Los días de la Revolución (1806 - 1820)

Eduardo Sacheri

Fragmento

Los días de la Revolución

Introducción

Tal vez te sorprenda, lector, que me haya puesto a escribir un libro de Historia cuando todos los míos anteriores son ficciones, es decir, historias inventadas. ¿Por qué cambiar, en este caso?

Porque antes de empezar a escribir ficción estudié Historia. Obtuve mis títulos de profesor y de licenciado y me dediqué durante muchos años a enseñar en la universidad y en escuelas secundarias. De hecho, sigo enseñando.

Con cierta frecuencia me preguntan por qué lo hago, por qué sigo en la escuela. Te confieso que la pregunta me genera cierta perplejidad. ¿Por qué no daría clase, si estudié para ser profesor? Me encanta enseñar algo útil. Y creo que hay pocos conocimientos tan útiles como la Historia. Saber de dónde venimos, qué procesos edificaron la sociedad en la que vivimos me parece esencial para operar sobre la realidad.

Hoy tengo la posibilidad, cada año, de enseñarles Historia a setenta u ochenta adolescentes. Este libro me da, potencialmente, la oportunidad de compartir algunos conocimientos con muchas personas más. Y creo que eso es muy bueno. Cuanta más gente pueda tomar contacto con el conocimiento histórico, mejor. Porque eso es lo que en general hacemos los profesores: mediar entre quienes generan el conocimiento y la sociedad en general. No está de más aclararlo: yo no soy historiador. Los historiadores son quienes producen nuevas investigaciones. Establecen un contacto directo con las fuentes (documentos escritos, series estadísticas, restos arqueológicos, testimonios orales, etc.), muchas veces desde instituciones especializadas, y publican sus conclusiones. A los profesores nos toca mediar entre ese mundo académico a cargo de los historiadores profesionales y su entorno. Los destinatarios más evidentes de estas tareas son los alumnos, en los distintos niveles del sistema educativo. Pero la sociedad en su conjunto también es su destinataria, aunque lo sea de un modo menos directo, y algunos historiadores profesionales están haciendo una tarea interesantísima en el área de la divulgación, es decir, en ocupar ese peldaño intermedio entre la circulación académica y la circulación social del conocimiento. La única pretensión de este libro es colaborar, modestamente, con ese esfuerzo.

Desde hace varias décadas el trabajo de los académicos en las universidades argentinas y en sus institutos de investigación ha sido extraordinariamente fecundo. Preguntas nuevas, aproximaciones mucho más ricas y diversas vinieron a renovar y mejorar muchísimo la calidad de la historiografía en el país. Es muy difícil sintetizar los caminos por los que el estudio de la Historia ha evolucionado, pero intentémoslo. Hoy los historiadores se hacen preguntas simultáneas en muchos planos distintos: política, economía, sociedad, cultura, demografía, género, clases, mentalidades, sensibilidad… Han conseguido dejar atrás una Historia que sólo se ocupaba de la enumeración y memorización de acontecimientos, nombres y fechas. Y proponen en cambio estudiar los procesos en el complejo entramado de todos esos planos. Y sin embargo, la tarea todavía está incompleta. Como si a esa excelente labor académica le costase perforar el muro que la separa de la “agenda pública”, o del sentido común más o menos compartido por la sociedad.

Si uno explora esas nociones colectivas, o si rastrea qué libros que se autoperciben como “de Historia” han tenido más éxito en las últimas décadas, se encuentra con miradas muy tradicionales, incompletas y ajenas a la renovación de los estudios de los últimos años. En ese “debate público”, en esa bibliografía exitosa, nos topamos con un enfoque que atrasa mucho. En general, es un enfoque que gusta de verse a sí mismo como destructor de engaños. Algo así como: “Querido lector, hasta ahora una oscura conspiración ha impedido que sepas la verdad. Acá estoy yo para develártela”. Este enfoque suele prestar una atención exclusiva a los acontecimientos protagonizados por los grandes personajes. Como si el único motor de la Historia fueran sus acciones y sus decisiones. Nada de procesos económicos, ni de cambios en las formas de representarse el mundo, ni de modificaciones sociales. Nada de eso: sólo grandes personajes que, por añadidura, pueden dividirse con claridad en “buenos” y “malos”. Porque esa es otra característica de esas lecturas: la moralización de la Historia. Un discurso que no se propone comprender sino juzgar: decidir quiénes han actuado “bien” y quiénes lo han hecho “mal”. Y ambas categorías, la del bien y la del mal, por supuesto, establecidas desde nuestro presente, y desde las opciones que más agradan en este tiempo presente.

No creo que se pueda impedir a nadie que utilice la Historia como herramienta discursiva desde la trinchera ideológica que se le ocurra. Sucedió en el pasado, sucede hoy, seguirá sucediendo. Pero cuando nos servimos de la Historia para justificar nuestras posiciones políticas tendemos a empobrecer, a simplificar nuestra visión del pasado. A acomodar el pasado a lo que deseamos que sea ese pasado: modelo de virtud o reservorio de vergüenza.

Vivimos en una época en la que esas simplificaciones, ese desprecio por la metódica construcción del conocimiento parecen contar con un fuerte beneplácito. Los valores no son eternos. Y así como hay épocas en las que se valora la sutileza de los argumentos, la contrastación de las hipótesis y la celebración de la complejidad, hay otras en las que prima la admiración por quien grita más fuerte, por quien exagera sus tomas de posición y por quien renuncia al sentido crítico para abrazar calurosamente las más apasionadas militancias. Me da la sensación de que la nuestra es una época donde estos desbordes campean a sus anchas. ¿Estoy en contra de las militancias? No. Sólo estoy en contra de que la búsqueda del conocimiento se rinda, disciplinada, bajo la admonitoria supervisión de esas militancias.

Aprender algo nuevo implica, muchas veces, desarmar prejuicios que hemos construido. La ciencia evoluciona. Y la Historia, en tanto ciencia, también evoluciona, dando mejor cuenta de la complejidad del pasado. Esa complejidad es al mismo tiempo una buena y una mala noticia. Es buena porque la ciencia histórica acompaña mejor a la realidad que intenta explicar. Esa realidad es compleja, por lo tanto exige respuestas complejas. La mala noticia es que corremos el riesgo de desalentarnos ante esa complejidad. Nuestra cabeza ansía comprender. Y ansía comprender totalidades. Entender a medias no es satisfactorio. Al contrario: nos llena de ansiedad. Suelo pensar que esa ansiedad nos viene del pasado más remoto: cuando el ser humano vivía en un mundo lleno de posibles predadores, no era lo mismo atravesar una planicie con una visión plena de 360 grados que avanzar a través de un sendero lleno de obstáculos, posibles escondrijos, zonas oscuras. Es natural que asociemos la incertidumbre con la acechanza. Nos molesta la incertidumbre. Y nos tranquiliza la certeza. Pero esa actitud de nuestro pensamiento nos puede jugar una mala pasada, en un montón de circunstancias. Renunciar a la complejidad, refugiarnos en una aparente simplicidad, nos puede conducir a equivocarnos feamente, porque la realidad sigue siendo compleja. Lo único simple ha sido nuestro análisis, muy incompleto, de esa realidad.

Por eso resulta muy tranquilizador que venga alguien (cualquiera, para el caso da lo mismo) y te diga: “No te preocupes, yo te explico”. Y te ofrezca una versión cerrada, sólida, sin fisuras, sobre tal o cual conocimiento. Y que agregue: “Esta es la verdad, punto”. Es muy tranquilizador, pero no está bien. Aprendemos como quien cruza un arroyo, saltando de piedra en piedra. A veces errás el salto. A veces la piedra que elegís para apoyarte es una base frágil. A veces terminás en el agua. A veces tenés que recular y empezar por otra piedra y por otro salto. Paciencia.

Lo que propongo es cambiar cierta disposición de ánimo. ¿Tenés ganas de revisar lo que estudiaste alguna vez formulándote algunas preguntas nuevas? ¿Tenés ganas de asomarte a una época que, en una de esas, nunca jamás estudiaste en tu vida? ¿Te parece bien ingresar a una zona de dudas, poner en tela de juicio algunas ideas muy instaladas en nuestra conciencia histórica colectiva? ¿Te parece aceptable salir de este libro sin mayores certidumbres pero con la idea de que sería bueno seguir profundizando en esas preguntas?

Ya va siendo tiempo de que te cuente de qué trata este, mi primer libro de Historia. En él vas a encontrarte con una posible explicación del proceso revolucionario que sacude y derrumba el Virreinato del Río de la Plata entre 1806 y 1820. Escribo que es un “proceso” precisamente porque no es un único acontecimiento. Es la narración de un conjunto de acontecimientos relacionados entre sí, que van modificando estructuras complejas, a lo largo de mucho tiempo. Y elijo hablar del Virreinato del Río de la Plata para no utilizar el nombre de “Argentina”. No es un capricho. Una de las ideas en las que se fundamenta Los días de la Revolución es que Argentina no existía en esa época, ni en 1806 ni en 1820. Argentina, como cualquier Estado nacional de los que nacieron en el siglo XIX, se construyó lenta y accidentadamente en un período mucho más largo. Buscarla al principio del proceso es, me parece, un error. Será Argentina recién al final de un arco temporal muy extenso. No en su arranque. Y ni en 1806 ni en 1820 estamos cerca del final de ese proceso, nada que ver.

Y aun así, es un período importantísimo. Algunas de las claves de la Argentina que nacerá después hunden sus raíces en esos años, en esas personas, en esas circunstancias y en esas peripecias. Estudiar Historia es siempre buscar en el pasado aquellos rastros que nos permiten aumentar nuestra comprensión del presente. Y esos años, al principio del siglo XIX, cuando el Imperio Español estalla en pedazos, habitan también en nosotros, en lo que somos en el siglo XXI.

Este libro es una invitación a explorar juntos esos vestigios cargados de significado.

Los días de la Revolución

PRIMER ACTO
Cómo construir un imperio

Los días de la Revolución

CAPÍTULO 1

El siglo XV:
Europa pasa a la ofensiva

En la Introducción de este libro hablamos de un tema y de un período de tiempo. Como tema establecí el proceso revolucionario que destruye el Virreinato del Río de la Plata. Y el período que propuse va desde 1806 hasta 1820.

Sin embargo, cuando nos adentramos en temas históricos nos pasa con frecuencia que tenemos que rebobinar un poco más atrás del punto en el que pretendemos empezar a explicar. Imaginemos lo siguiente: en una habitación a oscuras, encendemos una linterna y la apuntamos contra una pared. El foco de la linterna ilumina, con toda su potencia, un lugar determinado. Pero, en los contornos de ese haz, queda una zona también iluminada, aunque con menos intensidad. En este libro haremos foco en lo que sucede en la región del Río de la Plata desde 1806. Nuestro foco está puesto de allí en adelante. Pero para situarnos en ese foco debemos detenernos en esa zona contigua que queda parcialmente alcanzada por la luz. La pregunta que debemos formularnos es: ¿cómo era este espacio humano constituido por la sociedad en el Río de la Plata en la época que nos interesa? ¿Cómo se formó? ¿Cómo funcionaba hasta 1806?

Adentrémonos, entonces, en ese ámbito.

Historia y Geografía

La Historia es una ciencia en la que la cuestión del tiempo —su transcurso— es muy importante. Pero la cuestión del espacio —su utilización por parte del hombre— también es muy importante. Las sociedades son, en buena medida, el resultado de cómo se adaptan al espacio que ocupan.

Para los seres humanos no es lo mismo vivir en un lugar donde haga siempre mucho frío, o mucho calor, o donde las estaciones estén bien marcadas. Y tampoco da igual que una sociedad despliegue sus actividades sobre un relieve llano o un relieve montañoso. Ni que lo haga cerca del mar o lejos de él. No sólo por las actividades económicas que podrá desarrollar o no en tal o cual contexto ambiental, sino también por lo fácil o difícil que le resultará a cierto grupo de personas entablar comunicación con otros grupos. De lo amable u hostil que sea ese contexto ambiental también dependerá que las personas vivan en grupos grandes o grupos chicos: no todo hábitat permite que mucha gente viva toda junta.

Por eso no se puede estudiar Historia sin estudiar Geografía. Porque somos seres humanos en el tiempo, pero también somos seres humanos en el espacio. Y la Geografía, entre sus muchos instrumentos de análisis, nos ofrece uno absolutamente imprescindible: los mapas. Y por eso lo primero que tenemos que hacer para acercarnos al tema del Río de la Plata a fines del siglo XVIII, cuando comienza el proceso histórico que terminará con la Revolución de Mayo, es analizar algunos mapas.

Mapas físicos y mapas políticos

Los mapas, en tanto representaciones de la superficie del planeta, usan ciertas convenciones para realizar esa representación. Recordemos cuando íbamos a la escuela. Podía suceder que los maestros nos enviaran a la biblioteca a buscar un mapa equis para colgar del pizarrón. Siempre se nos aclaraba si debíamos traer el “mapa físico” o el “mapa político”. En los mapas físicos se usa un código de color para distinguir las alturas del relieve. Verdes para las llanuras y marrones cada vez más oscuros para indicar alturas cada vez mayores. Para los mares una gama de celestes y azules, cada vez más oscuros para indicar mayor profundidad. Error frecuente que debemos tratar de evitar: los colores terrestres no indican fertilidad ni abundancia de flora o fauna. Sólo señalan la altura del relieve. Eso es lo que indican los mapas físicos.

Los mapas políticos señalan las divisiones territoriales. Divisiones hechas por los hombres. Suelen señalarse con líneas punteadas y los territorios así delimitados se colorean con tonos arbitrarios, buscando evitar que dos territorios limítrofes tengan el mismo color. No importa si se aspira a señalar países diferentes o, por ejemplo, provincias argentinas: la lógica es la misma. Colores distintos para jurisdicciones distintas. En los mapas políticos es habitual, asimismo, incluir los centros urbanos importantes, o las rutas, o las líneas ferroviarias. Va dentro de la misma lógica: se trata de observar las principales intervenciones humanas (límites, conformación de grandes ciudades, vías de comunicación) sobre el espacio preexistente.

Según la revisión que acabamos de hacer, y si queremos articular la cuestión de los mapas con la ciencia histórica, podríamos decir que los mapas físicos no cambian a lo largo del tiempo, mientras que los mapas políticos sí se modifican. Las llanuras, mesetas, depresiones y montañas de hace dos mil años están en el mismo sitio que las actuales. Las intervenciones humanas, no. Ni las estructuras estatales, ni los límites entre ellas, ni las ciudades ni las vías de comunicación tienen la duración de las alturas del relieve. Al contrario, se modifican a mayor o menor velocidad.

El mapa físico de América

Tratemos de aplicar eso que digo sobre los mapas físicos en general al enorme territorio americano, donde los españoles (y no sólo los españoles) van a construir su imperio.

Si simplificamos el mapa físico del continente, si lo simplificamos mucho, vemos que tiene una altura creciente desde el Atlántico al Pacífico.

Sobre el océano Atlántico presenta varias llanuras gigantescas, como la del Amazonas y la Chaco-Pampeana en América del Sur y las del Mississippi-Atlántica en América del Norte.

Sobre el Pacífico la altura es mucho mayor, gracias a esa especie de columna vertebral montañosa constituida por la cordillera de los Andes en América del Sur y las Rocallosas en América del Norte. Esa misma columna montañosa, angostada, es la que conforma América Central.

El mapa político de América

Superpongamos, a ese mapa físico, un mapa político, como este de la página opuesta. Si dijimos que los mapas políticos se modifican con el paso del tiempo, debemos aclarar a qué momento histórico nos referimos en cada uno de ellos. Pensemos en el mapa político actual, el del siglo XXI. La enorme América del Sur está dividida en trece países. América del Norte, más enorme todavía, únicamente en tres. América Central y el Caribe, región mucho más pequeña en superficie, es la más diversa desde el punto de vista político: tiene veintiún países distintos.

Un planeta que incluye varios mundos

Ahora tenemos que dar, en el análisis de mapas que propuse, un salto cronológico. El mapa físico sigue siéndonos útil. El que va a cambiar, y mucho, es el mapa político. Retrocedamos hasta el siglo XV. ¿Por qué? Porque ese es el siglo en el que dos potencias europeas se lanzan a navegar grandes distancias por rutas hasta ese momento inexploradas, y con eso inician la conexión entre mundos que hasta entonces estaban desconectados entre sí.

¿Cómo es eso? ¿Por qué hablamos de “mundos” en plural, si se trata de un solo mundo? En términos físicos, planetarios, sí: el planeta Tierra es un solo mundo. Pero en términos históricos, humanos, estuvo constituido por varios mundos, o muchos mundos, durante casi todo el tiempo que la humanidad lleva habitándolo. Hace relativamente poco que los seres humanos tenemos noción intelectual o experiencia empírica de que el planeta constituye un único mundo.

Pensemos en la siguiente escena: un caballero inglés, cómodamente sentado en su sillón de un club londinense, comenta con sus amigos que, gracias a los últimos avances del tendido de vías férreas en una remota región de la India, es posible darle la vuelta al mundo en menos de tres meses. Sus compañeros consideran que el cálculo es demasiado optimista, y le apuestan que eso es imposible. El caballero que hizo el comentario insiste en su tesis. La apuesta queda sellada y de inmediato comienza la aventura que Julio Verne inmortaliza en su novela La vuelta al mundo en ochenta días. Los que apuestan contra Phileas Fogg no lo consideran un lunático. Simplemente les parece que el gentleman confía demasiado en la puntualidad del sistema de transporte. Discrepan de la exactitud en la que Fogg sí confía, no con el concepto general: todos esos caballeros ingleses saben que, día más, día menos, se puede dar la vuelta al mundo en ese lapso que parece revolucionario. Los ferrocarriles, los barcos de vapor y el telégrafo constituyen una trilogía que revoluciona el transporte a nivel planetario. Ahora sí, por fin, se puede pensar en un planeta que contiene un mundo. Pero eso sucede recién a fines del siglo XIX. Y decir “fines del siglo XIX” en Historia es lo mismo que decir “hace relativamente poco”.

Antes, no. Antes no existía un solo mundo. Existían varios de manera simultánea. Regiones inmensas del planeta no tenían relación con el resto del globo. Era tal su nivel de desconexión que ni siquiera se tenía registro de la existencia de esas otras regiones. Sucedía con Oceanía, por ejemplo. Sucedía con la propia América. Otras regiones, como el Imperio Chino, podían conocer la existencia de tierras y pueblos distantes, sin duda. Pero les interesaban muy poco, tanto esas ti

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