la historia, que en el espejo de la tradición descubre a veces la previsión de algunos de sus hechos, se determina por pasiones y presiones más inmediatas y, a ratos, más miserables que las palabras de sus filósofos y sus poetas.

 

En los apéndices se recogen algunas breves notas que pueden ayudar a la lectura de los diálogos. Entre ellas se reproducen dos reseñas que con más de veinte años de distancia hizo el autor de este libro a la obra de Popper mencionada anteriormente. La primera, sobre la traducción alemana publicada en 1957. La segunda, sobre la posterior traducción castellana en 1981. Las perspectivas personales hacen que esas páginas señalen, diversamente matizados, algunos de los aspectos fundamentales que se destacan en otras páginas de este libro.

Un paradigma importante de esa lectura de Platón lo representa el prisionero de la caverna, del que se nos habla al comienzo del libro séptimo de la República. Encerrado en la tiniebla, en la cárcel lingüística de tantos falsos mensajes, en el paisaje histórico de tantas ideas inmóviles, de tantos prejuicios para la inteligencia y para la conducta, el prisionero platónico no es en ningún momento un contemplador, un teórico aferrado a la dura perspectiva de su condena y de su ofuscamiento. Ese prisionero solo es inmóvil porque está encadenado, porque tiene encadenada la mirada. Pero la esencia de la filosofía platónica, de toda filosofía, la expresa realmente el prisionero liberado, ascendiendo por el áspero suelo de la caverna, caminando hacia la luz, hacia el conocimiento, y pretendiendo siempre que la palabra, el logos, al recobrarse y comunicarse, pueda irradiar una cierta claridad y fundar, en ella, una forma concreta de libertad y concordia.

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I

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I. EL PRISIONERO DE LA CAVERNA

(Platón, República, VII, 514a y ss.)

 

 

 

I

 

En la larga lista de páginas famosas de la historia hay una que ha merecido un lugar destacado entre los símbolos y mitos que expresan la condición humana, y que dicen algo del hombre y su destino. Por supuesto que este tipo de mitología es abundante, y en todas las culturas encontramos narraciones que transmiten las experiencias de una comunidad o una ideología, más o menos vigente, enredada entre metáforas e imágenes.

Muchos de estos mitos, de estas fábulas escatológicas, han envejecido; los leemos, a veces, con la sonrisa del que tiene ante sí restos de deseos imposibles y de concepciones de la realidad que responden a situaciones anacrónicas. En algún momento pueden estimular nuestra capacidad de fabulación o de añoranza; pero en el presente, las instancias de la cotidianidad, el diario enredo de la madeja de nuestros intereses y ambiciones, difuminan los contornos de estas lecturas en la niebla de un cierto paraíso perdido, o de unas tragedias remotas, literarias, irreales. Cronos, Sísifo, Prometeo, Saturno, Orestes, la Atlántida, etcétera, están ahí, poblando nuestra cultura y recordando, a algún escritor contemporáneo, que los recoge y elabora, ciertas constantes de la existencia.

Y, sin embargo, en los mitos se manifiesta algo más que un reflejo deformado de lo que «realmente» pasa. La estructura mítica, igual que toda gran obra de arte, es capaz de ampliar nuestra sensibilidad, de ponernos, de pronto, en la frontera del progreso, en el reconocimiento de nuestras limitaciones y de nuestras obcecaciones. Sin la compañía de este reflejo, de este mundo paralelo al mundo de los latidos, de los objetos, de la vida, la existencia humana habría sido incapaz de levantarse de su ineludible estructura animal y, por consiguiente, su desarrollo sería una monocorde sucesión temporal, sin estas modulaciones y contradicciones que llamamos historia.

Pero el reflejo de la vida real, plasmado en formas que trascienden nuestras estructuras biológicas, nuestra pura presencia animal sobre la tierra, no es solo reflejo pasivo. El conglomerado de experiencias que constituyen el arte, el lenguaje, son acicate constante para no descansar; para no aposentarnos exclusivamente en el poder y en la violencia que, en definitiva, suelen servir mejor que nada, por desgracia, para alimentar y afirmar la, más o menos, sublimada animalidad.

Este mundo al lado del mundo, este universo de saberes, imágenes y sueños, que apenas tiene otra existencia que unas líneas o fórmulas sobre el papel, unos colores sobre un lienzo, la configuración de un espacio de bronce, mármol, piedra, es resto de un pasado; siempre resto de algo. La estructura misma de la temporalidad es, en cierto sentido, arqueología. Cada segundo de nuestra vida está siendo automáticamente convertido en resto, en algo arqueológico, y aniquilado por la propia perspectiva del instante.

La originalidad y peculiaridad de este proceso consiste en convertir la presencia en ausencia; en vivir el presente por la dirección que le fue marcando el pasado; pero, al mismo tiempo, en ir haciendo desaparecer todo latido, todo punto de temporalidad viva en la larga línea de la invisible memoria. En este hecho se funda la historia y la cultura. Toda vida es, pues, conversión de proyectos en realizaciones, en restos y en memoria. En ella, en la memoria, la sustantividad de la existencia, lo que se suele llamar, con mayor o menor propiedad, materia adquiere así la dimensión que la humaniza.

Por supuesto que «es adelante y no hacia atrás la vida», pero los restos del presente que integran nuestra memoria colectiva y el acervo de nuestras experiencias, empujan y aleccionan nuestro futuro. Por eso es importante descubrir en la historia las confirmaciones de las ideologías y los intereses de aquellos que la escriben, o que la hacen. Por eso, también, la manipulación y falsificación a que tantas veces se ve sometida la existencia inmediata, cuando empieza a perder su urgencia y sustancia en el cauce del tiempo que se aleja.

Pero no se trata solo de deformación o manipulación de la historia y, en ella, del lenguaje y sus símbolos. Una de las pretensiones más estimulantes de la moderna historiografía habría de ser no solo la de ampliar el campo de resonancias en el que circulaban las partículas históricas, sino descubrir en ellas significaciones olvidadas, dominios inexplorados. Hacer así que el pasado vuelva a hacerse presente y poblar de vida histórica el implacable, certero y monocorde discurrir del bíos.

«Mezcla de memoria y deseo», dice el verso de Eliot, es la vida. Memoria, pues, como lo que hemos sido, como la no-ausencia total de lo que es ausencia; deseo como estímulo hacia lo que quisiéramos ser. Pero ambos, tanto el deseo como la memoria, necesitan un organismo selectivo que oriente nuestras aspiraciones e interprete nuestro pasado. Vamos a llamar a esta facultad inteligencia, olvidándonos, por supuesto, de todas las resonancias terminológicas con las que se dogmatiza e inmoviliza el lenguaje. Porque tanto la memoria como el deseo sitúan a la conciencia, o sea, a la inteligencia reflexiva, más allá de la simple sucesión de instantes que marca nuestro destino temporal.

Ampliar la linealidad del tiempo, ensanchándolo con proyectos, es un constitutivo esencial de la vida humana; pero, además, utilizar la capacidad selectiva de la inteligencia para recoger el pasado es también otro modo de pervivencia y creatividad.

Pero, ¿cómo hacer esta recolección? ¿Cómo llevar a cabo en la existencia humana, hundida en el suelo de la naturaleza «ancha y ajena», un proceso teórico cuyo desarrollo pudiera ser coherente con algo que el lenguaje ha dado en categorizar, por ejemplo, como progreso y como justicia? La pregunta nos proyecta, ineludiblemente, al mundo de la naturaleza; pero la memoria alza sobre nosotros la única posibilidad de liberación; la única alternativa opuesta al encadenamiento natural en el que, desde luego, es imposible hablar de otra cosa que no sea la dura persistencia en el ser.

Ciudadano de dos mundos, cada día más enfrentados y más discordes, el hombre lucha por mantener junto al ser que somos, o sea, a la inelegible y clausurada naturaleza, la querida y abierta posibilidad de la cultura.

 

 

II

 

Lo que antecede trata de situar las posibles lecturas de un mito de la cultura clásica. Porque a pesar del lugar destacado que ese trozo de memoria ocupa, a su vez, en la larga memoria de los hombres desde hace veinticuatro siglos, no ha sido, a mi entender, suficientemente leído. Tal vez haya que atribuir este fenómeno a la misma capacidad de sugestión que el mito encierra. La claridad de sus imágenes ha ofuscado muchas veces la retina de sus lectores. Pero, además, el mito tiene, en las mismas páginas que nos lo cuentan, una interpretación coherente y lúcida. Platón, su narrador, ciñe el ejercicio hermenéutico en una dirección determinada. Sin embargo, al proyectarlo hacia un único horizonte, ha hecho que los intérpretes se sintieran, en cierto modo, coaccionados por la inevitable autoridad de su autor.

No es lógico que un discurso que pretende, de alguna manera, ocultar en una polisemia simbólica, como suele ser el caso de los mitos, el monopolio de un exclusivo sentido, haga desaparecer el misterio mítico en el código férreo de una inmediata explicación racional. Es posible, sin embargo, que Platón fuese consciente de que, aunque todo lenguaje es indefenso y necesita de ayuda para sostenerse, también sabía que los logoi ruedan por la historia, condenados a su propio destino, tal como nos lo había explicado en las páginas finales del Fedro.

Esta soledad del texto, a que Platón se refiere, nos permite acompañarlo desde una conciencia individual o colectiva que no solo recoge en él su propia historia, sino además su propio presente. Para que exista diálogo tiene que existir comunicación y respuesta; pero, al mismo tiempo, la proyección de la subjetividad que lee, o sea, que escucha, se abre necesariamente al paisaje total en el que el texto crece y en el que, además, inciden los distintos niveles que constituyen y cosifican cada personalidad.

Sin embargo, la recolección de sentidos que, se supone, integran un texto, solo tiene como instrumento hermenéutico su mera textura, el cauce uniforme del lenguaje. En él hay que reconstruir el mundo de todo aquello que alimenta la comunicación humana, y que fluye en ella como reflejo de la vida.

En El Conformista, ese inolvidable film de Bertolucci, hay un momento central en el que el profesor exiliado se encuentra con su antiguo discípulo y virtual asesino. En el diálogo entre ambos surge el tema de la realidad, de la ceguera, de la necedad, mientras la luz del atardecer va difuminando en sombra los rasgos duros del protagonista. Toda la obra de Bertolucci gira en torno a estas imágenes. Al volver a leer el mito de la caverna platónico hay que recordar aquella escena, y habría que olvidarse de las muchas páginas pretendidas o pretenciosamente académicas que sobre él se han escrito, y dejar resonar los textos de la República como un logos también, que rueda por la historia.

 

 

III

 

La narración del mito se encuentra al comienzo del libro VII de la República. Allí, en una caverna, con una lejana entrada abierta a la luz hay unos extraños prisioneros, encerrados desde niños,

 

atados por las piernas y el cuello de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza, detrás de ellos la luz de un fuego que arde algo lejos, y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un tabiquillo, parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de los cuales exhiben estos sus maravillas.

—Ya lo veo —dijo Glaucón.

—Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales, hechas de piedra, de madera y de toda clase de materiales. Entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.

—¡Qué extraña escena describes —dijo— y qué extraños prisioneros!

—Iguales que nosotros —dije—, porque, en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros, sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?

—¿Cómo iba a ser de otra manera —dijo—, si toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?

—Y de los objetos transportados, ¿no habrán visto lo mismo?

—¿Qué otra cosa van a ver?

—Y si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?

—Forzosamente.

—¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que cada vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaban era otra cosa sino la sombra que veían pasar ante ellos?

—No, por Zeus —dijo.

—Entonces no hay duda —dije yo—, de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados. (Rep., VII, 514a 515c. Trad. J. M. Pabón y M. F. Galiano).

 

Aquí concluye lo que llamaríamos el escenario del mito. La descripción de la primera sala de cine de arte y ensayo que los historiadores del cine parecen haber olvidado, y con ello a Platón, como un adelantado de Louis Lumière. Pero a continuación del escenario comienza también el rodaje. Y esta es la parte más abandonada y no solo por los historiadores del cine, sino por los mismos filólogos e historiadores de la filosofía que, desde hace más de un siglo, nos han inundado con comentarios a la República de Platón y con importantes monografías.

Los planos de este rodaje los constituyen un prisionero que escapa; la dificultad de la ascensión hacia la luz, hacia la puerta de la caverna; el dolor de los ojos acostumbrados a la oscuridad, fraternalmente hechos a las tinieblas; el asombro de ir descubriendo el montaje de la caverna; los deseos de volver al punto de partida, tan cómodo en el fondo; la duda de si es mejor la luz cegadora y dolorosa que la apacible oscuridad; el deslumbramiento y la imposibilidad de ver, una vez salido de la caverna y enfrentado con el sol que ilumina árboles y montañas y casas; los recuerdos de su prisión; la felicidad; el regreso; la discusión con los que no lograron liberarse; la muerte.

Ante la tentación de desechar esta visión dramática del hombre, como un sueño alejado de nuestro vacío realismo, tendríamos que pensar en que hoy vivimos en un mundo de mitos mucho más tristes, más empobrecedores, corroídos por el lucro, por un miserable pragmatismo, disimulado por palabras huecas, por símbolos grotescos o, en el mejor de los casos, por sentimientos enfatizados por orquestadores siniestros o ignorantes. No es arcaico lo que Platón nos cuenta. Es un mito claro y presente ante el que una buena parte de la simbología contemporánea aparece opresiva y mortal.

Pues bien, de ese mito, recubierto por tradicionales interpretaciones, y que como un meteorito sin cielo, sobrevuela las páginas de la República, voy a proponer el esquema de una serie de lecturas posibles que, de alguna forma, pudiesen constituir una especie de campo semántico en el que abonar nuestras reflexiones y nuestras acciones.

 

 

IV

 

La caverna platónica aparece como una prisión. En ella no solo hay ataduras que sujetan a los prisioneros, sino que hay, además, oscuridad, privación de movimientos, privación de luz. Un espacio cerrado para la vida, para el camino; incluso para la mirada. Pero sabemos que es prisión, que es clausura de la existencia, porque hemos leído el mito; porque se nos ha dicho que fuera está la luz.

Efectivamente, el hueco de la caverna que Platón dibuja, podríamos subdividirlo en cuatro espacios:

 

a) Un primero, el más profundo, el más alejado de la salida y en donde hay unos personajes encadenados desde niños. Frente a ellos, la pared de la gruta en la que se reflejan las sombras.

b) Detrás de los prisioneros, e invisible para ellos, un segundo espacio, el de la simulación y el engaño. Por él circulan unos personajes tras un muro de la misma altura que sus cabezas, y sobre el que hacen desfilar objetos, cuyas sombras verán los prisioneros.

c) Porque el tercer espacio lo ocupa una hoguera, cuya luz proyecta la sombra de los objetos sobre el telón final de la caverna, sobre la pared de piedra, a cuya inevitable visión se está condenado.

d) Por último, un cuarto espacio, el que representa la salida (eisodos) hacia la realidad iluminada, hacia el mismo sol.

 

Estos serían los elementos primarios de la tramoya ideológica que va a representar, en este escenario, el drama de la existencia y un símbolo permanente y válido de nuestra modernidad.

Aproximémonos a ellos a través de una lectura antropológica. Se trata de unos hombres; de una existencia encadenada. Son los verdaderos protagonistas. Cuando alzamos, con la lectura, el telón del texto, están en silencio, absortos en el panorama de sombras que en el fondo de la caverna se divisa. Al mismo tiempo están oyendo un lenguaje, unas voces de otros personajes del drama que aún no hemos podido ver; pero las voces que oyen nuestros prisioneros son voces sin rostro, sin labios. Como las sombras chinescas del fondo de la cueva, la voz que oyen es eco, sombra, pues, de palabras; comunicaciones sin contexto.

Debe de ser algo así la vida: el nacimiento en una estructura férrea, en una sociedad no elegida, en unas ideologías heredadas, como la sangre o el lenguaje. Oyendo las voces-ecos, viviendo los objetos-sombras, sintiendo, de cuando en cuando, la oscuridad y el silencio; así debe de ser el inicio de toda existencia. Pero el posible espectador fuera de la caverna llegará a descubrir que no acaba aquí el juego. ¿O no hay espectadores posibles? Porque si no los hubiera, si no hubiera ojos que, fuera del escenario-gruta, descubrieran otro espacio del drama, nadie podría quejarse de injusticia. Tal vez los prisioneros son felices, instalados en su original ignorancia, o mejor dicho, saturados de su sabiduría. Porque saber podría ser algo así como la conformidad entre la realidad y el deseo. Y ¿qué podría desear el prisionero, conforme con el eco y la sombra? ¿De dónde podría arrancar la duda? ¿De qué rincón de la oscuridad saldría la insatisfacción para sentir las cadenas como privación, la voz como eco, la realidad como sombra? Pero los mitos, las palabras, ruedan por la historia, y en ella aparece una mirada que descubre, detrás de los conformes prisioneros, el artilugio.

Hay una pared, para disimular el engaño, y hay unos engañadores. Unos hombrecillos que por un camino trazado de antemano hacen desfilar incesantemente objetos diversos que constituyen el mundo conocido por los prisioneros. Estos personajes del segundo espacio de la cueva parecen más libres, caminan y llevan objetos, y hablan entre sí. Pero no sabemos adónde van ni de dónde vienen. Solo sabemos que su verdadera misión se cumple cuando la luz del fuego que hay tras ellos convierta los objetos en sombra, y los deslice hasta el fondo de la caverna, mientras estrella contra el muro infranqueable otras sombras, las de esos mismos portadores, que no pueden pasar al otro lado de su propio engaño.

Estos personajes tienen también sus cadenas: la ruta continua su monótona misión de colaboradores, inconscientes, quizá, de un engaño. Su existencia insensata entre el muro y el fuego les hace tan prisioneros como los encadenados contempladores. Porque estos, al menos, miran, pueden adivinar y descubrir. Salen, a través de los ojos, del círculo cerrado de la subjetividad. Pero los habitantes de ese segundo estadio, no tienen otra misión que transportar los objetos del misterioso guiñol, y utilizar sus ojos para ver siempre la idéntica tierra del camino por donde tienen que circular sus pasos. Prisioneros de dos cautividades diferentes, estos hombres son los protagonistas presentes del teatro platónico.

Y en este punto aparecen los personajes que el mito no nombra; que están ausentes del tinglado; y que, sin embargo, descubre ese contemplador ideal, tal vez imposible. Porque tiene que haber otros engañadores; alguien que haya encadenado a esos prisioneros y que, sobre todo, haya establecido esa complicada noria de la mentira. ¿Quién ha ideado ese muro? ¿Quién ordena las secuencias de esos porteadores? ¿Quién ha organizado y con qué intención el múltiple engaño?

Los personajes que «hablando o callando», pasean los objetos ante el muro son engañadores-engañados. Ellos mismos forman los hilos de esta oscura trama. Pero hay un alienador no alienado, alguien fuera de la oscuridad, alguien que programó el absoluto engaño y mantuvo en sus manos el absoluto poder. Estos mismos personajes ausentes alimentarán el fuego de la hoguera, que tiene que estar vivo siempre para que no cese el embaucamiento, para que el ritmo de las sombras alimente un resquicio de esperanzas. El tiempo biológico de los latidos y las miradas de los prisioneros se integra así en otro tiempo, en otro ritmo fuera de la naturaleza, y en las puertas mismas de la historia, que no puede, sin embargo, cuajar porque solo se nutre de fantasmas. No es realidad, pues, lo que se ve en el fondo de la caverna, sino simulacro de realidad. No son de hombres, de animales vivos las sombras que se reflejan. Son objetos inanimados, figuras sin sustancia. Los hombres que las llevan tienen, incluso, bloqueadas sus sombras, la sombra de la vida que no podrá atravesar el muro donde, de hecho, esa sombra se extingue.

De pronto, entran en escena otros nuevos personajes no incluidos en la nómina de Platón. «¿Qué pasaría si los prisioneros fueran liberados de sus cadenas?» (515b). Por lo visto hay también unos liberadores; alguien que desate y que obligue a emprender la ardua subida. Pero estos personajes no aparecen, no están encarnados en figura alguna, como la del prisionero o la del alienador-alienado. Los ojos del contemplador-histórico, que levanta el telón del mito, están fuera del tiempo que se agolpa en el texto, en el lenguaje del texto. La comunicación de la escritura, el sentido de lo dicho, se congrega en torno a unas ideas que se han convertido ya en historia, o sea, que han perdido compromiso y urgencia para ganar significación. Y, sobre todo, el bloque homogéneo y clausurado para siempre del mensaje escrito, arrastra consigo un tiempo perfecto y acabado ya. Entonces el lector efectúa la suprema tergiversación del texto: lo que es objeto se hace sujeto a través del puente del lenguaje. La experiencia ganada, las perspectivas entrevistas, los sueños realizados, inyectan una nueva forma de vida y circulan, a través de los ojos encadenados del lector, hacia el fondo de la caverna del texto. Pero esos ojos son ya liberadores. La conciencia histórica permite —tendría que permitir— a todo lector, a todo hombre, descubrir en la voz escrita la sombra de un simulacro; pero no solo del que Platón nos habla, sino de un simulacro pleno: aquel que, en el telón de fondo de la caverna-texto, dejase reflejar la experiencia completa, sin el muro del engaño. Un reflejo sin muro, que dejase ver el movimiento de los personajes que transportan objetos simuladores de la vida; y que indicase, al par, que las palabras se transportan, a su vez, sobre el río de los hombres. Entonces, el fuego cercano de la realidad, las experiencias, las acciones, los sentimientos, las ideas que pueblan el mundo, serían capaces de convertir el sueño en vida, la ficción en historia.

No sabemos muy bien por qué, pero en la caverna andan juntos los fantasmas de la libertad y la mentira. No basta con soltar la cadena, con sentir la posibilidad de caminar. La libertad absoluta, vacía, no existe. Solo existe como liberación, como camino que asciende y que deja descubrir la trampa y la miseria. Pero aún así, el homo viator, el prisionero suelto, puede descubrir la falsedad, entrever la hoguera, los hombres ante ella, el desfile de las sombras inertes, y, con todo, aceptar esa media realidad. El estoicismo y el escepticismo fueron, en la filosofía helenística, ejemplos de esa sumisión lúcida a la sombra, ya conocida como sombra y reconocida como limitación.

En este punto la libertad se concreta en eros para evitar la parálisis de la resignación. En el Banquete de Platón (203b y ss.) está expresada la estructura de esta contradictoria libertad que solo es posible obligándose a sí misma. Porque el eros es hijo de la pobreza y la osadía, de la miseria y la búsqueda de plenitud. Podría quedar cerrado en la melancólica sabiduría del esfuerzo inútil, del regreso a la tiniebla acostumbrada. Pero la fuerza de la eterna insatisfacción le hace caminar hasta la salida. La libertad se ha interiorizado. Es en el mismo hombre prisionero donde reside, bajo la forma concreta de Eros, de camino e impulso, de carencia y plenitud.

 

 

V

 

Pero podemos hacer también una lectura epistemológica. Los cuatro espacios de la caverna, reseñados anteriormente, expresan cuatro niveles de conocimiento. El primero, el de la sombra reflejada que vemos en el fondo. Es el mundo de lo sensible. Ver no es saber. Ver es solo constatar aspectos, divisar fenómenos. La sensación está muerta. Por eso se dirá, en los comienzos de la lógica griega, que no hay en ella ni verdad ni falsedad. Porque no hay contexto ni relación. Los sentidos acortan y homogeneízan el proceso, sin posibilidad de distancia. Lo que hay reflejado es lo visto por el prisionero. En el acto de la visión se identifica la sombra con el ojo, la sensación con lo sentido.

Pero al lado de la sensación que originariamente nos presenta el mundo de los objetos, el lenguaje sostiene y transmite el mundo de las significaciones. Esta es la base sobre la que estamos instalados y que recoge la experiencia colectiva. El plano de la sensación es paralelo a la naturaleza misma. Por ello, no cabe la verdad ni la falsedad; pero el plano del lenguaje es el plano de la sociedad, en donde tiene lugar una serie de mediaciones que interfieren, como el muro de la caverna, la inmediatez de la sensación.

La elaboración de la realidad que lleva a cabo el lenguaje expresa fundamentalmente un engaño. Las palabras liberan o encierran, son el único puente de unión entre seres eternamente separados, como Nietzsche decía; pero esta comunicación, que enlaza las conciencias individuales, puede crear también, entre ellas, la argamasa de la confusión. Por eso se necesita una elaboración de la experiencia y una crítica del lenguaje. Esto constituye los dos niveles superiores de conocimiento que, en la caverna, podrían estar relacionados con la hoguera y el sol.

El primero de ellos sería la diánoia, el discurso racional que interpreta la realidad según los argumentos del comportamiento más objetivo posible. Como fruto de esta interpretación surge la epistéme, la ciencia que no es solo el discurso completo que integra esas funciones racionales ejercidas sobre las cosas, sino también la crítica de su propio ejercicio. Pero, al mismo tiempo, la epistéme es el ámbito total en el que se reclinan los conocimientos particulares; la razón última que, casi sin justificación, debe aceptarse. El ingrediente esencial de esta razón definitiva es la «idea de bien», que constituye un punto de apoyo sin el cual no podían adquirir contornos claros y, por consiguiente, no podrían tener sentido alguno nuestras acciones, ni nuestros pensamientos.

Anteriormente se ha aludido a una cierta monotonía entre las interpretaciones del mito, a pesar de la abundante bibliografía. Pero mucho más sorprendente es el que apenas hay alusiones a lo que podríamos llamar la lectura ética[1].

La subida hacia el conocimiento no es solo un proceso intelectual. Es un viejo problema de la filosofía el de si la vida teórica, a pesar del lugar supremo que ha ocupado desde las inolvidables descripciones de Aristóteles, no es, en el fondo, un acto antinatural. O sea, si el peso de la physis y de sus instintos enmarca y constituye primordialmente a la existencia humana.

El hecho de que no baste la liberación del prisionero, sino que las etapas de esa liberación estén determinadas por el esfuerzo y el dolor,

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