- La Libertadora
- Portadilla
- Portada
- Legales
- Por qué este libro
-
CAPÍTULO 1
- “Vamos a morir aquí”
- Civiles en acción
- El comienzo de una guerra civil
- Los imponderables
- El enigma de Perón
- De focos rebeldes a gobierno provisional
- Córdoba: capital revolucionaria
- “Ni vencedores ni vencidos”
-
CAPÍTULO 2
- Lonardi: la responsabilidad del jefe
- Los conspiradores de 1951
- Los Villada Achával
- La oportunidad
- La conquista del poder: expectativas y decepciones
- Aramburu, un general de ideas liberales
- Guevara, de Aramburu a Lonardi
- Ossorio y Montiel: el problema de la jerarquía
- Los conspiradores navales
- El jefe de la Revolución Libertadora
-
CAPÍTULO 3
- En el movimiento estudiantil
- Contra el golpe, los “cuarenta pelandrunes”
- Intelectuales cosmopolitas
- Masones, liberales, antifascistas
- En los partidos políticos
- El malestar de la clase media
- Los católicos se suman
- Recuerdos de un comando
- Nacionalistas: entre el diálogo y la cruzada
-
CAPÍTULO 4
- Un gabinete ecléctico
- Qué hacer con Perón y Evita
- “¡Rosario con Perón!”
- Los partidos se comprometen sólo a medias
- La depuración
- Torturas: un capítulo oscuro y terrible
- Ser peronista, un estigma
- El reparto de la prensa
- Los Borges, de la incertidumbre a la gloria
- La conciliación imposible
-
CAPÍTULO 5
- Sindicatos democráticos
- Lonardi, Uranga y la amenaza de huelga general
- Producir más: el Plan Prebisch
- ¿La peor de las crisis?
- Argentinos, 1955
-
CAPÍTULO 6
- Los políticos y la interna gubernamental
- El desplazamiento de Bengoa
- Nazis y cipayos. El caso Goyeneche
- Los casos de Crítica y de La Prensa
- Las “facultades extraordinarias” de Villada Achával
- La Junta Consultiva en la disputa por el poder
- El golpe palaciego
- El poder compartido
- El dilema del 13 de noviembre
- Cartas de entonces
-
CAPÍTULO 7
- Volver a la República
- El Vasco. La autoridad compartida
- Francisco “Paco” Manrique, el nexo
- La fundación Eva Perón
- “Objetivos revolucionarios” y estado de derecho
- La protesta de Fortabat
- Cafiero: “Pequeños tribunales de Nuremberg”
- El caso Jorge Antonio
- El abrupto final de las investigaciones
- El caso Busso
-
CAPÍTULO 8
- La masonería y la Libertadora
- La unidad de la familia masónica
- La Iglesia católica después de Perón
- Nuevas diócesis y nuevos prelados
- Franceschi: elogio de la clase media
- “Laica o libre”, el artículo 28
- La ruptura de la unidad
- Estudiantes en las barricadas
- La FUA y el presidente provisional
-
CAPÍTULO 9
- La sombra de Lonardi
- Cartas de entonces
- Gorilas, “la guardia de la Revolución Libertadora”
- La indisciplina militar
- El regreso a la Constitución de 1853
- El decreto 4.161: un clima de guerra
-
CAPÍTULO 10
- El Movimiento de Recuperación Nacional
- La pena de muerte
- “Una oportunidad para el escarmiento”
- El plan abortado
- “Fueron fusilados...”
- Valle, últimas horas
- Dos versiones
- Cartas de adiós
- El tema de las responsabilidades
- General Cuaranta
- “El cuartelazo”
- Cartas de entonces
- Una reacción política favorable
-
CAPÍTULO 11
- 1956: una bisagra en la Guerra Fría
- Hacia la unidad europea
- Estados Unidos, negocios y política
- Otra vez la CADE
- Yadarola, petróleo y política
- Cartas de entonces
- Europa, la deuda y el Club de París
-
CAPÍTULO 12
- La reunión de Panamá
- Perón, las cartas del exilio
- Isabelita, Pascali y los agentes secretos
- En Managua (Nicaragua)
- Los hermanos rioplatenses
- Nuestros vecinos chilenos
- La misión secreta de Manrique
- El Brasil de Kubitschek en la vanguardia
- Rojas, Brasil y la cooperación con los vecinos
- Bolivia, la política de la colaboración
-
CAPÍTULO 13
- Zavala Ortiz: la defensa de la Libertadora
- La intransigencia radical, contra la constituyente
- La tarea consultiva
- Azul y blanco contra la partidocracia liberal
- Mundo Argentino, la nueva inteligencia
- Vuelve la tortura: el caso Sabato
- Provincias, jóvenes notables y partidos
- Salta, conservadores y radicales
- El sabattinismo y el gobierno de Córdoba
- El radicalismo y la interna militar
- Cartas y “chimentos”
- Ejército: la tercera crisis
-
CAPÍTULO 14
- Frondizi, el intelectual en acción
- El líder de la oposición civil
- Frigerio, “el grupo de amigos”
- Qué, un proyecto político de integración
- El balbinismo y la interna radical
- Trenzas políticas
- La fórmula Frondizi-Gómez
- Aramburu tiene fe en Balbín
-
CAPÍTULO 15
- Un enero caliente
- La UCRP se incorpora al gabinete
- Blanco, un ministro socialdemócrata
- La crisis de Suez y los planes de ajuste
- Un porteño en Tucumán
- Aguas tormentosas: el caso Rial
- Turbulencia en el aire
- El general Majó arregla las cosas
- Cartas de entonces
- “Operación masacre”
-
CAPÍTULO 16
- La Junta Consultiva, en crisis
- La derecha conservadora y sus opciones
- Comunistas, en la encrucijada
- El plan político en discusión
- Elecciones con sorpresas
- El mensaje de las urnas
- El voto católico
- La Constituyente frustrada
- Salario mínimo, vital y móvil
- Aguirre Cámara, una voz solitaria
- El malestar de la sociedad
- Aires nuevos
- El sindicalismo peronista pasa al frente
-
CAPÍTULO 17
- El frigerismo, en acción
- El emisario
- Perón en el exilio: opciones
- Neoperonismo, el peor de los pecados
- ¿Pactar con quién?
- La opción de las minorías
- El análisis del pacto
-
CAPÍTULO 18
- Discursos electorales
- El plan político en discusión
- Cartas de entonces
- El desenlace
- El dilema de entregar el gobierno
- Discusión en el poder
- La cuestión de las responsabilidades
- El poder, tan cerca y tan lejos
- “Se acabó la revolución”
- Un balance difícil
-
CAPÍTULO 19
- Medicina para “una sociedad del Primer Mundo”
- Hacia una pedagogía nueva
- La Universidad del Sur, en la vanguardia
- “Todas las formas de la imaginación”
- Sociología, una disciplina progresista
- “La primavera del economista”
- INTA, INTI: el progreso tecnológico
- Bernardo Houssay y el Conicet
- El Instituto Balseiro nace en tiempos difíciles
- Una política atómica de apertura
- Enrique Gaviola: del observatorio de Córdoba al IMVAP
- ¿Educadores del coloniaje?
-
CAPÍTULO 20
- Debates y libros
- Intelectuales en el gobierno de la cultura
- El nuevo gusto del público
- El Fondo Nacional de las Artes
- Epílogo
- Agradecimientos
- Notas
Por qué este libro
“Tengo el gusto del riesgo; es más, se trata de una de las razones por las que soy historiador”, escribe Marc Ferro en su biografía del mariscal Philippe Pétain. Esta afirmación viene al caso cuando me pregunto por qué empecé a escribir este libro, cuyo tema central es uno de los períodos “malditos” de la nueva historia oficial del país.
Por su parte, Eric Hobsbawm dice en el prefacio de Historia del siglo XX: “Nadie puede escribir sobre su propio período vital como puede (y debe hacerlo) sobre cualquier otro que conoce desde fuera, de segunda o tercera mano, ya sea a partir de fuentes del período o de los trabajos de historiadores posteriores”; agrega el ilustre historiador que “desde mis primeros años de adolescencia hasta el presente he tenido conciencia de los asuntos públicos, es decir, he acumulado puntos de vista y prejuicios en mi condición de contemporáneo más que de estudioso”.
Ambos comentarios de dos grandes maestros me ayudarán a explicar el porqué de este libro. Nacida y educada en una familia donde los temas políticos, literarios, históricos y religiosos formaban parte del diálogo cotidiano (del que estaban excluidos el dinero, el sexo y la chismografía), viví el lapso que constituye el objeto de estudio de esta obra con intensidad incomparable; sólo muchos años más tarde pude revivir emociones y expectativas similares, ya con definición política propia y en circunstancias históricas diferentes.
Tanta fue la impresión que al entrar en la adolescencia me produjeron los hechos políticos del 55, que formé mi primer archivo personal con recortes, panfletos y diarios del momento. Ese tesoro apreciado se esfumó en alguno de los periódicos intentos maternos por poner orden en el cúmulo de libros y papelería que colmaban el viejo departamento de Las Heras y Copérnico (que dicho sea al pasar, estaba a pocos metros de dos sitios bombardeados el 16 de junio en el intento de asesinar a Perón).
No fue mi caso una excepción. Entiendo que muchos de mis contemporáneos, dentro de la ancha franja de la ciudadanía que se había opuesto al régimen peronista, experimentaron sentimientos semejantes. Esto más allá de su filiación política y de la evaluación madura que cada cual tenga sobre aquel período de odios profundos y diferencias insalvables. Quizá por esa razón, en el curso de la investigación documental para La Libertadora encontré más puertas abiertas que cerradas, pese a que se trata de un capítulo conflictivo de la muy conflictiva historia argentina del siglo XX, y a la advertencia que hice en todos los casos a mis interlocutores: voy a escribir un relato histórico fruto de una investigación tan exhaustiva como sea posible y de una reflexión serena.
Porque la tarea es diferente de la de los géneros que buscan provocar el asombro a través de hechos ocurridos en el pasado, y que se constituyen en un eje falso pero atractivo para aquellos que en los ecos de lo imprevisto y del escándalo encuentran entretenimiento. También es diferente de la búsqueda de sustento para tesis e hipótesis políticas, sociológicas o simplemente intereses de sectores, para lo cual se extraen fragmentos de la realidad y se los desarrolla como verdades.
Mi intención es ofrecer al lector una visión de conjunto de aquellos años en que las instituciones fueron tensadas al rojo vivo por el gobierno constitucional que debía respetarlas; y en que la violenta respuesta de los excluidos a través de un alzamiento cívico-militar empeoró la situación al generar más odios y más exclusiones hasta el límite de lo tolerable.
Pero la valoración de los acontecimientos observados a la distancia ofrece otra perspectiva si se los examina de cerca. Por eso he puesto especial cuidado en rescatar testimonios directos, no sólo recuerdos orales que corren el riesgo de ser modificados por el paso del tiempo, sino también cartas escritas entonces en las que se reflejan los sentimientos, las expectativas y los juicios de valor de los grandes protagonistas y los ciudadanos comunes, además de trabajos periodísticos o análisis políticos y económicos escritos por algunos actores del período estudiado.
De todos modos, mi propia visión de los acontecimientos recoge los resultados (y los modos de ver) de diversos esfuerzos por reconstruir aquel pasado, incluso cuando dicho pasado aún era intensamente vivido como presente.
Desde un primer momento la Libertadora dio lugar a polémicas periodísticas y libros testimoniales entre los protagonistas militares y civiles del alzamiento para dirimir a quién correspondía el mando. Pero casi de inmediato aparecerían las voces de los que cuestionaban el derecho de los revolucionarios a gobernar y exponían a la opinión pública el tema de las responsabilidades en la represión del peronismo; entre tanto, en los círculos intelectuales empezaba a debatirse en libros también polémicos la naturaleza de lo ocurrido.
La siguiente etapa fue la de los profesionales de la investigación en historia y ciencias sociales que analizaron la época desde la perspectiva del militarismo, del movimiento obrero y de los partidos políticos. Asimismo, y también a posteriori, la publicación de importantes memorias de actores de primera fila (las de los almirantes Rojas y Perren, por ejemplo) y de epistolarios ricos en documentación (los de Perón, en primer término) ha facilitado la comprensión del período.
Por mi parte, he procurado volver a la época para investigar las pasiones en juego que llevarían a una despiadada lucha por el poder entre los vencedores. He destacado el hecho de que el gobierno provisional fue una dictadura militar colegiada en la que la autoridad era compartida. He relatado también el origen de los grupos políticos de los que surge en estos años una nueva dirigencia civil estrechamente vinculada con los militares. Destaco asimismo la singularidad del gobierno provisional dentro de los regímenes de facto del siglo XX, por la participación de intelectuales y profesionales destacados no sólo en la tarea gubernamental sino también en los nuevos caminos que se abrieron entonces.
Para volver el texto más comprensible inscribo los acontecimientos que se narran aquí en el contexto mundial en el que la Argentina posperonista procuró insertarse con muchas expectativas y resultados decepcionantes. Finalmente, he utilizado en el relato las voces de personalidades de primer rango y de actores de segunda fila en el drama que se desarrollaba en el país, cuya historia presente y su futuro constituyen el objetivo último de este trabajo.
A los lectores corresponde ahora juzgar los resultados.
CAPÍTULO 1
La revolución de septiembre
En la primera hora del 16 de septiembre de 1955, el general Eduardo Lonardi, acompañado por una decena de oficiales y de civiles, salió de una finca situada en la localidad cordobesa de La Calera; ingresó en la Escuela de Artillería, donde se le facilitó el acceso; entró al dormitorio del jefe de la unidad, lo intimó a sumarse a la revolución y, ante un amago de resistencia, le descerrajó un balazo que le rozó la oreja. Previamente había impartido esta consigna: “Hay que ser brutales y proceder con la máxima energía”.
Con este hecho comenzó la Revolución Libertadora.
“Vamos a morir aquí”
Una vez arrestados los militares leales al gobierno, Lonardi habló por teléfono al jefe de la vecina Escuela de Infantería, coronel Guillermo Brizuela, se dio a conocer y, como no hubo respuesta, ordenó abrir fuego. Entonces comenzó el primer combate de ese largo día. La situación fue en un momento tan crítica que Lonardi admitió: “Creo que hemos perdido, pero no nos rendiremos. Vamos a morir aquí”. Casi de inmediato, en forma inesperada, llegó una oferta de parlamentar. Entonces el jefe rebelde invitó al jefe leal a dar por terminada la lucha que había durado diez horas y producido numerosas víctimas.
“Ésta será la última revolución, la que sin vencedores ni vencidos afirmará la unidad de los argentinos”, afirmó Lonardi en tono paternal. Y mientras Brizuela lamentaba que se hubiera derramado sangre de hermanos, el jefe insurrecto le aseguraba que por haber luchado con valor se le rendirían honores. Así se hizo en uno de los hechos más emotivos de esa jornada sangrienta.[1]
Recuerda a ese respecto Susana Lonardi: “En Córdoba murieron muchos chicos en la Escuela de Infantería, y papi los vio al entrar al cuartel cuando concluyó la lucha; se le cayeron las lágrimas, era muy sensible y le dijo a mi hermano Ernesto: ‘Si a mí me fusilan, me lo merezco’”.[2]
Los combates seguirían hasta el 18 de septiembre, cuando se estableció una tregua, pero es probable que la sombría visión de los muertos en cumplimiento del deber en la Escuela de Infantería haya ratificado en el jefe de la Revolución Libertadora la idea de salir de la crisis mediante una política de conciliación, plena de buenas intenciones pero de realización casi imposible en el clima de violencia y de intolerancia que se vivía.
Por otra parte, el alzamiento de Córdoba no era obra exclusiva de militares.
Civiles en acción
En efecto, mientras se luchaba en La Calera, las radios tomadas por los insurrectos transmitían la proclama firmada por Arturo Illia y otros dirigentes radicales convocando a la rebelión: “Ciudadanos: a la calle a defender la libertad, la democracia, la justicia y la paz de la familia argentina”.[3] No eran palabras huecas: esa mañana, en la Casa Radical, los dirigentes repartían las armas que les había proporcionado la Fuerza Aérea.
La colaboración de los civiles armados era indispensable para asegurar el triunfo porque los rebeldes carecían de tropas de Infantería para ocupar los lugares clave de “la Docta”. De modo que por la tarde, cuando el eje de la acción se trasladó a la céntrica plaza San Martín, una columna integrada mayoritariamente por civiles, con el general Dalmiro Videla Balaguer y el comodoro Julio César Krausse al frente, tomó la sede policial, en una recordada acción en la que hubo balazos y muertos.
Comandos civiles dirigidos por oficiales de la Aeronáutica se encargarían de ocupar la CGT, el Aeropuerto y hasta la comisaría del barrio Clínicas, desde donde se había reprimido tantas veces las manifestaciones de los estudiantes. Estos civiles habían esperado desde muy temprano la oportunidad de entrar en acción; había más de 1.500 personas armadas con sus brazaletes; unos eran estudiantes reformistas de las distintas facultades de la UNC; otros activistas católicos y miembros del patriciado local más conservador; otros militantes radicales, en primera línea los del sabattinismo.
“Se fueron todos. Argentino Méndez López (ex presidente de FUA) tenía un máuser y salió con el máuser y se puso a las órdenes de los comandos que ocuparon los puentes. Los que quedamos fuera de la lucha éramos cuatro infelices, no sabíamos qué hacer; toda la clase media estaba allí y los obreros se fueron a su casa. Éste no es nuestro partido, dijeron. Los civiles llegaron a poner presos al gobernador, tomar las cárceles, tomar las escuelas. No sé cuándo se ha dado eso. Acá fue un pronunciamiento cívico-militar, no fue un golpe, como los otros. Y Lonardi, una figura muy romántica, mirá que meterse solo a tomar un cuartel. Hay que tener un valor personal de la gran flauta”, afirma el doctor Raúl Faure, que en su condición de dirigente de ADER (Agrupación de Estudiantes Reformistas) había apoyado la pacificación propuesta por Perón en julio del 55.[4]
Cuando se menciona a los comandos, los relatos de Luis Ernesto Lonardi y Marta Lonardi recuerdan la participación de sus amigos y parientes de la sociedad cordobesa. A su vez, los relatos de los radicales se refieren a sus correligionarios y los de los militantes reformistas a sus camaradas de la Universidad.
Los reformistas habían aceptado colaborar con el alzamiento con la convicción de que los caminos de la política estaban clausurados y a pesar de que el plan “tuviera tinte clerical y ellos fueran fundamentalmente anticlericales”.[5] Por eso no puede hablarse sólo de un sector, por ejemplo, el de los católicos (como lo hace Horacio Verbitsky en Cristo vence) cuando se habla de la intervención de los civiles en la revolución de septiembre.[6]
“Es decir que en 1955 el movimiento reformista se suma a la clase media en el enfrentamiento con Perón y en el regocijo por la caída del régimen político de entonces”, ratifica el doctor Esteban Gorriti con respecto a estos hechos.[7]
Desde luego que participantes tan disímiles tuvieron fricciones que anticipaban los conflictos posteriores al triunfo. Relata el historiador cordobés Roberto Ferrero que en los trabajos previos a la sublevación casi se agarraron a tiros los democratacristianos y los socialistas discutiendo por el futuro. Se dio el caso asimismo de un sindicalista socialista que viajó a Montevideo a hablar con Américo Ghioldi y Luis Pan para ver qué se hacía. “La respuesta fue: ‘hay que sumarse’, nada más, y se vino a Córdoba y se sumó. Como acá se veía más que nada como una revolución hecha por los curas, ellos fueron un poco a la cola, llevados por los acontecimientos y por su gran antiperonismo”.[8]
También en el foco rebelde de Curuzú Cuatiá (Corrientes) fue relevante la participación de civiles. Esto formaba parte de la tradición guerrera de los correntinos y del carácter específico de la política local: Corrientes fue la única provincia donde perdió el peronismo en las elecciones de 1946.
Destaca Rolando Hume en La sublevación de Curuzú Cuatiá que fueron centenares los comprometidos a pelear, aunque sin instrucciones ni armas suficientes. Existía, dice, una profunda división espiritual entre militares y civiles; los correntinos no se sintieron valorados en su potencial combativo por la jefatura rebelde, a pesar de que entre los civiles destacados figuraba el doctor José Rafael Cáceres Monié, un hombre de prestigio, y de que la actividad conspirativa era muy anterior a la del Ejército. En esto el foco cordobés fue diferente.[9]
Por su parte, los civiles comprometidos en la Capital Federal cumplieron distintas misiones. Un comando formado por Hipólito Solari Yrigoyen, Eduardo Héctor Bergalli, otros amigos casi todos radicales y un obrero gráfico recibió la misión de tomar el aeropuerto de Gualeguay, porque allí llegaría el general Aramburu, que venía de la Capital rumbo a Corrientes. Solari Yrigoyen dice que tomó parte de esta lucha que creía justificada porque era una dictadura.[10] Militantes radicales debían volar uno de los domicilios de Perón, acción que no llegaría a concretarse. Comandos de distintas procedencias se concentraron en el Arsenal Naval de Puerto Nuevo y en el de Zárate. Por su parte, grupos católicos organizados por el hermano Septimio Walsh tuvieron a su cargo la “operación radios” para desactivar las transmisoras del Gran Buenos Aires.[11]
Esa acción permitió que el mensaje de las radios rebeldes fuera escuchado, junto con la voz oficial de Radio del Estado, en la vigilia tensa que empezó el 16 de septiembre, día en que la administración pública se paralizó, los padres retiraron a sus hijos de las escuelas y los almacenes atendieron a largas colas de clientes mientras en el Congreso se aprobaba el estado de sitio.
El comienzo de una guerra civil
Otro rasgo diferente de la insurrección fue la violencia con que explotó la lucha. El 16 de junio, en el frustrado intento de la Marina contra Perón, las bombas causaron centenares de víctimas civiles.
El 16 de septiembre, en cambio, la Marina tuvo las primeras víctimas en el bombardeo de la aviación leal a la base de Río Santiago, donde en la hora cero se había sublevado el almirante Isaac Francisco Rojas, jefe de la base y director del Colegio Naval. Ese día se presentaron a Rojas el general Juan José Uranga y sesenta oficiales del Ejército que no habían logrado sublevar a las guarniciones de la capital y Campo de Mayo pero no querían quedarse fuera de la lucha. Ésta se desencadenó cuando los aviones de la base de Morón y tropas leales del Regimiento 7 de Infantería, bombardearon la base y los buques durante todo ese día.
Al atardecer los rebeldes evacuaron el lugar y se embarcaron en la flota. Buques de guerra argentinos llegarían esa tarde al puerto de Montevideo con su carga de muertos y de heridos, entre los que había cadetes de la Escuela Naval, oficiales y suboficiales.[12]
Merece destacarse asimismo la fuerza con que reaccionó el cuerpo de suboficiales en el foco rebelde de Curuzú Cuatiá, cuya guarnición tenía considerable peso en el sistema defensivo de la Mesopotamia. Allí el mayor Juan José Montiel Forzano se rebeló auxiliado por pocos oficiales y por numerosos civiles, como se dijo antes; más tarde llegó el general Pedro Eugenio Aramburu para encabezar la rebelión. Hubo indecisión y desconcierto entre los rebeldes ante la certeza de que fuerzas poderosas venían a reprimir; esto dio lugar a que el cuerpo de suboficiales, que permanecía leal, retomara ese mismo día la guarnición.
“En realidad el contraataque de los suboficiales constituía una campaña digna de admiración, cuando se piensa que habían sido tomados completamente por sorpresa y que carecían de organización y de jefes”, escribe Hume al relatar los pormenores de la jornada. Explica además los motivos de esta reacción: “Perón dio a los suboficiales una conciencia de clase y de poder e independencia que tuvo efectos profundos sobre el ambiente del Ejército. Adquirieron, por un lado, un desprecio olímpico por la tropa, y por el otro una velada y casi universal hostilidad hacia la oficialidad”.[13]
Otro rasgo que aparece en forma reiterada en los relatos de la revolución del 55 es la fuerza que todavía tenían los conceptos de coraje y de honor. El honor constituye el eje de los relatos favorables a Lonardi: su hija Marta narra que en el momento de mayor riesgo en Córdoba “acudieron a una cita de honor” y se pusieron a las órdenes del jefe rebelde oficiales retirados venidos expresamente de Buenos Aires (el general Zerda, por caso). Señala en cambio la inexplicable ausencia del teniente coronel Labayru y de otros amigos y compañeros de conspiración y de cárcel del jefe rebelde.[14]
Por su parte, el capitán de navío Jorge Perren narra la congoja que lo invadió al saber que su amigo, el capitán Estivariz, había muerto en un tiroteo: “Había obtenido su promesa de presentarse en esta Base Aeronaval cuando estallara la revolución. Había cumplido fielmente, presentándose a luchar desde el primer momento. ¡Y ahora estaba muerto! Me sentí tan responsable, como si yo mismo lo hubiera hecho matar. Pero tuve que sobreponerme a mi dolor, la lucha continuaba”.[15]
Con respecto al riesgo personal que corrían los sublevados, debe recordarse que la pena de muerte estaba vigente para los rebeldes militares y que éstos tenían claro que si la revolución se perdía, podrían ser fusilados.[16]
La situación que se vivía en las Fuerzas Armadas con grave riesgo de guerra civil provenía de la fractura ideológica en el cuerpo de oficiales. Ciertamente que éste no fue un golpe “burocrático” decidido en las respectivas jefaturas de las armas; participar o no de la conspiración constituía un problema de conciencia individual.
Entre los rebeldes del 16 de septiembre había jefes antiperonistas que desde años antes tenían opinión formada respecto del gobierno; otros, en cambio, sólo recientemente se habían colocado en una postura crítica. Era el caso del general Julio A. Lagos, jefe del II Ejército, quien estaba en íntimo desacuerdo con la marcha del gobierno desde 1954 aproximadamente, a pesar de que era afiliado al partido peronista.[17] Por su parte, el general Videla Balaguer, jefe de la guarnición de Río IV y amigo personal de Perón, impresionado por haber presenciado el cruento bombardeo del 16 de junio del 55 y el posterior incendio de los templos, orando en una de las iglesias destruidas sintió que su deber era sumarse al alzamiento, según relata Isidoro J. Ruiz Moreno.[18]
Como a raíz de las sospechas del gobierno ambos jefes fueron desplazados, la iniciativa revolucionaria quedó bajo la responsabilidad de generales retirados o sin mando de tropa, salvo alguna excepción. Un dato a favor era que el ministro de Guerra, general Franklin Lucero, consideraba una utopía la pretensión de sublevarse en tales condiciones. Su convicción se mantuvo invariable durante las maniobras militares en la pampa de Olaen en la semana anterior al 16 de septiembre. Tampoco entonces advirtió que el desenlace era inminente.
Según el relato de Lucero, el 13 de septiembre el general Arandía, jefe de Estado Mayor de San Luis, le dio su palabra de honor de que se mantendría leal, y a pesar de este compromiso poco después se sumó a la revolución. El ministro confió en la palabra empeñada sin advertir que sólo se trataba de un recurso para salir del paso.[19]
Lucero actuó con ingenuidad al confiar en tales promesas. No entendió que el personalismo de Perón había socavado el concepto de lealtad a las instituciones y provocado daños gravísimos en el sistema republicano. La inclinación de tantos argentinos a manejarse por fuera de la ley encontraba el mejor de los pretextos para dejar a un lado el juramento de defender las instituciones en favor de otras fidelidades, la de la Iglesia católica hostilizada en una campaña oficial, o la de la soberanía nacional conculcada por el contrato petrolero con la Standard Oil.
Los imponderables
En la Armada, los que conspiraban querían salir cuanto antes con el fin de evitar nuevas depuraciones que le quitarían a la Marina de guerra su poder de fuego, como ya había ocurrido con la aviación naval.
La iniciativa en el Ejército partió del grupo de oficiales de la Escuela de Artillería de Córdoba, que se contactaron con el coronel Arturo Ossorio Arana, y que al enterarse de que el general Aramburu, jefe de la conspiración militar, había postergado la salida, invitaron al general retirado Eduardo Lonardi a encabezar el alzamiento.
Así, con una mezcla de improvisación y de coraje, comenzó esta revolución que en Córdoba utilizó el santo y seña “Dios es justo”, palabras simbólicas que aludían a una respuesta contundente y dramática a la ruptura entre Perón y la Iglesia; y que logró unir tras los mismos objetivos a estudiantes universitarios laicistas y a juventudes católicas, los viejos antagonistas de la querella escolar de la década de 1880.
“En realidad, Marta, sólo cuento con imponderables”, le había confesado Lonardi a su hija poco antes de tomar el ómnibus de línea que lo llevaría a Córdoba. Estaba convencido de que en la capital mediterránea había recursos humanos suficientes para resistir hasta que el régimen se derrumbara. Pero en cuanto al conjunto de la conspiración, sólo contaba con compromisos de palabra y vagos informes. Supo antes de partir que en las guarniciones de Buenos Aires y del Litoral nadie se movería.[20]
Lonardi salió a pesar de estos inconvenientes. Suponía, como la mayoría de los opositores de esa época, que ésta sería la última intervención de las Fuerzas Armadas en la política argentina, porque al restablecerse la libertad conculcada por la dictadura de Perón se solucionarían los demás problemas pendientes.
“Ahora que uno es viejo, advierte que nosotros, llevados por la idea de voltearlo a Perón, nunca pensamos en el problema económico o en el político, pues sólo nos interesaba la operación militar para voltearlo”, reflexiona hoy el entonces mayor Juan José Montiel Forzano, uno de los pocos protagonistas del 16 de septiembre que viven en el momento de escribirse este libro.[21]
La proclama del jefe de la Revolución Libertadora difundida el 17 de septiembre mencionó como justificativo del alzamiento el discurso de Perón del 31 de agosto que puso punto final a la breve pacificación posterior a la intentona de junio:
“El dictador, después del simulacro de su renuncia, nos ofrece la perspectiva de la guerra civil y de la matanza fratricida, complaciéndose con la posibilidad de dar muerte a cinco opositores inermes por cada uno de sus secuaces y torturadores”, decía. Desde luego que el hecho de que los muertos en el bombardeo del 16 de junio fueran víctimas de los golpistas no se tomó en consideración. En el ánimo belicoso de los argentinos de entonces los argumentos del otro carecían de valor.
Casi de inmediato empezaron a darse los primeros “imponderables” en los que confiaba Lonardi. Por lo pronto, el II Ejército se negó a cumplir la orden de avanzar, impartida por el comando leal. La apertura del segundo frente, encabezado por el general Lagos, y secundado por el general Arandía, este último con mando de tropa, aliviaba la situación de Córdoba, sin que por esto solo se asegurara la victoria.
Entre tanto, en Puerto Belgrano se ponía el máximo esfuerzo para alistar las naves de la Flota de Mar, que debían asegurar el bloqueo del Río de la Plata decretado por Rojas como jefe de la Marina rebelde. Tocados en su amor propio, los oficiales navales querían responderle con hechos a Perón, quien había dicho despectivamente: “A esos, yo los corro con los bomberos”.[22]
Lonardi, acorralado por las tropas leales que avanzaban sobre su comando desde el Litoral y desde el norte, y que ya estaban luchando en el sector de Alta Córdoba, le mandó un telegrama a Rojas: “Mi situación en Córdoba es muy comprometida. Le pido que haga alguna demostración para aliviarla”.
Rojas explica que como la Marina no puede, salvo por excepción, realizar operaciones de desembarco, se entendió que la colaboración podía darse en el incendio de los tanques de combustible de Mar del Plata para evitar que la columna leal que avanzaba sobre Bahía Blanca pudiera abastecerse. La operación, que se concretó en la mañana del 19 con éxito y sin víctimas, le daba la señal a Perón de que si no renunciaba la destrucción seguiría. Los próximos puntos eran la refinería de La Plata —con las nuevas instalaciones correspondientes a la destilería Presidente Perón— y los depósitos de Dock Sud.[23]
Esa mañana las tropas leales ocuparon el aeródromo de Pajas Blancas (Córdoba). Entonces sí pareció que los “imponderables” se habían vuelto en contra de los rebeldes. Precisamente en esos momentos de incertidumbre, a mediodía, se leyó por radio un comunicado de la Presidencia de la Nación que cambió el curso de las cosas en forma verdaderamente inesperada.
El enigma de Perón
El presidente renunciaba; ponía al gobierno en manos del Ejército, la institución que ha sido, es y será una garantía de honradez y patriotismo; recordaba que días antes había procurado alejarse del gobierno y que insistía ahora, guiado por su amor al pueblo para su paz, su tranquilidad y felicidad. Se trataba, aclaró, de una decisión personal ante la amenaza de bombardeos de los bienes inestimables de la Nación y sus poblaciones inocentes. “Yo, que amo profundamente a mi pueblo, me horrorizo al pensar que por culpa mía los argentinos puedan sufrir las consecuencias de una despiadada guerra civil.[24]
El general Franklin Lucero, jefe de las fuerzas de represión, fue el primero en enterarse de esta decisión cuando el presidente entró a su despacho del Ministerio a las 5:30 del 19. El ministro se sorprendió porque esa madrugada el cuadro de situación favorecía a los leales. Los rebeldes sólo tenían Córdoba y Bahía Blanca y en Cuyo se esperaba una reacción de las tropas. A pesar de estas reservas, Lucero obedeció; entendió que en la decisión de Perón había primado su patriotismo y su amor al pueblo. Dio a conocer el texto de la renuncia al ministro del Interior y al secretario general de la CGT e invitó al cardenal Santiago Luis Copello para que transmitiera un mensaje pacificador por la radio oficial. El ofrecimiento fue aceptado por el prelado esa misma tarde.
El último acto de Lucero como ministro, dado que él también renunció, fue organizar la junta de quince generales que iniciaría conversaciones con los mandos rebeldes.[25]
Tales novedades causaron un verdadero estupor en los jefes leales, que estaban dispuestos a combatir. En Córdoba, donde todo estaba preparado para el asalto final, el general José Epifanio Sosa Molina le contó luego a Hugo Gambini: “No lo podía creer. Teníamos todo en nuestras manos y había que detenerse en las posiciones ganadas [...] Esa misma noche viajé a Buenos Aires y al presentarme ante la junta militar fui destituido”.
Para los sublevados todo cambió con rapidez. El comandante de la Quinta División, que tenía orden de avanzar sobre Córdoba, aceptó la invitación de Lonardi, que había sido profesor suyo en la Escuela Superior de Guerra, y se comprometió a no moverse hasta que se constituyera el nuevo gobierno. El jefe del Tercer Cuerpo, general Morello, tomó una decisión similar.[26]
Quedaba fuera de reparto la CGT, que pocos días antes había ofrecido su colaboración para sostener al gobierno. De haberse aceptado esta propuesta, que fue rechazada de plano por el Ejército, otros civiles armados hubieran participado de estos hechos. Pero su valor combativo no pudo probarse. Lo cierto es que Hugo Di Pietro (secretario general de la CGT) recomendó a los obreros permanecer en calma.
Cuenta el metalúrgico Vicente Armando Cabo que él se encontraba en la CGT de Avellaneda cuando estalló el movimiento revolucionario y que todos pensaron que lo más apropiado era ubicar a Di Pietro y ver de organizar una marcha sobre Córdoba, donde en ese momento se luchaba. “Nosotros frente al gremio metalúrgico teníamos estacionados cerca de trescientos camiones que habíamos traído de las fábricas y de donde fuera y sabíamos que en ese momento había posibilidad de armar a dos clases de ciudadanos para defender el gobierno constitucional [...] pero al llegar a la sede central en la calle Azopardo la preocupación se transformó en estupefacción: los dirigentes ya no estaban en sus puestos... habían desertado de lo que era en realidad el Estado Mayor del movimiento obrero. Cuando de todas formas intentamos organizar la huelga general, hubo quienes me dijeron que una cosa semejante era peligrosa para la propia seguridad de Perón”.[27]
En el atardecer de ese lunes lluvioso, apenas se supo que Perón renunciaba, la oposición se lanzó a las calles. Fue un delirio. Hubo manifestaciones de alegría en varios puntos del país: hasta en la leja