Ha dejado de nevar.
Lo ha hecho ininterrumpidamente durante cuatro días, con intensidades variables, pero desde primera hora de la tarde, afortunadamente, ha dejado de nevar. En las noticias informan que el temporal remite, pero el plan de Protección Civil sigue en marcha; con todo lo que ha caído, pasarán muchos días antes de que la ciudad recupere la normalidad.
Vic no es una ciudad de montaña, aunque mucha gente lo piense. Por eso, cuando nieva en serio nadie está preparado. Algunos tampoco la consideran ni siquiera una ciudad; un pueblo muy grande, como mucho. Es cierto que, desde que existe la Universidad y la inmigración les ha explotado en la cara, ha aumentado la población de forma espectacular. Sin embargo, después de dar un par vueltas por el centro, siempre se ven las mismas caras. Son los “clásicos” que puedes encontrar a todas horas en los mismos sitios. Aquí, más o menos, todo el mundo se conoce. Al menos los visibles; los que tienen un cargo público o aparecen habitualmente en La Gaceta. Los que frecuentan el Snack, el Casino o el Cine Club. Los que hacen cosas. Cosas públicas. Cosas honradas. Cosas de las que la ciudad se puede enorgullecer.
Luego están los invisibles. Aquellos que viven y trabajan en la ciudad, pero nadie los ve. No destacan en nada. No socializan. No se integran. Tienen trabajos normales y viven vidas aburridas. Muchos son inmigrantes, pero también hay autóctonos que pasan desapercibidos. De los inmigrantes algunos son legales. La mayoría, tal vez. Otros no. Estos viven escondidos para que nadie los vea. Viven y trabajan en la sombra. Y sólo salen a la luz en las páginas de sucesos, como víctimas o como delincuentes.
Pero todavía existe un tercer tipo de ciudadano. Aquel que vive y trabaja en la luz. En la legalidad. Aquel que también acude al Snack, al Casino y al Cine Club. Aquel que paga sus impuestos y de vez en cuando también aparece en La Gaceta por acciones relacionadas con el bien de la ciudad; nunca en las noticias de sucesos. Pero paralelamente a su vida pública (y legal), tiene otra vida. La desconocida. La oscura. La denunciable. De éstos, en Vic, como en todas las ciudades grandes y pequeñas, hay muchos. Demasiados.
Àlex no sabe si él se encuentra entre los visibles o los invisibles. Ha salido alguna vez en la televisión local y en los periódicos, pero duda de que nadie recuerde su cara. Lo que sí tiene claro, en principio y siendo el inspector al cargo de la comisaría de los Mossos d'Esquadra de una pequeña ciudad del interior, es que está del lado de los legales. De los honrados. De los buenos.
Nueve meses atrás lo trasladaron porque él mismo lo había solicitado. No pidió explícitamente ir a Vic, una ciudad que sólo conocía a través de la cámara meteorológica de TV3. Lo único explícito era salir de Barcelona. Él y Sara, su esposa, no estaban pasando por un buen momento. En realidad, ni siquiera estaban pasando por ningún momento. Pensaron que marcharse de la ciudad les ayudaría a superar lo que tuvieran que superar. O quizás eso ayudaría a forzar que las cosas sufrieran un cambio. Ella encontró trabajo enseguida en el Hospital General. Los dos primeros meses en el turno de noche. Luego la cambiaron al de día, pero entonces las cosas ya se habían torcido tanto que no podían volverse a enderezar.
Antes de ir a vivir a Vic encontraron un piso de alquiler asequible cerca del cementerio, justo detrás de la comisaria de los Mossos y bastante cerca del hospital. Parecía perfecto para ellos dos. Un día ella dijo en broma que justo enfrente había una escuela. Que parecía una señal. Àlex no recuerda si cuando ella hizo esa broma ya habían acordado separarse o no. Conociendo su particular sentido del humor, es muy probable que sí.
Venir a Vic sí supuso un detonante: el de la separación. Lo acordaron cuatro meses atrás y ella, en tiempo récord, ya ha tramitado los papeles para el divorcio. Ha dejado claro que no quiere dar una segunda oportunidad a la relación y Àlex sospecha que debe haber conocido a alguien.
Y esto le duele.
Le duele mucho.
Ella le pidió que se marchara del piso. O que ya marcharía ella. Daba igual. La cuestión era que no quería que compartieran nada más.
De un día para otro.
Àlex se mudó enseguida, sin tiempo para buscar nada decente, y ahora vive en un piso al otro lado del río Méder, una zona que los vicenses llaman despectivamente Vic 2. El bajo alquiler que paga no compensa que el piso sea pequeño, feo y mal cuidado, ni la comunidad internacional de vecinos que lo rodean y que lo miraban con una mezcla de respeto y desprecio cuando salía de casa vestido con el uniforme. Ahora se cambia en comisaría.
Él es visible.
Sus vecinos no.
La mayor parte de sus cosas todavía están en cajas por abrir. Durante estos cuatro últimos meses ha tenido tiempo suficiente para ordenarlo todo, pero así, con todo listo para volver a marcharse, se hace más patente que es algo provisional. Sabe que la situación no puede arreglarse; los trámites para el divorcio avanzan a toda velocidad, pero, pase lo que pase, no puede quedarse demasiado tiempo en ese piso decrépito.
Por su salud física, pero sobre todo por la mental.
Lleva un buen rato de pie, mirando con atención sus botas sobre la nieve. Cuando levanta la vista, la luz verde del semáforo se apaga e inmediatamente se enciende la roja. Estaba tan lejos, pensando en cómo es posible que las cosas