Venganza por amor (Caballeros de las sombras 3)

Fragmento

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Prólogo

Londres, octubre de 1814

Gritos desgarradores y una intensa oscuridad cubrían el barrio pobre de St. Giles. En otras circunstancias, cualquiera habría pensado que se trataba de un robo, de un asesinato o de una violación. Pero cierto era que, esta vez, la vida había sido en extremo cruel.

Parte de los barrios bajos se convirtió en víctima del alcohol, aunque de la forma más trágica, pues un incontenible mar de cerveza invadió las calles de los suburbios y arrasó con todo lo que hubo a su paso, lo que incluyó varias vidas inocentes. Pero, como si aquel resultado no hubiera sido lo suficientemente despiadado, la tragedia también les había allanado el camino a las peores sombras de los suburbios. Una espeluznante coincidencia que, por supuesto, no había sido una obra casual y oscura del destino.

Como todo lo que ocurría alrededor de los O’Grady, la rotura de la gran cuba contenedora de miles y miles de litros de alcohol[1] no había sido una mera casualidad. Destrozarla había sido solo el inicio del plan… un plan para derrocar a la única sombra más temible que William O’Grady: Thomas Hay.

—¡Las pagarán! —exclamó el líder más respetado de St. Giles.

—¡Que te calles, hijo de puta! —vociferó Paul y le estampó un puño en la boca del estómago.

Thomas escupió sangre, pero ni siquiera los O’Grady se enteraron, pues le habían cubierto la cabeza con una tela negra que tampoco le dejaba observar el oscuro puente en el que se hallaban, aunque sí alcanzaba a oler y escuchar el oleaje del río Támesis.

Hay, a pesar del dolor, apretó los dientes de la rabia. Si tan solo no hubiera sido tan ingenuo, si tan solo no hubiera confiado en esos malnacidos, habría podido replicar a aquel golpe con un limpio tiro en la frente de cada uno de ellos. Pero no. Por su propia culpa, allí estaba: maniatado y privado de ver. Y la furia le desbordaba de cada poro de la piel.

—¡Son unos idiotas! —tronó con fuerza, a pesar de los golpes que había recibido—. ¡Los descubrirán! ¡Y yo mismo me encargaré de colgar sus cabezas en este maldito puente!

William observó el estado de indefensión e impotencia que padecía Thomas, y sonrió de lado. El placer que sentía al verlo al borde del abismo, al borde de la muerte, no tenía precio. Pero que el fin de Thomas Hay fuera ni más ni menos que gracias a su inteligente plan tornaba a la hazaña en la más placentera de su vida.

Despacio y rebosante de calma, William caminó hasta quedar a solo unos centímetros de Thomas. Patrick y Paul necesitaron invertir el doble de fuerzas para contener el enorme cuerpo de acero de Hay, pues cada uno de sus músculos derrochaban un intenso deseo por deshacerse de ellos.

—A ninguno de tus estúpidos seguidores les interesará saber de ti, Thomas.

Hay rio indignado.

—Eres más imbécil de lo que creía. —Sonrió desafiante—. No importa lo que hagas, William. La lealtad no es algo que puedas comprar… No al menos con mi gente.

El mayor de los hermanos O’Grady comenzó riéndose de forma contenida hasta estallar de forma desencajada.

—No gastaría ni un solo penique en comprar a tus inútiles súbditos, Hay. De hecho, no necesito hacerlo… —Una media sonrisa se dibujó en el rostro de William—. ¿O acaso crees que debería hacerlo si hacemos correr la noticia de que los engañaste y huiste con todo el dinero que hasta ahora han recaudado para ti?

La ira invadió a Hay, pero se contuvo, como si con ello acumulara energía.

—No te creerán. Y si fuera necesario, Francis se encargará de descubrirte —lanzó apretando los dientes.

—¿Francis? —Y volvió a reír de forma exagerada—. Oh, cuánto lo siento, querido Thomas, pero creo que eso no será posible.

Un sudor frío recorrió la espalda de Hay.

—¿Qué? —El corazón comenzó a latirle con desesperación—. ¡¿Qué has hecho?! —preguntó con marcada preocupación. A pesar del esfuerzo, no pudo evitar demostrar cuánto le importaba aquel muchacho.

William, desbordado de satisfacción, sonrió de forma completa.

—¿De verdad quieres saberlo, Hay? Porque en serio que quería que fuera una sorpresa tu reencuentro con él en el infierno…

No podía ser cierto. Aquel muchacho, aquel que él había criado como su hermano menor, era inexperto y más joven, pero era ágil, hábil y, en extremo, astuto. Sin duda, tenía una inteligencia que, por lejos, superaba a la tosca y bruta de los gemelos Paul y Patrick O’Grady. Era imposible que aquel par se hubiera cargado a Francis Lefroy. Seguro que era una treta para debilitarlo, para quitarle las ganas de vivir. Aunque… de solo analizar la única posibilidad de que Francis fuera atrapado, un sudor frío le bañó el cuerpo.

Y como si William se hubiese dado cuenta, volvió a hablar:

—Oh, sí, querido Thomas. Pero no es una sorpresa, ¿verdad? —Con un gesto ordenó a los gemelos que amarraran las piernas de Thomas a una soga cuyo extremo estaba atado a una bolsa con pesadas rocas, y luego continuó—: Gracias a mi querida Berenice, Francis ya está en el infierno. —Se acercó hasta el oído de Hay y, tras respirar profundo, le susurró unas últimas palabras—: Y yo, mi querido amigo, me desharé de ti… para siempre.

Dio la señal a los hermanos, y estos, sin hacerse esperar, tomaron a Thomas por los extremos y lo lanzaron al oscuro y frío Támesis.

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Capítulo 1

Londres, enero de 1805

«¡Maldito niño!», lanzó Thomas al enterarse de que el pequeño Francis había decidido que ya tenía edad suficiente para gozar de los placeres que ofrecía la peor de las tabernas de St. Giles. The Cave, también conocida como The Bloody River por las peleas que allí se desataban y terminaban en incontables charcos de sangre, era el refugio de las almas más turbias de Londres. De hecho, estaba en el corazón de la zona reinada por William O’Grady, el nuevo líder que había sucedido a Hunt. Apenas habían pasado cinco años que ya era sabido que este, hijo mayor de Hunt, sería el más oscuro de los líderes que hasta entonces habían tenido los bandidos de los suburbios.

Como fuera, ni ningún otro tugurio similar era lugar apropiado para un niñato como Francis. O, al menos, Thomas deseaba para este una vida mejor a la que él había sido sometido años atrás.

Preparó la pistola, se ocultó la daga en una bota y, veloz, salió en busca de Francis.

Si bien era un líder en extremo respetado, jamás aceptaba ir a las juergas que allí se celebraban. Ni siquiera a las peleas a las que Jack Connelly lo invitaba para que apostara. Aquel líder irlandés era bastante inconsciente con sus formas de ganar dinero, pues pocos eran los valientes que se animaban a entrar en las tierras de los O’Grady. Sin embargo, a diferencia de los tres hermanos, Jack era un buen sujeto y su gente lo demostraba cada vez que hablaba de él.

Pero Thomas hacía tiempo que había borrado de su mente la palabra «miedo». El mundo en el que había nacido, y tras ser criado por la madre que le había tocado, le había enseñado que, si quería vivir, si deseaba sobrevivir, tendría que aprender a domar los temores desde su más tierna infancia. Y así no solo salió adelante, sino que además se convirtió en el líder más venerado por la masa de gente pobre. Nadie se atrevía a contradecirlo. De hecho, la lealtad hacia él era indiscutible, pero no porque infundiera miedo, sino porque se sabía que cada decisión que tomaba Thomas era sabia y en pos del bienestar de los olvidados de la sociedad.

No obstante, a diferencia de esa gran mayoría de personas que lo seguía, aquel jovencito, al que consideraba su hermano pequeño y sobre el que sentía que tenía responsabilidad, lo había desafiado. Y no era la primera vez, aunque en esta ocasión había cruzado el límite.

Llegó a la puerta de la taberna y, tras observar que varias miradas ocultas en las sombras de la noche habían descubierto su presencia, entró sin hacerse esperar más. El asunto era simple: solo debía localizar a Francis, gritarle un par de improperios, y arrastrarlo hasta la zona en la que sí estaría seguro y podría vivir sin transformarse en un monstruo.

El olor nauseabundo era aniquilante, pero el bullicio y los desaforados cantos de los borrachos fueron suficientes para que su presencia en el interior del bar pasara desapercibida. Echó un fugaz vistazo para ver si encontraba la rubia cabellera del niño entre aquellos tipejos, pero al no hallarlo, se lanzó hacia el único lugar que le quedaba por buscar. Sigiloso, caminó hasta las escaleras que llevaban a los cuartos en los que viajantes, ladrones y hasta asesinos solían hospedarse. No solo las escaleras, sino que también el pasillo estaba repleto de hombres e innumerables mujeres semidesnudas que ofrecían el placer al que, de seguro, Francis se había referido. Thomas caminaba con la mirada concentrada en detectar al maldito niño, aunque sus manos hacían a un lado a cada mujer que se le acercaba con promesas diabólicamente lujuriosas.

Recorrió el espacio con mejor vista que la de un águila, pero no halló ni una señal de Francis. Sabía que solo le quedaba un piso por revisar… y, según los rumores, el peor de todos. Pero no podía dar marcha atrás. Más allá de las atrocidades que allí ocurrieran, más allá de las salvajadas que los O’Grady permitían que allí se satisficieran a cambio de un gran dineral, él debía rescatar a Francis de que condenara su futuro a ese infierno sin salida.

Respiró profundo y, conteniendo el aire en su fornido pecho, se lanzó hacia el último de los pisos.

El pasillo era oscuro, aunque no más tenebroso que el aire pútrido que se respiraba por cada paso que daba. El silencio predominaba, pero, cada tantos segundos, algún que otro sonido sordo salía de los cuartos cerrados y rompía con la tenebrosa calma de la noche.

Thomas cerró los ojos y trató de no escuchar. No debía meterse, no era su territorio, tampoco su problema. Analizando cuál de los cuartos irrumpiría primero, caminó hasta el fondo, pero cuando entendió que no era posible que Francis se hallara allí, se detuvo. El niño podía ser un insensato y en extremo impulsivo, pero jamás se habría aventurado a experimentar lo peor de la peor parte de los suburbios. Y tampoco contaba con el dinero para siquiera intentarlo.

Sintiéndose absurdo y tras negar con la cabeza por haber pensado que podría encontrar a Francis en un lugar como ese, se giró y emprendió la vuelta.

Sin embargo, su vida cambiaría por completo cuando una voz suplicante obligó a su corazón a detener el paso.

—¡No! ¡Por favor! ¡Te lo ruego!

No supo por qué, pero aun cuando su cuerpo le exigía que se marchara de allí porque nada tenía que ver él con ese lugar, la melodía de aquella voz femenina fue como un ancla para su conciencia. Quien hubiera gritado necesitaba ayuda, y solo Dios sabía la razón por la que justo y precisamente él se hallaba allí.

Tragó saliva y giró en dirección a la puerta de la que había salido el ruego. Dubitativo, miró el picaporte. Si no entraba, si se marchaba, su vida seguiría como siempre y no tendría que lidiar con el gran peso de un problema con los O’Grady. Pero si no ingresaba…, una vida, la de aquella joven suplicante, se arruinaría para el resto de sus días. Y él jamás volvería a vivir tranquilo. Lo sabía.

Aun así, no tenía por qué inmiscuirse en problemas que no eran de él. Y, además, todavía debía encontrar a Francis. El futuro de aquel niño era su responsabilidad, mientras que las vidas de las personas que allí caían eran de William O’Grady.

Dio un paso hacia atrás y, tras cerrar los ojos por el rechazo de su decisión, volvió a marchar para irse… hasta que otra voz lo paralizó.

—¡Ya cállate, perra! ¡Eres mía y haré lo que se me dé la gana!

Thomas se detuvo al mismo tiempo que los ojos se le abrieron del horror.

Esa voz era la de un hombre… en realidad, la de una bestia.

Esa voz era la de Bruno el Despiadado. Y fuera quien fuera quien estuviera bajo sus garras no solo padecería la peor de las humillaciones, pues Bruno no era tan conocido por sus incontables violaciones, sino por la forma lenta y despiadada de deshacerse de sus víctimas. Nadie sobrevivía a sus depravaciones. Y aquella joven, por más miserable que fuera su vida, tampoco volvería a ver la luz del día…, a menos que alguien, rendido a la locura y valentía, entrara en busca de ella.

De pronto, un nuevo grito de la mujer lo descolocó.

—¡No!

Thomas apretó los dientes al punto de que casi le chirriaron. Cerró las manos en puños y, tras exhalar con violencia, maldijo su destino.

La joven no era su problema… y también sabía lo que debía hacer.

***

Cinco años. Cinco años habían pasado desde el día en que aquella jovencita, que entonces no pasaba de los quince de edad, había llegado a la vida de los O’Grady. En cuanto la recibió, el primer instinto de William fue matarla, deshacerse de su existencia. Después de todo, ella y su estúpida madre eran el motivo por el que Hunt O’Grady, el más tirano de los líderes de los suburbios, había sido asesinado. Y eso no tenía remedio… ni perdón.

Sin embargo, la inteligencia que había heredado de su padre, hizo que William respirara profundo y lo pensara mejor. Si tan solo la mantenía algunos años con vida, si tan solo la soportaba un poco de tiempo, podría planear la mejor de las venganzas contra el que había sido el asesino de Hunt. La mocosa conocía a la perfección la casa donde vivía el sujeto que le había quitado la vida a su padre, solo ella sabía cómo entrar y salir de la residencia de aquel noble. Solo Berenice; pues era ni más ni menos que la única nieta del hombre que había asesinado a Hunt. Era la nieta del conde de Westmount.

Así, William aprendió a soportar la presencia de Berenice. Le enseñó varias formas de robar y sobrevivir y, cuando creyó que sería el momento oportuno, exactamente cinco años después de la llegada de la muchachita, William vengó la muerte de su padre tal y como lo había deseado.

No obstante, la sed no fue saciada como esperaba. Ver a Berenice cada día le recordaba la pérdida de su padre, le recordaba que la vida nunca se cansa de hacer sufrir a los que menos se lo merecen. Si Hunt no se hubiera enamorado de la hija del conde, si Hunt no hubiera dejado embarazada a esa estúpida noble, si Berenice nunca hubiera nacido, él, William O’Grady, aún habría tenido un padre al que respetar y venerar. No era justo. Alguien más debía pagar por aquel dolor del que él y sus dos hermanos menores jamás se librarían. Sin duda, Berenice debería hacerse responsable.

Pero su decisión no fue producto del William que alguna vez fue. Durante ese lustro en que soportó a Berenice y tramó con impecable estrategia la venganza, su corazón se fue oscureciendo hasta envolverse de forma completa por las sombras del odio.

Cinco años habían alcanzado y sobrado para que esa parte de los barrios bajos se convirtiera en el corazón del infierno. El odio de William creció día a día, y las almas más oscuras no tardaron en llegar a sus tierras, atraídas tal como las moscas perciben la basura.

William lo sabía: Hunt jamás habría estado orgulloso de eso, pero ¡qué más daba! A nadie le había importado que él y sus hermanos quedaran huérfanos de la noche a la mañana. A nadie le había importado que los tres sufrieran después de su padre ser asesinado por aquel maldito noble y ni más ni menos que degollado por el cuchillo que pertenecía a la familia O’Grady.

A nadie le había importado las vidas de ellos tres. Pues entonces a él tampoco le importaría una mierda el mundo. Y no se iría de la Tierra sin dejar en claro quiénes habían sido los O’Grady.

Pero si había alguien que debía pagar por su sufrimiento, esa era Berenice. Ya bastante había tenido con todos esos años en que la había soportado. Ya no le servía e, incluso, le fastidiaba sobremanera. Era hora de que recibiera lo que merecía: la muerte…, aunque primero la haría padecer la peor de las humillaciones y el máximo dolor.

William sonrió de lado al pensar que no solo completaría la venganza, sino que además se haría de un buen dineral cuando ofreciera a la virgen de su media hermana al peor de los hombres.

Se sirvió una copa y, tras beberla de un solo sorbo, llamó a su hermano Paul, uno de los gemelos O’Grady.

—Avisa a Berenice que se vista lo mejor posible. Hoy tendrá una noche especial. —Paul asintió con la cabeza, pero cuando estuvo a punto de darse la vuelta, William volvió a hablar—. Y manda a llamar a Bruno. Tengo un negocio que le interesará.

Al solo oír aquel nombre, Paul tragó saliva, pero no tardó en irse para cumplir con la orden. No había que ser un iluminado para entender lo que William se traía entre manos.

***

«La vida no es justa, nunca lo ha sido y jamás lo será», recordó Berenice las últimas palabras de su medio hermano mayor.

No importaron las veces que ella le suplicó una oportunidad ni el llanto desgarrador por un poco de misericordia. Tal como le había dicho William, para él, ella no valía nada, y en todo el tiempo que había estado junto a ellos no había demostrado ser lo suficientemente útil como para que pensara que conservarla fuera una mejor idea que venderla al mejor postor.

Y sin más explicaciones, y tras aquellas nefastas palabras que Berenice jamás olvidaría, William O’Grady la abandonó en un cuarto de mala muerte para que aquel hombre desagradable, al que todo el mundo conocía por sus perversiones, le hiciera lo que su perturbada mente le dictara.

En cuanto la puerta se cerró

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