Lo que Borges enseñó a Cervantes

Darío Villanueva
César Domínguez
Haun Saussy

Fragmento

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adorno

PREFACIO

 

 

 

Cuando uno entra en contacto por primera vez con la literatura comparada, en los estudios de grado o posgrado (si no más tarde), tras un largo periodo previo de «lector común» en la propia lengua materna, y de otro tipo de entrenamientos literarios, es bastante acertado decir que para mucha gente la literatura comparada se presenta como un descubrimiento conmovedor, que puede llegar a determinar un cambio en la dirección de sus carreras académicas. A menudo, este cambio tiene lugar, de acuerdo con la organización actual del currículo universitario, mientras se es estudiante. El entusiasmo de este descubrimiento responde a dos hechos. En primer lugar, uno se percata de que existe un mundo más allá de los límites de la literatura «nacional» que compone el grueso de lecturas obligatorias durante las escuelas primaria y secundaria. Y en segundo lugar, uno se da cuenta de que ese entusiasmo por la literatura comparada tiene mucho que ver con que se trata de otra forma de lectura —ni mejor, ni peor, simplemente diferente— que guarda asombrosas similitudes con la forma en que uno lee por diversión. En otras palabras, la literatura comparada ampara científicamente algunas de las intuiciones que tenemos como lectores comunes.

Un ejemplo literario puede contribuir a ilustrar bastante bien este punto. En la novela de David Lodge de 1984, El mundo es un pañuelo, el joven académico irlandés Persse McGarrigle afirma que su tesis de maestría trata «sobre la influencia de T. S. Eliot en Shakespeare», a lo que el profesor Dempsey responde «con una fuerte carcajada», «Eso suena muy irlandés, si me permite decirlo» (Lodge, p. 51). La reacción burlona de Dempsey se debe al hecho de que uno esperaría un estudio sobre la influencia contraria —la de Shakespeare sobre T. S. Eliot— dado que un escritor del siglo XX no puede influir en uno que falleció en el siglo XVII. ¿O sí puede?

 

«Bueno, lo que trato de demostrar», dijo Persse, «es que no podemos evitar leer a Shakespeare a través del prisma poético de T. S. Eliot. Quiero decir, ¿quién puede leer hoy día Hamlet sin acordarse de Prufrock? ¿Quién puede escuchar los monólogos de Fernando en La tempestad sin recordar «El sermón de fuego» de La tierra baldía?

(Lodge, p. 52)

 

Mientras que el enfoque de Dempsey se basa en el autor, refiriéndose a que la influencia pasa del escritor actual A al escritor futuro B, el enfoque de McGarrigle se centra en el lector, lo que significa que su experiencia puede moverse en todas las direcciones, incluso en las que son ajenas al proceso creativo. Nuestra mente no puede acercarse a las obras literarias, así como otros artefactos artísticos, como si fuera una tabula rasa; no puede borrar todo el conocimiento, ni los sucesos que tuvieron lugar después de que la obra literaria fuera escrita. Tanto el conocimiento como los sucesos determinarán nuestra lectura, y por lo tanto no podemos leer la obra tal y como fue escrita por el autor, pero tampoco podemos leerla como fue leída por sus lectores más inmediatos. El lector de este libro puede considerar que esto supone una pérdida. Y lo es. Pero también es una ganancia. Ninguno de los dos enfoques —el basado en el autor y el basado en el lector— es mejor o peor en sí mismo, pero uno puede ser más apropiado que el otro para un fin de investigación específico. Lo que es innegable, sin embargo, es que el trabajo de investigación basado en el enfoque del lector replica la experiencia del lector común.

El ejemplo de McGarrigle sobre la influencia de Eliot en Shakespeare puede multiplicarse fácilmente. Como los escritos de Jorge Luis Borges son conocidos por ser un reino de paradojas, es comprensible que esa «paradoja de influencias» también llamara su atención. En su cuento/ensayo de 1951, Kafka y sus precursores, Borges argumenta que las obras de Kafka nos ayudan a entender obras de escritores anteriores, hasta el punto de que algunas de estas obras no existirían sin Kafka: «si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema “Fears and Scruples” de Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos» (Borges, tomo 2, p. 89). Tanto el ejemplo de Lodge como el de Borges tratan de la influencia de un «futuro» trabajo literario (desde el punto de vista del escritor) sobre una obra literaria pasada. Permitámonos reemplazar la influencia —un concepto técnico en los estudios literarios cuyo significado es discutible, como mostrará este libro— por reescritura, en sentido metafórico (cuando leemos a Shakespeare/Browning los reescribimos a través de Eliot/Kafka) y en sentido literal. Borges también imaginó esta paradoja literal en su escrito de 1939, «Pierre Menard, autor del Quijote». El (imaginario) escritor francés de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, Pierre Menard, aspira a escribir de nuevo Don Quijote, tal y como fue escrito por Cervantes en el siglo XVII. Aunque el Quijote de Menard es una réplica exacta del Quijote de Cervantes —línea por línea, palabra por palabra— no es el Quijote de Cervantes por muchos motivos. Basta con mencionar aquí uno solo. «También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época» (Borges, tomo 1, p. 449).

Como lectores comunes, nuestra experiencia lectora está determinada de manera similar a la de Menard. Puede que muchos lectores de este libro no hayan leído nunca el Inferno de Dante, pero muchos habrán jugado al videojuego de acción y aventura El infierno de Dante (nótese cómo el título informa a sus usuarios que el videojuego se basa fielmente en la obra de Dante). Otros no habrán leído ninguna de las novelas de Jane Austen, pero conocen bien sus tramas y personajes gracias a películas basadas en ellas. Y la mayoría de lectores disfrutan leyendo obras literarias que no fueron escritas en el idioma que están leyendo, es decir, están leyendo una traducción (otro tipo de reescritura), y este hecho a menudo pasa desapercibido. Leemos un libro porque algo atrae nuestra atención (tema, argumento, personajes, etcétera) o porque alguien nos lo ha recomendado, y lo leemos en el idioma en que nos sentimos cómodos —que sea nuestro primer o segundo idioma, no importa—. Y los escritores —al menos los buenos escritores— son lectores comunes compulsivos y, por lo tanto, estos tipos de reescrituras impregnan también la textura de sus propias obras.

El lector habrá notado que hemos utilizado varias veces la expresión «lector común». El lector común es el título de dos colecciones de ensayos de Virginia Woolf. A su vez, Woolf tomó este concepto de Samuel Johnson, quien en Vida de Gray escribe que se alegra de «estar de acuerdo con el lector común; todos los honores poéticos se deben decidir por el sentido común de los lectores, no corrompido por los prejuicios literarios, tras todo el refinamiento de la sutileza y del dogmatismo del aprendizaje» (citado en Woolf, p. 1). Si bien la opinión que sostiene Woolf sobre el lector común es algo elitista —«está peor educado y no ha sido tan generosamente dotado por la naturaleza»—, su caracterización del lector común concuerda bastante bien con nuestro punto de vista: el lector común es alguien «que lee por puro placer, y no para impartir conocimientos o corregir las opiniones ajenas. Está, por encima de todo, guiado por el instinto de crear para sí mismo un todo, a partir de aquellos enseres con los que se va topando» (p. 1).

En resumen, el lector común intenta dar sentido a lo que lee, creando «una especie de todo», que se compone de la fabricación de palabras entretejidas en una enciclopedia mental. Es en esa enciclopedia mental donde se hacen las conexiones entre obras literarias, consistiendo la mayoría de estas conexiones en comparaciones entre idiomas, espacio, tiempo, culturas, arte o discursos. Comparando construimos sentido, porque la comparación es una operación cognitiva, y una conexión entre al menos dos elementos transforma ambos elementos. Por lo tanto, una comparación literaria consiste en leer una obra a través de otras obras, y leer esas otras obras a través de la obra en cuestión.

El lector de este libro puede tener ya algunas ideas a priori sobre lo que implica la literatura comparada. Una definición estándar dice que la literatura comparada consiste en comparar obras en diferentes idiomas. Si esto es así, ¿cuál es la relevancia de algunos de los ejemplos anteriormente mencionados? En el ejemplo de Lodge se comparaban dos autores que escriben en inglés —Shakespeare y Eliot—. Asimismo, el narrador de «Pierre Menard» compara «dos» obras escritas en español, una del siglo XVII y su réplica del siglo XX. En otros casos se compara una obra literaria con su adaptación a videojuego o película. Solo en el caso del ejemplo de Borges sobre Browning y Kafka estamos ante una comparación entre idiomas, siempre que el lector no lea a Browning en el idioma original y a Kafka en la traducción al inglés, o a Kafka en el original y a Browning en la traducción alemana. Por tanto, si nos atenemos a esta definición convencional de literatura comparada como comparación de obras en diferentes idiomas, entonces solo el ejemplo Browning/Kafka podría ser calificado como comparación.

La cuestión de cruzar las fronteras lingüísticas estaba implícita en las primeras nociones de la disciplina, ya que se puso el acento en el hecho de que la literatura comparada consistía en el estudio de «las relaciones entre diferentes literaturas» (Texte, p. 253; énfasis añadido), donde «relaciones» se entendía como «influencias», y «diferentes» como «en lenguas distintas». De hecho, esta definición fue incluida en la primera clase de un seminario impartido por Joseph Texte en la Universidad de Dijon, titulado «L’Influence des littératures germaniques sur la littérature française depuis la Renaissance» (La influencia de las literaturas germánicas en la literatura francesa después del Renacimiento), a principios de la década de 1890. Y sin embargo, esta definición también puede incluir comparaciones entre obras en un único idioma (Eliot/Shakespeare y el Quijote de Cervantes/Quijote de Menard encajarían aquí). Porque es a partir de esta noción tan de sentido común —las fronteras lingüísticas— que la literatura comparada plantea sus retos. Si la comparación consiste en leer a través de las fronteras lingüísticas, ¿qué cuenta como lenguaje? ¿Son el español o el inglés del siglo XX idiomas distintos al español o el inglés del siglo XVII? ¿Es la literatura argentina un «todo» literario distinto de otros todos literarios que también emplean el español? ¿T. S. Eliot es un escritor americano o británico? ¿No son también el cine, la pintura, la ópera, los cómics, etcétera, tipos de lenguaje? ¿No podríamos considerar que comparar una novela y una película es leer a través de fronteras lingüísticas?

Cualesquiera que sean las respuestas a esta serie de preguntas, la verdad es que la literatura comparada comprimió más y más su definición inicial con el fin de hacerse un lugar entre otras disciplinas literarias. En 1931, unos cincuenta años después de la definición de Texte, Paul Van Tieghem definió la literatura comparada —en el manual más influyente de la disciplina— como «el estudio de las obras literarias de diferentes literaturas a través de sus mutuas relaciones» (Van Tieghem, p. 5); una definición en que el concepto de influencia se entendía como rapport de fait (relación factual), lo que significa, no solo que las influencias se dan entre dos obras (comparación binaria), sino también que una influencia adecuada exige que el escritor de la «obra B» haya leído la «obra A» (en otro idioma), y la haya integrado en su propia obra. Esta integración la hace visible el comparatista mediante su análisis. Merece la pena mencionar que Van Tieghem admitió que muchos escritores no leían la «obra A» en su lengua original, sino en una traducción, la «leían» a través de las alusiones que incluían otras obras, o en resúmenes de diarios, por mencionar tres tipos de mediación. Esto implica una admisión implícita del escritor como «lector común» y, por tanto, una visión de la literatura comparada como un tipo de réplica científica de la experiencia del lector común. Aunque este asunto no ha sido nunca planteado como definitorio de la literatura comparada, se conserva como concepción habitual de la disciplina. Esto se explicará en mayor profundidad más adelante.

Pero volvamos a las restricciones. A finales de los años cincuenta, algunos comparatistas vivieron el largo periodo de acumulación de conexiones binarias, factuales, como una atmósfera asfixiante que había llevado la disciplina a un callejón sin salida o, como se llamó entonces, a una «crisis». En 1958, René Wellek, un académico checo exiliado, formado en la tradición filológica centroeuropea, activo entre los lingüistas de la Escuela de Praga y fundador del Departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Yale, presentó una ponencia titulada «La crisis de la literatura comparada» en la segunda conferencia de la Asociación Internacional de Literatura Comparada. Ese mismo año, el profesor francés René Étiemble, promotor de lenguas y culturas de Oriente Medio y Asia, publicó un ensayo titulado «Littérature comparée ou comparaison n’est pas raison» (Hygiène, pp. 154-173), que sería el prólogo a otro diagnóstico de la crisis de la literatura comparada, su Comparaison n’est pas raison. La crise de la littérature comparée (La comparación no es razón. La crisis de la literatura comparada) (1963). Los efectos del diagnóstico de Wellek fueron inmediatos, y su obra ha sido directa o indirectamente discutida por comparatistas durante la segunda mitad de siglo XX, mientras que la obra de Étiemble tuvo una influencia tardía e inferior.

Para Wellek, la literatura comparada sufría una importante crisis porque ni su objeto de estudio (las influencias entre literaturas) ni su método (la comparación) eran específicos de la disciplina. De hecho, Wellek argüía que no había diferencia alguna entre estudiar cómo un escritor influye a otro dentro una misma literatura, y estudiar el mismo proceso entre literaturas distintas. Otro exiliado europeo, el judío alemán Henry H. H. Remak, profesor en la Universidad de Indiana, afrontó la crisis de la disciplina ofreciendo una «nueva» definición, que se ha hecho estándar. En su versión corta, dice lo siguiente: la literatura comparada es «la comparación de una literatura con otra u otras, y la comparación de la literatura con otras esferas de la expresión humana» («La Literatura Comparada», p. 89). Pero, como es evidente, esta nueva definición no aborda ninguno de los dos problemas —objeto y método— sino que expande el campo, desde lo interliterario (la comparación tradicional entre distintas literaturas) a lo interartístico (la comparación de la literatura con otras artes) y a lo interdiscursivo (la comparación de la literatura con otros discursos).

Aunque esta nueva definición es generalmente aceptada, se demostró incapaz de resolver la crisis, hasta el punto de que en los últimos veinte años muchos comparatistas conocidos (por ejemplo, Susan Bassnett en 1993 y Gayatri Chakravorty Spivak en 2003) han afirmado que la disciplina ha muerto. El tono de estas afirmaciones es evidentemente provocativo. Lo que se pretende enfatizar es que determinadas formas de practicar la literatura comparada ya no son válidas. Para algunos académicos, como Bassnett, esta invalidez está relacionada con el método (una de las cuestiones señaladas por Wellek) y su solución consiste en diluir la literatura comparada en otras disciplinas (en el caso de Bassnett, en los estudios de traducción). Para otros, como Spivak, el problema está en el objeto típicamente eurocéntrico de la disciplina (la literatura comparada en cuanto comparación de obras de cinco o seis literaturas europeas «mayores» —un asunto abordado por Étiemble—). Las soluciones de ambas consisten en aprender otras lenguas (no de Europa Occidental) y en fusionar la literatura comparada con otros campos (los estudios de área, en el caso de Spivak).

Ahora que han pasado diez o veinte años desde que se expidieron estos certificados de defunción, el lector puede pensar que los autores de esta obra son perversos necrófilos con intención de contagiar a sus lectores la atracción hacia el cadáver de la literatura comparada. En cierto sentido, es verdad, pues queremos contagiar al lector nuestro entusiasmo por la literatura comparada. Pero en un sentido más amplio, no lo es, pues nosotros, como muchos académicos y estudiantes a lo largo del mundo, no pensamos que la literatura comparada sea una disciplina muerta o moribunda. El hecho mismo de que usted lea este libro apoya nuestro punto de vista. Puede que esté leyendo este libro porque está cursando un seminario de literatura comparada a nivel de grado o posgrado. O puede que haya oído hablar de la literatura comparada y quiera saber lo que es. Si esto es así, este libro cumplirá sus objetivos, siempre que acierte a infectarle con el entusiasmo que alienta la literatura comparada, lo que significaría que, tras leer este manual, estaría dispuesto a leer más libros sobre la disciplina.

Para nosotros, el entusiasmo es la combinación de al menos tres factores: la experiencia del lector común, el interés acerca de la diversidad humana y la atracción hacia el riesgo y las crisis. En efecto, la literatura comparada es la réplica, bajo condiciones metodológicas estrictas, de la experiencia del lector común. Es decir, una experiencia lectora que atraviesa todo tipo de fronteras (temporales, espaciales, lingüísticas, culturales, etcétera) para construir significado, lo que en gran medida depende de las comparaciones con otros artefactos, literario-artísticos o no.

Respecto a la diversidad humana, ¿existe mayor demostración de la creatividad del ser humano que el número de lenguas que han existido, existen y existirán? Con un material tan frágil y limitado en número como los sonidos, los seres humanos han creado cientos de lenguas para la comunicación, y no satisfechos con eso, han reservado parte de su interacción lingüística para llevar a cabo más experimentos con el lenguaje. En buena medida, esto es a lo que hoy llamamos literatura, así que uno puede decir que la literatura es un metalenguaje, un lenguaje que reflexiona sobre la creatividad del lenguaje. Al igual que no hay grupo humano privado de lenguaje, no existe grupo humano privado de literatura, en el sentido que damos hoy a la palabra. De hecho, los semióticos han discutido que las lenguas son posibles precisamente porque una parte de ellas se reserva para la experimentación metalingüística antes mencionada. No hay literatura sin lenguaje; pero también es cierto que no hay lenguaje sin literatura, es decir, creatividad verbal y reflexión sobre la comunicación. Dicen los semióticos y lingüistas que otro requisito para la existencia de las lenguas es el contacto, o sea que las lenguas evolucionan gracias al contacto con otras lenguas. Y dicho contacto se produce cuando los hablantes mezclan lenguas, algunos hablantes alcanzan la competencia en varios idiomas, y algunos hablantes (traductores) se especializan en mediar entre las comunidades lingüísticas. No hay lengua que exista en un vacío lingüístico o semiótico. Y esto es igualmente cierto respecto a las literaturas. Las literaturas entran en contacto con otras literaturas, bien porque algunos de sus lectores las han puesto en contacto (un lector bi- o pluri-literario, el equivalente a un hablante bilingüe o plurilingüe), o porque algún mediador ha estimulado deliberadamente estos contactos (traductores literarios, por ejemplo). Lo que promovió el surgimiento de la literatura comparada como campo de investigación independiente a comienzos del siglo XIX fue una conciencia clara sobre la influencia que tenían unas literaturas sobre otras. Sin duda, las condiciones de la emergencia de la disciplina estaban sesgadas culturalmente (la comparación se restringía a literaturas en algunas lenguas europeas), y también nacionalmente (las comparaciones normalmente buscaban refrendar el papel privilegiado de algunos países, debido a su masiva exportación literaria). Pero el entusiasmo sobre la diversidad humana no debería ser una postura ingenua. Como la biodiversidad, los ecosistemas lingüísticos también están en peligro. Según Peter K. Austin y Julia Sallabank, «existen unas siete mil lenguas habladas en el mundo; y [...] al menos la mitad de ellas puede dejar de existir tras pocas generaciones, ya que los niños no las aprenden como primer idioma» (p. 1). Así que es irónico que, mientras que algunos académicos afirman que la literatura comparada está muerta, las lenguas —el material del que se compone el objeto de estudio de la literatura comparada— se están extinguiendo a ritmo alarmante y, por tanto, la disciplina puede encontrarse convertida en una especie de arqueología comparada.

Por último, coincidimos con Wellek y Étiemble en que la literatura comparada está en un estado de crisis, aunque por razones distintas a las suyas. De hecho, uno puede decir que la crisis, tal y como la diagnosticaron, ha sido superada más de cincuenta años después. La exploración de nuevas y excitantes direcciones, particularmente los estudios Este-Oeste, ha moderado el eurocentrismo de la disciplina y ha respondido a la crítica de Étiemble. Además, el «nuevo paradigma» de los años ochenta hizo posible una colaboración fructífera entre la literatura comparada y la teoría literaria que resultó en una mejora destacada de su metodología, en respuesta a la crítica de Wellek. Nuestra percepción de la literatura comparada como disciplina en crisis se aproxima más a la de Charles Bernheimer, cuando dice, «la literatura comparada es ansiogénica» («Anxieties», p. 1). Para nosotros, la crisis de la literatura comparada no es un aspecto positivo ni negativo, simplemente el resultado de su desarrollo dentro de una inseguridad ontológica, que se debe a su objeto de estudio. La literatura comparada es la única disciplina dentro de los estudios literarios que reconoce, como objeto de investigación, la literatura sin fronteras (en cierto sentido, la Weltliteratur de Goethe). Por una parte, mientras que la historia y crítica literarias tradicionalmente operan dentro de las fronteras nacional-lingüísticas y, por otra, la teoría literaria, a pesar de sus objetivos universales, es marcadamente eurocéntrica y monolingüe, la literatura comparada se propone estudiar la literatura mundial. De esta manera, compartimos la visión de Claudio Guillén respecto a la función del comparatista como proyecto:

 

el comparatista actual ha descubierto que el objeto mismo de sus investigaciones puede o debe surgir, como un recién nacido, de su propia experiencia, su iniciativa y su imaginación. A él le toca delimitar un campo de estudio, entre las muchas virtualidades que ofrece la inmensidad de la literatura. [...] Al empezar, [...] el comparatista ya no puede contar sencillamente con unas realidades dadas y visiblemente delimitadas. El objeto de su trabajo, como su definición o su deslinde, resulta ser un proyecto.

(Entre el saber y el conocer, p. 103)

 

La naturaleza problemática de la literatura comparada —desde la perspectiva ontológica (¿Qué es la literatura mundial?) y desde la epistémica (¿Es cognoscible la literatura mundial?), coloca a la disciplina en una posición crítica, constantemente confrontando nuevos problemas— refleja la naturaleza problemática de su metodología. Existen dos visiones opuestas a este respecto. Para algunos académicos, la comparación se acepta directamente qua método. Para otros, como Benedetto Croce o Wellek, en tanto que el método de comparación es compartido por varias disciplinas, no basta para delimitar una disciplina diferente. Nuestra visión es distinta, en tanto que consideramos que la comparación debería ser enfocada desde tres perspectivas diferentes —predisciplinaria, disciplinaria y transdisciplinaria—. Por «perspectiva predisciplinaria» nos referimos al hecho de que la comparación es una operación mental que consiste en establecer una correlación intelectual de analogía entre dos (o más) elementos, donde se investiguen las diferencias y las similitudes. La comparación es un acto lógico-formal, una relación dialéctica entre un modo de pensar diferenciador (inducción) y una actitud totalizante que busca lo que es constante (deducción). Implica una manera de relacionarse con el Otro, lo que Guy Jucquois (Le comparatisme) ha llamado décentration (descentración), un cuestionamiento de las certezas y una suspensión de la seguridad. Con «perspectiva disciplinaria» nos referimos a que este método prevalece en algunas disciplinas, como en la literatura comparada, la lingüística comparada, la religión comparada, la filosofía comparada, la anatomía comparada, el derecho comparado, etcétera. Y mediante el término «perspectiva trans-disciplinaria» argüimos que una trans-exploración de problemas compartidos por estas disciplinas sería extremadamente provechosa cuando se refiere a abordar problemas metodológicos y a fomentar la colaboración interdisciplinaria.

A pesar del frecuente descargo de responsabilidad («lo que hacemos no es verdaderamente comparar»), nuestro trabajo en este volumen nos ha convencido de que el acto de comparar es fundamental para la investigación literaria internacional. La comparación —no como fin, sino como medio de descubrimiento— nos permite revelar relaciones, diferencias, causas ocultas, cuestiones antes no planteadas. Y cuanto más amplio sea el campo de elementos vinculados por la comparación, más ricos serán los resultados.

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