La lista de la suerte

Rachael Lippincott

Fragmento

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1

He traído la moneda de la suerte.

No sé por qué lo he hecho. He pasado por delante de ella centenares de veces sin inmutarme siquiera, y siempre la había dejado donde estaba, para que se fuera formando una fina capa de polvo alrededor de sus cantos. Sin embargo, hoy ha habido algo que ha hecho que me fije en ella, no sé el qué… Quizá la forma en la que descansaba ahí, en la misma estantería en la que llevaba tres años sin que nadie la tocara.

Hoy juraría que tenía pinta de…

De traer suerte.

Me estremezco cuando esa palabra reaparece en mi mente, seguida de cerca por un par de ojos azules y una melena larga y castaña. La suerte era cosa de mi madre, no mía, pero, de todos modos, me meto la mano en el bolsillo y acaricio el suave metal hasta encontrar con la uña del pulgar una pequeña muesca en el borde, justo encima de la cabeza de George Washington.

—Verás qué divertido —me susurra mi padre, que está delante de mí en la cola para comprar los cartones. Se vuelve para dedicarme una sonrisa deslumbrante, una sonrisa que finge que no hemos pasado los tres años previos a la noche de hoy evitando cualquier cosa que nos recuerde a ella.

Resoplo.

—«Divertido» es la última palabra que se me pasa por la cabeza —respondo también en susurros mientras echo un vistazo a la habitación y contemplo el circo que se ha montado a nuestro alrededor, que no es otro que el bingo mensual para recaudar fondos que organiza el distrito escolar de Huckabee. Aunque ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vine, casi todo sigue igual. Mi mirada se desliza desde las dos viejecitas que luchan cuerpo a cuerpo por un sitio de lujo al lado del locutor hasta Tyler Poland y su colección de rocas, ordenadas cuidadosamente por tamaño encima de sus cinco codiciados cartones de bingo.

«Caótico», quizá. «Caótico» sería la palabra adecuada.

Pero ni este caos protagonizado por ancianos que luchan a brazo partido y preciadas colecciones de rocas puede distraerme de la inquietud que siento por volver a estar aquí, y no solo por lo que este lugar significaba para mi madre y para mí.

Para alguien que hace tres semanas se las arregló para hacer saltar por los aires su vida social en el baile de fin de curso no existe un lugar peor sobre la faz de la tierra. Por desgracia, la completa destrucción de dicha vida social implica, a su vez, que no había absolutamente ninguna excusa que pudiera poner para librarme de venir.

Y no puedo hablar con mi padre sobre lo que ha ocurrido, ni casi sobre nada más, en realidad, así que aquí estoy, paseándome con mi letra escarlata. Mientras tanto, mi padre está tan pancho y vive la velada como un pequeño reencuentro del instituto, porque esta noche es cuando su mejor amigo, Johnny Carter, ha vuelto al pueblo después de haber vivido casi veinte años fuera. Muy oportuno.

Y digo oportuno porque, si quieres volver a sumergirte en las profundidades de la alta sociedad de Huckabee, esta es la forma más espectacular de hacerlo. Al fin y al cabo, es probable que la mitad de las personas con las que se graduaron estén sentadas en esta misma sala.

Una vez al mes, la sala de la escuela primaria que hace las veces de cafetería y auditorio se convierte en una especie de casting grupal para una producción de la Pennsylvania rural que sea una mezcla entre un programa de lucha libre y un reality show de gente con adicciones extrañas. ¿No me crees? Cuando estaba en quinto de primaria, la señorita Long, la profesora de guardería más dulce y angelical que te puedas echar a la cara, le pegó un tortazo a Sue Patterson en los morros porque pensó que no cantaba los números de la columna B a propósito.

Y lo más increíble de todo es que tenía razón.

—Voy a por cartones para Johnny y Blake —dice mi padre mientras se saca la cartera del bolsillo, decidido a ignorar mi escepticismo—. Ya sabes lo que cuesta encontrar aparcamiento.

Se comporta como si yo hubiera venido por última vez la semana pasada en lugar de hace tres años.

Me encojo de hombros tan despreocupadamente como puedo y lo observo mientras compra tres cartones al señor Nelson, el bigotudo director del colegio y la única persona que durante los últimos diez años ha sido considerada lo bastante digna de confianza para repartir los cartones de bingo sin levantar sospechas. Antes de que le dieran el visto bueno, se sucedieron una serie de juntas municipales y seis meses de exhaustivos debates.

—¡Emily! Cómo me alegro de verte por aquí —me saluda el señor Nelson con un brillo de empatía en los ojos que conozco muy bien. Me estremezco porque «cómo me alegro de verte por aquí» se puede traducir automáticamente como «no te veíamos por aquí desde que murió tu madre» o alguna variación de la misma frase. Empieza a rebuscar entre el gigantesco montón de cartones de bingo, saca uno pequeño y gastado y me lo tiende—. ¿Quieres el cartón de tu madre y tuyo? ¡El nú­mero 505! ¡Todavía me acuerdo!

Me estremezco un poco al recorrer con la mirada la vieja arruga que hay en el centro del cartón hasta llegar a la mancha roja de la esquina superior derecha, donde se me cayó un poco de zumo cuando tenía seis años. Los momentos como este son los que más odio, esos en los que crees que ya lo tienes superado y algo tan simple como un cartón de bingo hace que te duela hasta el tuétano de los huesos.

El número 505.

Cuando nací, el quinto día del quinto mes, el cerebro supersticioso de mamá se encendió como un árbol de Navidad. Juró y perjuró que el cinco era nuestro número de la suerte. Así pues, el cinco se entremezcló con cada aspecto de nuestras vidas, desde el número de veces que tenía que frotarme detrás de las orejas al número que llevaba en la camiseta la primavera que intenté entrar en el equipo infantil de béisbol o el otoño que lo intenté en el de fútbol, sin olvidar las monedas de la suerte de veinticinco centavos que me deslizaba en la palma de la mano mientras susurraba que eran «superespeciales» porque veinticinco eran cinco al cuadrado.

Monedas de la suerte superespeciales que un día acumularían polvo en una estantería. Hasta esta noche.

Sin embargo, lo miro y niego con la cabeza.

—No, gracias.

Se hace un silencio largo e incómodo. Mi padre me mira de reojo, saca otro billete arrugado de cinco dólares de la cartera y se lo da al señor Nelson.

—Ya me lo quedo yo, Bill. Gracias.

—No deberías haber hecho eso —mascullo mientras nos alejamos y el señor Nelson me dirige una mirada aún más empática.

—Solo es un cartón de bingo, Em —me contesta mientras sorteamos mesas hasta llegar a una vacía. Nos sentamos el uno enfrente del otro—. Si tú no lo quieres, que se lo quede Blake. —Sin embargo, baja la vista hacia los cartones para evitar mi mirada.

Como si no fuese todo lo bastante incómodo, hoy viene Blake, la hija de Johnny. Todavía no sé cómo sentirme al respecto. Nos llevábamos muy bien cuando éramos niñas, pero no la veo desde las Navidades de hace diez años, cuando estuvimos a punto de prenderle fuego a mi casa por ponerle una trampa a Papá Noel, suceso que no es exactamente buen material para romper el hielo teniendo en cuenta que estamos a punto de empezar el último curso del instituto y ya no somos niÃ

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