La niña que escupía fuego

Giulia Binando

Fragmento

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1

Me contaron una mentira.

No lo descubrí enseguida porque el hombre que me la contó también se la creía: Estoy seguro de que son los riñones. Bebes poco y comes mucha carne, ¿a que sí? La enfermera hizo que sí con la cabeza y me miró. Yo no supe contestar a eso y mamá dijo que cuando estoy en casa, bebo mucho, pero que cuando estoy en el colegio, tenía sus dudas; sobre la carne sí estaba segura, porque es cara. Él le alargó un papel con una dieta específica y recetas de medicamentos. Luego la enfermera nos acompañó fuera.

Cuando subí al coche, pregunté si podía no ir al colegio por la tarde, que no me encontraba muy bien; era verdad y también un poco mentira, porque quería ir a ver las vacas. Era las dos cosas.

Al final me quedé en casa, estaba cansada y miré a las vacas por la ventana. Estarían ahí unas semanas más y luego Vigio, que es mi vecino, las llevaría a trashumar, porque estábamos casi en mayo. Estoy segura de que se acuerdan de mí; cuando vuelva a casa, iré a acariciarles la rosa de la frente.

Eran las cuatro y me eché en el sofá con la manta, que es algo que me gusta, encendí la tele y me entró sueño. Me desperté porque notaba como alfileres en la espalda y pregunté si había alguien en casa. Mamá llegó de la cocina y se lo expliqué, me dio el paracetamol que había dicho el médico y me pasó la mano por la cabeza como si fuera a rascármela, pero suave. Pregunté si podía no ir al colegio a la mañana siguiente y ella dijo No.

O sea, que fui. Cuando me desperté me dio un poco de rabia encontrarme bien, porque no tenía excusa, pero a tercera hora empecé a notar los alfileres pinchándome. Demasiado tarde, ya estaba en clase. Esperé hasta la comida porque era el día de la pasta al horno, que a lo mejor también les gustaba mucho a los alfileres, porque empujaban más fuerte y más arriba, como si quisieran llegar al estómago. Después del recreo largo, volví a clase. A media tarde no aguantaba más sentada y entonces llamé a casa; ahora eran más malos y también me pinchaban en el pecho, yo no entendía por qué y me ponía nerviosa. Eso y los alfileres me hicieron llorar, y vi que las maestras se levantaban y se sentaban y se volvían a levantar mientras esperábamos que viniera alguien a recogerme.

En urgencias ya no estaba aquel hombre, había otro más joven que mandó que me hicieran un análisis, luego llamó a mamá para hablar a solas con ella y para mí no tenía sentido, porque la sangre era mía. Cuando volvió, me dijo que me vistiera y que me llevarían a otro hospital más grande para una prueba que no me podían hacer allí. Yo tenía unos tubos en el brazo para los calmantes y me puse la chaqueta por una manga sí y la otra no. Mamá llamó a papá y le dijo que dejábamos el coche en Ivrea, porque para ir a Turín nos llevaban los del hospital, y yo estaba encantada con tantas atenciones. Mientras hablaba, me miró y dijo en voz baja Vamos, Mina. Cogió el palo del gotero y empezó a andar hacia un hombre de rojo, yo la seguía solo por los tubos, porque no sabía quién era ese que me decía Hola, Martina, ¿quieres venir conmigo? Y me pidió que me tumbara en la camilla, porque los asientos de las ambulancias son así y llevan unos cinturones para atarlos alrededor de tu cuerpo (tres, de color naranja). Era la primera vez que iba en una y esperaba que al menos pusieran la sirena.

Al poco rato sonó el teléfono: papá iba detrás con mi hermana Olivia, nos seguían en coche. Ella quería hablar conmigo, porque dice que con siete años es lo bastante mayor para tener conversaciones por su cuenta, sin el manos libres. Creo que esta vez todos estuvieron de acuerdo, porque mamá me dio el móvil: Es Olivia, para ti. Me lo acerqué al oído y dije Hola, dime. Ella gritó que acababa de pasar cerca de la ambulancia un tractor con todas las luces encendidas rotando, y que si lo había visto. Le contesté que no, porque estaba tumbada, y ella me dijo Ya lo sé, pero vas más alta. ¿Tienes cerca las ventanillas?

Yo me volví y vi al hombre del uniforme rojo con franjas blancas hablando con mamá, ella me miraba a mí y de vez en cuando le sonreía, porque con los demás siempre es amable. Dije en voz baja Tengo delante al señor de la ambulancia.

Entonces Olivia resopló y oí un ruido de cafetera dentro del teléfono: Si pasa otro, te llamo.

Y colgó.

Entramos en el hospital sin apagar el motor. Yo no sabía que eso se podía hacer, quizá con las ambulancias sí. Noté que las ruedas de mi camilla temblaban al bajar por la rampa y luego rodaban bien por el suelo. Si no llega a ser por los alfileres, me habría divertido, aquello era como montar en el carro de la compra, con la diferencia de que nadie te grita si lo haces. Cuando pararon, estaba en una habitación azul claro, con nubes y globos dibujados en las paredes. Había una ventana que era como un agujero en el cielo, y dentro se veía la calle, con los coches arriba y abajo, todos del mismo color dorado, porque se estaba poniendo el sol, pero en aquel lado del hospital solo podías verlo desde atrás.

Entraron dos médicos, uno viejo, delgado y calvo y otro igual pero joven. Me dijeron que me quitara toda la ropa, y era la primera vez que estaba desnuda delante de alguien que no era Olivia ni mis padres, me notaba la cara caliente y no sabía a quién mirar. Mamá había ido a firmar unos papeles y no estaba, había dicho Voy y vuelvo.

Cuando terminaron de examinarme, salieron, y yo me quedé allí mirando el techo, que tenía las baldosas blancas y llenas de agujeros; conté una franja vertical y una horizontal: veintisiete por veintisiete. Levanté el brazo donde no tenía la vía y escribí los números en el aire con la punta del dedo índice. Los cálculos en columna normalmente son rápidos, pero en el aire me desaparecían las que me llevaba y tenía que volver a empezar.

Entró una enfermera, me preguntó cómo estaba, me cambió la botella del palo del gotero y se fue.

Había agujeritos redondos muy pequeños, por los que solo podían salir cosas muy finas, como la lluvia o los espaguetis. Los espaguetis habrían pasado muy justo, y solo blancos, porque no había espacio ni para la salsa. Así que escogí la lluvia, pero calentita, como en verano.

Mamá y papá entraron con Olivia, tenían que ir a hablar con los médicos y ella se quedó conmigo. Me preguntó ¿Estás mala? Y yo le dije que ya casi se me había pasado. Dio una vuelta por la habitación y luego se sentó a la mesa, cruzó los brazos y me dijo que el único tratamiento para mis alfileres era un mes de kiwis y supositorios.

La última vez que comí kiwis fue por culpa de Davide Villa. Davide Villa va a mi clase, aunque yo preferiría que no. Cuando me ve, muge, y una vez nos estrangulamos. Todos los de mi clase saben que soy alérgica a los kiwis, y cuando ponen macedonia en el comedor, a mí me dan helado, y él no lo soporta. Una vez, después del helado, empezó a picarme fuerte la cara y, mientras la boca se me ponía como una frambuesa, él venga a reírse. Sin dudarlo, cuando ya me encontraba mejor, le pegué un cromo de animales en la Game Boy mientras él estaba muy concentrado jugando. Era una viuda negra y casi se muere, porque es aracnofóbico. Ese fue el día que nos estrangulamos.

Llevábamos un rato esperando cuando llegaron mis padres con una médica que yo aún no conocía

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