PRÓLOGO
Me eduqué como físico teórico, disciplina que practiqué durante algunos años, hasta que la historia de la ciencia me ganó para ella. Como antiguo físico, mi atención se dirigió inicialmente hacia la historia de la ciencia (de la física en especial) más universal, en la que España no ocupaba un buen lugar, salvo por alguna excepción —Santiago Ramón y Cajal por encima de cualquier otro—. Las teorías especial y general de la relatividad y la biografía de su creador, Albert Einstein; la compleja historia de la física cuántica y, más tarde, las relaciones entre el poder (político, económico y militar) y la ciencia durante los siglos XIX y XX fueron los temas a los que dediqué más esfuerzos. No pensé entonces, en aquellos primeros años, que la historia de la ciencia española me ocuparía tanto tiempo y dedicación como ha terminado llevándome, siempre, eso sí, sin abandonar mis intereses más, digamos, «universales».
Con alguna salvedad, los temas a los que me he dedicado en el dominio de la historia de la ciencia en España han versado sobre lo que sucedió en los siglos XIX y XX en la física y la matemática; he escrito biografías de José Echegaray, Santiago Ramón y Cajal, Esteban Terradas y Miguel Catalán, y me he ocupado de las grandes instituciones que se crearon en esas centurias (algunas aún existen): la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el Instituto Nacional de Técnica Aeronáutica (Aeroespacial, más tarde) y la Junta de Energía Nuclear. En 1999, antes de haber realizado alguno de esos estudios, asumí la tarea de ofrecer una visión general de lo que había sucedido en la ciencia española en esos dos siglos, siendo el resultado mi libro Cincel, martillo y piedra. Historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX) (Sánchez Ron, 1999).
Desde entonces, he continuado escribiendo sobre la historia de la ciencia española, y aprendiendo al tiempo de los muchos y buenos trabajos publicados en este campo. (Como Goya en su dibujo del Álbum de Burdeos, puedo decir: «Aún aprendo».) Y así decidí que era el momento de intentar escribir una historia de la ciencia que se ha hecho en España sin la limitación temporal de mi Cincel, martillo y piedra, cuyos contenidos se ven ahora, en los capítulos correspondientes, ampliamente renovados y mejorados.[1] El resultado es este libro, El país de los sueños perdidos. Historia de la ciencia en España.
La primera pregunta a la que debo responder es la de por qué el título de El país de los sueños perdidos. A lo largo de las páginas que siguen se comprobará que la ciencia, entendida como un sueño al que merecía la pena dedicarse, bien por su valor intrínseco, como el mejor instrumento de que disponemos para entender todo lo que nos rodea en la naturaleza, entidades —entre ellas, nosotros mismos— y fenómenos, o bien por su innegable utilidad para facilitarnos la vida, ha sido una meta valorada y perseguida por algunos españoles de ayer y de hoy. Y que sus deseos y esperanzas se vieron frustrados a la postre, aunque vivieran momentos de esperanza. Comprobaron, ellos o los que llegaron después, que sus sueños se habían perdido. Que despertaban en un mundo, una España, que no era la que ellos habían deseado. No son pocos, sino demasiados, los lamentos que en este sentido aparecen citados en las páginas que siguen. Lamentos que todavía hoy resuenan familiares en nuestros oídos, lacerando nuestras almas. «Ojalá que lleguen pronto los tiempos del trabajo alegre y de la alegría trabajadora», clamó José Echegaray en 1910 al contestar en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales al discurso del físico Blas Cabrera como nuevo académico. Se refería, claro está, al trabajo científico. Hoy la situación de la investigación científica en España es mucho mejor que la de entonces, pero todavía está sumida en demasiadas trabas y desatenciones, que permiten renovar el grito de aquel polifacético ingeniero de Caminos reconvertido en famoso dramaturgo, el mejor matemático español del siglo XIX, que lo que verdaderamente deseaba era poder dedicarse a la ciencia que amaba, la matemática.
Sobre el contenido de este libro, debo alertar que no he pretendido en él que aparezcan todos aquellos que, de alguna manera, han participado en la historia de la ciencia en España, una empresa que habría sido, en cualquier caso, un deseo vano, imposible de cumplir.[2] No soy, ni he intentado nunca ser, un «historiador-entomólogo», entendiendo por esta denominación un historiador que busca con afán hasta el último detalle o personaje, por minúsculos que estos sean. Sé bien que la historia no debe marginar a los personajes (supuestamente) «menores», a científicos cuya huella desapareció tan pronto como dejaron sus investigaciones, o incluso antes. Y debe prestar atención no solo a aquellos que hicieron de la ciencia su principal menester en la vida, sino, como bien nos enseñó la escuela de los Annales, a otros mucho más «secundarios», ejemplificados por Carlo Ginzburg en su libro Il formaggio e i vermi. Il cosmo di un mugnaio del ‘500 (El queso y los gusanos. El cosmos de un molinero del siglo XVI; 1976), en el que reconstruyó la vida de uno de los personajes más aparentemente «anónimos» —fantasmas evanescentes para la historia tradicional—, el molinero Domenico Scandella. Conocemos, por ejemplo, mucho de la vida de Santiago Ramón y Cajal, pero ¿qué sabemos del alimañero que en Madrid le surtía, como él mismo recordó en su Historia de mi labor científica, de «culebras, lagartos, mochuelos, cornejas, lechuzas, gallipatos, salamandras, pecas, truchas, etc., vivos», con los que pudo avanzar en sus investigaciones? La historia, en definitiva, no puede comprenderse en su totalidad si junto a los grandes personajes o instituciones, a los reyes todopoderosos, políticos influyentes, guerreros o aventureros, a los gigantes del pensamiento, a las sociedades en las que se reunían los mejores intelectos de la época o a los reinos en los que podía llegar a no ponerse el sol, no se incluye también a esos humildes artesanos y técnicos que hicieron posible —o sufrieron— la existencia de estos: soldados, mendigos, amanuenses, impresores, fabricantes de queso, administrativos o albañiles, a los que en la ciencia hay que incluir específicamente otros como pueden ser fabricantes de instrumentos, ayudantes de laboratorio o pulidores de lentes. Pero si yo hubiera pretendido acercarme tan solo a esa meta, entonces este libro sería una historia interminable.
Tal vez sorprenda —o moleste— a algunos lectores las, en ocasiones, largas citas que he incluido. Ha sido una decisión consciente, motivada por mi deseo de recuperar voces con frecuencia perdidas salvo por el recuerdo que puede ofrecer la historia, de dejar constancia de las palabras, de los escritos, de algunos de los protagonistas de mi reconstrucción. Y algo parecido explica las numerosas citas de historiadores cuyos estudios he utilizado.
Una historia de la ciencia, del país o de la comunidad que sea no puede considerarse completa si no incluye una disciplina que es ciencia, pero también técnica y «arte» (la que se deriva de la relación médico-enfermo), esto es, la medicina. Y tampoco si no recoge la técnica-tecnología. Dada la extensión de este libro, debería ser evidente que no hubiera sido posible hacer justicia en él a estos dos universos, cognitivos y prácticos al mismo tiempo. Aparecen, por supuesto, aunque únicamente cuando no era posible prescindir de ellos para entender la historia que he pretendido narrar, salvo, tal vez, en el caso de Santiago Ramón y Cajal, pero ¿cómo prescindir de la luz más brillante que ha iluminado las esperanzas de un futuro científico mejor para España?
Durante mucho tiempo cada vez más lejano, espero, la denominada «polémica de la ciencia española» ocupó la atención y los esfuerzos de numerosos eruditos y científicos nacionales a los que enfurecían las afirmaciones que hizo el enciclopedista francés Nicolas Masson de Morvilliers (1740-1789) en la entrada «Espagne» de la Encyclopédie méthodique. Afirmaciones como:
El español tiene aptitud para las ciencias, existen muchos libros y, sin embargo, quizá sea la nación más ignorante de Europa. ¿Qué se puede esperar de un pueblo que necesita permiso de un fraile para leer y pensar? [...] Hoy, Dinamarca, Suecia, Rusia, la misma Polonia, Alemania, Italia, Inglaterra y Francia, todos estos pueblos, enemigos, amigos, rivales, todos arden de una generosa emulación por el progreso de las ciencias y de las artes. Cada uno medita las conquistas que debe compartir con las demás naciones; cada uno de ellos, hasta aquí, han hecho algún descubrimiento útil, que ha recaído en beneficio de la humanidad. Pero ¿qué se debe a España? Desde hace dos siglos, desde hace cuatro, desde hace seis, ¿qué ha hecho España por Europa?[3]
Fecunda como pudo ser aquella polémica, no ha sido mi intención participar en ella. No he pretendido ser, ni hubiera sabido serlo, un Menéndez Pelayo redivivo (dicho sea esto con todo el respeto que la memoria y la obra de don Marcelino merecen). No me interesa defender ningún supuesto «honor patrio», ni buscar precursores nacionales ignorados. Lo que he pretendido en este libro es componer una visión general, pero amplia, de la historia de la ciencia española desde, básicamente, el siglo VII, cuando Isidoro de Sevilla escribió sus Etimologías, hasta la promulgación de la denominada «Ley de la Ciencia» en 1986. La principal conclusión que he extraído de esa pretendida «visión general» es que la historia de la ciencia en España se ajusta bastante bien a su historia sociopolítica, en la que abundaron acontecimientos de los que lo menos que puede decirse es que «perturbaban la normalidad»; estados o situaciones a los que necesariamente se acompasaban la vida y posibilidades de trabajo de quienes deseaban dedicarse a la ciencia. Tal vez, y aunque existieron excepciones, lo que se echa de menos en la historia científica española es la presencia de personas o grupos que se elevasen por encima de las circunstancias nacionales específicas. Todos los países con una historia tan dilatada como la de España han atravesado por situaciones muy variadas y difíciles, pero en algunos de ellos —como Inglaterra, Escocia, Francia o los länder de lo que luego sería Alemania— no escasearon quienes «miraron más allá» de lo cotidiano, individuos con la suficiente curiosidad o interés intelectual para dedicarse a intentar entender lo que existe en la naturaleza y las leyes que la rigen, sin otro fin que el de comprender; personas como las que se reunieron en Londres poco después de comenzar la segunda mitad del siglo XVII para hablar sobre temas de «filosofía natural», cónclaves de los que brotaría en 1660 la Royal Society. Ese tipo de cultura escaseó en España. Y, entre los que participaron de ella, pocas veces se encontraban los mejor situados cultural y económicamente: aristócratas o hidalgos, más preocupados por salvar su alma, su estilo de vida o su «honor» que por comprender aquello que les rodeaba.
Soy consciente de que lo que acabo de decir no puede considerarse una explicación general, una teoría completamente satisfactoria, que permita entender la historia de la ciencia en España. Me adhiero a lo que escribió en su autobiografía, Haciendo historia, el eminente hispanista John Elliott (2012: 212): «aunque era escéptico sobre las posibilidades de formular cualquier gran teoría, estaba ansioso por dejar espacio para el análisis, pero de tal forma que no obstruyera la fluidez del relato. Se trata de un reto al que se enfrentan todos los que cultivan la historia narrativa, pero inevitablemente se complica cuando hay que contar no una sola historia sino dos o más». Y yo he contado —o tratado de contar— en este libro muchas historias.
Por fin he llegado al final del largo empeño y camino que ha sido escribir este libro. Como cualquier autor, espero que sea de utilidad a algunos, pero siempre queda la duda que también expresó de manera magnífica John Elliott (2012: 112-113):
El reto al que se enfrenta cualquier historiador ambicioso es aprehender las características de una época de modo que las acciones y comportamientos humanos resulten comprensibles, combinando el análisis y la descripción sin perturbar la fluidez narrativa. Al final, como saben todos los buenos historiadores, siempre quedará un poso de decepción. Ninguna narrativa llega a ser enteramente exhaustiva, ninguna explicación total, y el equilibrio entre la descripción y el análisis es exasperantemente difícil de conseguir. Lo mejor que se puede esperar es una aproximación convincente de periodos, personas y acontecimientos pasados como permitan los testimonios conservados, una reconstrucción, además, que esté presentada de manera tan eficaz como para atraer y mantener el interés del lector.
1
EL PAÍS DE LAS TRES CULTURAS
El pasado es frágil, tan frágil como quebradizos los huesos con los años, tan frágil como los fantasmas que vemos en las ventanas o los sueños que se descomponen al despertar y no dejan atrás nada, aparte de una sensación de inquietud o angustia, o, menos a menudo, de una extraña satisfacción.
SIRI HUSTVEDT, Memories of the Future (2019)
Tiene razón Siri Hustvedt cuando afirma que «el pasado es frágil». Lo es, y esa fragilidad no es solo la que surge de un tiempo lejano que se sume en las brumas, sino también la que nace en el presente y nos induce a intentar entender ese pasado con las categorías y conceptos que estamos acostumbrados a utilizar. «The past is a foreign country» («El pasado es un país extraño») es la célebre frase que Leslie P. Hartley incluyó en su novela The Go-Between (1953). Menciono esto porque, si se retrocede mucho en el tiempo, el concepto «ciencia» no siempre se ajusta a lo que ahora entendemos por tal. Por esta razón dejaré de tratar en este capítulo —que cubre un periodo de tiempo mayor que el de cualquiera de los restantes— episodios, logros, que en el fondo no fueron ajenos a lo que con justicia pueden denominarse «conocimientos científicos», como, por ejemplo, la construcción del acueducto de Segovia. Tampoco indagaré en si los saberes surgidos en la antigua Grecia, el Imperio romano o la India (madre de, entre otros, conocimientos que se enquistaron en la matemática) encontraron algún camino para introducirse en Hispania. Con todas las simplificaciones que esto conlleva, iniciaré el largo camino que va a ser este libro con una obra enciclopédica que surgió en el sur de la península Ibérica, en Sevilla, durante el periodo visigodo.
LAS ETIMOLOGÍAS DE ISIDORO DE SEVILLA
En uno de sus libros, España. Tres milenios de historia, el maestro de historiadores Antonio Domínguez Ortiz (2000: 31-32) escribía:
La época visigótica es una especie de agujero negro en nuestro pasado por la escasez de información y la lentitud de los cambios; tuvo una duración aproximada de tres siglos, tanto como toda la Edad Moderna, pero si ésta ofrece información para llenar miles de volúmenes, todo lo que sabemos y podemos decir acerca del reino visigodo cabe en una docena; el arrasamiento causado por la invasión árabe se llevó por delante toda la documentación oficial. La privada debió ser muy poca; había tal escasez de soportes que se utilizaban láminas de pizarra para burilar toscamente unas palabras. La literatura visigoda, las fuentes de nuestra información, se reduce en lo esencial a unos escuálidos cronicones,
una importante compilación jurídica, el Fuero Juzgo, y documentación eclesiástica, en la que sobresalen por su interés los cánones de los concilios, ricos en detalles también sobre la situación de la población laica.
Asimismo, decía: «las fuentes arqueológicas son de una pobreza extrema». Y concluía: «En este desierto destacan algunos oasis en los que se ha volcado la atención de los historiadores: la formación del primer estado hispánico, la fusión de razas, la obra de san Isidoro».
La era visigoda en la península Ibérica comenzó a mediados del siglo V, cuando una rama de los pueblos godos, procedentes de la Germania oriental, llegó a Hispania aprovechándose del declive del Imperio romano. Encabezados por Teodorico I, penetraron en la península en el año 427, pero fue durante el reinado de Eurico (466-484) cuando se completó la conquista de Hispania. A pesar de todas las limitaciones que existen para reconstruir la era visigoda, para Américo Castro (2001: 47) esta no fue tan oscura comparada con lo que sucedía en otros lugares: «Los siglos visigóticos no fueron de barbarie. A comienzos del siglo V florece un historiador importante, Paulo Orosio, y entre los siglos VI y VII, Isidoro de Sevilla. La ilustración hispana no hacía mal papel en el orbe desarticulado que surge a raíz de las invasiones germánicas. Hubo cronistas, historiadores y poetas, ni mejores ni peores que los que pululaban en la naciente Romania, y hasta hubo contactos entre España y el Imperio de Oriente. Mas llegaron los musulmanes en 711, y en breve tiempo se hicieron dueños de casi la totalidad de las tierras ibéricas. Venían sostenidos por dos admirables fuerzas, la unidad política y el imperio de una religión recién nacida, ajustada a cuanto podía anhelar el alma y el cuerpo del beduino».
Un argumento en favor de lo que señalaba Castro es que Isidoro no hubiera sido capaz de escribir su obra más conocida, Etimologías, si no hubiera podido acceder a bibliotecas que poseían obras que contenían los saberes que expuso en ella. Entre esas obras debieron de figurar las (perdidas en gran parte) del polígrafo romano del siglo I a. C., Marco Terencio Varrón (parece que fue su fuente principal); las médicas de Hipócrates y Galeno; la Materia medicinal (o De materia medica) de Dioscórides, y la Historia natural del romano Cayo Plinio Segundo (23-79), más conocido como Plinio el Viejo, una gran enciclopedia dividida en treinta y siete libros, en los que analizaba, y sobre todo describía, el mundo, los elementos, países, pueblos, animales, plantas, medicamentos, geología, mineralogía e inventos varios.[1] El naturalista español del siglo XVI Francisco Hernández, que, como explicaré en los capítulos 2 y 4, dedicó más de una década a la empresa de verter al castellano la obra de Plinio, escribió en la «Dedicatoria» a Felipe II que añadió a su traducción que «la divina Historia de Plinio, donde (como él dice en el Proemio) comprehendió veinte mil cosas notables, de las cuales tocan pocas los estudiosos, con lección de dos mil libros, sacadas de cien autores exquisitos y raros de que hoy apenas tenemos algunos y, esto, tan elegante, ordenada y diligentemente, con tanto compendio y sustancia, que no hay capítulo que no pudiese dilatarse en un cumplido volumen. De donde es que no espanta haber algunos notado a Plinio de hombre que excede a ratos los límites de la verdad, por escribir cosas tan raras y admirables y que tiene Naturaleza tan ocultadas a los más de los hombres, que no es maravilla parecerles a los que no las han visto mentirosas e increíbles, pues como ninguna, casi, afirma Plinio, que no señale causa o autor». Más modestas eran, sin embargo, las pretensiones del propio Plinio, como queda reflejado en las siguientes palabras que incluyó en el «Prólogo» que dedicó al emperador Tito: «Arduo es dar a las cosas antiguas novedad, autoridad a las nuevas, a las desusadas lustre, luz a las oscuras, gracia a las enfadosas, crédito a las dudosas, a todas naturaleza y a su naturaleza todas».[2]
Isidoro (c. 560-636), san Isidoro, adjetivado como «de Sevilla», ciudad en la que pudo nacer y de la que llegó a ser arzobispo tres décadas, aunque es posible que lo hiciera en Cartagena, de donde procedía su familia que se trasladó a la capital bética probablemente huyendo de los problemas producidos por la invasión bizantina, fue una luz en aquella Hispania. «La obra del santo —de nuevo en palabras de Domínguez Ortiz (2000: 36)— se yergue como un monolito en medio del desierto.» «Objetivamente —añadía— sus obras numerosas y variadas no son de gran calidad, pero en una Europa donde los estudios conocían un profundo eclipse fueron estimadísimas.»
Como apunté, Etimologías es su obra más conocida, y la que más influyó (o fue conocida) en la Europa de su tiempo y de algunos siglos después.[3] Ha llegado a decirse que fue «la obra que, después de la Biblia, se copió más veces durante la Edad Media» (Vera, 2000: 146). El monje benedictino Veda el Venerable (c. 672-735) continuó la tradición isidoriana en Inglaterra; Alcuino de York (735-804) utilizó en las escuelas de las Galias el modelo «curricular» que defendía Isidoro; el filósofo y teólogo alemán Rabano Mauro (780-856), discípulo de Alcuino, difundió los conocimientos isidorianos en la Europa central desde el monasterio de Fulda; y el cosmógrafo cristiano conocido como Anónimo de Rávena compuso en torno a 670 una cosmografía (Ravennatis Anonymi Cosmographia), muy parecida a la contenida en la parte geográfica de las Etimologías. Y, cuando se dispuso ya de la imprenta, se editó repetidamente: la edición príncipe de las Etimologías se publicó en Augsburgo en 1472. Y no tardaron en aparecer otras ediciones: Ámsterdam (1477), Basilea (1477, 1489, 1570, 1576 y 1577), Colonia (1478), Venecia (1483, 1485 y 1493), París (1499, 1500, 1509, 1520, 1522 y 1850), Angers (1499), Leiden (1909) y Oxford (1911). En Madrid, se publicaron las obras completas de Isidoro en 1599 y 1778.
Con justicia puede decirse que, en ella, Isidoro recopiló los saberes antiguos, estableciendo uno de los grandes puentes entre los conocimientos de la Antigüedad y la Edad Media. El título de Etimologías se explica porque Isidoro prestaba mucha atención a la etimología (en su versión) de muchas palabras; en realidad, esas etimologías eran algo así como una excusa para dar explicaciones acerca de todo tipo de conocimientos. Un ejemplo en este sentido es el siguiente:[4]
I. Del hombre y sus partes.
1. La naturaleza debe su nombre a ser ella la que hace nacer las cosas. Es, por lo tanto, lo que tiene capacidad de engendrar y dar vida. Hay quienes han afirmado que la naturaleza es Dios, por quien todo ha sido creado y existe. 2. Genus (linaje) es palabra derivada de gignere (engendrar), nombre que tiene su origen en la tierra, que todo lo engendra, ya que, en griego, «tierra» se dice gé. 3. Vida debe su denominación al «vigor» o tal vez al hecho de tener fuerza (vis) para nacer y crecer. De ahí decimos que los árboles tienen vida porque producen frutos y crecen. 4. Llamamos así al hombre (homo), porque está hecho de humus (barro) tal como se dice en el Génesis (2, 7): «Y creó Dios al hombre del barro de la tierra».
Isidoro debió de terminar de escribir Etimologías antes de 621, pues incluye una dedicatoria al rey Sisebuto, que murió ese año. Actualmente, su contenido se organiza de la siguiente manera:
I. Gramática y sus partes; II. Retórica y dialéctica; III. Matemática (Aritmética, Música, Geometría y Astronomía); IV. Medicina; V. Derecho y temas de cronología; VI. Sagradas Escrituras, bibliotecas y libros, ciclos, fiestas y oficios; VII. Dios, ángeles, Santos Padres y jerarquías eclesiásticas; VIII. Iglesia, sinagoga, herejes, filósofos, poetas y otras religiones; IX. Lenguas y designaciones de pueblos, cargos y relaciones; X. Origen de algunos nombres; XI. El hombre y sus partes, y monstruos y defectos; XII. Los animales; XIII. Los elementos, mares, ríos y diluvios; XIV. Geografía; XV. Ciudades, construcciones rústicas y urbanas, y sistemas de medidas y comunicación; XVI. Mineralogía y metales, y pesos y medidas; XVII. Agricultura; XVIII. Guerra, espectáculos y juegos; XIX. Naves, pesca, oficios, edificios y vestidos; XX. Comida, bebida e instrumentos y ajuar doméstico y campesino.
Algunos ejemplos sobre sus contenidos referentes a temas científicos permiten hacerse una idea de los conocimientos de la época. Los «temas científicos» en cuestión se referían al triunvirato de las primeras ciencias, las que surgieron de manera natural para responder a necesidades o curiosidades inmediatas: la Matemática, la Astronomía y la Medicina.
En el Libro III, «Acerca de la matemática», se lee:
Introducción: Llamamos en latín «matemática» a la ciencia doctrinal que tiene por objeto el estudio de la cantidad abstracta. La cantidad es abstracta cuando, por un proceso intelectual, la aislamos de la materia o de otros elementos accidentales —por ejemplo, la noción de «par» e «impar»—, o bien cuando la analizamos en el simple plano especulativo, al margen de otros elementos similares. Cuatro son las materias que la integran: la aritmética, la música, la geometría y la astronomía. La aritmética es la ciencia de la cantidad numerable, en sí misma considerada. La música es la disciplina de los números que se encuentran relacionados con los sonidos. La geometría es la ciencia de la medida y de las formas. La astronomía, en fin, la que analiza el curso de los astros en el cielo, todas sus figuras, así como la posición de las estrellas.
En el epígrafe 26, «Sobre los maestros de la astronomía», escribía (confundiendo al astrónomo, geógrafo y matemático Claudio Ptolomeo, el autor del gran tratado astronómico Almagesto, con Ptolomeo I Sóter, o con otros miembros de esa dinastía ptolemaica, que gobernó en Egipto entre los siglos iii y iv a. C. y que promovió la cultura en Alejandría): «En una u otra lengua, y de distintos autores, tenemos obras que tratan de la astronomía. Entre aquellos autores, destaca en el mundo griego Ptolomeo, rey de Alejandría, que estableció incluso las leyes por las que es posible determinar el curso de los astros». Interesante es, asimismo, lo que decía «Sobre el cielo y su nombre» (epígrafe 31):
1. Los filósofos han dicho que el cielo es redondo, giratorio y ardiente. Recibe el nombre de caelum porque, como un vaso cincelado (caelatum), presenta impresas las señales de las estrellas. 2. Lo embelleció Dios con luces resplandecientes, lo llenó con el Sol y con el refulgente disco de la Luna; y lo adornó con los esplendorosos signos de los rutilantes astros [...]. «Sobre el lugar que ocupa la esfera celeste.»
1. La esfera del cielo se asemeja a una figura de aspecto redondo cuyo centro es la Tierra, conformada por igual en todas sus partes [...]. 2. Los filósofos introdujeron siete cielos en el mundo, es decir, los planetas, junto con el coordinado movimiento de sus globos, y afirman que todo está conectado a sus órbitas, las cuales, según creen, al estar ligadas y como insertadas entre sí, vuelven hacia atrás y son arrastradas por un movimiento contrario al de las restantes.
De la zona que denominamos Vía Láctea, decía (epígrafe 46, «Sobre el círculo blanco»): «el círculo lácteo es un camino que se observa en la esfera, y recibe su nombre de la blancura, pues es blanco. Hay quienes dicen que es el camino por el que el Sol desarrolla su marcha circular y que, al pasar por él, recibe su luminosidad para brillar». Y en «La luz de las estrellas», afirmaba (epígrafe 61) que «las estrellas carecen de luz propia y que son iluminadas por el Sol, como la Luna».
La Medicina ocupaba el Libro IV («Acerca de la medicina»). Y ahí Isidoro la definía como sigue:
1. Medicina es la ciencia que protege o restaura la salud del cuerpo, y su campo de acción lo encuentra en las enfermedades y las heridas. 2. A ella le incumben no solo los remedios que procura el arte de quienes con toda propiedad se llaman médicos, sino, además, la comida, la bebida, el vestido y el abrigo; todo aquello, en fin, que sirve de defensa y protección, gracias a lo cual nuestro cuerpo encuentra salvaguardia frente a los ataques y peligros externos.
Más adelante (epígrafe 4, «Sobre los cuatro humores del cuerpo»), Isidoro recuperaba la antigua doctrina griega de los «flujos orgánicos» o «humores»:
1. La salud es la integridad del cuerpo y el equilibrio de la naturaleza a partir de lo cálido y lo húmedo, que es la sangre. De ahí que se diga sanitas (salud), como si se dijera sanguinis status (estado de la sangre). 2. En el nombre genérico de
«enfermedad» se resumen todos los padecimientos del cuerpo [...]. 3. Todas las enfermedades tienen su origen en los cuatro humores, a saber: en la sangre, la bilis, la melancolía y la flema.[5]
En definitiva, Isidoro fue, por un lado, un digno sucesor de Plinio y, por otro, un magnífico ejemplo de lo que podríamos denominar «la alta cultura» del siglo VII.
EL ISLAM Y LA TRANSMISIÓN DE LA CIENCIA HELENA
Con todas las limitaciones que se considere oportuno introducir, es obligado reconocer que lo que entendemos por «ciencia» surgió hermanado con la filosofía —casi incluso como una hija menor— en el antiguo mundo griego. Como ha sucedido con tantas civilizaciones, o imperios, a lo largo de la historia, el mundo heleno terminó perdiendo la hegemonía que había alcanzado, pero esto no significó que sus logros culturales desaparecieran, aunque sí que emprendieran complicados viajes. La colonización griega produjo apreciables movimientos de población de Grecia hacia Persia, que se manifestaron en la fundación de ciudades, entre ellas las varias Alejandrías que recordaban al conquistador (se han identificado más de ciento ochenta asentamientos con este nombre), aunque solo una ha pervivido en la memoria e influido en la historia de la cultura: la Alejandría fundada por Alejandro en el 331 a. C., en un lugar del delta del Nilo. La diversidad en la procedencia de la población contribuyó a la combinación de los cuatro dialectos griegos, sobre la base del ático y la importante aportación del jonio, para formar una lengua nueva, la koiné, la lengua griega utilizada en el mundo helenístico, de ahí que también sea conocida como «griego helenístico». La difusión de esta nueva lengua, importante en el Oriente Próximo entre las clases superiores de Siria, Persia y Egipto, facilitó la comunicación del conocimiento.
La dinastía de los Ptolomeos hizo de Alejandría un gran centro cultural, foco de la cultura helenística. Fue sobre todo el creador de la dinastía, Ptolomeo I Sóter (367-283 a. C.) quien tomó la iniciativa en este sentido, con el propósito de salvaguardar la cultura y los logros griegos. Su hijo Ptolomeo II continuó el mismo camino, construyendo al lado del palacio real un edificio que recibió el nombre de «Museo», en honor a las Musas, las diosas protectoras de las actividades intelectuales. El Museo era en realidad un centro de estudios, al que se añadió un jardín y un parque zoológico. Sus miembros, pensionados por el faraón, disponían de locales donde reunirse, pasear y comer, y tenían acceso a la mayor biblioteca de la Antigüedad, cuando los escritos eran la única fuente científica. La fama de la biblioteca —que comenzó a funcionar a principios del siglo III a. C. y fue la primera de esas dimensiones— se debía a que contaba con una buena parte de los escritos de su tiempo, que incluían tanto la gramática, como la filosofía y las ciencias. En ella trabajaron científicos-filósofos como Euclides y Eratóstenes —que fue uno de sus bibliotecarios— y, a partir de finales del siglo I, bajo el dominio romano, también Ptolomeo y Galeno. Alejandría constituyó, en definitiva, un eslabón vital en la transmisión del pensamiento griego.[6]
La expansión de la República romana (fundada en el 509 a. C.), convertida ya en Imperio romano con el emperador César Augusto (63 a. C.14 d. C.), trasladó el centro político y administrativo a Roma. Aunque continuador de la civilización griega (sobre todo en lo que a influencia política se refiere), el Imperio romano no lo fue tanto en lo referente a la ciencia o a la filosofía. Roma tenía otros intereses; como señaló Cicerón: «Los griegos destacan en el terreno de la geometría, nosotros, sin embargo, nos limitamos a contar y medir». De hecho, no se conocen matemáticos o astrónomos romanos notables, y solo un geógrafo destacado, Pomponio Mela (primera mitad del siglo I). Sí médicos, que, obviamente eran necesarios por motivos de índole práctica; Celso (c. 25 a. C.-50 d. C.), discípulo del griego Asclepíades de Bitinia (c. 129-40 a. C.), fue uno de ellos.
La última división del Imperio romano se debió a Teodosio (347-395), emperador desde 379 hasta su muerte, quien nombró augusto para Oriente a Arcadio (383) y a Honorio para Occidente (393). No fueron las invasiones de los asiáticos mongoles las que determinaron el final, hacia 476, de este imperio occidental, sino las de los pueblos germánicos. Primero aparecieron los visigodos (procedentes de los godos, uno de los grupos germánicos orientales), al mando de Alarico I (370-410), que llegó a saquear Roma en 410, mientras el emperador Honorio se encontraba en Rávena, sin hacer nada al respecto. Antes, en 406, los vándalos, suevos y francos, junto con otros pueblos (gépidos, alanos, sármatas y hérulos), se extendieron por la Galia y luego por Hispania.
Aunque entraron en Roma, la hermana de Honorio, que al contrario que este continuaba viviendo en la ciudad, convenció a los visigodos para que se aliaran con los romanos, a cambio de casarse con el nuevo rey visigodo, Ataúlfo, al que se le cedió la Aquitania en 412 para que restableciera el dominio romano sobre la Galia. Logrado esto, se les encargó que expulsaran a los vándalos de Hispania, lo que consiguieron en 429, dirigiéndose entonces los vándalos hacia África, tomando Cartago y extendiendo su dominio por parte del Mediterráneo (Córcega, Cerdeña, Sicilia y las Baleares), llegando a Roma en 455. Todo esto no hizo sino socavar aún más el Imperio romano, que había recibido un nuevo golpe con la invasión de Italia en 451 por los hunos, una tribu procedente de Asia, encabezados por Atila (395453), que ya llevaba años arrasando extensas zonas de Europa. Aunque llegó a las puertas de Roma, el ejército de Atila no entró en la ciudad: se reunió en secreto con el papa León I y, por alguna razón (tal vez hambrunas y epidemias), se retiró. De hecho, poco después la peste diezmó al ejército huno, que desapareció.
De todas maneras, la vida del Imperio romano occidental ya estaba severamente atacada, con constantes revueltas sociales y una pérdida de disciplina en sus ejércitos. Así en el siglo VI, se habían establecido tres grandes reinos: el godo, el franco y el ostrogodo (pueblo germánico este último que surgió hacia 370, como consecuencia de la división de los godos después de la invasión de los hunos), que ya se habían convertido al cristianismo. Las conquistas de Justiniano, el último emperador que tuvo el latín como lengua materna y también el último que intentó recuperar las posesiones que había tenido el imperio en tiempos de Teodosio, se revelaron efímeras y limitadas prácticamente al exarcado de Rávena. Las ciudades que no fueron abandonadas se vieron reducidas por la pérdida de población a una parte del antiguo solar, el comercio se contrajo a su contorno inmediato y la lectura quedó reducida a los clérigos —no a todos seguramente— y a una parte desconocida de las clases dominantes. La ruralización acabó con la cultura clásica en Occidente, en tanto continuaba en Oriente, donde tendría una larga vida e influencia. Su centro político estuvo en Bizancio, una antigua ciudad griega, capital de Tracia, que el emperador Constantino I (c. 272-337) había refundado en 330, denominándola «Nueva Roma» o «Constantinopla» (la actual Estambul). Allí continuó la tradición griega.
Y en este punto entró, o fue entrando, en la escena de la historia el islam, una civilización que debió mucho para su consolidación a la predicación de Mahoma (c. 570/571-632), recogida en el Corán, que incluía la guerra santa como un deber de los fieles. A su muerte, este dejó una Arabia unificada, aunque sin designar heredero ni constituir un poder. Sus familiares confiaron el poder al califa, jefe religioso y político de la comunidad de los fieles (islam). Las largas guerras entre bizantinos y persas (560-630) facilitaron la expansión árabe que en un siglo (632-732) conquistó un imperio que se extendía desde la península Ibérica hasta el Indo. Los primeros califas tomaron Egipto, Siria, Mesopotamia y la Persia sasánida, los omeyas gobernaron de 661 a 750 e hicieron de Damasco su corte. El griego fue la lengua de la administración hasta finales del siglo VII, realizándose la conversión al árabe de los textos considerados importantes a través del siriaco.
La Edad de Oro del islam coincide con la época abasida, o califato abasí (c. 750-1258). La pasión de los abasidas por acceder al patrimonio cultural de bizantinos, persas e indios les llevó a adquirir un inmenso patrimonio cultural. En vez de extender su propia cultura, adquirieron la de los vencidos, traduciendo los textos que cayeron en sus manos y los que consiguieron mediante la negociación con sus enemigos. Fundada en 761 por el califa Al-Mansur (712-775), el segundo califa abasí, cerca de las ruinas de la antigua Babilonia, Bagdad se convirtió en la capital del islam, sucediendo a Damasco. Esta Edad de Oro comenzó a esbozarse en Bagdad a partir del califato de Harúm al-Rashid (c. 776-809), mencionado en varios lugares de Las mil y una noches, uno de cuyos logros históricos fue su participación en la sustitución del pergamino por el papel, gracias a la construcción en Bagdad de los primeros molinos, que redujeron radicalmente el gasto de la escritura. Fue, sin embargo, durante el reinado (813-833) de su hijo Al-Mamun (c. 786-833), cuando aquella Edad de Oro comenzó realmente, haciendo del mundo musulmán el centro intelectual de la ciencia, la medicina y la filosofía.
No fue el menor de los logros de Al-Mamun la creación (aproximadamente en el año 800) de la Casa de la Sabiduría, versión literal del término persa para «biblioteca», aunque añadía a esta función la de la traducción de los textos filosóficos y científicos en un centro dedicado a ello y la de servir de lugar de encuentro para los estudiosos de las diferentes materias. La primera época se caracterizó por el interés en la Matemática. Los autores indios les enseñaron los grandes avances en la teoría de los números: el valor posicional de los numerales y la introducción del cero como valor nulo. Al-Juarizmi (c. 780-850) introdujo el sistema decimal indio, sistematizó el uso del álgebra y revisó las coordenadas de la geografía ptolemaica. Bajo la dirección del médico Hunain ibn Ishaq (809-873) se estableció una escuela de traductores, en la que se vertieron del griego al árabe numerosos textos científicos y filosóficos que de otra manera —al menos algunos— se habrían perdido; textos entre los que se encuentran obras fundamentales como los Elementos de Euclides o el Almagesto de Ptolomeo. Uno de los asociados a la Casa de la Sabiduría, por ejemplo, fue el matemático y astrónomo Thabit ibn Qurra ibn Marwan al-Sabi al-Harrani (836-901), que revisó y tradujo la geografía de Ptolomeo y extendió la teoría de los números a la razón entre las magnitudes geométricas. La traducción de las obras de Hipócrates y Galeno, y de la farmacopea de Dioscórides les proporcionó una base para construir un corpus medicorum, que completaron con sus propias aportaciones. Las contribuciones de los médicos, habitualmente puntuales y sobre cuestiones diferentes, no permiten hacerse una idea precisa de dicha participación. Del persa Rhazes o Al-Razi (860-932) pueden citarse logros como la distinción entre la viruela y el sarampión y el que escribiese una enciclopedia en treinta libros (Al-Hawi); y Avicena (980-1037), autor de El canon de la medicina, que fue el texto (constituido por catorce volúmenes) de referencia médico durante cinco siglos, diferenció la meningitis de otras enfermedades nerviosas, describió los síntomas del ántrax y la tuberculosis y la consideración global del paciente y sus síntomas.
De todos estos logros, de las tradiciones culturales que atesoraban, se benefició la Hispania-España de al-Ándalus.
AL-ÁNDALUS
El fin del reino visigodo en el que vivió Isidoro de Sevilla comenzó a principios de abril de 711 cuando Tariq ibn Ziyad —lugarteniente del caudillo yemení, gobernador del califato damasquino omeya Musa ibn Nusayr (c. 640-716)— cruzó con las tropas árabes que comandaba el estrecho de mar que separa Ceuta de la costa sur de la península Ibérica, desembarcando en lo que hoy se conoce como «peñón de Gibraltar», topónimo que deriva del árabe Yabal Tariq, «la montaña de Tariq». Se dirigieron entonces hacia el norte, siguiendo el curso del río Baetis que denominaron al-Wadi-al-Kabir, «el gran río», el «Guadalquivir». En su camino se encontraron y enfrentaron, a las orillas de otro río, el Wadi Lakku, el «Guadalete», con el ejército del rey visigodo Rodrigo, que no carecía de enemigos entre los nobles, algunos de los cuales se cree le traicionaron. Derrotado Rodrigo, la era visigoda llegaba a su fin, y toda Hispania quedaba abierta a la invasión árabe. Musa ibn Nusayr envió refuerzos, incorporándose él mismo con sus hijos a la conquista. En 714 ya se habían apoderado de las ciudades de la gran meseta central y en 716 sometido a las poblaciones de las laderas meridionales de los Pirineos.
Ante la razonable pregunta de por qué aquellos hombres se decidieron a aventurarse en unas tierras extrañas, el medievalista Brian Catlos (2018: 47) ha argumentado que
Fue una combinación de fuerzas la que impulsó que árabes y beréberes atravesaran el Estrecho y se adentraran en España. Ciertamente, la religión fue una de ellas. Aportó a los invasores coherencia y determinación y la sensación de estar participando en una causa moral superior. Si estos guerreros fallecían durante una expedición militar, al menos habrían muerto como mártires [...]. Pero ni la religión era motivo suficiente para una empresa tan épica, ni todos los que cruzaron el Estrecho eran especialmente piadosos. Indudablemente, un motivo principal era el deseo de obtener riquezas. Las iglesias y los monasterios de la cristiandad latina eran repositorios de oro, plata y muebles enjoyados, todo dispuesto para ser saqueado. Estaban, además, las cosechas, el ganado y las personas que pudieran arrebatar. Los esclavos eran un recurso valioso y las mujeres extranjeras eran particularmente codiciadas.
La historia atestigua, efectivamente, que las invasiones de tierras extrañas tuvieron generalmente como motor y razón de ser la codicia, entendida esta en sus diversas manifestaciones: deseos de riqueza o de poder, político o religioso. Pero cuando esos fines se cumplen, cuando los extranjeros se asientan en los territorios conquistados, cuando estos dejan de ser extraños considerándose propios; cuando la riqueza conseguida proporciona medios suficientes, surgen también otros intereses, otras aficiones. Aparecen culturas en las que se maridan lo procedente del antiguo terruño con las características o posibilidades que ofrece el nuevo, dando lugar a producciones originales. Y también surge la ciencia, aunque en este caso suele ser por motivos prácticos.
En al-Ándalus el inicio de la actividad científica tardó en llegar. El gran historiador catalán José María Millàs Vallicrosa (1949: 23-24) señaló:
Es un hecho, reconocido por los mismos historiadores árabes, que las letras y las ciencias tardaron en desarrollarse en el solar hispanoárabe; la mayor parte de los conquistadores fueron beréberes, no impuestos en la literatura ni siquiera en la lengua árabe; las guerras civiles, entre sus diferentes facciones, desolaron a menudo la España musulmana, y sólo cuando hubo en Córdoba una paz verdadera en torno al Emir, pudo pensarse con verdaderas garantías en el cultivo de las ciencias y de las letras. Este crepúsculo comenzó en tiempo del cuarto emir ‘Abd-al-Rahmān II [también escrito Abderrahmán II (792-852)], bajo cuyo reinado empieza de un modo franco en el al-Ándalus el influjo de la refinada civilización bagdalí.
Y, en otro de sus trabajos, añadía (Millàs Vallicrosa, 1960b: 63):
Hasta el emirato de Abderrahmán II (821-852) hubo muy pocas relaciones culturales entre los musulmanes españoles y Oriente, en especial Iraq; los emires omeyas tenían miedo de repercusiones políticas al margen de tales relaciones culturales [...]. Pero también sabemos de los primeros intentos de importación, a orillas del Guadalquivir, de la ciencia matemático-astronómica que ya florecía entonces en Bagdad. Es sintomático que fuera el propio emir Abderrahmán II quien en el año 821 enviara al poeta de Algeciras Abbas ibn Nasih al-Taqafi a Iraq con el expreso encargo de que buscara y trajera libros de ciencias naturales y astronómicas.
A partir del siglo IX, los árabes andalusíes intensificaron sus relaciones con sus hermanos de religión del islam. En su libro La ruta del conocimiento, Violet Moller (2019: 136-137) ha descrito alguno de los modos en que se establecieron esas relaciones:
Los jóvenes comenzaron a salir en busca de lo desconocido para «encontrarse a sí mismos», aprendiendo de los mejores pensadores de la época [...]. Una ribla, como se llamaban esos viajes, era ante todo una búsqueda de iluminación religiosa, pero, en realidad, a menudo comportaba también la adquisición de conocimientos científicos de carácter profano (en aquellos momentos no existía una verdadera división entre una cosa y otra). Ello se debía en parte al sistema islámico de educación, en el que todo el que deseaba aprender y abrir su mente veneraba a sus maestros y buscaba sus enseñanzas. El comercio había abierto el Imperio musulmán; los gobernantes construían y reparaban los caminos que unían los distintos lugares, creando una infraestructura a través de la cual las personas y las mercancías podían moverse con relativa facilidad. Los estudiosos viajaban con las caravanas de mercaderes y pasaban las largas noches del desierto alrededor de las hogueras de las caravanas. Los mercaderes, por naturaleza cosmopolitas y de mentalidad abierta, a menudo eran también sabios eruditos, que utilizaban sus actividades comerciales para adquirir libros y llevarlos de vuelta a al-Ándalus para que fueran copiados y vendidos. En aquellos momentos, además, había mercaderes especializados en la compraventa de libros y papel, responsables de la producción, la comercialización y el ir y venir de textos entre los grandes zocos de libros de El Cairo, Fez, Bagdad, Tombuctú y Córdoba. Aquellos eran los grandes canales por los que fluían los ríos del conocimiento a lo largo y ancho del Imperio islámico.
La siempre necesaria Medicina y la Astronomía fueron las disciplinas que más se cultivaron en al-Ándalus. También prosperó la Botánica, relacionada, por un lado, con la Medicina y, por otro, indispensable para satisfacer la afición a los bellos jardines (como el del palacio de la Alhambra). Mención especial en este campo se debe a la traducción que se realizó al árabe en al-Ándalus del gran tratado farmacológico del siglo I, De materia medica (también denominado Materia medicinal) de Pedacio Dioscórides Anazarbeo, en la que se describían seiscientas plantas y sus propiedades medicinales, así como animales, vinos y venenos. Mencioné que esta obra era ya conocida en la España visigoda y también que se tradujo en Bagdad, en el Imperio islámico (el primer manuscrito ilustrado del que se tiene noticia se realizó en el siglo V en Constantinopla), por lo que era conocida por algunos andalusíes, pero esa traducción era muy deficiente. Los nombres de muchas plantas habían sido traducidos al árabe, pero sin ser debidamente identificadas (entre otras razones porque algunas de las plantas mencionadas ni siquiera se daban en Irak), lo que, teniendo en cuenta sus usos médicos, podía acarrear efectos muy perjudiciales. La nueva traducción se realizó en Córdoba y se hizo a partir de una copia griega, pero como no existían por entonces quienes pudieran traducir del griego al árabe, se pidió ayuda al emperador de Bizancio, Constantino VII (que había enviado como regalo un precioso ejemplar ilustrado de aquella primera traducción al árabe). Esa ayuda llegó con un monje bizantino llamado Nicolás, que enseñó griego a unos mozárabes (cristianos arabizados de origen hispano-visigodo) de lengua latina para que pudieran servir de intérpretes entre él y los árabes encargados de la traducción. De esta rocambolesca manera, el libro de Dioscórides inició su camino europeo, convirtiéndose en uno de los textos médicos más influyentes de la Edad Media. Durante los siglos XVI y XVII fue traducido al francés, al italiano, al alemán, al inglés y al castellano.
De las ciencias cultivadas en al-Ándalus, la principal fue la astronomía. Era «necesaria para calcular correctamente los meses y los días del calendario lunar musulmán, incluidos el comienzo y el final de las fiestas religiosas, así como para determinar la auténtica quibla (la dirección de La Meca) para que la oración pudiera ser dirigida adecuadamente. El efecto del estudio de la astronomía puede verse en la orientación de las mezquitas de al-Ándalus. Los sirios que construyeron la gran mezquita de Córdoba en el siglo VIII, por ejemplo, no tuvieron en cuenta el hecho de que la tierra es esférica y, por tanto, asumieron que La Meca estaba al sur, como ocurría en el caso de Damasco, por lo que, en consecuencia, orientaron la mezquita hacia esa dirección. Sin embargo, cuando se fundó la mezquita de Medina Azahara los constructores fueron capaces de calcular mejor la dirección de la ciudad santa y orientaron la sala de oración hacia el este (Catlos, 2018: 180).
Ahora bien, la astronomía debe conjugar la teoría y los cálculos matemáticos con la observación. Ambos campos, el teórico y el práctico, se cultivaron en al-Ándalus, donde se perfeccionaron o desarrollaron nuevos instrumentos de cálculo y de observación. Y para cumplir estas funciones, un instrumento destacaba: el astrolabio. Conocido en el mundo helénico (su primera presentación teórica se halla en el Planisferio de Ptolomeo, obra perdida en su original griego que se conoce a través de un comentario árabe que tradujo al latín Hermann el Dálmata), el astrolabio fue desarrollado en el islam. En al-Ándalus se fabricaron astrolabios con modificaciones que se adoptaron en el mundo islámico y en Occidente.
La astronomía teórica está íntimamente relacionada con la matemática, y por ello puede hablarse de «la matemática en al-Ándalus», pero en lo que se refiere a contribuciones a lo que ahora denominaríamos —con todas las limitaciones que se quieran introducir— «matemática pura», esas aportaciones fueron menores. En absoluto fueron comparables, en cuanto a su influencia o perdurabilidad posterior, a las astronómicas. Un repaso a la lista que José Augusto Sánchez Pérez (1921), pionero en estos estudios, reunió en su monografía Biografía de matemáticos árabes que florecieron en España no permite extraer otra conclusión.
Entre los andalusíes que se dedicaron a los estudios astronómicos, un nombre destacado es el de Maslama de Madrid, ciudad donde nació por los alrededores de 950.[7] Probablemente porque Madrid era entonces una zona de riesgo (como parte de sus empeños conquistadores, Ramiro II de León había atacado la ciudad en 932), Maslama la terminó abandonando para trasladarse a Córdoba, donde fundó una escuela de Astronomía y Matemáticas y falleció en torno a 1007.
Entre sus numerosas contribuciones, figuran correcciones a las ideas plasmadas en el Planisferio ptolemaico, del cual él mismo, parece, realizó el comentario antes mencionado. Mercè Viladrich (1992: 61) explicó que la contribución de Maslama que afectaba a la construcción del astrolabio se centraba «en los tres métodos de división de la eclíptica (frente a los dos propuestos por Ptolomeo), su peculiar proyección del horizonte, y la consideración de las coordenadas eclípticas ecuatoriales y horizontales de las estrellas en el trazado de la red». Efectuó, asimismo, observaciones con las que corrigió tablas astronómicas anteriores, situando en ellas como referencia el meridiano de Córdoba.
La Córdoba en la que vivió Maslama era una ciudad que alcanzó su plenitud con Abderrahmán III (891-961), primero como emir y luego como califa; el mismo que fundó Medina Azahara (Madinat al-Zahra).[8] Según Francisco Vera (1933: 91), en unas afirmaciones acaso exageradas pero significativas: «[Córdoba] sólo cedía en esplendor a Bagdad. Con casi un millón de habitantes, más de tres mil mezquitas, novecientos trece baños, ciento trece mil casas para los súbditos y gentes del pueblo, veintiocho arrabales y seis mil trescientos palacios para los magnates, la Córdoba del siglo X era la ciudad fastuosa por excelencia». Sin embargo, aquel esplendor no evitó que el califato cordobés terminase desintegrándose a partir de la guerra civil (fitna) que estalló en 1009 (la abolición definitiva del califato y la fragmentación del estado omeya tuvo lugar en 1031). Esto no quiere decir que en los reinos de taifas no se promoviese también la erudición, especialmente en campos como la Astronomía, la Medicina, la Filosofía, las Matemáticas o la Botánica. De hecho, fue en los reinos de taifas donde se refugiaron muchos sabios. En uno de ellos, en la taifa de Toledo (que abarcaba aproximadamente las actuales provincias de Toledo, Madrid, Guadalajara, Cuenca y Ciudad Real) trabajó quien es considerado el mejor astrónomo de la historia de al-Ándalus: Al-Zarqälï, más conocido como Azarquiel (c. 1029-1100), nombre que se dice procedía de su padre, que parece tenía ojos zarcos o azules. Como en tantos otros casos de aquella época, su biografía contiene más oscuros que claros; ni siquiera es seguro dónde nació: pudo haber sido en Toledo o también en Córdoba, pero lo cierto es que vivió en la ciudad del Tajo, donde encontró un cálido hogar intelectual. Esa seguridad se debió a la protección que Al-Mamun proporcionó a la cultura, protección que desapareció tras la muerte de este, que precedió a la caída del reino de Toledo a manos del ejército de Alfonso VI de León (también fue rey de Castilla entre 1072 y 1109, el año de su muerte). Entonces Azarquiel emigró a Córdoba donde al parecer falleció.
Su obra, que algunos han calificado como «la más importante hasta Copérnico», cubrió tanto la astronomía teórica como la confección de tablas e instrumentos astronómicos. Entre las aportaciones de índole teórica que se le adjudican se encuentran un Tratado sobre el movimiento de las estrellas fijas, que debió de escribir hacia 1084 y del que existe una versión en hebreo y en el que estudiaba la oscilación del plano de la eclíptica; y dos textos perdidos y conocidos únicamente a través de referencias indirectas árabes o latinas: un Tratado sobre la invalidez del método de Ptolomeo para obtener el apogeo de Mercurio y Sobre el año solar o Epístola sobre el Sol, en la que analizó el movimiento del apogeo solar. Sobre tablas astronómicas, compuso un Almanaque que se conserva en versiones en árabe, latín y en la traducción castellana alfonsí. Participó también, y de manera destacada, en la elaboración de las Tablas de Toledo (también llamadas «toledanas» o Canones azarchelis), en las que se adaptaban tablas anteriores a las coordenadas de Toledo. Compuso, asimismo, un tratado sobre la construcción de la esfera armilar que ha sobrevivido en los Libros del saber de Astronomía de Alfonso X.
Millàs Vallicrosa (1949: 126-127) recuperó un texto singular en el que el propio Azarquiel se refería a sus obras. Esos datos autobiográficos, tan apreciados por ser escasos en documentos antiguos, se hallan en la traducción hebraica de su Tratado sobre el movimiento de las estrellas fijas y dice lo siguiente:
Ciertamente recuerda Abu ‘Abd Allāh Muhammad ibn al-Samh [uno de los discípulos más distinguidos de Maslama] —Dios lo haya perdonado— que él reunió un buen número de observaciones astronómicas, con lo que pudo llegar a comprender el curso u orden del movimiento de las estrellas fijas. Pero ello sólo se le ofreció de una manera asaz incompleta. Después de él proseguimos nosotros el estudio de dicho problema en la ciudad de Toledo, con un grupo de personas que nos merecían nuestra confianza, personas peritas y de mérito científico, conocedoras en sus elementos esenciales de las teorías sobre el año solar del Sind Hind y de las observaciones de los astrónomos. También vimos la diferencia que hay entre la posición media del Sol según la teoría de los persas y según la teoría de los indos, y las dudas que ello pudiera ocasionar se explican teniendo en cuenta que son dos raíces antiguas. Además hicimos instrumentos idóneos para la observación, y encontramos que el límite de la ecuación del Sol se diferenciaba, en nuestra observación respecto de aquellas obras, en 21’ aproximadamente, y esta diferencia no se compaginaba con las observaciones, a causa de que ella no provenía del movimiento de acceso y retroceso, sino que dicho error venía de la deficiencia de la raíz que se nos había transmitido de parte de aquellos autores, según los cuales el límite [de la ecuación] de la posición del Sol era 2º y 14’.
De manera que nosotros abandonamos estos autores y verificamos constante y atentamente las observaciones del Sol, de la Luna y de las estrellas que nos era posible, valiéndonos de las personas que nos merecían confianza, por espacio de veinticinco años. Después de lo cual empecé a formar la Suma concerniente al Sol, de modo que con ella se me certificó toda su cuestión a medida de nuestras posibilidades. Aún encontré manera, en la ciudad de Córdoba, de investigar las disposiciones de los astros, por medio de los cuales se podía explicar el movimiento de acceso y retroceso de las estrellas fijas, a tenor de lo observado en ellas y sin dificultad alguna. Así empecé por el cálculo de cada una de aquellas disposiciones y me ayudé con alumnos míos y personas técnicas de mi confianza: de esta manera vino a formarse la obra a medida de nuestros alcances y posibilidades en esta rama de la ciencia astronómica, en los cursos o periodicidades aludidos y en lo que era menester, según se verá en su lugar respectivo.
ALFONSO X EL SABIO
El que Azarquiel abandonase Toledo se debió, como he señalado, a que la taifa toledana fue conquistada por Alfonso VI, que entró al frente de su ejército el 25 de mayo de 1085. A Alfonso le sucedieron al frente del reino de León, Urraca I, Alfonso VII, Fernando II, Alfonso IX, el último rey de un León independiente, y Fernando III, que unió los reinos de Castilla y León en 1230. A Fernando III, que falleció el 31 de mayo de 1252 en Sevilla, ciudad que había conquistado (o, si se prefiere, reconquistado) en 1248, le sucedió uno de los más famosos reyes de la historia de España: Alfonso X, apodado El Sabio, que nació en Toledo en 1221 y falleció en Sevilla en 1284. Cuando Alfonso X accedió al trono, dominaba un territorio que se había expandido sustancialmente hacia el sur de la península Ibérica a costa de los musulmanes, una circunstancia que permitía a los cristianos acceder a la cultura andalusí más de lo que habían podido hacer sus antepasados en siglos anteriores. Alfonso X se benefició de este hecho.
Mucho se ha escrito sobre el rey Sabio, de los avatares políticos a los que se enfrentó y que no escasearon en su reinado (vivió en una época llena de convulsiones políticas y sucesorias que le llevaron a enfrentarse con su propia familia), de su obra jurídica, en la que destacan el Fuero Real, compuesta para unificar el derecho local de Castilla y León, el Espéculo (o Libro del espejo del derecho) y Las Partidas, y de lo mucho que aportó al establecimiento del castellano; pero de lo que no hay duda es de que, fuesen cuales fuesen sus propios conocimientos y aportaciones en campos como los anteriores, su nombre ha quedado inscrito con letras perdurables en la historia de la astronomía, del estudio del cosmos, que ciertamente constituyó uno de sus grandes amores. Se decía que el rey había comentado en ocasiones, tanto en público como en privado, que de haber él asistido a la creación del mundo, algunas cosas las habría hecho diferentes. Se refería al ordenamiento de los cielos. Y ¿quién sino un conocedor de las dificultades de acomodar las observaciones astronómicas a un sistema organizativo que diera cuenta de los movimientos del Sol y los planetas podría haber dicho semejante aserto? De hecho, tanto tiempo y energías dedicó a tales menesteres que por su corte circuló un posible epitafio para la tumba real: «Mientras Alfonso contemplaba las cosas celestiales, perdió las terrenas». La posteridad tiene a Alfonso X como el único rey científico de la historia de España, al que se le debe en buena medida la transmisión del saber astronómico a la Europa tardomedieval y renacentista. En el Toledo de la segunda mitad del siglo XIII puso en marcha un grupo de estudiosos árabes, judíos y cristianos que, recogiendo la tradición ya existente en esa ciudad, buscaron y recuperaron los textos árabes más importantes e influyentes, que, con la ayuda de la Escuela de Traductores de la misma ciudad, actualizaron y tradujeron, al latín primero y al romance después, el saber astronómico acumulado desde los tiempos del alejandrino Claudio Ptolomeo.
Las obras científicas que se asocian con el rey fueron el resultado del trabajo de este grupo de escolares que reunió en torno suyo. Se han identificado al menos quince de esos hombres que trabajaron en su corte, la mayor parte de ellos en astronomía (Chabás, 2019: 125). El mismo Alfonso X (2009: parte I, t. II, 393) reconoció en la General Estoria cuál era —cuál debía ser— su papel en la producción de textos:
El rey faze un libro non por quel escriua con sus manos, mas porque compone las razones d’él e las emienda e yegua e enderesça, e muestra la manera de como se deuen fazer, e desi escriue las qui el manda, pero dezimos por esta razón que el rey faze el libro. Otrossi quando dezimos el rey faze un palacio o alguna obra, non es dicho por que lo el fiziesse con sus manos, mas por quel mando fazer e dio las cosas que fueron mester para ello.
Dos son las obras astronómicas escritas durante su reinado y patronazgo cuyo recuerdo perdura en la historia, y cuya influencia posterior fue muy importante: las Tablas alfonsíes y los Libros del saber de Astronomía.[9]
Elaboradas en Toledo entre 1252 y 1272 (en este año se reelaboraron por última vez) bajo la dirección de dos judíos, Judah ben Moses ha-Cohen e Isaac ben Sid, a los que el rey ordenó que construyeran instrumentos para observar la trayectoria del Sol y corregir los errores que contenían tablas anteriores, las Tablas alfonsíes constituyen una actualización de las tablas astronómicas de Azarquiel, a las que desplazaron rápidamente a partir de la década de 1320 a través de copias manuscritas, la principal una francesa de inicios del siglo XIV.[10] Las Tablas no se limitaban a estudiar la trayectoria del Sol, sino que también contenían las posiciones de los cuerpos celestes calculadas según el meridiano de Toledo y fechadas en 1252, el año en que Alfonso fue coronado rey de Castilla, aunque del original únicamente se conservaron los cánones o reglas para su utilización; las numerosas tablas que existen son copias, pero en todas hay correcciones o añadidos que impiden conocer exactamente las primigenias.[11] Entre esos cambios se encuentran adaptaciones a meridianos de referencia diferentes al de Toledo; por ejemplo a los de Marsella, Toulouse o Novara, entre otros, y al calendario Juliano. En lo que se refiere a los contenidos de las versiones conocidas de las Tablas alfonsíes, en ellas se muestran los resultados de las observaciones y registros astronómicos, unos antiguos y otros llevados a cabo por los astrónomos alfonsíes, rectificando y corrigiendo posiciones estelares, del Sol, la Luna y de los cinco planetas conocidos entonces (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno), de modo que a partir de las mismas se pudieran calcular posiciones y conjunciones planetarias, posiciones zodiacales, eclipses solares y lunares, información necesaria para la medida del tiempo, la duración de meses y años, el establecimiento de calendarios, y la predicción de efemérides astronómicas. Debido a que estaban escritas en castellano, no se realizaron demasiadas copias manuscritas (se conoce al menos una en latín de 1320). Pero cuando llegó la imprenta de tipos móviles, proliferaron las ediciones impresas en latín. La edición príncipe la publicó en 1483 Erhard Ratdolt en su imprenta de Venecia a partir de una versión castellana que no se conserva: Tabulae Astronomicae. Johannes Danck. Canones in Tabulas Alphonsi. Desde entonces, y a lo largo del siglo XVI, vieron la luz más de una docena de ediciones. Al tiempo, se convirtieron en texto académico para la enseñanza de la Astronomía en las universidades de España y Europa, solo desbancadas definitivamente, en el siglo XVII, por las Tablas Rudolfinas, elaboradas por Kepler a partir de los datos de Tycho Brahe. Antes, un joven estudiante polaco de la Universidad de Cracovia, de nombre Nicolás Copérnico, compró un ejemplar recientemente publicado de las Tablas Alfonsíes (Tabula astronomicae), impresas en 1490, que utilizó con frecuencia como se deduce del estado de las hojas del libro, que aún se conserva.[12] Estudiando la pequeña monografía inédita —de la que diré más en el capítulo 2—, el Commentariolus, Swerdlow y Neugebauer (2012) demostraron que Copérnico desarrolló muchos detalles de su nuevo modelo utilizando datos de las Tablas alfonsíes.
Se ha argumentado, con buenas razones (Cárdenas, 1980), que el título por el que debería ser conocida la otra gran obra astronómica impulsada por Alfonso X, Libros del saber de Astronomía, es el de Libro del saber de Astrología, y que si no ha sido así se debe fundamentalmente a la influencia del físico, médico, bibliófilo y erudito Manuel Rico y Sinobas (1819-1898) quien publicó la traducción al castellano, anotada y comentada en cinco tomos tamaño folio (estaba planeado un sexto, pero no llegó a aparecer): Libros del saber de Astronomía del Rey D. Alfonso X de Castilla (Rico y Sinobas, 1863-1867). La opinión que Rico y Sinobas tenía de la astrología era anacrónica, y pretendió librar a la obra de Alfonso X de lo que consideraba un enfoque tan erróneo como perjudicial. Pero (volveremos a encontrarnos con este punto en el capítulo 2) astronomía y astrología estaban entonces estrechamente relacionadas: para realizar predicciones astrológicas era necesario no solo saber interpretar la disposición de las estrellas en el cielo, sino también haber efectuado antes los cálculos correctos utilizando los instrumentos astronómicos adecuados. En su libro Astrología y astronomía en el Renacimiento, Juan Vernet (2000: 10-11) explicó que «ni el cristianismo ni el judaísmo han adoptado una política decidida frente a las predicciones astrológicas y sus teólogos se han dividido en dos bandos: el de los que las reprueban, como san Agustín, y el de quienes las toleran siempre que sus adeptos admitan que los astros influyen pero no determinan, como santo Tomás de Aquino, quien a la pregunta: “¿Son los cuerpos celestes la causa de los actos humanos?”, responde: “Se debe decir que los cuerpos celestes ejercen sobre los cuerpos una acción directamente y por ellos mismos”. Idénticas discrepancias encontramos entre los teólogos del islamismo y del judaísmo».
En cualquier caso, fuese cual fuese su título original, lo importante es saber que el Libro del saber de Astronomía contiene traducciones al castellano de dieciséis tratados escritos originalmente en arameo o en árabe, realizadas por, entre otros, Yehuda al-Cohen y Guillén Arremón y concluidas probablemente hacia 1279.[13] En el prólogo de uno de los textos que forman esta obra, el Libro del quadrante, aparece mencionada una fecha: «Et porque esta parte primera deste libro non fué fallada en esta sazon de agora cierta et complida assi como deue de ser, por ende nos Rey D. Alfonso el sobre dicho, mandamos á nuestro sábio Rabiçag el de Toledo, que lo ficiese bien cierto et bien complido. Et esto fue cuando andaua la era de nuestro Señor Jesucristo en mil doscientos setenta et siete».
El libro está organizado en cuatro partes, algunas de las cuales nos han llegado incompletas debido al paso del tiempo. La primera, el Libro de las figuras de las estrellas que son fixas en el octavo cielo, contiene un catálogo de estrellas que constituyen las constelaciones y el zodíaco, añadiendo astros y nebulosas que no aparecen en el Almagesto de Ptolomeo; no se trataba de una mera traducción: se añadieron datos. En las dos partes siguientes, dedicadas a la instrumentación astronómica, se insertan obras de astrónomos árabes, fundamentalmente los tratados de Azarquiel sobre el planetario universal y la azafea (un instrumento de observación astronómica), obras ambas que dotaban de universalidad al astrolabio y los planetarios anteriores, explicando la construcción de «láminas universales», que permitían usarlos para la observación y el cálculo en cualquier latitud, pero también otras como los Libros del ataçir (un procedimiento medieval de medición astronómica). La cuarta parte la constituyen cinco libros dedicados a la construcción y uso de los relojes astronómicos de distintos tipos (solares, clepsidras, dinámicos): Libros de la piedra de la sombra, Libros del relogio del agua, Libro del relogio del argén vivo, Libros del Palacio de las horas, los cuatro debidos a Rabizag, y el Libro del relogio de la candela de Samuel el Levi de Toledo.
Un apartado que merece la pena recoger del Libro de las figuras de las estrellas que son fixas en el octavo cielo tiene que ver con los nombres. Por ejemplo, se dice en él que en la constelación Águila la estrella más brillante se llama en castellano «bueytre volante», una traducción del árabe alnacer altayr, de donde se sigue el nombre «Altair», que es el que se ha impuesto en la nomenclatura astronómica para esa estrella. Y una de las estrellas de la constelación Escorpio, se conoce en castellano como «Alacrán», del árabe aqrab.
LA TRANSMISIÓN DEL CONOCIMIENTO ÁRABE A EUROPA: RIPOLL Y LA ESCUELA DE TRADUCTORES DE TOLEDO
En el Oriente islámico se salvaron, como ya apunté, muchos de los antiguos saberes helenos, algunos de los cuales prosperaron en al-Ándalus y se transmitieron a los reinos cristianos ibéricos. Hemos comprobado que así fue, pero los casos presentados se plasmaban en obras en árabe, hebreo o castellano, idiomas en general extraños fuera de los límites europeos de la península, donde el latín era la lengua culta.[14] Sin embargo, en este apartado, la España cristiana desempeñó un papel central como eslabón de transmisión de la ciencia antigua al latín. Pionero en esta labor fue el monasterio benedictino de Santa María de Ripoll (Gerona). Allí se realizaron las primeras traducciones al latín de obras científicas escritas en árabe —o por lo menos las que han sobrevivido—. Fue José María Millàs Vallicrosa el pionero y más distinguido estudioso de este tema, al que dedicó un libro extraordinario (que debería haber tenido continuación en una segunda parte, que nunca completó): Assaig d’història de les idees físiques i matemàtiques a la Catalunya medieval (Millàs Vallicrosa, 1931). En uno de los capítulos de otro de sus libros, Nuevos estudios sobre historia de la ciencia española, Millàs Vallicrosa (1960: 93) compartía con sus lectores la emoción que le produjo encontrar una de las manifestaciones de aquella temprana labor traductora:[15]
En verdad, es el monasterio de Santa María de Ripoll, preclaro cenobio benedictino, situado al pie de los Pirineos, panteón que fue de los condes de Barcelona, dotado desde un principio de un valioso Scriptorium y Biblioteca, el centro cultural cristiano en el que, por vez primera, encontramos constancia de una serie de traducciones de obras científicas, traducidas del árabe al latín, a mediados del siglo X. Estas traducciones nos han llegado en un manuscrito al que hemos dedicado largas vigilias, el n.º 225 del fondo de manuscritos de Ripoll, hoy guardado en el Archivo de la Corona de Aragón, manuscrito que, a juzgar por su letra carolingia, es de fines del siglo X. Este manuscrito venía a ser un Corpus de tratados de ciencia natural, aritmética, geometría, astronomía, computística, para uso de los escolares del mismo monasterio. Pues bien, una gran parte de los tratados de este manuscrito misceláneo son traducciones del árabe al latín, de diversos tratados de matemáticas, de astronomía instrumental, de relojería y materias similares. No podemos olvidar la emoción que nos hizo el estudio de este venerable manuscrito, tan importante para la historia de la cultura científica en la Europa cristiana, pues adelanta en más de un siglo la aparición de las traducciones árabes en lengua latina.
Sin embargo, no fue hasta el siglo XI cuando se dieron las condiciones para que los príncipes cristianos pusiesen en manos de los estudiosos las bibliotecas que habían caído en su poder. La capitulación de Toledo ante Alfonso VI de Castilla en 1085 puso a su disposición las bibliotecas de una ciudad con una importante población mozárabe, que hablaba árabe y conocía el latín; abundaban en ella, además, los libros árabes. De repente se ofrecía una posibilidad insospechada y la noticia movilizó a buen número de estudiosos que llegaban de todas partes de Europa, produciendo lo que se conoce como «Escuela de Traductores de Toledo», de cuyo carácter internacional dan idea los nombres por los que fueron conocidos algunos de los que trabajaron allí: Platón de Tívoli, Adelardo de Bath, Robert de Chester, Hermann el Dálmata, el judío converso hispano Mosé Sefardí de Huesca —quien tomó, al ser bautizado, el nombre de Pedro Alfonso—, Rodolfo de Brujas, Juan de Sevilla y Gerardo de Cremona.
Dado que no sabemos las circunstancias de la operación e incluso se desconoce la identidad de muchos traductores, lo que queda es valorar el contenido de los textos científicos, determinar cuáles fueron vertidos del árabe y del griego al latín, y cuántas versiones se dieron de los textos más divulgados. La primera forma de traducción consistía en contratar a alguien conocedor de ambas lenguas para que tradujese oralmente al romance su contenido, que un escribano ponía luego por escrito. En un segundo momento se traducía al latín, con las limitaciones propias del latín medieval, para que los expertos realizasen los comentarios oportunos.
Personaje pionero en el establecimiento de la Escuela de Toledo fue el segoviano Domingo Gundisalvo (1110-1181), que llegó a ser archidiácono de Cuéllar y miembro del cabildo de la catedral. Sin embargo, no fue este su destino final, ya que el arzobispo Raimundo de Toledo lo llamó a esta ciudad castellana, donde bajo su mecenazgo el segoviano inició la Escuela. Con la ayuda del judeoconverso Juan Hispalense (?-1180), Gundisalvo transcribía lo que aquel traducía de palabra, aunque más adelante, al perfeccionar su conocimiento del árabe, pudo prescindir de su colaboración. Efectivamente, su actividad como traductor puede dividirse en dos: en una primera fase, que se extendió hasta 1150, únicamente traducía del griego o del castellano al latín, o reelaboraba las traducciones que hacía del árabe Juan Hispalense; mientras que en la segunda, poseyendo ya suficientes conocimientos de árabe, traducía directamente de esta lengua. A diferencia del común de los traductores, Gundisalvo se benefició de las versiones de Aristóteles (uno de los autores que tradujo) para construir su propia filosofía, en la que destaca el De divisione philosophia, en la que desarrolló el contenido del quadrivium.
De entre el grupo de traductores citados anteriormente, uno de los más notables fue Gerardo de Cremona (1114-1187). Se cree que llegó a Toledo alrededor de 1144 motivado por su gran curiosidad por leer el Almagesto y que, deslumbrado por la riqueza bibliográfica de la ciudad, decidió instalarse allí y aprender el árabe, dedicándose luego a la traducción y mostrando un interés particular por Ptolomeo, Galeno, Avicena y Aristóteles. Y, aunque en Sicilia se había hecho una traducción del texto griego de Almagesto, la versión que Gerardo hizo de esta obra desde el árabe fue la referencia habitual del conocimiento astronómico. Además de esta tradujo hasta 87 obras griegas y árabes: las Segundas analíticas para la lógica y los escritos sobre la naturaleza de Aristóteles, los Elementos de Euclides y algunos de los escritos de Arquímedes. Asimismo, tradujo a los más famosos entre los musulmanes e introdujo los numerales indios al traducir El libro de la suma y la resta en el cálculo de los indios de Al-Juarizmi.
Hasta el siglo XIII no aparecieron versiones vernáculas, directas del original a la lengua vulgar, mientras se planteaba la duda acerca de la fidelidad y la conveniencia de la traducción a partir de la lengua original, para evitar errores como la condena pontificia de Aristóteles, cuando los párrafos en cuestión procedían de Averroes. Esto fue lo que hizo el flamenco Wilhelm de Moerbeke (1215-1286), quien tradujo del griego todo tipo de textos, emprendiendo a instancia del teólogo Tomás de Aquino (1224-1274) la traducción —de acuerdo con el método literal (de verbo, ad verbum)— de la obra completa de Aristóteles para eliminar la influencia de Averroes. No obstante, de ese vasto plan solo se conoce la primera traducción de la Política.
ÁRABES, JUDÍOS Y CRISTIANOS
He mencionado que dos judíos, Judah ben Moses ha-Cohen e Isaac ben Sid, participaron en la composición de las Tablas alfonsíes, un detalle que me permite señalar un hecho importante: la presencia de esta comunidad en los dominios ocupados por los cristianos. El distinguido historiador de la ciencia árabe Julio Samsó (1984: 95) calibró la participación de judíos en las obras astronómicas alfonsíes como sigue: «los judíos se llevan sin duda la parte del león en la labor astronómica alfonsí. Si descontamos las retraducciones, debemos considerar la labor de 12 personas de las que 5 son judíos (un 42 por ciento) e intervienen en 23 obras (74 por ciento), mientras que 7 no judíos (un 58 por ciento) intervienen en 8 obras (un 26 por ciento)». Independientemente de estas cifras, el hecho es que semejante «mestizaje cultural», judío-árabe-cristiano, enriqueció la cultura, científica y humanística, de los reinos empeñados en la Reconquista, como pone de manifiesto, en grado eso sí de excelencia, el ejemplo de Alfonso X.
Tras haber pasado tiempos duros durante la era visigoda, en al-Ándalus la situación de los judíos mejoró, dejaron de estar perseguidos —no siempre, como se verá enseguida— y en consecuencia no solo se abrieron a la lengua y cultura árabes (sin abandonar por ello la suya), sino que también contribuyeron a esta, así como, más tarde, a la cristiana.[16] En especial, destacaron en el campo de la medicina, donde llegaron a representar el 50 por ciento de los médicos de la España cristiana, mientras que solo constituían el 10 por ciento de la población (una cifra importante en cualquier caso). Américo Castro (2001: 478-480) se refirió a este hecho en su libro España en su historia. Cristianos, moros y judíos:
Es muy sabido que la medicina fue uno de los menesteres más practicados por los judíos cultos, y más descuidados por los españoles cristianos. Rara vez encontramos médicos de la casa real que no sean judíos, y entonces son franceses. En los índices de los documentos reunidos por Fritz Baer aparecen 55 menciones de médicos en Castilla y 58 en Aragón; aparte de eso, reyes, señores y prelados solían [tener] a judíos como médicos de cámara [...]. Los registros del Archivo de la Corona de Aragón mencionan 77 médicos hebreos durante el siglo XIV [...]. La antigua costumbre de que los médicos de los reyes y de los aristócratas fuesen judíos era de origen musulmán; los califas de Córdoba tenían médicos hebreos, y Maimónides lo fue de Saladino.
En Córdoba nació uno de los dos grandes nombres de la cultura árabe, el médico, filósofo y astrónomo judío sefardí Maimónides (c. 1135-1204).[17] Sin embargo, su vida fue complicada y su nombre no puede asociarse completamente a al-Ándalus. Cuando nació, Córdoba estaba gobernada por los almorávides, pero en 1147 estos fueron desplazados por los almohades, que eran puritanos e intolerantes y que expulsaron a los judíos, por lo que su familia tuvo que abandonar la ciudad. En algún momento cruzaron el estrecho de Gibraltar instalándose en Fez en 1158, ciudad donde probablemente estudió Teología, Filosofía y Medicina. Pero, como la situación en Marruecos no era demasiado estable, marchó a Acre en 1165, pasando luego a Jerusalén y, finalmente, a El Cairo, donde murió. El maestro de historiadores de la ciencia, George Sarton (1968: 82), resumió cabalmente la biografía de Maimónides como sigue:
En resumen, Maimónides nació en España y se educó totalmente en el Magreb (España y Marruecos); allí pasó los primeros treinta años de su vida (1135-1165), lapso más que suficiente para configurar la personalidad de un hombre. La mitad más larga, esto es, treinta y nueve años (1165-1204), transcurrió en el Oriente, casi exclusivamente en El Cairo. Así pues, es imposible decidir si fue occidental o fue oriental. Hubo otro dualismo en su vida, porque fue al mismo tiempo médico árabe que en nada se distinguió de sus colegas musulmanes o samaritanos, y teólogo judío. No había contradicción en ello, pero su vida no dejó de ser doble y él fue un gigante en las dos formas de vida. Su actividad era prodigiosa, porque fue médico y astrónomo, talmudista, rabí, filósofo y autor de muchos tratados, los cuales se conceptúan aún hoy como obras clásicas universales.
De Maimónides puede decirse, por consiguiente, que contribuyó a llevar algo de la cultura andalusí al islam, que su camino fue «el de vuelta».
El otro gran nombre es otro cordobés, también filósofo y médico, pero con contribuciones a la matemática y a la astronomía, Averroes (1126-1198), que como Maimónides murió fuera de la península Ibérica, en Marrakech.
Hasta comienzos del siglo XII, la mayor parte de los judíos vivieron en al-Ándalus, donde los niveles cultural y económico eran superiores a los de los dominios cristianos. Fue el creciente desarrollo económico y territorial cristiano el que fomentó el éxodo judío —sobre todo el de los ricos y cultos— hacia los dominios reconquistados, o que permanecieran en ellos una vez derrotados los andalusíes.
La presencia de estudiosos judíos en España se mantuvo durante mucho tiempo. Ejemplo muy notable es el del astrónomo (aunque también realizó estudios de otros temas, uno de ellos la lexicografía) Abraham ben Samuel ben Abraham Zacut (también denominado Zacuto; 1452-c. 1515), que llevó a cabo aportaciones importantes a la astronomía.[18]
Zacut nació en Salamanca, pero poco se sabe de lo que estudió o quiénes fueron sus maestros, aunque sí se conoce que su padre, el rabino Samuel Zacut, y también, se cree, que Isaac Aboab, experto en estudios talmúdicos y cabalísticos, tomaron parte en su educación. Parece que en la Universidad de Salamanca —donde nunca enseñó— acudió a clases de Nicolás Polonio, el primer titular de la recién creada cátedra de Astronomía y Astrología. Durante algún tiempo, tuvo como protector al obispo de Salamanca, Gonzalo de Vivero, quien le impulsó a escribir su primer libro de astronomía, Ha-Hibbur ha-gadol (La Gran Composición), escrito en hebreo para una audiencia judía y consistente en cánones y tablas astronómicas. Estas tablas corresponden al año 1473, pero Zacut terminó su libro hacia 1478. Tres años más tarde, los cánones de ese libro fueron traducidos al castellano por el sucesor de Polonio en la cátedra de Astronomía y Astrología, Juan de Salaya, que contó con la ayuda del propio Zacut.[19] En 1485, este dejó Salamanca para entrar al servicio de Juan de Zúñiga, último maestre de la Orden de Alcántara, que residía en Gata (Cáceres). Allí escribió el año siguiente un Tratado breve en las influencias del cielo, al que siguió De los eclipses del sol y la luna, en el que se denominaba «Rabbi Abraham astrólogo de Salamanca». En ambos libros mencionaba otro anterior, Juyzio del eclipse, que no se ha conservado. Cuando los judíos fueron expulsados de España por los Reyes Católicos en 1492, Zacut se marchó a Portugal, donde entró al servicio del rey João II y, después del fallecimiento de este en 1495, al de Manuel I. Probablemente contó para esto con la ayuda de Diego Ortiz de Calçadilla, que había sido catedrático de Astronomía en Salamanca y que contaba con influencias en la corte portuguesa (en 1467 el rey Alfonso V le había nombrado obispo de Tánger). Pero los judíos tampoco encontraron paz en Portugal: en 1497, Manuel I ordenó que los judíos debían convertirse al cristianismo o abandonar el país. Esto último es lo que hizo Zacut, que se instaló en Túnez. Allí escribió un libro, Sefer Yuhasin, en el que decía que él y su hijo habían sido apresados dos veces al llegar a África, y otro, en 1498, donde aplicaba una teoría astrológica de la historia con la que pretendía utilizar los eclipses y conjunciones planetarias para determinar la fecha en que tendrían que cumplirse las predicciones mesiánicas; deducía así que la salvación de Israel debería comenzar en 1503-1504. También adaptó las tablas de Ha-Hibbur ha-gadol al año 1501 y preparó un conjunto de tablas que comenzaban en 1513, dispuestas según el calendario judío y el meridiano de Jerusalén, donde él vivía entonces. Falleció probablemente en Damasco.
Violet Moller (2019: 157) resumió bien las consecuencias del decreto de 1492:
En la España de Isabel y Fernando no cabían las culturas ni las religiones extrañas; los Reyes Católicos expulsaron a miles de judíos, condenaron a la opresión y al exilio a los musulmanes e iniciaron el proceso de destrucción de setecientos años de civilización musulmana. La culminación de dicho proceso llegó en 1499, cuando un clérigo fanático, el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, llegó a Granada con la intención de convertir al cristianismo a toda la población y de acabar con cualquier vestigio de la cultura islámica. Sacó todos los libros de las bibliotecas de la ciudad e hizo con ellos una gran hoguera en la plaza mayor —se quemaron cerca de dos millones de volúmenes—, en un «holocausto cultural» basado en el principio según el cual «destruir la palabra escrita es privar a una cultura de su alma y, en último término, de su identidad». A continuación se promulgaron edictos en virtud de los cuales se prohibía escribir en árabe y se ilegalizaba la posesión de libros en esa lengua.
Triste final para una historia con tantas luces.
UNIVERSIDADES
Por mucho que se pueda comentar de actividades como las que favorecía el rey sabio, los estudios que se realizaban en un monasterio, o la atracción que las riquezas bibliográficas de una ciudad ejercieran sobre eruditos de confines lejanos, faltaba algún tipo de organización que permitiera aprender de manera sistemática materias de cierta envergadura, las que necesitaban conocer los cada vez más solicitados profesionales en campos como el del Derecho o la Medicina. Esa «organización» fue la Universidad, una de las creaciones más perdurables de la Edad Media.
El origen de esta institución se relaciona con los códigos (lex) de los pueblos germánicos, establecidos entre finales del siglo V y comienzos del IX y que derivaban de las costumbres de cada uno de ellos, completadas por la norma romana. Las limitaciones de su contenido contribuyeron a la introducción de un derecho consuetudinario, también llamado «de usos y costumbres». En el botín de los cruzados, figuraba algún ejemplar del Corpus iuris civilis (Cuerpo de derecho civil) preparado entre el 529 y el 534 por orden del emperador Justiniano. Entre quienes desarrollaron aquel corpus, estaba el jurista italiano Irnerio (c. 1050-1140), uno de cuyos argumentos era que había que dotar al Derecho de autonomía, separándolo de la Gramática y la Retórica. En 1084, Irnerio creó una Escuela de Jurisprudencia en Bolonia, a la que el emperador Federico I Barbarroja (1122-1190), como protector de la Comuna, dio la constitución Habita en 1155-1158, con la que se protegía a los estudiantes que vivían lejos de su país, asegurando su libertad de movimiento y sometiéndolos a la jurisdicción de sus maestros o del obispo de la ciudad. De aquel germen, basado en la enseñanza del Derecho (no solo civil, también canónico), terminó surgiendo una institución en Bolonia que adquirió el rango de universidad y adoptó sus estatutos en 1317. Por entonces, se añadieron los estudios de Artes Liberales (formadas por las materias del trivium y el quadrivium) y Medicina, completándose en 1364 el perfil universitario clásico de las cuatro facultades clásicas al introducir la Teología.[20]
Pero Bolonia no tuvo la primera universidad, aunque los estudios jurídicos que allí se realizaban contribuyesen a que surgiese la idea moderna de «universidad», un término este, el de universitas, que ya aparecía, significando «agrupación, corporación, gremio, comunidad, colegio» o similares, en el Digesto de Justiniano de 533. La unión de tres escuelas existentes —real, catedralicia y monacal— dio origen en 1150 al studium generale, como se denominó primero a la universidad, también designada luego como Universitas magistrorum et scholarium («Agrupación de maestros y estudiantes»). En 1215, el cardenal inglés Robert de Curzon, delegado del Papa en París para resolver una serie de enfrentamientos entre una corporación de graduados en artes y el canciller o escolástico de la catedral, por las exigencias de este en lo relativo a la concesión de grados, resolvió que el escolástico estaba obligado a conceder el grado, sin cobro alguno, cuando lo decidiesen los maestros, reconociendo, asimismo, a la corporación el derecho de aprobar sus estatutos. En realidad, aquella corporación se asemejaba a un gremio, pero constituyó un paso previo que facilitó el que, hacia 1245, apareciese en París una universidad consolidada, con su rector, maestros y estudiantes.
Un acontecimiento que influyó en la historia de las universidades, de alguna de ellas al menos, fue la constitución de las primeras órdenes mendicantes: los franciscanos en 1209 y los dominicos en 1215. Esta creación dio origen a los conventos, que, a diferencia de los monasterios que se habían instalado alejados de las urbes, se ubicaron en las ciudades, un lugar donde predicar, aconsejar y encontrar ocupaciones era compatible con el estado monacal, además de adecuado para pedir limosna. A algunos de aquellos monjes la universidad les proporcionó estudios y los contrató como docentes. Un hecho singular fue que, entre 1220 y 1270, las órdenes mendicantes se instalaron en Oxford. Allí establecieron colegios (colleges) para enseñar a sus miembros. Para acoger a los estudiantes que no pertenecían a las órdenes, Walter de Merton (c. 1205-1277), canciller de Enrique III y luego de Eduardo I, construyó un colegio residencial para los laicos (Merton College) en 1264, y su ejemplo provocó la multiplicación de estos. La de Artes Liberales fue la primera facultad en Oxford, añadiéndose en fechas sucesivas las demás. Es un rasgo distintivo de dicha universidad, al igual que de la de Cambridge (cuyos orígenes se remontan probablemente a 1209, cuando algunos académicos de Oxford se establecieron allí, aunque recibió su carta universitaria en 1231 del rey Enrique III), que el reparto de competencias entre la universidad y los colegios ocultó, y aún oculta, la actividad de las facultades, que se manifiesta en los títulos que concede.
Lo normal al principio fue que las universidades contasen entre sus enseñanzas con al menos dos de las tres facultades superiores: Derecho, Teología y Medicina. Con respecto a la última, una de las más antiguas y notables fue la Universitas medicorum de Montpellier, que recibió sus primeros estatutos de Honorio III en 1220. La Constitución Quia Sapientia (1289) de Nicolás IV completó su perfil, al añadir otras tres facultades (Teología, Derecho y Artes liberales). En 1340, se introdujo la práctica de la disección, una cada dos años, y en 1376 un decreto real amplió este ejercicio al aprobar que se entregaran los cuerpos de los que habían sido ejecutados, mientras que en la correspondiente facultad de París no se realizó ninguna en todo el siglo. La enseñanza de la anatomía fue decisiva para el prestigio de aquella, que en 1554 fue dotada de un anfiteatro anatómico y en 1593 de un jardín botánico.
La fundación por Alfonso VIII, con el apoyo del obispo Tello Téllez, del Studium generale de Palencia (reino de Castilla), limitado a las Artes Liberales, se sitúa entre 1208 y 1210. Sus estudios y alumnado fueron básicamente clericales, vinculados a la Teología, y los profesores, canónigos. Esta desapareció, parece que por dificultades económicas, hacia 1243.
El Studium generale de Salamanca (reino de León), Studii Salmantini, fue fundado por Alfonso IX en 1218, incluía las facultades de Artes, Derecho y Medicina. Su condición de universidad regia fue ratificada por Fernando III en 1252, y en 1254 Alfonso X la dotó de estatutos, así como de seguridad económica estableciendo, asimismo, normativas de organización, con cátedras en Derecho canónigo y civil, Medicina, Lógica, Gramática y Música, condiciones que mantuvieron Sancho IV (1282) y Fernando IV (1300). Su consolidación llegó en 1255, cuando el papa Alejandro IV le otorgó la licentia ubique docendi, con reconocimiento universal de sus grados.
Cada universidad tenía sus propios planes de estudio y conferían títulos, que respondían a un modelo común. Tras el primer ciclo, concedían el de bachiller en Artes y los que se preparaban para la enseñanza recibían un máster que los habilitaba para la enseñanza básica, en tanto los que se especializaban podían alcanzar el título superior de doctor.
La dependencia de los textos clásicos fue absoluta en la universidad medieval, limitándose la aportación de los maestros y doctores a comentarios puntuales. Las fuentes eran limitadas: la lógica de Aristóteles para las artes liberales, Hipócrates y Galeno para los médicos, los Padres de la Iglesia y los cánones de los concilios para los teólogos, el Digesto para los juristas, aunque al añadir los cánones y las bulas pontificias surgió otra especialidad, que algunos acumularon para alcanzar el título de doctor utriusque iuris. El método de enseñanza, común para todos los estudios, era la lectura de un texto seleccionado por un lector sentado al pie de la cathedra (un púlpito), y el comentario que hacia el maestro o doctor desde esta. Los exámenes estaban destinados a probar la capacidad del estudiante para argumentar sus opiniones y contestar a las réplicas y cuestiones, la disputatio, la versión escolástica del diálogo griego.
2
CIENCIA PARA UN IMPERIO
SIGLOS XVI Y XVII
El mundo según los filósofos es la universalidad de las cosas. Contiene cielos, estrellas, tierra, mar, con todos los otros elementos y todo juntamente es llamado mundo porque, como dice Ptolomeo, siempre está en movimiento que ninguna holganza le es concedida.
PEDRO DE MEDINA, Arte de navegar (1845)
En este capítulo trataré de dos siglos, el XVI y el XVII, en los que la relación de España con la ciencia fue muy diferente. Se trata de dos centurias cruciales, las de la denominada «Revolución Científica», en las que se sentaron las bases de la ciencia moderna que culminó en 1687 con la publicación de Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de Isaac Newton. Aunque España no puede presumir de haber contado durante esos siglos con científicos de la talla de Copérnico, Vesalio, Brahe, Kepler, Galileo, Boyle o Newton, parte de ese periodo, el quinientos, no fue malo para la ciencia nacional, en la medida en que entendamos apropiadamente el término «ciencia», que no estaba entonces ni tan definido, ni conceptualmente era tan independiente de la técnica como lo sería después. Y esto se debió a que para mantener el imperio que España había construido con el descubrimiento de América fue necesaria la ciencia o, si se prefiere, la asociación de «ciencia» y «técnica». En este capítulo ya quedarán esbozadas algunas de las consecuencias que para la ciencia española tuvo mantener y beneficiarse de los inmensos territorios americanos. Ahora bien, como explicaré en su momento (en particular en el capítulo 4), el descubrimiento de un Nuevo Mundo transoceánico debe tenerse también en cuenta cuando se trata de la Revolución Científica, puesto que aunque lo que se encontró y estudió allí no entra dentro del ámbito conceptual que culminó en las obras físico-matemáticas de los autores que he citado, sí que contribuyó a abrir nuevos apartados de la realidad física, biológica, geográfica y antropológica, apartados sobre los que también habría que reflexionar, introduciendo conceptos y valores antes no contemplados.
CIENCIA PARA LAS NECESIDADES DEL ESTADO
En el siglo XVI, España era una potencia mundial, y la ampliación de los fines de la gestión política a que obligaba tanto el tener que administrar un imperio transoceánico como sus posesiones peninsulares y europeas significó la aparición de nuevas funciones de gobierno, directa o indirectamente relacionadas con el cultivo de la ciencia-técnica. John Elliott (1990: 31-32) se refirió a este punto en uno de sus libros:
¿Qué significaron para la España de los Habsburgo sus grandes posesiones de ultramar, su heroica conquista y su esfuerzo colonizador, su intento de gobernar y defender esas lejanas posesiones? La consecución y conservación del imperio de ultramar representa, necesariamente, una inversión nacional inmensa de personas, energías y recursos. Las inversiones producen beneficios, al menos en teoría, pero también implican gastos [...]. Hay, además, consecuencias intangibles como el desarrollo entre los castellanos de un nacionalismo mesiánico que es obviamente imposible de evaluar en términos de costes y beneficios.
Un fenómeno parecido, por cierto, se dio en el siglo XIX y comienzos del XX en el Reino Unido, que tuvo que dedicar grandes recursos, humanos y económicos, para controlar sus colonias, especialmente la India.
Uno de los «recursos» a los que se refería Elliott para el caso español eran los funcionarios: para gobernar territorios tan extensos, se necesitaban «secretarios para redactar los reglamentos, escribanos para transcribirlos y una multitud de oficiales menores para asegurarse de que los primeros habían cumplido con su cometido». Y esa burocracia repercutió en el sistema educativo español. Como explicaba Elliott:
Al comienzo del siglo XVI, había once universidades en España. Cien años después había treinta y tres. Este crecimiento se explica en gran medida por la creciente necesidad de ministros y oficiales que tenía el estado para dirigir las altas instancias de la burocracia y especialmente de ministros formados en derecho. Se estima que bajo el reinado de Felipe II, Castilla sostenía una población universitaria anual de 20.000 a 25.000 estudiantes, lo que representa alrededor de un 5,43 por ciento de su población masculina de dieciocho años, una cifra que parece bastante elevada comparada con los parámetros europeos de la época. Aquellos estudiantes que se dedicaban al derecho y aprobaban el curso se convertían en letrados, licenciados en derecho que formaban el contingente de reclutamiento de la burocracia.
Lo menos que puede decirse es que aquello repercutió negativamente en el interés que los jóvenes españoles podían, acaso, haber mostrado por materias como la Matemática, la Medicina, la Astronomía o la Física. Falta de interés en los jóvenes y también en las universidades hacia las facultades que se ocupaban de esas materias. Aun así, el Estado tenía que ocuparse también de cuestiones como el control de los problemas sanitarios, la tecnificación del Ejército, y la organización de los medios científicos y técnicos que exigían las comunicaciones con el inmenso imperio colonial hispano, con vistas, entre otros menesteres, a la explotación de sus recursos naturales.
Cuando se busca desentrañar la historia de la ciencia que se hizo en España en el siglo XVI, más que mirar a las universidades hay que hacerlo a instituciones de carácter científico y técnico dependientes de la Corona, que experimentaron un importante desarrollo. La Casa de la Contratación de Sevilla fue una de ellas. Si se eligió Sevilla y no Cádiz fue porque aquella era accesible por el Guadalquivir y más segura que la urbe gaditana, que por su situación podía ser atacada por navíos de otros países o incluso por piratas.
Durante el reinado de Felipe II, el Tribunal del Protomedicato (creado en 1447 por los Reyes Católicos y formado por los médicos reales) acabó convirtiéndose, en la Corona de Castilla por una pragmática del rey de 1588, en un organismo controlador del ejercicio médico y de las medidas en torno a la salud pública, incluyendo la recaudación de impuestos relacionados con las prácticas sanitarias. De hecho, Felipe II mostraba un interés especial en la sanidad, dada la mala salud que tuvo a lo largo de su vida (ya de niño padeció varias fiebres, algunas probablemente infecciones bacterianas producidas por alimentos). Así que no es sorprendente que ordenase el envío a América de una expedición dirigida por uno de sus médicos, Francisco Hernández, entre cuyos fines se encontraba la búsqueda de plantas utilizadas por los indígenas para combatir enfermedades.[1] Tampoco lo es que durante su reinado se realizase una nueva traducción al castellano de De materia medica de Dioscórides. Es probable que este tratado, titulado en su versión castellana Acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos, fuese el libro científico más utilizado en los siglos XVI-XVIII.[2] Su traductor fue un personaje eminente, el segoviano Andrés Laguna (1499/1510?-1559), bachiller en Artes por la Universidad de Salamanca y en Medicina por la de París (1534), médico de la emperatriz Isabel en 1539 y del emperador Carlos en algunos momentos, además de otros desempeños, entre los que sobresalen dos: ejerció como médico personal del papa Julio III y pronunció en Colonia un famoso Discurso sobre Europa. La primera edición de su Dioscórides se publicó en Amberes en 1555.[3] Dedicada a Felipe II, Laguna aprovechó para escribir en ella: «Siendo cosa justísima, que pues todos los príncipes y las universidades de Italia se precian de tener en sus tierras muchos y muy excelentes jardines, adornados de todas clases de plantas que se pueden hallar en el universo, también V. M. provea y dé orden que a lo menos tengamos uno en España, sustentado con estipendios reales». En el enciclopédico discurso que preparó para su recepción pública en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Fernández Vallín (1893: 125-126) se refirió al Dioscórides traducido y anotado por Laguna como sigue:
El ilustre segoviano y catedrático de Alcalá, Andrés Laguna, dio a Europa, en sus anotaciones al Dioscórides, lo que podría llamarse el libro de texto por espacio de más de un siglo, el cual contiene muchas aplicaciones a la Medicina, y entre ellas una parte científico-histórica, y especialmente tecnológica, muy notable; la sinonimia en varios idiomas, como el griego, el latín, alemán, portugués, etc.; y la explicación en algunos casos de la preparación u origen de los cuerpos, que describe el autor con asombrosa claridad y exactitud, fijándose detenidamente en multitud de plantas y animales útiles, así como en los terrenos y regiones donde se criaban. «Quiero —decía a Felipe II— pasar por silencio cuántos y cuántos trabajosos viajes hice para salir con tal empresa honorablemente, cuántos y cuántos montes subí, cuántas cuestas bajé, arriesgándome por barrancos y peligrosos despeñaderos, y finalmente, cuán sin duelo gasté la mayor parte de mi caudal subsistencia en hacerme traer de Grecia, del Egipto y de Berberia muchos simples exquisitos y raros para describirlos con sus historias, no pudiendo por la malignidad de los tiempos ir yo mismo a buscarlos a sus propias regiones, aunque también lo tenté.»
Durante el reinado del rey Prudente se acometieron, asimismo, otras empresas científicas, entre las que cabe destacar: el estudio sistemático de la Geografía física y humana y la Cartografía de la metrópoli y de los territorios americanos que condujo a las Relaciones de los pueblos de España y las relaciones de Indias (1575) y la organización de observaciones astronómicas normalizadas en las ciudades y pueblos españoles de las Indias.
LA CASA DE LA CONTRATACIÓN
La Casa de la Contratación fue creada en 1503 por los Reyes Católicos para organizar el comercio con el Nuevo Mundo, lo que implicaba no solo supervisar y registrar los cargamentos que salían o llegaban de América, sino también ocuparse de otras funciones.[4] Una de ellas nos interesa en particular: en 1508 Fernando el Católico (que entonces desempeñaba el cargo de regente de Castilla, debido a la inhabilitación de la reina Juana, apodada La Loca) ordenó crear el puesto de piloto mayor, que tenía a su cargo la obligación de examinar y graduar a los aspirantes a pilotos para «la carrera de Indias», «censurar» las cartas náuticas e instrumentos necesarios para la navegación, y confeccionar «un padrón de todas las tierras e islas de las Indias que hasta hoy se han descubierto, pertenecientes a los nuestros reinos y señoríos».[5] Y como todo esto implicaba recurrir a conocimientos astronómicos, y por consiguiente también matemáticos, la Casa de la Contratación adquirió la categoría de institución científica, al menos al cabo de un tiempo, porque como explicó José Pulido Rubio (1923: 4-5) en su estudio clásico de los pilotos mayores:[6]
En los primeros años de los descubrimientos, cuando aún eran rudimentarios los conocimientos de las nuevas tierras y los estudios geográficos no habían tomado carácter más científico, se nombran a hombres prácticos en la navegación, a marinos que se habían distinguido por sus expediciones.
Después, cuando hombres eminentes se dedican al estudio científico de la geografía, cuando la inmensa cantidad de tierras descubiertas extendieron el campo de dicha ciencia, cuando se multiplican los que se dedican a la cartografía y a la fabricación de los instrumentos para la navegación, cuando la experiencia adquirida en muchos años de navegación continua enseñó que la causa de muchos siniestros marítimos había que buscarla en la poca preparación científica de los pilotos, recayó el cargo de Piloto Mayor en hombres que no habían hecho expediciones marítimas, pero que sobresalían en el campo de la ciencia.
El primer piloto mayor que se nombró mediante real cédula fue el florentino Américo Vespucio (1454-1512). En su obra póstuma Disertación sobre la historia de la Náutica y de las Ciencias Matemáticas, Martín Fernández Navarrete (1846: 132) se refirió a este nombramiento en los términos siguientes:
El Rey Católico que atendía a todo esto [los progresos de la náutica y la idoneidad de los pilotos] con gran solicitud, llamó a la corte a Juan Díaz de Solís, Vicente Yáñez Pinzón, Juan de la Cosa [el autor de la famosa carta en la que apareció representada por primera vez (1500) América] y Américo Vespucio; y después de haberles oído resolvió que como hombres prácticos en la navegación de las Indias, se embarcasen para descubrir hacia el sur por la costa de Brasil adelante, estimando necesario que uno de ellos quedase en Sevilla para hacer las cartas de marear, y anotar en ellas cuanto se fuese descubriendo; para lo cual escogió a Américo Vespucio, imponiéndole esta obligación con el título de Piloto mayor de la Casa de la Contratación, dado en Burgos a 22 de marzo de 1508 con cincuenta mil mrs [maravedíes] de salario.
Como es bien sabido, el nombre por el que es conocido el Nuevo Mundo celebra a Américo Vespucio, en torno al cual existe una, digamos, «leyenda negra». Pulido Rubio (1923: 7), por ejemplo, le dedicó las nada halagadoras siguientes palabras:
¿Cuál fue el primer Piloto Mayor? Un ilustre marino florentino que en Sevilla visitaba las casas de Juanoso Berardi, un servidor de los Medicis, y de Cristóbal Colón, y con cuyo trato tal vez se despertó en su alma el deseo de descubrir nuevas tierras. Un hombre falaz, que lo mismo sirve a España que a Portugal, que publica una relación fantástica de sus viajes y que arrebata a Colón la gloria de dar su nombre al continente por él descubierto.
Este marino era Américo Vespucio, que en 1492 lo vemos establecido en Sevilla. Después de acompañar a Alonso de Ojeda en la expedición de 1499, pasa al servicio del Rey de Portugal, para volver, al poco tiempo, al del Rey de España.
Es cierto que lo que vino en denominarse «América» debió de ser Colombia, pero esto no implica que Vespucio mereciese semejante tratamiento. Más cabal es la caracterización de Ricardo Cerezo Martínez (1994: 135): «Quiérase o no, Vespucio acabó siendo un navegante de la misma categoría que sus colegas, conocedor de la mayor extensión de costa de tierra firme descubierta, diestro en la práctica de la cartografía, experto en el manejo de los instrumentos náuticos y en la aplicación de los métodos de la navegación de estima y astronómica». Tras lo cual citaba, como muestra de sus conocimientos y preocupaciones, lo que escribió a Lorenzo di Pierfrancesco de Medicis el 18 de julio de 1500 sobre el viaje que realizó en compañía de Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa:
Perdí muchas veces el sueño de noche en contemplar el movimiento de las estrellas del otro polo, para señalar cuántas de ellas tuviesen menor órbita y se hallasen más cerca del Firmamento, y no pude con tantas malas noches que pasé, y con cuantos instrumentos usé, que fueron el cuadrante y el astrolabio. No advertí estrella que tuviese menos de diez grados de movimiento sobre su órbita, de modo que no quedé satisfecho conmigo mismo de nombrar ninguna que señalase el polo Sur o causa del gran círculo que hacían alrededor de Firmamento.
Ante la complicación de las tareas que en principio correspondían al piloto mayor, en 1523 se creó un segundo puesto científico, el de cosmógrafo, para hacer cartas e instrumentos de navegación, que tomaba para sí las antes mencionadas funciones asignadas al piloto mayor, quedando para este como obligación fundamental la de examinar a los aspirantes a pilotos de las naves de las flotas de Indias. En 1552, el entonces príncipe Felipe estableció una cátedra de Cosmografía y del Arte de Marear, cuyo catedrático debía ocuparse de las siguientes enseñanzas (real cédula de 4 de diciembre de 1552):[7]
Primeramente ha de leer la esfera o al menos los dos libros della primero y segundo.
Ha de leer así mismo el regimiento que trata del altura del sol y como se sabrá, y la altura del polo y cómo se sabrá, y todo lo demás que paresçera por el dicho regimiento.
Ha de leer así mismo el uso de la carta y cómo se tiene de echar punto en ella y saber siempre el verdadero lugar en que está.
Ha de leer también el uso de los instrumentos y la fábrica dellos, porque conozca en viendo un instrumento si tiene error.
Los instrumentos son los siguientes:
Aguja de marear
Astrolabio
Cuadrante
Ballestilla
De cada uno destos ha de saber la teoría, esto es, la fábrica y uso dellos.
Ha de saber así mismo cómo se han de marear las agujas, para que sepan en cualquier lugar que estuvieren cuánto es lo que el aguja nordestea o noroestea en tal lugar, porque ésta es una de las cosas más importantes que han de menester saber por las ecuaciones y resguardos que han de dar cuando navegan.
Ha de leer así mismo el uso de un reloj general diurno y nocturno porque les será más importante en todo el discurso de la navegación.
Ha de leer así mismo para que sepan de memoria e por escrito en cualquier día de todo el año cuánto son de luna, para saber cuánto y a qué hora les será la marea para entrar en los ríos y barras, y otras cosas a ese mismo tono que tocan a la práctica y uso.
Las materias que tenía que explicar este catedrático sirven bien para comprobar las dificultades a que debían enfrentarse los marinos cuando se alejaban de las costas, así como la relación de aquellas con la ciencia. «Leer la esfera» —la celeste y la terráquea— quería decir saber de astronomía y geografía. Establecer la «altura del sol» y «la altura del polo» implicaba determinar la latitud, para lo que se requería medir la altura del Sol y de las estrellas cercanas a los polos celestes. Las referencias a la «aguja de marear» correspondían a la brújula —«la llave maestra para abrir el camino de los mares desconocidos a los antiguos, y ponernos en comunicación con los hombres de todo el universo» (Fernández Navarrete, 1846: 55)— y a la declinación magnética, un asunto particularmente complicado porque todavía no se sabía el motivo de que la aguja imanada se dirigiera a una determinada dirección, lo que, por otra parte, no sucedía siempre, ya que durante las travesías no era infrecuente detectar anomalías con respecto a lo esperado en la dirección que señalaban las brújulas: advirtieron los navegantes, por ejemplo, que desde el meridiano de las islas de Cabo Verde y de las Azores, la aguja noroesteaba para el poniente y nordesteaba para el oriente.[8]
Fue el inglés William Gilbert quien en su celebrado tratado De Magnete, Magneticisque Corporibus, et de Magno Magnete Tellure (Sobre el magneto, cuerpos magnéticos, y sobre el gran magneto terrestre; 1600) describió los experimentos que había realizado con una pequeña esfera imanada (terrella) que le condujeron a concluir que la Tierra actuaba como un gigantesco imán y que esta es la razón por la que las agujas de las brújulas señalan el norte. Aprovechaba Gilbert (1893: 232) en De Magnete para criticar otras ideas que se habían propuesto para explicar el comportamiento de las agujas magnéticas:
Pero todavía más vanas y estúpidas son las imaginaciones de otros escritores: Cortesius, por ejemplo, que habla de una fuerza motriz más allá de los cielos más alejados; Marsilius de Ficino, que halla la causa de la variación en una estrella de Osa; Petrus Peregrinus, que la encuentra en el polo del mundo; Cardano, que la refiere al naciente de una estrella en la cola de la Osa; el francés Bessard, al polo del zodiaco; Livius Sanutus, a un cierto meridiano magnético; Franciscus Maurolycus, a una isla magnética; Scaliger, a los cielos y a las montañas; el inglés Robert Norman, al «punto respectivo».
Dejando de lado, por consiguiente, esas opiniones que no encajan con la experiencia diaria, o al menos no han sido demostradas en absoluto, busquemos la causa verdadera de la variación. La Gran Piedra-Imán, o el globo terrestre, da, como he dicho, al hierro una dirección al norte y al sur; el hierro magnetizado se ajusta fácilmente a esos puntos.
La imposición de que debían saber manejar o conocer la teoría del astrolabio («instrumento de metal que se usaba para observar en el mar la altura del polo o de los astros»), el cuadrante («instrumento cuyo arco consta de noventa grados o la cuarta parte del círculo, y que sirve para observar las alturas de los astros o su paso por el meridiano») y la ballestilla («instrumento para observar las alturas de los astros»), al igual que su práctica y cómo se fabricaban, es natural, pues se trataba de los instrumentos más básicos para «leer los cielos» (posiciones y alturas de estrellas, Luna y Sol), datos imprescindibles para una buena navegación… dentro de los límites que entonces existían. Uno de esos límites era la determinación de la «longitud»; esto es, «el arco del ecuador terrestre comprendido entre dos meridianos, o lo que el uno dista del otro en este sentido, es decir, angularmente. Siendo este uno de los elementos precisos y únicos que determinan la posición o situación de los lugares en el globo, y careciendo de punto u origen fijo de donde empiece a contarse, se ha llamado primer meridiano al que se ha señalado por tal origen fijo».[9] (Como es bien sabido, el meridiano cero de referencia actual pasa por Greenwich; la decisión de que así fuese se tomó en una conferencia celebrada en Washington D. C. en 1884. Con anterioridad, se utilizaron otros meridianos cero: Ptolomeo eligió uno situado en el océano Atlántico, al oeste de las islas Canarias; en las tablas astronómicas preparadas bajo la dirección de Alfonso X, el meridiano de referencia pasaba por Toledo, entonces capital de Castilla; Mercator lo situó en las Azores; en la segunda mitad del siglo XVIII, en España se utilizó uno que pasaba por Cádiz. Y los hubo también en otros lugares, como París o Salamanca.)
Determinar la longitud tenía para España una importancia especial: el poder establecer cuáles eran los límites que separaban las propiedades que España y Portugal podían reclamar. Entre mayo y septiembre de 1493, el papa valenciano Alejandro VI (Rodrigo Borgia) promulgó dos breves, también llamados «bulas de donación». El segundo (Inter Caetera II, 4 de mayo de 1494) adjudicaba a la Corona de Castilla las tierras descubiertas, o por descubrir, que se hallasen hacia occidente, siempre que estuviesen más allá de una línea imaginaria, de polo a polo, que pasase a 100 leguas al oeste de las Azores. El papa Alejandro mantenía buenas relaciones con los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, y Juan II de Portugal argumentó que la bula favorecía a los españoles. Después de las correspondientes negociaciones, el 4 de junio de 1494 se firmó el acuerdo definitivo, el Tratado de Tordesillas, que establecía un nuevo meridiano de demarcación a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. Los Reyes Católicos lo refrendaron el 2 de julio y Juan II el 5 de septiembre. Pero se trataba de líneas de longitud, y por eso se necesitaba un método seguro para determinarla.
Cuando se estudian los textos de la época que tratan del «arte de marear», se observan los muchos intentos que se llevaron a cabo a lo largo del siglo para determinar la longitud basándose en los instrumentos antes mencionados, pero las dificultades eran grandes y abundantes: era muy difícil observar la posición real de la Luna; las efemérides carecían de la exactitud necesaria; los eclipses suceden pocas veces y no son visibles en todas partes; y, sobre todo, no se disponía de relojes lo suficientemente estables y precisos como para superar los vaivenes propios de la navegación y los cambios de presión y de temperatura. Este último punto era el principal escollo, pues en teoría la medida de la longitud era sencilla, ya que se trataba de determinar la diferencia horaria entre un punto de referencia, como podía ser el lugar de partida del navío, y la de este en un momento determinado (como podía ser el puerto de llegada), pero esa medida del tiempo local exigía disponer de relojes con las propiedades citadas.
Galileo y la longitud
El problema de determinar la longitud atrajo el interés de marinos y científicos, en ocasiones estimulados por premios que se ofrecían a quien resolviera el problema. Así lo hicieron tanto Felipe II como Felipe III, el primero en 1567, el segundo en 1598, este último con 6.000 ducados y una pensión vitalicia de 2.000 ducados anuales (fueron, parece, los primeros en establecer recompensas). Uno de los científicos que respondió a estos retos fue Galileo, que propuso utilizar el movimiento de las lunas de Júpiter como reloj universal. Armando Cotarelo Valledor (1935: 73) estudió este asunto, y dio los detalles siguientes:
«En 1619, [Galileo] presentóse al concurso de la longitud, ofreciendo, de camino, la invención para descubrir los bajeles enemigos diez veces más lejos que con la simple vista. El asunto fue remitido por Real despacho de 28 de enero de 1620, al duque de Osuna, virrey de Nápoles, para que lo mandara examinar. Consistía la propuesta de Galileo en la observación de los eclipses de los satélites de Júpiter, recientemente descubiertos, y era original y muy exacto. Rechazóse, sin embargo, no por no comprenderle, como escribe [Guglielmo] Libri [Histoire des sciences mathématiques en Italie, depuis la renaissance des lettres jusqu’à la fin du XVIIe siècle; 1838-1841], sino porque su método era entonces impracticable, pues aunque dichos fenómenos ocurren diariamente, no era cómodo ni aun fácil observarlos a bordo (ni lo fue nunca), máxime faltando tablas precisas de los movimientos de aquellos astros.
Volvió Galileo a dirigirse a España en 1632, también sin éxito, como tampoco lo obtuvo en Holanda; pero españoles trabajaron con él y le alentaron en sus ofrecimientos. “Je possede —dice el Abate [Carlo] Denina [Résponse a la question que doit-an à l’Espagne; 1786]— une lettre originale de Galilée par la quelle on voit qu’un Monsieur Guevara, l’an 1635, lui avoit communiqué des observations fort subtiles”. Y cuando llegaron los días amargos y Galileo fue perseguido y confinado en Arcetri, me es grato recordar que un gran español, San José de Calasanz, condolido de aquel glorioso anciano, solo, enfermo y ciego, envió dos sacerdotes de su orden para que le acompañaran, le consolaran y aun le sirviesen de secretarios».[10 ]
La «invención para descubrir los bajeles enemigos diez veces más lejos que con la simple vista», que se cita de Galileo, se refiere, obviamente, al telescopio que construyó en 1609 y con el que realizó las célebres observaciones de la Luna, la Vía Láctea y Júpiter (en torno al cual descubrió que orbitaban cuatro satélites). Y aprovecho para señalar que la historia de la invención del telescopio no se reduce a Galileo.
El invento del telescopio (cuyo nombre procede del latín lens, «lenteja», por la forma biconvexa de las lentes más comunes) no fue cuestión de teóricos de la óptica, sino de artesanos como el holandés Hans Lippershey (1570-1619), de Middelburg, que llegó a solicitar una patente, acción que provocó que otros dos holandeses, fabricantes de lentes, Jacob Metius (c.1571-1630), de Alkmaar, y Zacharias Janssen (1588-1638), de Middelburg, reclamaran la paternidad de la invención (el 2 de octubre de 1608, la cuestión de patentar el telescopio fue debatida en el Parlamento, que finalmente decidió no adjudicar la patente a nadie, entre otras razones porque creían que semejante arte no podía permanecer en secreto). Puede que también tuviese ideas parecidas, aunque —en este caso sí— más teóricas, el polígrafo napolitano Giovan Battista della Porta (1535-1615), quien en el capítulo XVII de su Magia naturalis (Nápoles, 1589), titulado «De catoptricis imaginibus», trataba de las propiedades de aumento de las lentes, describiendo sumariamente lo que podría haber sido un catalejo (en la página 269 de esta obra se lee: «las lentes cóncavas hacen ver con claridad las cosas lejanas; las convexas las cercanas; por lo tanto las podrás utilizar según la calidad de tu vista; con lo cóncavo las cosas lejanas parecerán pequeñas pero claras, verás las cosas cercanas y lejanas claramente y también grandes. Hemos hecho una cosa muy deseada por nuestros amigos, que veían las cosas lejanas muy turbias, y las cosas cercanas nebulosas, hemos hecho que todos vieran muy claramente»). Otro italiano posible constructor de un telescopio temprano fue Raffaello Gualterotti (1543-1639), que el 24 de abril de 1610 escribió a Galileo manifestando que había construido un catalejo doce años antes (esto es, en 1598), pero que no había pensado que pudiese magnificar tanto como para ser de utilidad en las observaciones astronómicas. Finalmente, otro que requirió su parte fue Antonio de Dominis (1566-1624), quien tras la aparición de Sidereus nuncius —el libro donde Galileo presentó (1610) sus observaciones— decidió presentar públicamente su reclamación en un libro titulado De radiis visus et lucis in vitris perspectivis et iride tractatus, publicado, al igual que Sidereus, por Tommaso Baglioni (Venecia, 1611). También el inglés Thomas Harriot (c. 1560-1621), un empleado del conde de Northumberland, dispuso de un telescopio (él lo llamó perspective tube; esto es, «tubo de perspectiva»), de unos seis aumentos, con el que observó la Luna. Entre los dibujos suyos que se conservan, hay uno, datado el 26 de julio de 1609, en el que se reproduce la Luna con una línea curva, de trazos algo toscos, que separa la parte iluminada de la oscura.
En un libro como el presente interesa, asimismo, señalar que en la obra Telescopium, sive ars perficiendi novum illud Galiloei visorium instrumentum ad Sydera (1618) el milanés Girolamo Sirtori (o Hieronymi Sirturi) se refirió a un catalejo que fue regalado por un francés al zamorano conde de Fuentes (1525-1610), y mencionaba entre los fabricantes de ese tipo de instrumentos a una familia de artesanos de Barcelona, que parece ser la del gerundense Juan Roget (muerto c. 1618).
Pero dejemos estas cuestiones para añadir que otro de los científicos destacados que se interesó en el problema de la determinación de la longitud fue Edmond Halley, al que el rey de Inglaterra, William III (Halley le había informado de «la teoría de la aguja magnética»), ordenó que, «para el beneficio de la navegación», observase las variaciones de dicha aguja en varias partes del océano Atlántico. Para ello, el 19 de agosto de 1698 le nombró comandante de su navío Paramoor Pink, con la orden de: «buscar, mediante observaciones, la Regla de las variaciones de la brújula [y] detenerse en los asentamientos de su Majestad en América y realizar algunas observaciones allí, para así determinar mejor las Longitudes y Latitudes de esos lugares, e intentar descubrir qué Tierras se encuentran al Sur del Océano Occidental».[11] Después de una serie de incidentes que le obligaron a regresar a Inglaterra y volver a partir, Halley regresó de su viaje el 7 de septiembre de 1700. En 1701 entregó su informe, titulado «A new and correct Chart shewing the variations of the compass in the Western and Southern Oceans».
No fue hasta 1760 cuando John Harrison construyó un reloj mecánico, el denominado «H-4», con las propiedades necesarias para poder ser utilizado en navíos (antes había fabricado otros modelos que no satisfacían todos los requisitos exigidos por el Almirantazgo inglés para otorgarle el cuantioso premio que había establecido en 1714 el Parlamento; después de no pocas luchas, Harrison consiguió que se le dieran 23.065 libras).
CIENCIA SECRETA
En la España «oficial», y dada la importancia del asunto, no fueron pocos, y sí desde luego los mejores, los cosmógrafos del siglo XVI que intentaron dar con un método fiable para determinar la longitud.[12] Uno de ellos fue el cosmógrafo mayor de la Casa de la Contratación, Alonso de Santa Cruz (1505-1567), un sevillano que viajó en 1526 a América, acompañando a la expedición que dirigía Sebastián Caboto y que su acomodada familia había ayudado a organizar.[13] Allí, en la zona del Río de la Plata, pasó cinco años. Cuando regresó a España, entró a formar parte de la Casa de la Contratación, a partir de 1536 como cosmógrafo, con el encargo de preparar y supervisar mapas e instrumentos de navegación, y desde 1557 como cosmógrafo mayor, cargo que implicaba residir en la corte, lo más próximo posible al Alcázar Real. Este empleo tuvo, sin embargo, una vida breve, pues se mantuvo únicamente hasta 1567, pero sirvió como ejemplo y antecedente para la creación, en 1571, del cargo de cosmógrafo mayor del Real Consejo de Indias, cuyo primer titular fue Juan López de Velasco.
En su Disertación sobre la historia de la Náutica y de las Ciencias Matemáticas, Fernández de Navarrete (1846: 184-185) transcribió unos pasajes del Libro de las longitudes y manera que hasta agora se ha tenido en el arte de navegar, con sus demostraciones y ejemplos, que Santa Cruz compuso en fecha no determinada y cuyo manuscrito se conserva en la Biblioteca Nacional de España:[14 ]
El método que [Santa Cruz] explica como el 6.º para saber la longitud por los relojes, se había ya experimentado arreglándolos a 24 horas precisas, e inventándolos de muchas maneras: unos con ruedas de acero y sus cuerdas y pesas; otros con cuerdas de vihuela y acero; otros de arena como las ampolletas; otros con agua en lugar de arena; variando esta invención de dos modos; otros con vasos o ampolletas grandes llenas de azogue; y otros en fin muy ingeniosos en que por medio del viento se movía cierto peso y con él la cuerda del reloj, o ya con fuego por medio de unas mechas empapadas de aceite y encendidas y tan iguales, que su duración fuese de 24 horas. Conocida pues exactamente en el puerto de salida la hora por medio de una observación astronómica, y arreglando a ella el reloj; era claro que averiguando por otra observación semejante la hora en el punto de llegada, y comparada con la del reloj, la diferencia daría la longitud entre ambos puntos; pero esto suponía una igualdad y constancia en el movimiento de los relojes, que no podía esperarse de su mezquina construcción, ni de la clase de sus materiales, expuestos siempre al influjo y alteraciones del mar y de la atmósfera; y por lo mismo concluía diciendo Santa Cruz, que por «vía de relojes será dificultosa cosa el saber de la longitud, con la precisión que se requiere».
El mismo Santa Cruz explicó el contenido y origen del Libro de las longitudes en una carta que dirigió a Felipe II y que reproduzco parcialmente aquí, puesto que permite acceder a las necesidades cosmográficas de la época, así como a la manera de exponerlas (reproducida en Cuesta Domingo, 1983: vol. I, 139-140):
De la junta que los días pasados se tuvo, por mandado de vuestra majestad, con algunos cosmógrafos, astrólogos y otras personas doctas en las semejantes ciencias, para el examen de ciertos instrumentos de metal y libros que Pedro Apiano Aleman hizo para dar por ellos la longitud, vino a comprender el marqués de Mondejar, que allí se halló como presidente, algunas maneras que hasta aquel tiempo se habían podido alcanzar a saber para el dar de la dicha longitud, que no es otra cosa que poder navegar de Oriente a Poniente, y al contrario, con tanta facilidad como el día de hoy se navega de Mediodía a Septentrión y por el contrario, y saber las distancias o apartamiento que cualesquier lugares pueden tener de Oriente a Occidente o al contrario, de Oriente a Poniente.
[...] Y no obstante que el marqués hubiese bien comprendido las dichas maneras de dar la longitud, le pareció para más satisfacción suya que yo le dijese mi parecer, así acerca de la manera que se había tenido en la invención de ellas como de otras que yo hubiere alcanzado a saber, poniéndolas todas por orden según que por los pasados y presentes fueron inventadas, declarándolas por la mejor manera que pudiese para que con mucha facilidad se pudiesen entender y que allende de esto dijese todo lo que más particularmente pudiese saber acerca del mucho o poco provecho que para el bien de las navegaciones podrían acarrear.
Todo lo cual yo acepté, teniendo a buena dicha que se hubiese ofrecido cosa en tal coyuntura con que me pudiese emplear en servicio de vuestra majestad; y así diré aquí, en este breve compendio, lo que acerca de todo ello he podido alcanzar, y lo dividiré en dos partes:
En la primera pondré todas las maneras que se han tenido acerca de dar de la longitud, añadiendo las que yo y otros de mi tiempo tenemos inventadas, poniendo los muchos o pocos provechos que en el obrar de ellas se pueden acarrear en las navegaciones que se vinieren a hacer, así para la parte oriental del mundo como para la occidental.
En la segunda parte trataré de todo lo que Tolomeo escribe en su primer libro de la Geografía, añadiendo ciertas declaraciones y anotaciones en cada capítulo para mayor inteligencia de cada uno de ellos, usando de demostraciones geométricas cuando el caso y oscuridad de la cosa lo requiere, lo cual determiné aquí poner para que mejor se entiendan las cosas que trataré en la primera parte, las cuales dejaré de decir en ella para evitar prolijidad, remitiéndome a la segunda.
He mencionado que del Libro de las longitudes se conserva una copia manuscrita en la Biblioteca Nacional, y es que no llegó nunca a publicarse porque Santa Cruz no consiguió la oportuna licencia (tampoco para otras obras suyas), por no considerarse conveniente por razones políticas la divulgación de su contenido. En este sentido, en 1563 Felipe II se dirigió al presidente del Consejo de Indias en los siguientes términos (Vicente Maroto, 1997b: 180):
Y quanto a lo de los libros que el dicho Alonso de Santa Cruz ha ofrecido que imprimirá, tocantes a la declaración de las Indias, que dezís serán de provecho para tener noticia más en particular de aquellas partes, aunque esto sea assí, havéis de mirar que por esta misma razón podría traer mucho inconveniente en que los dichos libros se imprimiesen, por la noticia y claridad que por ellos hallarían estranjeros y otras personas que no fuesen súbditos ni vasallos nuestros de las dichas Indias, que es punto de consideración, y por esto os encargo lo miréis y tratéis y me aviséis de vuestro parecer. De Monzón, a 26 de noviembre de 1563.
El caso de las obras de Santa Cruz no fue el único de este tipo que se dio en aquella época. Otro ejemplo es el del navegante y cartógrafo Juan Escalante de Mendoza (1529-1596), quien realizó varios viajes a América. En torno a 1575, Escalante compuso un Itinerario de navegación de los mares y tierras occidentales, que Fernández de Navarrete (1846: 240) calificó de «suma de los conocimientos marítimos de aquella edad, importantísima para la historia de la navegación, y digna de todo aprecio por la natural sencillez de su estilo, y por los sucesos y noticias con que está exornada y tejida su narración». En ella, se recogían comentarios y explicaciones muy valiosos para los navegantes, como eran los usos y limitaciones de algunos instrumentos marinos, indicios para predecir el tiempo o las mareas. Pero cuando Escalante solicitó al Consejo de Indias licencia para publicar su libro, este se la negó, argumentando que «los enemigos de la nación se aprovecharían de los conocimientos de nuestras derrotas y navegaciones». Reclamó, pero sin éxito, como tampoco lo tuvo su hijo Alonso Escalante de Mendoza. En 1880 se publicó una versión parcial (solo el Libro Primero) del manuscrito. Hubo que esperar hasta 1985 para que el Museo Naval lo publicase completo.
Es obligado concluir, por consiguiente, que una parte de la ciencia y la técnica producida en los dominios y bajo el patrocinio o control de Felipe II, aquella que tenía que ver con cartas marinas, derroteros, límites o mejoras de instrumentos para la navegación, lo que implicaba conocimientos astronómicos y matemáticos, se ponía en cuarentena, se aislaba de contactos y difusión sin los cuales difícilmente podía germinar y fecundar otros espíritus. La razón de Estado se imponía sobre la razón científica. Es, desde este punto de vista, comprensible que la historiadora de la ciencia María Portuondo (2009) introdujese la denominación «ciencia secreta» en el título de un libro sobre estos asuntos, Secret Science. Spanish Cosmography and the New World.
Relacionada con este contexto debe entenderse la famosa Pragmática que Felipe II promulgó, como rey de la Corona de Castilla, en Aranjuez el 22 de noviembre de 1559, mediante la cual prohibía a sus súbditos estudiar en un buen número de universidades extranjeras, exceptuando las de la Corona de Aragón, la portuguesa Universidad de Coimbra y algunas universidades italianas: la Universidad de Bolonia, la de Roma y la de Nápoles (esta última perteneciente a un reino de la Corona de Aragón).[15] Decía lo siguiente:
Prohibición de pasar los naturales de estos Reinos a estudiar en Universidades fuera de ellos.
Porque somos informados que, como quiera que en estos nuestros Reinos hay insignes Universidades y Estudios y Colegios donde se enseñan y aprenden y estudian todas artes y facultades y ciencias, en las cuales hay personas muy doctas y suficientes en todas ciencias que leen y enseñan las dichas facultades, todavía muchos de los nuestros súbditos y naturales, frailes, clérigos y legos, salen y van a estudiar y aprender a otras Universidades fuera de estos Reinos, de que ha resultado que en las Universidades y Estudios de ellas no hay el concurso y frecuencia de estudiantes que habría, y que las dichas Universidades van de cada día en gran disminución y quiebra; y otrosí, los dichos nuestros súbditos que salen fuera de estos Reinos, allende el trabajo, costas y peligros, con la comunicación de los extranjeros y otras Naciones, se distraen y divierten, y viven en otros inconvenientes; y que ansimesmo la cantidad de dineros que por esta causa se sacan y se expenden fuera de estos Reinos es grande, de que al bien público de este Reino se sigue daño y perjuicio notable.
En 1568, se extendió la prohibición a la Corona de Aragón. La naturaleza de esa extensión no está muy clara, y algunas fuentes señalan que la nueva ley (de 17 de julio de 1568) era para impedir que los naturales de Francia pudieran ejercer como docentes en el Principado de Cataluña. También existió una legislación anterior que impedía a los súbditos flamencos estudiar en la Universidad de París.
Una pregunta inevitable, aunque no siempre formulada, es la de los efectos de esta prohibición real en la ciencia española de la época. Una opinión fundada la proporcionó Mariano Esteban Piñeiro (1995: 723-724):
Esta disposición real ha sido estimada especialmente dañosa para el progreso de las ciencias en España. Nuestra opinión es que sus efectos fueron mucho menores de lo que se ha dicho, pues, en primer lugar, quedaron fuera de la prohibición las universidades que, en esos momentos, estaban a la vanguardia del quehacer científico en el ámbito de la cosmografía, así sucedía con la Universidad de Coimbra, el más prestigioso centro de la época, o con el notabilísimo Colegio Romano, cuyo catedrático era Baltasar Torres, o las Universidades de Bolonia y de Nápoles. La pragmática afectaba, en particular, a las universidades de los estados enfrentados a Felipe II, es decir, a las vinculadas a las posiciones reformistas y las de Francia e Inglaterra, por motivos puramente políticos.
En esos «motivos puramente políticos» entra «la ciencia secreta», pero no olvidemos, como señalaba Esteban Piñeiro, a los religiosos, que tanto influyeron en las políticas de Felipe II.
PEDRO DE MEDINA Y EL ARTE DE NAVEGAR
Otro de los cosmógrafos que se interesaron por el problema de la longitud fue el andaluz Pedro de Medina (c. 1493-1567). Su caso es interesante por al menos dos circunstancias. La primera es que fue el autor del libro sobre náutica considerado frecuentemente el mejor y más universal de los muchos textos que sobre esa materia se publicaron en España en aquella época: Arte de navegar, en que se contienen todas las reglas, declaraciones, secretos y avisos que a la buena navegación son necesarios, y se deben saber (Valladolid, 1545). La segunda circunstancia es que, aunque Medina —que tomó las órdenes sagradas, aunque no parece que con particular empeño— formó parte del «entorno» de la Casa de la Contratación, tuvo dificultades con ella. No consiguió uno de los empleos principales y únicamente fue admitido en 1539 como examinador de pilotos, lo que, en principio, le facultaba para hacer copias del Padrón Real y fabricar instrumentos de navegación, ambas facilidades destinadas a poder vender cartas de navegación e instrumentación a los pilotos que hacían la «carrera de Indias». Era este un negocio muy apetecible, y encontró resistencias en otros que se beneficiaban de él, dificultades que consiguió vencer con la ayuda del Consejo de Indias, donde sí se reconocía su talento. El Arte de navegar —una reelaboración de una obra suya anterior, Libro de Cosmographia (1538)—, que estaba dedicado a Felipe II, reunía todo lo que los cosmógrafos enseñaban, o debían enseñar, en la Casa de la Contratación. Como ejemplo de sus contenidos y estilo, citaré el pasaje en el que trataba de «La determinación de la latitud mediante la altura de la Estrella Polar o de la Cruz del Sur» (López Piñero, Navarro Brotons y Portela Marco, 1976: 54-55):
El piloto o cualquier otra persona que quisiere tomar la altura del polo ártico, que comúnmente llamamos «altura del norte», tome su ballestilla o cuadrante, o aquel instrumento que más usado tuviere, tome la altura de dicha estrella lo más precisamente que pudiere, para lo cual tomar, se ponga cerca del mástil del navío, porque allí es donde sentirá menos el movimiento que el navío hace. Y notar se ha que la altura del polo se toma para saber la distancia de grados que hay desde el horizonte hasta el polo porque, sabidos estos grados, por estos grados se sabe cuántos grados hay del que se toma la altura hasta la línea equinoccial.
Da idea de la repercusión que tuvo el Arte de navegar el que se reimprimiese seis veces, se hicieran seis ediciones en alemán, cinco en francés, dos en inglés, una en italiano y otra en neerlandés. Dado su éxito, en 1552 Medina publicó una edición abreviada: Regimiento de navegación que se contienen las reglas, declaraciones y avisos del libro del arte de navegar. Fecho por el maestro Pedro de Medina, vezino de Sevilla, que actualizó con nuevas aportaciones en 1563.[16]
Algo parecido, en influencia, puede decirse de un coetáneo de Medina: Martín Cortés de Albacar (1510-1582), natural de Bujaraloz pero que en 1530 se trasladó a Cádiz, donde pasó la mayor parte de su vida y donde estudió las artes y técnicas náuticas. Fue también en la capital gaditana donde escribió su Breve compendio de la sphera y de la arte de navegar, que se publicó en Sevilla en 1551. Debió de escribirlo prácticamente al mismo tiempo que Medina completaba el suyo. En la dedicatoria al emperador Carlos I explicó su propósito, entre lo que figuraba alguna pretensión de prioridad:
He querido sacar a luz mis vigilias y manifestar en público este nuevo y breve compendio de navegación. No quiero decir que el navegar no sea antiguo [...] mas digo haber sido yo el primero que redujo la navegación a breve compendio, poniendo principios infalibles y demostraciones evidentes, escribiendo práctica y teórica de ella, dando regla verdadera a los marineros, mostrando camino a los pilotos, haciéndoles instrumentos para tomar la altura del sol, para conocer el flujo y reflujo del mar, ordenarles cartas y brújulas para la navegación, avisándoles del curso del sol, movimiento de la luna, reloj para el día y tan cierto que en todas las tierras señala las horas sin defecto alguno; otro sí reloj infalible para las noches, descubriendo la propiedad secreta de la piedra imán aclarando el nordestear y noroestear de las agujas.
Fue reimpreso al menos nueve veces en el siglo XVI, tres de ellas traducido al inglés, la primera edición de las cuales fue en 1561.
Más allá de lo que representaban específicamente como obras de referencia para la práctica náutica, los textos de Medina y Cortés reflejan la posición destacada que ocupaba España en las ciencias y técnicas de navegación, en las que residía entonces una parte importante de la ciencia universal.
FELIPE II Y LA CIENCIA
Antes de continuar con otras instituciones, personajes y actividades científico-técnicas que se dieron en el siglo XVI español, y aprovechando la pragmática de Felipe II que acabo de citar, conviene detenerse en el rey Prudente, cuyo largo reinado comenzó el 15 de enero de 1556 y se mantuvo hasta su muerte, el 13 de septiembre de 1598. Con las excepciones de Alfonso X el Sabio y Carlos III, ningún rey de España tuvo una relación más estrecha con la ciencia de su tiempo.
Como ya apunté al comienzo de este capítulo, y he empezado a sustanciar en las secciones precedentes, el quinientos no fue parco en logros para la ciencia y técnica hispanas. Pero, como esos logros tuvieron lugar en buena parte durante el reinado de Felipe II, hay que preguntarse qué papel desempeñó el rey en semejantes avances, una pregunta que cabe plantear en un doble contexto: el de los conocimientos e inclinaciones del propio monarca, cuyo poder absoluto le confería una gran capacidad de actuación, y el sociopolítico.[17] Comenzaré por el primero, el personal.
La relación de Felipe II con la ciencia fue plural, con cierto grado de complejidad, y, en cualquier caso, coherente con el tiempo en que vivió.[18] Se sentía, por ejemplo, tan fascinado por la magia como por la ciencia, mostrando «interés por ciertos informes que aseguraban que era posible comunicarse con personas ausentes por medio del imán» (Parker, 1997: 95). En este sentido, su proceder no era anacrónico respecto a un siglo en el que «la magia conservó su atractivo como ejercicio espiritual útil, reconociéndose también su valor para la medición y su pertinencia para la explicación científica» (Webster, 1988: 34).
No está claro si llegó a tener un verdadero interés en la astrología.[19] Por un lado, se sabe que se le hicieron cinco horóscopos y que, hasta el día de su muerte, guardó al lado de su cama el Prognosticon, o predicción, hecho para él en 1550 por el médico, matemático y mago alemán Mateo Haco (o Matthias Hacus). El interés de Felipe II por los horóscopos acaso se muestre también en detalles como el que uno de los frescos pintados en la biblioteca de El Escorial, en la parte del techo dedicada a la astrología, muestra las estrellas en el cielo tal y como estaban en el momento de nacer el rey, aunque en este punto también habría que considerar las ideas del arquitecto, científico e ingeniero Juan de Herrera (1530-1597), muy influyente en las iniciativas relacionadas con la ciencia que se produjeron durante el reinado de Felipe.[20] Sin embargo, en sus Dichos y hechos del Señor Rey Don Felipe Segundo el Prudente, Potentísimo y Glorioso Monarca de las Españas, y de las Indias, Baltasar Porreño (1702: 99), visitador general del obispado de Cuenca, mencionó una ocasión en la que «Presentole un Astrólogo un libro que da razón de una figura que había levantado acerca del Príncipe, dándole cuenta de las influencias del Cielo y los astros al tiempo de su concepción y nacimiento, y lo que se podía esperar de su vida. Recibió el libro, y lo hizo poner sobre un bufete, y despidió con gravedad y agradecimiento al Astrólogo; y el pago que tuvo este trabajo fue que rompió el libro, hoja por hoja, sin perdonar la industria y artificio de las iluminaciones, y figuras con que estaba adornado, y dando las iluminaciones a uno de los de su cámara dijo, tomad que esto podrá ser de provecho y esto otro no: dando a entender que son locos los que con estos temerarios juicios quieren prevenir al de Dios, y son vanos y sin fundamento». Aun así, cuando falleció, Felipe II poseía por lo menos doscientos libros de magia (herméticos, astrológicos, cabalísticos), siendo esta afición por lo oculto lo que hizo necesario nombrar un censor especial en El Escorial, al objeto de alejar de allí a la Inquisición.
El rey, hombre de su tiempo, se interesó también por la alquimia, arte que, procedente de los árabes, penetró en Europa a través de España, cuna de alquimistas tan renombrados como el catalán Arnaldo de Vilanova y el mallorquín Raimundo Llull, del que, gracias a la influencia de Juan de Herrera y del canónigo de la catedral de Palma, Juan Según, Felipe II fue ferviente admirador. En sus mencionados Dichos y hechos del Señor Rey Don Felipe Segundo Porreño (1702: 187) escribió: «Por su gran sabiduría gustaba de leer los Libros de Raymundo Lulio, Doctor y Mártir, y por alivio de sus caminos los llevaba consigo en las jornadas que hacía, e iba leyendo en ellos: y en la Librería del Escorial se hallan hoy algunos rubricados de su propia mano». En la Academia de Matemáticas, de la que me ocuparé más adelante, se eligió para su estudio El arte general y árbol de la ciencia de Llull, siendo recopilada y traducida al castellano en 1584 por Pedro de Guevara, con el título de Arte general y breve, en dos instrumentos, para todas las ciencias.[21]
El padre de Felipe II, Carlos I, también mostró interés por el arte alquímico, como lo evidencia la relación que mantuvo con el astrólogo y alquimista, nacido en Colonia, Enrique Cornelio Agrippa, y el hecho de que poseyese varias piedras filosofales. (Las obras de Agrippa, que viajó a España en 1508, para servir al rey de Aragón, aunque aquella colaboración no duró mucho, terminarían siendo incluidas en el Índice de Libros Prohibidos en 1559; también sirvió como secretario al emperador Maximiliano y a la reina Luisa de Saboya, madre de Francisco I.) Entre 1557 y 1559, y con la esperanza de encontrar con ello un medio para resolver los acuciantes problemas económicos del Estado, Felipe II apoyó ensayos secretos que buscaban la producción de oro a partir de metales menos nobles. Sin embargo, el alcance real de las esperanzas del monarca aparece con claridad en el siguiente comentario (Maroto y Piñeiro, 2006: 61): «En verdad que aunque soy incrédulo destas cosas, que désta no lo estoy tanto, aunque no es malo serlo, porque si no saliese no se sintiera tanto; pero de lo que hasta agora se ha visto y a vos os parece, así de la obra como de las personas, no estoy tan incrédulo como lo estuviera si esto no fuera así».
El contenido de la biblioteca del monasterio de El Escorial constituye una buena fuente para intentar acceder al mundo intelectual del rey, y al científico en particular. La educación de Felipe II había sido puesta en manos de hombres como el dominico Juan Martínez Silíceo (Martínez Guijarro inicialmente), que había enseñado durante nueve años Filosofía y Matemáticas en París, desde donde pasó a Salamanca, a la recién creada cátedra de Filosofía natural, y publicado trabajos como Arithmética theórica et práctica (París, 1514); y de Juan Cristóbal Calvete de Estrella, su maestro de pajes, autor de una obra titulada, De Rebus Indicis ad Philippum Catholicum Hispaniarum et Indiarum Regem. Libri XX, en la que describía con multitud de datos científicos las navegaciones de Colón en América.[22] Cuando tenía dieciocho años, el príncipe Felipe compró muchos libros en Salamanca y Medina del Campo (Antolín, 1919), entre ellos, De architectura de Vitrubio, la Cosmographia de Pedro Apiano, Arquímedes en griego y latín, un trabajo alquímico de Geber (o Chéber Benaflah el Ixbilí), la Margarita philosophica de Gregorio Reisch, el Almagesto de Ptolomeo y el De revolutionibus de Copérnico, publicado solo dos años antes. Más tarde adquirió obras científicas de Hipócrates, Aristóteles, Dioscórides, Galeno y Plinio, De triangulis de Regiomontano y De re metallica de Georgius Agricola, una de las obras capitales de la historia de la tecnología (apareció en 1556), que contenía descripciones de prácticas metalúrgicas que no fueron superadas hasta el siglo XVIII. Todas estas obras terminarían formando parte de la biblioteca real de El Escorial.
No obstante, hay que ser precavido con estos datos: el rey amaba los libros, es cierto, y dentro de ellos los de carácter científico, pero era un amor que formaba parte de lo que Parker (1997: 94) ha denominado «la manía coleccionista de Felipe II, [que] no conocía límites». La biblioteca de El Escorial era en parte su biblioteca privada (pues ahí quería vivir), la mayor de este tipo del mundo occidental, pero al mismo tiempo parece ser que deseaba darle otro propósito: poner sus libros a disposición de los eruditos, convirtiendo El Escorial en un centro de investigación. Como evidencia de semejante propósito se ha ofrecido (Rubio, 1984: 246) una carta que Felipe II escribió a su embajador en Francia el 28 de mayo de 1567, en la que manifestaba que, aunque ya tenía buena cantidad de libros para la biblioteca del monasterio, «todavía holgaré que de ahí se tomen todos los más raros y exquisitos que se pudieren dejar, porque [...] es una de las principales memorias que aquí se pueden dejar, así para el aprovechamiento particular de los religiosos que en esta casa hubieren de morar, como para el beneficio público de todos los hombres de letras que quisieren venir a leer en ellos». Con todo, durante su reinado, la biblioteca de El Escorial funcionó más bien como una biblioteca real, siendo utilizada por los científicos residentes en la corte: cosmógrafos de palacio y del Consejo de Indias, arquitectos, ingenieros, médicos y naturalistas al servicio del monarca, así como los miembros de la Academia de Matemáticas, y los destiladores y alquimistas que trabajaban para el magnífico laboratorio de la botica, preparando «aguas» y «quintaesencias».
Nótese que se trataba de personas vinculadas a la corte, un aspecto que pone límites a la relevancia de la biblioteca escurialense en relación con su incidencia en el desarrollo científico del conjunto del reino. De hecho, la fundación de la biblioteca respondió especialmente a la idea de dar servicio a la comunidad del convento, y al Colegio-Seminario que creó en 1575. Un uso más amplio, indiscriminado, de los fondos de la biblioteca, en la que no faltaban obras que el Santo Oficio prohibía, habría sido tal vez incongruente con el mismo monarca que, como se vio, ordenó a los castellanos (laicos o religiosos) que no salieran a estudiar —o a enseñar— fuera de España (1559), o que vetó que profesores franceses enseñasen en Cataluña (1568).
FELIPE II Y LA RELIGIÓN
No hay duda alguna de que Felipe II fue un firme creyente católico. Aunque sus lecturas revelan que estuvo interesado en el conocimiento científico, mostró mayor afán por las obras de carácter religioso. La mayoría de los libros que adquirió en su juventud eran o de autores clásicos o de teología, lo que, por otra parte, no debe sorprendernos si consideramos que casi tres cuartas partes de las obras publicadas durante el primer siglo de existencia de la imprenta concernían a la religión. «De los 42 libros que el rey guardaba en un armario al lado de su cama —ha escrito Parker (1997: 101)— todos menos uno eran religiosos.»
Sucede, además, que Felipe vivió en un mundo católico convulsionado por la aparición del protestantismo (la reforma protestante se inició en 1517 cuando Lutero dio a conocer sus célebres noventa y cinco tesis). Es conocida la carta que Carlos I escribió desde su retiro de Yuste el 25 de mayo de 1558 a su hija Juana, en aquel momento regente de España debido a la ausencia de Felipe II:
Creed, hija, que este negocio me ha puesto y tiene en tan gran cuidado y dado tanta pena que no os lo podría significar, viendo que [...] suceda en mi presencia y la vuestra una tan gran desvergüenza y bellaquería, e incurrido en ello semejantes personas, sabiendo que sobre ello he sufrido y padecido en Alemania tantos trabajos y gastos, y perdido tanta parte de mi salud [...] y así se debe mirar si se puede proceder contra ellos como contra sediciosos, escandalosos, alborotadores e inquietadores de la república, y que tenían fin de incurrir en caso de rebelión por que no se puedan prevaler de la misericordia [...]. Creed, hija, que si en este principio no se castiga y remedia para que se ataje tan gran mal sin excepción de persona alguna, que no me prometo que en adelante será el Rey ni nadie parte para hacerlo.
«Ellos» eran los protestantes, los luteranos. Y su hijo Felipe siguió las requisitorias de su padre. El 17 de abril de 1559, se celebró un auto de fe en Zaragoza con 111 reos, aunque solo 2 eran luteranos; le siguieron otro en Murcia, con 54 presos, de los que 12 fueron ejecutados por judaizantes o criptomusulmanes, y uno más, el 21 de mayo, en Valladolid, al que acudió la regente, con 28 acusados de luteranismo, de los que 15 fueron quemados. Entre septiembre de 1559 y octubre de 1562, se celebraron cuatro autos de fe en Sevilla y dos en Valladolid en los que fueron sentenciadas más de 300 personas, siendo la hoguera el destino de cerca de 70. En Murcia, entre 1558 y 1560, 60 acusados de judaizar fueron quemados en persona y 35 en efigie; hasta 1568 hubo al menos otros seis autos con 48 ejecutados por judaizar, 12 por protestantes y 6 por criptomusulmanes.[23] Como agente investigador y ejecutor estaba la Inquisición, cuyo poder se vio incrementado notablemente durante la segunda mitad del siglo. Y el poder real se sumó al control de la inquisición: una pragmática del 7 de septiembre de 1558 determinaba el procedimiento mediante el cual el Consejo de Castilla podía conceder licencias de impresión. Si no se seguían las normas establecidas y se publicaba una obra sin permiso, la pena era la muerte y, por supuesto, la destrucción del texto. Asimismo, se reguló la licencia para vender libros extranjeros. Las bibliotecas de instituciones y particulares debían ser inspeccionadas cada año por una comisión compuesta por el obispo y el corregidor de cada lugar, o por sus delegados, a los que podían sumarse superiores de las comunidades religiosas de la ciudad, y en el caso de Salamanca, Valladolid y Alcalá, dos representantes de las respectivas universidades. Los informes tenían que enviarse al Consejo de Castilla. Entre las bibliotecas expurgadas figuró la de la Universidad de Salamanca, que comenzó entonces a decaer. También sufrieron controles las universidades de la Corona de Aragón, pero estos fueron más suaves que los castellanos… hasta la década de 1570, cuando tuvieron lugar las rebeliones de los Países Bajos (iniciadas en 1566) y de los moriscos de las Alpujarras (1568), debidas a motivos políticos y religiosos.
En los capítulos 3 y 4, nos encontraremos con algunos ejemplos —la Encyclopédie, Jorge Juan, Olavide, Mutis— de las actuaciones de la Inquisición, pero un estudio detenido de sus actuaciones rebasa los límites del presente libro, aunque no puede hacérsele responsable, no desde luego el único responsable, de lo que sucedió o dejó de suceder en el aspecto científico en España en los siglos XVI y XVII.[24]
Otro elemento que no debe olvidarse es la importancia que la Iglesia católica tuvo en el sistema educativo hispano. No solo disponía de una extensa red de centros propios (colegios, seminarios, estudios conventuales), sino que influía en todos los ámbitos, incluido el universitario. Y no debería ser necesario señalar que las universidades constituían, o deberían constituir, nichos prominentes para la enseñanza de las diferentes ciencias. Aunque a lo largo de este libro aparecerán —o han aparecido ya— religiosos que contribuyeron a la ciencia española (muchos de ellos jesuitas), en general, como ha afirmado López Piñero (1979a: 70), «el estamento clerical fue el núcleo más fuerte de la resistencia a la innovación. A pesar de que algunos de sus miembros fueron notables innovadores, tendió como grupo social a mantener las tareas científicas subordinadas a la teología y la filosofía, frenando su conversión en actividades intelectuales autónomas».
Tampoco favorecieron al desarrollo científico las actitudes excluyentes de la sociedad hispana hacia los descendientes de los judíos conversos. Recordemos que los judíos habían participado de manera destacada en las actividades científicas, tanto en la España islámica como en la de los reinos peninsulares. Como bien dijo Guy Beaujouan, en una celebrada y a menudo citada frase, no debe buscarse la ciencia, sobre todo en Castilla, «cerca de los soberanos o en las universidades sino, sobre todo, en las grandes ciudades episcopales, a medio camino, si se puede así decir, entre la aljama y la catedral».[25] En los siglos XV y XVI, abundó el «mal del cristiano viejo», la idea de que los únicos dignos de consideración, de ser fiables, eran los cristianos que descendían de cristianos, sin mezcla conocida de musulmán, judío o pagano.
MADRID, CAPITAL DEL REINO
Felipe II, que impulsó el estudio sistemático de la Geografía física y humana y de la Cartografía de la metrópoli y de los territorios americanos —lo que condujo a las Relaciones de los pueblos de España y las relaciones de Indias—, decidió en 1561 convertir Madrid en la capital de España, una decisión que mantuvo salvo entre 1601 y 1606, años en los que se instaló en Valladolid.[26] Se han esgrimido no pocas razones para explicar este hecho —a la cabeza, su centralidad geográfica en la península, pero también que era una villa que podía ser transformada más fácilmente que otras con una historia más antigua, como Toledo—, aunque lo que importa para este libro es que aquella decisión se reflejaría en muchos de los episodios relativos a la historia de la ciencia española, que tuvieron lugar en Madrid.[27] Los beneficios de la capitalidad se manifestaron incluso en la edición de libros. La primera imprenta madrileña comenzó a funcionar en 1566, esto es, poco después de que Felipe II trasladara allí su corte. Y pronto se puso a la cabeza de la producción tipográfica hispana.
Aun así, Sevilla mantuvo su importancia como centro comercial, económico y científico-técnico. Y, en lo que se refiere a las universidades, Salamanca no perdió su importancia y continuó siendo la «capital intelectual» de la Corona de Castilla (la ciudad tenía unos veinticinco mil habitantes y en la universidad llegaron a estar matriculados siete mil estudiantes). Pero empezó a compartir su preeminencia con la de Alcalá de Henares, fundada en 1499 por el cardenal Cisneros. En Alcalá enseñaron o estudiaron personajes tan destacados como Antonio de Nebrija, Juan Ginés de Sepúlveda, Francisco Valles de Covarrubias, Gaspar Melchor de Jovellanos o Andrés Manuel del Río, por citar únicamente algunos que tuvieron, directa o indirectamente, alguna relación con la ciencia.[28] José María López Piñero (1979a: 65) resumió la situación científica del siglo XVI en las ciudades españolas como sigue:
Madrid se convirtió, sin tradición alguna, en un escenario científico destacado al transformarse en capital política, mientras descendía notablemente la importancia relativa de Toledo. Las tres grandes ciudades universitarias castellanas se mantuvieron a un nivel casi constante durante la mayor parte del período, pero a finales de este se inició su declinación. En la Corona de Aragón, el papel de Barcelona sufrió una caída tan acusada como el de Burgos, el de Zaragoza descendió de forma suave pero continua, y solamente el peso relativo de Valencia creció claramente en las últimas décadas del siglo XVI. El relieve de Sevilla en el conjunto de la actividad científica española fue especialmente notable durante la primera década de la centuria.
LA ACADEMIA REAL MATHEMATICA
Buen ejemplo de lo que significaba para Madrid ser la capital es la creación allí, en diciembre de 1582, de la Academia Real Mathematica. Martín Fernández de Navarrete (1846: 224-225) explicaba su origen en los siguientes términos:
Las carreras lucrativas en España eran, ya entonces, la teología, la jurisprudencia y la medicina; y estas, por consiguiente, se llevaban la principal atención y el mayor séquito en nuestros establecimientos de instrucción pública. Las matemáticas se miraron como un estudio abstracto de pocas o muy remotas aplicaciones; y de ahí nació que en los reinados de Carlos I y Felipe II, todos los ingenieros eran italianos [...]. Ya estaba persuadido de esto Felipe II, cuando conquistado a Portugal encontró allí que las cartas náuticas que usaban sus naturales, tenían viciadas las demarcaciones respecto a los dominios de Castilla. Entrególas a Juan de Herrera con orden de que las enviase a Juan López de Velasco, cosmógrafo de Indias, para que se corrigiesen por los padrones que se conservaban en la Contratación de Sevilla; y conociendo que muchos de estos errores nacían también de la falta de conocimientos científicos, mandó entonces, a instancia y suplicación de Herrera, fundar una academia de matemáticas, para promover los adelantamientos de la navegación, y de la arquitectura civil y militar; señalándole morada en su palacio en la calle del Tesoro.
La Academia respondía, efectivamente, a la idea de que era necesario complementar las enseñanzas que se daban en la sevillana Casa de la Contratación. Además, Sevilla estaba demasiado alejada de la corte madrileña y excesivamente orientada a la aplicación de la matemática a la náutica. Como recalcaba Fernández de Navarrete, la Academia la diseñó Juan de Herrera, que fue también su primer director. Hay algo de curioso, a la vez que indicador de la perspicacia de Felipe II, en el hecho de que él no estuvo particularmente dotado para las matemáticas. Mencioné anteriormente que Martínez Silíceo, un buen matemático, fue designado su maestro, pero no tardó en ser sustituido por Honorato Juan, que también intentó enseñarle la ciencia de Euclides, pero con igual poco éxito que su antecesor. Y aun así —de ahí que hable de «su perspicacia» y buen juicio— creó la Academia Real Mathematica.
En la España del último tercio del siglo existía la necesidad de fomentar la enseñanza de las Matemáticas con vistas a sus aplicaciones que, además de la fundamentación de la Cosmografía, la Astrología y el Arte de navegar, se utilizarían en vertientes tan distintas como el cálculo mercantil o en problemas concretos del arte militar y la técnica de la construcción. La técnica de la navegación —en sus aspectos cartográficos y cosmográficos— y las mediciones geodésicas para el trazado de planos alcanzaron magnitud de problema nacional en los años del reinado de Felipe II.
Otro factor que influyó en el establecimiento de esta academia procedió del ambiente creado en la corte por la convivencia de los cosmógrafos con los arquitectos e ingenieros civiles al servicio del monarca, y también con destacados artilleros e ingenieros militares. Ambiente al que se sumó el descomunal reto que supuso para Felipe II la incorporación del reino de Portugal, donde, entre otras muchas facetas, las Matemáticas y la Cartografía estaban muy desarrolladas. Asimismo hay que tener en cuenta que en las universidades castellanas —salvo, si acaso, en la de Salamanca— apenas se trataban los aspectos aplicados de las Matemáticas.
El humanista, helenista, pedagogo y traductor Pedro Simón Abril (1530-1595) recogió bien aquel ambiente favorable a las Matemáticas en uno de sus escritos: Apuntamientos de cómo se deben reformar las doctrinas, y la manera de enseñarlas para reducirlas a su antigua entereza y perfección, hechos a la magestad de Felipe II por el doctor Pedro Simón Abril (1589; Simón Abril, 1815: 54-56).
En las matemáticas no ha podido caber depravación, por ser doctrinas que consisten en verdadera demostración, hecha al sentido y experiencia, y no capaces de diversidad de opiniones y de pareceres. Pero hales caído otra desventura tan grande como esta, si ya no es mayor, que por ser doctrinas que no son para ganar dinero, sino para ennoblecer el entendimiento; como los que estudian tienen más ojo al interés que a la verdadera doctrina, pásanse sin tocar en ellas. De do viene gran daño a la república, y particularmente al servicio de V. M.; pues de no aprenderse matemáticas, viene a haber gran falta de ingenieros para las cosas de la guerra, de pilotos para las navegaciones, y de arquitectos para los edificios y fortificaciones; lo cual es en gran perjuicio de la república y deservicio de la magestad real, a afrenta de toda la nación; pues en materia de ingenios ha de ir siempre a buscallos a las extrañas naciones, con daño grave del bien público.
Y aunque las matemáticas no tuviesen en sí, como los tienen, tantos y tan grandes bienes y provechos, ni hicieran otro bien sino habituar los entendimientos de los hombres en buscar en las cosas la verdad firme y segura, y no dexarse bambolear de la inconstancia de las opiniones, que es lo que más destruye las doctrinas; solo por este bien no se les había de permitir a los hombres pasar a ningún género de ciencia, sin que aprendieren primero las doctrinas matemáticas: que así lo sintió Platón quando puso un rétulo en la puerta de su academia, diciendo: Que no entrase allí el que no supiese matemáticas [...].
Este daño tan grave remediara fácilmente V. M. mandando que las matemáticas se enseñen en lengua vulgar, como ya lo tiene dispuesto en la escuela que en su corte tiene hecha para ello; y haciendo decreto en las universidades y escuelas públicas ninguno sea admitido a ningún género de grado sin hacer primero demostración de cómo ha estudiado muy bien las disciplinas matemáticas.
En una publicación, de la que fue responsable Juan de Herrera, que llevaba por título Institución de la Academia Real Mathematica, en Castellano, que la Magestad del Rey Don Phelippe II N. S. mando fundar en su Corte, publicada en 1584, se encuentran especificados los sin duda buenos propósitos que guiaron la creación de aquella academia. Eran los siguientes:[29]
Institución de la Academia Real Matemática y el fin para el que se hizo.
Siendo la Majestad del Rey Don Felipe N. S. informado que, aunque en las universidades y estudios de estos Reinos hay instituciones y dotadas cátedras de matemáticas, no hay muchos que las profesen, antes tan pocos que apenas, ni en las universidades, ni fuera de ellas, se halla quien con fundamento de principios sepa ni pueda discernir lo falso de lo cierto en estas ciencias, ni diferenciar los profesores verdaderos y fundados en ellas de los que, sin serlo, se toman nombre y título de facultades y artes que no entienden, y que de parte de esto hay falta en la república de artífices entendidos y perfectos para muchos usos y ministerios necesarios a la vida política, ha sido Su Majestad servido que en su Corte haya una lección pública de matemáticas, trayendo para ello personas eminentes que las lean enseñen pública y graciosamente a todos los que las quisieren oír. Y con esto, por medio de su liberalidad y magnificencia real, sus súbditos se habiliten y ennoblezcan en estas facultades y en sus Reinos haya, sin esperarlos de otros, aritméticos teóricos y prácticos que, con fundamento de ciencia y verdad demostrada, puedan determinar las dudas y cuestiones escondidas que se ofrecen en todas las ciencias y artes, no hallándose ninguna que deje de haber menester algo de la aritmética, cual más o menos; y para que haya geómetras diestros en el medir todo género de superficies, cuerpos, campos y tierras; astrónomos inteligentes y fundados en la astronomía y ciencia del curso y movimiento de los cielos; músicos expertos en la teórica sin la cual es imposible que sepan dar razón demostrativa de las consonancias musicales; cosmógrafos científicos para situar las tierras y describir las provincias y regiones; pilotos diestros y cursados que naveguen la mar y sepan guiar con seguridad las grandes flotas y poderosas armadas que de estos Reinos para todo el mundo salen y navegan; arquitectos fortificadores fundados y curiosos que, con fábricas magníficas y edificios públicos y particulares, ennoblezcan las ciudades y las fortifiquen y defiendan, asegurándolas del ímpetu de los enemigos; ingenieros y maquinistas entendidos en la arte de los pesos, fundamento para hacer y entender todo género de máquinas de que la vida política y económica se sirve; artilleros y maestros de instrumentos y aparatos bélicos y fuegos artificiales para las baterías y otros usos y necesidades de las guerras; y, asimismo, fontaneros y niveladores de las aguas para los aguaductos y regadíos, que en estos Reinos tan importantes y convenientes serían, y para desaguar y beneficiar las minas de los ricos metales que en estos Reinos y en los de entrambas las Indias, y para que también haya horologiógrafos de relojes solares y de movimientos materiales; y, últimamente, perspectivos, pintores, escultores afamados y con fundamento de la una y otra perspectiva.
No es superfluo reproducir, pues ayuda a entender la sociedad, o, tal vez sea mejor decir, la cultura española de la época —al menos la cortesana—, lo que se explicaba a continuación, como consecuencias o fines que subsidiariamente cumpliría la Academia Real Mathematica:
Para que así como por beneficio y merced de Dios en estos Reinos, los naturales de ellos florecen en cristiandad, armas y letras divinas y humanas, no careciendo de estas artes salgan en las demás más perfectos y eminentes, pues las ciencias todas, como las virtudes, se ayudan y favorecen juntas por el vínculo y conexión que entre sí tienen [...].
Y, finalmente, para los hijos de los nobles que en la Corte y palacio de Su Majestad se crían y se instruyen en el lenguaje y trato cortesano tengan, entretanto que salen a la guerra y cargos del gobierno, ocupación loable y virtuosa en que gastar el tiempo honradamente [...]. Y los que hubieren de seguir las letras vayan ya principiados en las disciplinas matemáticas, que abren la entrada y puerta a todas las demás ciencias por su grande certitud y mucha evidencia, donde tomaron el nombre de matemáticas o disciplinas que todo es uno, y manifiestan el método verdadero y orden de saber, disponiendo el entendimiento para que, levantados sobre las cosas materiales y sensibles, suba a la contemplación de las sobrenaturales e inteligibles. Por lo cual Platón echaba de su Academia, con edicto público escrito a la entrada de ella, a todos los que [de] la geometría no viniesen principados.
Antonio Domínguez Ortiz (1963: 288-289) señaló el importante problema que para la España de los siglos XVI-XVIII significó una nobleza que no se inclinó por las letras y ciencias cuando se eclipsaron las oportunidades que les ofrecían las guerras: «más que un trasvase de energías de un sector a otro, hubo empequeñecimiento de todas las actividades vitales, hasta llegar a lo que González de Amezúa llama “la vida regalona, ociosa, vulgarísima y formalista de la mayoría de los grandes señores del siglo XVIII. Rezos, pleitos intrigas y cacerías ocupaban sus horas todas”». Sobre todo los segundones de la nobleza, de los que se nutrían los colegios mayores, en lugar de beneficiar a estas instituciones, las perjudicaron con su pereza y malos ejemplos. Los destinos que perseguían eran «cabildos, mitras, audiencias y consejos, que casi llegaron a monopolizar, de suerte que los Colegios Mayores se convirtieron en el más poderoso instrumento del predominio políticosocial de la clase noble».
La creación de la Academia Real Mathematica constituyó una magnífica iniciativa, pero a pesar de sus propósitos su actividad apenas traspasó los lindes de lo que podríamos denominar «matemática-técnica», o «cosmografía-aplicada». Y eso que en ella enseñaron matemáticos-cosmógrafos notables: el portugués Juan Bautista Labaña (fue nombrado catedrático de Náutica en diciembre de 1582, enseñó Matemáticas hasta 1591, cuando regresó a Lisboa, designado por Felipe III cosmógrafo mayor de Portugal), Pedro Ambrosio de Ondériz, en cuyo nombramiento se indicaba que debía traducir algunos textos (ayudante de Labaña en la enseñanza de las Matemáticas, en septiembre de 1591 fue nombrado cosmógrafo mayor del Consejo de Indias y cuatro años más tarde, sustituyendo a Arias de Loyola, cosmógrafocronista mayor del mismo Consejo; su obra como traductor fue notable: vertió al castellano los Libros XI y XII de los Elementos y la Perspectiva y Especularia de Euclides y los Equiponderantes de Arquímedes), el italiano Julián Ferrofino (designado catedrático de Matemáticas en septiembre de 1595, fue autor de obras como El artillero teórico y práctico, Los comentarios de Euclides y Los fragmentos matemáticos), Andrés García de Céspedes (muy notable astrónomo, que en 1596, al fallecer Ondériz inesperadamente, fue designado cosmógrafo mayor del Consejo de Indias cargo al que en 1607 unió el de catedrático de Matemáticas) y Juan Cedillo Díaz, con el que volveremos a encontrarnos más adelante.[30] Pero las matemáticas especulativas apenas lograron aflorar a la superficie, ahogadas por el peso y prestigio de la matemática dirigida a fines sociopolíticamente valiosos (hay que insistir en que semejante dimensión práctica era habitual entonces; para traspasar los lindes de la «matemática-técnica» habría que esperar al nuevo siglo, el XVII, el de la Revolución Científica).
En 1591, los profesores de la Academia Real Mathematica pasaron a depender del Consejo de Indias, razón que ayuda a comprender los mencionados nombramientos de Ondériz. En su estudio sobre esta academia, María Isabel Vicente Maroto y Mariano Esteban Piñeiro (2006: 98) argumentaron que las «motivaciones para este cambio pudieron ser varias; por un lado, el posible descontento real sobre su funcionamiento; por otro, el alejamiento de Felipe II del Alcázar [donde se daban muchas clases] y su retiro a El Escorial, unido quizás a la desilusión que experimentó por los temas de la navegación a causa del fracaso de La Gran Armada [...]. Y también, probablemente, el deseo de sacar el máximo rendimiento a sus instituciones y servidores rebajando los gastos mediante la reducción del número de “funcionarios” a costa de aumentar sus obligaciones y cometidos».
EL COLEGIO IMPERIAL Y EL SEMINARIO DE NOBLES
A partir de 1615, la actividad de la Academia Real Mathematica fue disminuyendo, lo que favoreció su «reconversión». En 1625, tras la muerte de Cedillo, los Reales Estudios del Colegio Imperial de la Compañía de Jesús se hicieron cargo de las lecciones y profesores de la Academia, lo que de facto terminó significando su disolución, aunque también se dijo que lo que había sucedido es que la academia se había trasladado, en 1628, a dicho colegio.
La apropiación de la Academia Real Mathematica por la Orden de Jesús fue criticada duramente tanto por García de Céspedes (1846: 235) como por Felipe Picatoste (1891: 149-151), del que diré más en el capítulo 9. Según el primero:
Hacia el año de 1615 ejercía su cátedra con el salario de 800 ducados el Dr. Juan Cedillo Díaz, que había sucedido en ella al insigne Andrés García de Céspedes. Consérvanse todavía manuscritos en la biblioteca Real varios apuntes sobre la geografía, astrolabio, piedra imán, y otros cuya aplicación se conoce era el objeto de sus lecciones. Tal vez fueron los últimos alientos de tan célebre y provechosa academia: porque pocos años después y antes de fundarse en 1625 los estudios Reales, cierto cuerpo o comunidad logró mañosamente, venciendo con admirable constancia muchos obstáculos y contradicciones, reunir bajo su dirección todas las cátedras que estaban en el palacio del Rey, y con ellas las rentas o consignaciones de su dotación; como lo había ya conseguido con el estudio de gramática y humanidades que mantenía la villa de Madrid desde el siglo XV: monopolio tan perjudicial a las letras como el del comercio a la prosperidad de las naciones, y que fue la causa y principio de la decadencia que padecieron después en España así la literatura como los conocimientos científicos.
Por su parte, la versión de Picatoste era la siguiente:
Continuó esta Academia [Mathematica] dirigida por los arquitectos mayores, y entre ellos por Juan Gómez de Mora, hasta que por los años de 1624, o poco más [...], absorbió este utilísimo establecimiento el Colegio de Jesuitas, o sea los Estudios Reales de San Isidro, creados por aquella época.
El golpe que con esta supresión padecieron las ciencias exactas fue terrible. Los jesuitas no podían dar la enseñanza que con tanto fruto se daba en la Academia, ni menos sostener la escuela práctica aneja a ella, y en la cual, según el testimonio de Vicencio Carducho [...] había hasta fundición. Mucho se trabajó para evitar esta absorción y para contestar a los jesuitas, que llevaban ya bastante tiempo descreditando así esta Academia como los Estudios de la Villa, situados no lejos del palacio. Hiciéronse al Rey muchas y enérgicas representaciones, se publicaron varios papeles defendiendo la existencia de la Academia y pronosticando lo que desgraciadamente sucedió; las Cortes pidieron que se estableciera otra análoga, aunque con diferentes bases, pero nada se consiguió.
Independientemente de que las anteriores manifestaciones se ajusten o no a lo que realmente sucedió (sin duda, al menos parte de verdad contienen), el hecho es que la Compañía de Jesús podía presumir de que la ciencia, y las matemáticas en particular, habían formado parte de sus intereses, incluso entre los «fundacionales». El principal promotor de esta faceta de sus actividades, focalizadas en los muchos centros de enseñanza que poseía en Europa, fue el alemán Christophorus Clavius (1538-1612), profesor de Matemáticas en la Universidad jesuita de Roma (el Collegio Romano) desde 1565 hasta su muerte. Fue él quien transformó la recomendación general de Ignacio de Loyola en favor del estudio de la Matemática en un programa detallado en 1586. Aunque las recomendaciones de Clavius se centraban sobre todo en el estudio de Euclides y de la astronomía geométrica del tipo de la presentada por él mismo en su comentario de la Sphaera de Johannes de Sacrobosco (también conocido como John de Holywood; c. 1195-1256), hacía hincapié en la importancia de la Matemática como medio para comprender la Filosofía natural, en particular la de Aristóteles.
El hecho es, en cualquier caso, que Felipe IV promulgó una real cédula que no dejaba lugar a dudas:
Por cuanto las cátedras de cosmógrafo mayor de los estados y reinos de las Indias y de matemáticas y arquitectura que se leían en nuestra corte están vacantes por muerte del doctor Juan de Cedillo, y mi voluntad es que, mientras se halla persona aventajada que regente dichas cátedras, se lean en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús de la villa de Madrid por los religiosos de la dicha orden que se hallaren a propósito para ello en los Estudios Generales que en el dicho Colegio he mandado fundar.
El «mientras se halla persona aventajada», que indica provisionalidad, no fue tal, permaneciendo las funciones que desempeñaba la Academia Real Mathematica adscritas permanentemente a la institución de los jesuitas. Esta institución era en realidad continuación de una que había sido fundada en 1572, bajo el nombre de Colegio de la Compañía de Jesús, denominación que cambió por la de Colegio Imperial en 1603. En 1625 adoptó el título de Reales Estudios del Colegio Imperial, que mantuvo hasta su obligada disolución en 1767, cuando Carlos III ordenó la expulsión de España de los jesuitas.[31] La intención de la fundación de este colegio era principalmente establecer unos estudios generales que sirvieran para la formación de los cortesanos (aristócratas), para lo cual se disponía de seis materias de estudios menores de gramática latina y diecisiete cátedras para estudios mayores, pero las universidades de Salamanca y Alcalá protestaron por lo que consideraban competencia, con el resultado de que se modificó el programa y se estableció que los estudios realizados en el colegio no servían para graduarse en las universidades.[32] Domínguez Ortiz (1963: 289) incidió en este hecho que, como ya se ha sugerido, lastró la posibilidad de sustanciar en España la promoción de una cultura en la que la ciencia, entendida como valor en sí misma, independiente de sus aplicaciones, desempeñase un papel importante:
Bajo muy otros principios educativos, y concebido más para los primogénitos de las grandes casas que para los segundones, fundó en 1625 la Compañía de Jesús, el Colegio Imperial de Madrid, reinando Felipe IV. En un manifiesto respondiendo a las críticas que levantó desde su fundación, se decía que “las Repúblicas bien gobernadas han librado la mayor parte de su felicidad en la buena educación de su juventud, y aunque interesa que se extienda a la gente común, mucho más importa que no les falte a los hijos de los príncipes y gente noble, porque es la parte más principal de la República” [...]. A las Universidades, dice, suelen ir los hijos segundones “que por no ser señores de sus casas han menester valerse de las letras para comer”».
La tendencia de cuidar —o, tal vez sea más adecuado, favorecer— la educación de la nobleza, se vio reforzada de nuevo más adelante, cuando Felipe V, el primer Borbón, fundó el Real Seminario de Nobles, mediante un decreto fechado el 21 de septiembre de 1725.[33] De hecho, este seminario dependía del Colegio Imperial, por lo que los jesuitas lo ubicaron en unas casas alquiladas frente a los Reales Estudios, uniéndolas por medio de un pasadizo. El sábado 18 de octubre de 1727 se inauguró este local, que pronto resultó insuficiente.
Los fines de este Real Seminario eran los siguientes (Simón Díaz, 1952: 167):
1. El fin principalísimo de este Seminario Real, es enseñar, y dirigir a sus Alumnos a ser Caballeros Cristianos, criándolos en toda virtud, para que después con sus palabras, y con sus ejemplos, puedan enseñar a sus Familias los Ejercicios de Virtud, Piedad, y Modestia Cristiana.
2. El fin menos principal, aunque principal también, es que se instruyan en aquellas Facultades, y Ciencias, que más adornan a la Nobleza.
Y las cualidades que debían tener los alumnos admitidos: «ser legítimos descendientes de Nobleza notoria, y no solo Privilegios». Se fijaba la edad de ocho a quince años para el ingreso, excluyendo a los delicados y enfermizos y también a los de cuerpo disforme, porque «si tuvieren deformidad reparable, estarán siempre expuestos a la nota de los demás y a la peligrosa candidez de sus apodos». Entre las enseñanzas que se daban, figuran las que correspondían a «las habilidades Caballerescas de Danza, Música, Esgrima y Picadero».
El Seminario de Nobles vivió su mejor época durante el reinado de Fernando VI, gracias a su protección. Estuvo funcionando hasta 1767, en que fueron expulsados los jesuitas, pero se reabrió en 1770 bajo la dirección de Jorge Juan, que instaló allí un observatorio astronómico e inició un proceso de militarización que culminó en 1785 con un nuevo plan de estudios que le daba orientación castrense, convirtiendo de hecho el seminario en una academia militar, aunque manteniendo su carácter selectivo y exigiendo pruebas genealógicas para el ingreso. Al suprimirse el Colegio de Cadetes de Ocaña en 1786, los cadetes pasaron al seminario. De esta forma, el Seminario de Nobles se convirtió en un centro orientado hacia la carrera militar, siendo esta la principal salida de los seminaristas: del total de inscritos, entre 1770 y 1799, cerca de una cuarta parte se integraron en el Ejército y la Marina (Andújar Castillo, 2004). Tras varias vicisitudes, incluyendo la restauración de los jesuitas en 1817, el seminario fue clausurado en 1834, cuando en virtud de las leyes desamortizadoras fue incautado.
Los anteriores datos son coherentes con algunos de los rasgos de las contribuciones que los diferentes estamentos sociales hicieron a la ciencia en España en la época que estoy considerando en este capítulo. Como señaló López Piñero (1979a: 67-69), el escalafón superior de la nobleza poco o nada aportó (no existieron personajes del tipo de los británicos Robert Boyle o Henry Cavendish). Si aparecen —como fue el caso a menudo— nombres de aristócratas en los textos científicos, es en las dedicatorias de los autores, y aun así el suyo distaba de ser un patrocinio fundado en una base económica. Más heterogénea fue la participación de los nobles de nivel inferior, integrado por caballeros e hidalgos, pero cuando se ocuparon de cuestiones científicas fue sobre todo en relación con las artes militares. El estamento social que más se distinguió en las actividades científicas procedía de las clases medias (si puede utilizarse este término) urbanas. Y la medicina fue, por razones obvias, la profesión más apreciada. La medicina en primer término, pero también otros oficios relacionados, aunque con menor estatus y ventajas sociales, como el de los boticarios, cirujanos, sangradores o barberos.
Retornando al Colegio Imperial, hay que destacar que una de las ventajas a disposición de los jesuitas era que podían recurrir a compañeros de otros países para que se ocupasen de la enseñanza. Así, en las primeras décadas de los estudios enseñaron el suizo-alemán Juan Bautista Cysat, el escocés Hugo Sempilius, el polaco Alexius Silvius Polonus, el belga Jean-Charles della Faille, el borgoñón Claude Richard y el italiano Antonio Camassa.[34] Otro de esos jesuitas foráneos fue Jan Wendlingen (1715-1790), natural de Praga, que ocupó el puesto de cosmógrafo mayor y la cátedra de Matemáticas del Colegio Imperial hasta su desmantelamiento en 1767. En 1750, Wendlingen propuso a Fernando VI que se estableciesen cursos para enseñar las Ciencias Físico-matemáticas y, como complemento de ellas, un observatorio. Con la protección del marqués de la Ensenada, ministro de la Marina, y bajo sus auspicios, comenzó a redactar un curso de Matemáticas y a preparar la construcción de un pequeño observatorio en el Colegio Imperial. La intención del padre Wendlingen se ajustaba bien con la necesidad que tenía la Corona española de disponer de un mapa de sus dominios ultramarinos, necesidad que había formado parte destacada de la Casa de la Contratación así como, aunque más indirectamente, de la Academia Real Mathematica, cuyas funciones desempeñaba, como estamos viendo, el Colegio Imperial. La idea de Wendlingen era instruir a personas en las observaciones astronómicas. Aunque no se cumpliesen sus elevadas expectativas, Wendlingen consiguió los suficientes instrumentos como para observar un eclipse total de Luna el 13 de diciembre de 1750, pero la caída en desgracia del marqués de la Ensenada y la salida de los jesuitas acabó con la efímera historia de este observatorio. No así con el Seminario de Nobles, que, como acabamos de ver, reabrió y quedó bajo la dirección de Jorge Juan en 1770. Y pese a la desaparición del Colegio Imperial, aún se nombró, en 1770, cosmógrafo mayor a Juan Bautista Muñoz (1745-1799), que resultó ser el último ocupante de semejante cargo, ya que en 1783 Carlos III suprimió el puesto de cosmógrafo mayor del Consejo de Indias y catedrático de Matemáticas de la corte. Entonces, Muñoz pasó a depender de la Secretaría de Marina, ocupándose de la revisión y ordenación de sus archivos. Gracias a un informe suyo, y para reunir toda la documentación referente a los dominios ultramarinos españoles, se creó en 1785 el Archivo General de Indias, que se instaló en Sevilla en el edificio, construido entre 1584 y 1598, que hasta 1784 fue el Archivo de la Casa de la Contratación y de la Casa de la Lonja de Sevilla.
De los jesuitas nacidos en España que enseñaron en el Colegio Imperial, ninguno fue más distinguido que un natural de Alcalá de Chisvert (Castellón de la Plana), José de Zaragoza y Vilanova (1627-1679), al que se considera el mejor matemático español del siglo XVII, junto con el también eclesiástico (perteneció a la orden cisterciense) Juan Caramuel Lobkowitz (1606-1682), aunque este pasó la mayor parte de su vida fuera de España (se doctoró en Lovaina y vivió, ocupando diferentes cargos religiosos, en Escocia e Inglaterra, Viena, Praga, Bohemia e Italia, donde falleció).[35] Después de haberse doctorado en Teología en la Universidad de Valencia; ingresar en la Compañía de Jesús en 1651; enseñar Retórica en Calatayud; Artes y Teología en Palma de Mallorca; Teología en Barcelona y, durante una década, en el Colegio de San Pablo de Valencia, estancia esta que aprovechó para estudiar e investigar en las disciplinas matemáticas; a finales de 1670, Zaragoza y Vilanova fue nombrado titular de la cátedra de Matemáticas del Colegio Imperial, donde también enseñó Astronomía y materias relacionadas con las dos anteriores, como eran Geografía, Cartografía y Arte de navegar, y donde permaneció hasta su muerte (en la capital, por cierto, en 1672 fue nombrado calificador del Supremo Consejo de la Inquisición). Entre sus obras matemáticas, figuran: Arithmética universal (1669), Geometría especulativa y práctica de los planos y los sólidos (1671), Trigonometría hispana (1673) y los tres volúmenes de Geometria magnae in minimis (1674), seguramente su obra más importante en el ámbito de las matemáticas, en la que introdujo el concepto de «centro mínimo» («centro de masa» en física) de un sistema de puntos, con el que podían resolverse un buen número de problemas, y que cuatro años más tarde utilizó, de manera independiente, Giovanni Ceva para establecer el teorema que en geometría se denomina «de transversales». Pero no se dedicó solo a esta ciencia, también lo hizo a la astronomía, en la que, además de observador de los cielos, fue expositor teórico (entre sus observaciones destacan las de los cometas de 1664 y 1667). Su libro más importante en este campo fue Esphera en común, celeste y terráquea (Madrid, 1675), compuesta por tres libros (partes): I, «De la esphera en común», que trata de las líneas y círculos que se consideran en ella; II, «De la esphera celeste», relativa a las cuestiones astronómicas; y III, «De la esphera terrestre», donde intentó resumir la situación en lo que luego se denominaría «geofísica».
Se tiene, en definitiva, que fue en el Colegio Imperial donde mejor se cultivó la Matemática en la España del siglo XVII.
HUGO DE OMERIQUE
Recordados con mayor o menor motivo matemáticos como el padre Zaragoza, debe hacerse lo propio con el más célebre del siglo XVII, el sanluqueño Hugo de Omerique (1634-?), de cuya vida poco se conoce. Por referencias de los jesuitas, con los que estudió y que le protegieron, se sabe que vivió algún tiempo en Cádiz, y también que en algún momento estuvo en Madrid.[36] En una edición de los Elementos de Euclides (Bruselas, 1689), comentada por el jesuita austriaco Jacobo Kresa, que profesó tanto en el Colegio de Cádiz como en el Colegio Imperial de Madrid, este incluyó dos problemas inventados y resueltos por Omerique. Su fama procede básicamente de un comentario que Isaac Newton realizó en una carta escrita probablemente en 1699, en la que decía (Hall y Tilling, 1977: 412-413):
Señor: He examinado el Análisis Geométrico de Omerique y lo considero como una obra juiciosa y valiosa que responde a su título, porque en ella se establece un cimiento para restaurar el Análisis de los antiguos, el cual es más sencillo, ingenioso y más adecuado para un geómetra, que el Álgebra de los modernos, porque lo conduce con mayor facilidad y más directamente a la resolución de problemas. En general, conduce a resoluciones más sencillas y elegantes que aquellas que se obtienen al aplicar los conocimientos del Álgebra.
El libro al que se refirió Newton es Analysis geometrica sive nova et vera methodus resolvendi tam problemata geometrica quam arithmeticas quaestiones. Pars Prima: de planis (Cádiz, 1698). La segunda parte implícita en el título nunca llegó a publicarse. Por referencias que hacía en Analysis geometrica, se deduce que escribió un Tratado de Aritmética y dos de Trigonometría, pero nada se sabe de ellos.
Puede parecer pobre bagaje —y, en mi opinión, lo es— el que es posible exhibir para que se haya celebrado tantas veces el recuerdo de Omerique. Ejemplo de tales «celebraciones» es lo que manifestó José Echegaray en el discurso que pronunció en marzo de 1866 al entrar en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, discurso del que me ocuparé en el capítulo 9. Dijo entonces Echegaray:
He aquí, señores, cuanto de la historia de las matemáticas en España durante el siglo XVII puedo decir; más antes de pasar al siglo XVIII debo, a fuer de imparcial, citar aquí un nombre, pero uno solo, nombre ilustre, más que por sus obras desgraciadamente incompletas, por el verdadero y profundo talento que revelan. Me refiero al geómetra Sanlucarense, Hugo Omerique, que publicó en 1689 la primera parte de una obra de análisis geométrica, y que mereció ¡gloria envidiable! las alabanzas del gran Newton. La segunda parte de este libro no llegó a publicarse, la historia del geómetra andaluz me es absolutamente desconocida, y su nombre, que brilla un punto, desaparece bien pronto, cosa natural en aquellos calamitosos tiempos de Carlos II.
ASTRONOMÍA Y LA REFORMA DEL CALENDARIO
Hasta ahora he estado haciendo hincapié en que la astronomía y las ciencias asociadas a ella —a la cabeza, las matemáticas— se difundieron principalmente por su conexión con la náutica. Pero hubo otra cuestión de relevancia política, y en este caso también religiosa, que necesitaba de la astronomía en concreto: la reforma del calendario establecido por Julio César en el siglo I a. C. (el calendario juliano). Efectivamente, las investigaciones sobre la reforma del calendario corrieron parejas con el progreso de la ciencia astronómica, tanto en España como en toda Europa.
La historia del calendario exhibe un gigantesco paisaje científico con muchos espacios en blanco, que a lo largo del tiempo, concitó una larga y enrevesada historia de papas, reyes, intrigas, debates científicos e intrincada controversia sobre el cómputo del tiempo. Como ha explicado Ana María Carabias Torres (2012), la Universidad de Salamanca contribuyó a la solución del problema con dos informes científicos elaborados en momentos distintos del siglo XVI: uno redactado en el año 1515 —en el marco del V Concilio de Letrán— y otro en 1578, ambos bajo la solicitud simultánea de los papas León X y Gregorio XIII, y de los reyes Fernando el Católico y Felipe II. Hasta cierto punto, es sorprendente la poca atención que este hecho ha recibido en la historia de la ciencia. En palabras de la profesora Carabias Torres (2012: 23): «En realidad no ha habido historiador de la ciencia que haya hecho poco más que citar este asunto, como de puntillas. En conjunto, pues, a pesar del enorme peso científico de estos trabajos [...], la reforma del calendario gregoriano ha pasado inadvertida, sin pena ni gloria, para los grandes investigadores de la historia de la ciencia en España».
El problema del cal