Las mentiras que nos unen

Kwame Anthony Appiah

Fragmento

libro-4

INTRODUCCIÓN

Desde hace muchos años y a lo largo y ancho del mundo, los taxistas han visto su pericia puesta a prueba al hacer un dictamen sobre mí. En São Paulo, al tomarme por brasileño, se han dirigido a mí en portugués; en Ciudad del Cabo, me han tomado por una «persona de color»; en Roma, por etíope, y en Londres, un taxista se negaba a creer que yo no hablara hindi. Un parisino que pensó que yo era belga quizá me tomaba por magrebí. Y, ataviado con un caftán, me he perdido entre la multitud en Tánger. Confundidos por la mezcla que forman mi acento y mi apariencia, los taxistas de Estados Unidos y de Reino Unido suelen preguntarme durante el trayecto dónde he nacido. «En Londres», les digo, pero lo que en realidad quieren saber no es eso. Lo que de hecho están preguntando es de dónde es originaria mi familia, o, dicho sin rodeos: ¿tú qué eres?

La respuesta a la pregunta sobre mis orígenes —la cuestión del «dónde», si no del «qué»— es que provengo de dos familias que son originarias de dos lugares bastante alejados entre sí. Para cuando yo nací, mi madre llevaba viviendo en Londres, con idas y venidas, desde que era pequeña, pero su verdadero hogar estaba lejos —en términos de ambiente, si no de distancia—, sobre las colinas de Costwold, donde había crecido en una granja de una minúscula aldea situada en el límite entre Oxfordshire y Gloucestershire. Su abuelo había pedido a un genealogista que rastreara su linaje, y este se había remontado dieciocho generaciones atrás, hasta llegar a un caballero normando de principios del siglo XIII que había vivido a unos treinta kilómetros del lugar en el que nacería mi madre unos setecientos años después.

El resultado es que mi madre, si bien cuando yo nací era, en cierto sentido, una londinense, en su corazón seguía siendo una chica de campo que había acabado trabajando en la capital…, aunque hubiera pasado bastante tiempo en el extranjero durante la Segunda Guerra Mundial; en Rusia, en Irán y en Suiza. Así, quizá no resulte extraño, dada su experiencia internacional, que encontrara un empleo en una organización londinense que trabajaba por la concordia racial de Gran Bretaña y su imperio, fundamentalmente prestando ayuda a estudiantes de las colonias. Se llamaba Racial Unity. Y así es como conoció a mi padre, un estudiante de derecho de la Costa de Oro británica. Él era activista anticolonial, presidente del Sindicato de Estudiantes de África Occidental y representante en Gran Bretaña del doctor Kwame Nkrumah, que en 1957, solo unos pocos años después de que yo naciera, lideraría la independencia de Ghana. Podría decirse que mi madre predicaba con el ejemplo.

La otra rama de mi familia, pues, venía de Ghana, más concretamente de Ashanti, una región situada en el corazón de la actual república. El linaje de mi padre, según nos explicó, se remontaba a Akroma-Ampim, un general del siglo XVIII cuyos triunfos militares le habían granjeado el derecho a poseer una gran extensión de tierra en el límite del reino. Fue miembro de la aristocracia militar que creó el Imperio ashanti, el cual dominó la región durante dos siglos, y su nombre, uno de los que mis padres me pusieron. Cuando éramos niños, mi padre nos contaba historias sobre su familia. Sin embargo, en cierto sentido, en realidad no era nuestra familia. Del mismo modo que en la familia de mi madre, al ser patrilineal, se considera que uno pertenece a la familia de su padre; en la de mi padre, al ser matrilineal, se cree que la pertenencia está vinculada a la de la madre. A todos aquellos taxistas podía haberles dicho que yo no pertenecía a ninguna familia.

Este libro está lleno de historias familiares porque deseo explorar la forma en que este tipo de relatos conforman nuestra idea de quiénes somos. La idea que cada persona tiene sobre su propia identidad está indefectiblemente ligada a su entorno: empieza con su familia, pero extiende sus ramificaciones en varias direcciones, como la nacionalidad, que nos vincula con un territorio; o el género, que nos conecta a cada cual con aproximadamente la mitad de la especie; y a categorías como la clase, la sexualidad, la raza o la religión, que trascienden nuestras filiaciones locales.

En este libro me he propuesto analizar algunas de las ideas que han acompañado al auge de la identidad moderna, así como tratar de aclarar algunos de los errores que cometemos habitualmente al concebir las identidades. La contribución de los filósofos a la discusión pública de la vida política y moral no debería consistir, a mi juicio, en indicarnos lo que debemos pensar, sino en dotarnos de una serie de conceptos y teorías que podamos emplear para elegir por nosotros mismos lo que pensamos. Aquí voy a defender numerosos argumentos, pero, independientemente de lo enfático de mi lenguaje, pido que se recuerde siempre que, si los presento, es para que el lector o la lectora los someta a consideración a la luz del conocimiento y la experiencia propios. Mi voluntad es iniciar una conversación, no darla por zanjada.

Lo que no voy a explicar aquí es por qué el debate sobre la identidad ha ido adquiriendo una importancia creciente a lo largo de mi vida (sería un tema fascinante, pero de interés particular solo para intelectuales y expertos en historia social). En lugar de eso, tomaré como un hecho la prevalencia moderna de las ideas sobre las identidades, aunque cuestionando algunas de las cosas que damos por sentado sobre ellas. Mi objetivo será persuadir al lector de que gran parte del pensamiento contemporáneo sobre la identidad está conformado por imágenes que son, de diversas formas, o bien inútiles, o bien directamente erróneas. Perfilando unas imágenes más útiles y más próximas a la verdad no se va a zanjar ningún debate político, pero sí creo que puede hacerse que el debate sea más productivo, más razonable e incluso, quizá, menos enconado. Al menos, esa esperanza tengo. Si queremos vivir juntos en armonía, es fundamental que podamos mantener debates sensatos sobre aquellos asuntos que agitan profundamente nuestras pasiones.

Durante la mayor parte de mi vida adulta, tres son las características que más importaban en el momento de conocerme: soy hombre, no soy blanco y hablo lo que solía conocerse como el inglés de la reina, el estándar. Se trata de rasgos que tienen que ver con cuestiones de género, raza, clase y nación. Actualmente, la idea de que estos son rasgos del mismo tipo nos parece bastante natural. Son, como hoy decimos, cuestiones de identidad. Y todos entendemos que identidades como estas determinan no solo las reacciones que otras personas muestran frente a nosotros, sino también el modo en que pensamos en nuestra propia vida.

Cinco de los capítulos que siguen están centrados en un tipo concreto de identidad, la vinculada a las creencias; al país; al color; a la clase, y a la cultura. Puede que sea útil comentar desde el principio algo sobre la más evidente de las preguntas que esta lista dispar puede plantearnos; a saber, ¿qué tienen todas ellas en común? En resumen, ¿cómo surgen las identidades? Mi propia reflexión sobre estas cuestiones me ha llevado, con el transcurso de los años, hasta la respuesta que me ha servido de guía en las exploraciones de este libro. Es la respuesta de un filósofo a la pregunta doble de qué son las identidades y por qué import

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos