Julio Verne - Veinte mil leguas de viaje submarino (edición actualizada, ilustrada y adaptada)

Julio Verne

Fragmento

vetinte_mil_leguas_de_viaje_submarino-3

TODO EL MUNDO RECUERDA EL AÑO 1866 por un fenómeno inexplicable que maravilló a la población, desató rumores inquietantes y alarmó en especial a la gente de mar.

Desde el mes de junio de ese año, varios barcos se habían encontrado en el mar con una cosa enorme, un objeto largo, fusiforme, a veces fosforescente, muchísimo más grande y rápido que una ballena.

Las descripciones coincidían bastante en cuanto a la forma y tamaño de ese objeto, a la enorme potencia y velocidad de sus movimientos, y a la vida de la que parecía estar dotado.

Estas noticias excitaron profundamente a la opinión pública y el monstruo se puso de moda: tuvo espacio en los periódicos, aparecieron chistes y obras de teatro, y se hizo un lugar junto a otros portentos marinos imaginarios como Moby Dick, la terrible ballena blanca, o el gigantesco Kraken, cuyos tentáculos podían atrapar un barco de quinientas toneladas y arrastrarlo a los abismos del océano.

La novedad enardeció los ánimos durante un tiempo y creó grandes polémicas entre los que negaban su existencia, y los que creían firmemente en ella. Pero después pareció caer en el olvido durante unos meses, hasta que se produjeron nuevos acontecimientos.

Ya no se trató entonces de disputas científicas ni de la curiosidad popular, sino de un peligro efectivo. El 5 de marzo de 1867, el vapor Moravian, procedente de Canadá, tro­pezó durante la noche con algo que le destrozó la quilla. Pero gracias a las excelentes condiciones de su casco no se fue a pique con sus doscientos treinta y siete pasajeros.

Este hecho, aunque grave, hubiera quedado quizá olvidado, como otros, si tres semanas después no le hubiese pasado lo mismo a otro barco: el vapor Scotia, de la famosa compañía Cunard.

El 13 de abril el Scotia se encontraba a quinientos cincuenta y cinco kilómetros del cabo Clear, en el sur de Irlanda, navegando tranquilamente rumbo a Liverpool. A las cuatro y diecisiete minutos de la tarde, mientras los pasajeros estaban reunidos en el gran salón, se produjo un choque en el casco, detrás de una de las ruedas motrices.

El impacto habría parecido poca cosa si no fuese por los gritos de los marineros que subieron al puente exclamando:

—¡Nos hundimos! ¡Nos vamos a pique!

Los pasajeros se asustaron, pero el capitán los tranquilizó diciéndoles que no existía peligro inminente, porque el Scotia, dividido en siete compartimentos estancos por medio de tabiques herméticos, podía resistir una vía de agua.

Una vez contenido el pánico, el capitán bajó a la bodega y vio que uno de los compartimentos estancos se había inundado. Mandó parar máquinas, y un buzo comprobó que había un boquete de dos metros de ancho en el casco. Era una vía de agua que no podía taponarse en el mar, y el Scotia, con las ruedas casi sumergidas, tuvo que continuar su viaje en esas condiciones.

Con tres días de retraso, que inquietaron vivamente a la población de Liverpool, el barco logró llegar a puerto. Los ingenieros que revisaron el Scotia no podían creer lo que veían. A dos metros y medio por debajo de la línea de flotación encontraron una abertura regular en forma de triángulo isósceles. El corte de la plancha era de una limpieza perfecta: una taladradora no lo habría hecho mejor.

El instrumento que la había producido tenía que ser muy duro, y debía de haber sido empujado con una fuerza increíble para poder perforar de esa manera una chapa de acero de cuatro centímetros de grosor y después retirarse sin más.

Desde que se divulgó este último suceso, todos los naufragios sin causa conocida se atribuyeron al monstruo. Justa o injustamente, fue acusado de todas las desapariciones inexplicables, se le culpó de hacer más peligrosas las comunicaciones entre los diversos continentes; la opinión pública lo condenó, y exigió que los mares fuesen liberados de esa pesadilla a cualquier precio.

vetinte_mil_leguas_de_viaje_submarino-4

EN LA ÉPOCA EN QUE SE PRODUJERON ESTOS ACONTECIMIENTOS, yo era profesor suplente del Museo de Historia Natural de París.

Me había pasado los últimos seis meses en Nebraska, en el Medio Oeste de Estados Unidos, ocupado en una expedición científica, y llegué a Nueva York hacia finales de marzo. Mi regreso a Francia estaba fijado para los primeros días de mayo y entretenía la espera clasificando las preciosas muestras de minerales, plantas y animales que había recolectado. Fue entonces cuando se produjo el incidente del Scotia.

Conocía el asunto y lo seguía con atención. ¿Cómo no iba a hacerlo? Mi libro Los misterios de los grandes fondos submarinos me había convertido en experto en un tema del que se sabía muy poco aún, había leído y releído todos los diarios americanos y europeos, el asunto me intrigaba, pero todavía no era capaz de formarme una opinión.

A mi llegada a Nueva York, la polémica estaba más candente que nunca. Al misterio ya solo le quedaban dos soluciones posibles: o era un monstruo de una fuerza colosal o un buque submarino de gran potencia.

Pero esta última hipótesis, muy admisible después de todo, tampoco prosperó. Era poco probable que un simple particular tuviera a su disposición un ingenio mecánico de esa naturaleza.

Solamente un gobierno podría financiar y construir una máquina destructiva semejante. Y en estos desastrosos tiempos no era imposible que alguno lo intentase. Pero todos lo negaron.

Además, guardar el secreto de esa máquina también sería muy difícil para un estado, ya que sus acciones son hoy en día obstinadamente vigiladas por las potencias rivales.

Volvió pues el monstruo a flote, pese a las burlas con que lo acribillaba la prensa, y con él, las más absurdas fantasías.

Dado que yo estaba, por así decirlo, a mano, fui consultado sobre la controversia. Mientras pude, no me pronuncié. Pero después de lo del Scotia, me vi obligado a tomar partido. Y así, «el honorable Pierre Aronnax, profesor del Museo de París», fue emplazado por el periódico New York Herald a formular una opinión.

Tuve que ceder, y analicé la cuestión desde todos los pun­tos de vista. Reproduzco aquí la conclusión de un artículo muy denso que publiqué en el número del 30 de abril:

Así pues —decía yo—, tras haber examinado una por una las diversas hipótesis viables, es necesario admitir la existencia de un animal marino de una extraordinaria potencia. Por ejemplo, un narval gigante.

El narval común o unicornio de mar es un mamí­fero marino, un cetáceo que puede alcanzar una longitud de dieciocho metros, y está armado con un largo diente de marfil duro como el acero. El Museo de la Facul­tad de Medicina de París posee una de estas defensas.

Multiplicad por diez esas dimensiones, dad al cetáceo una fuerza proporcional a su

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos