La dueña

Isabel San Sebastián

Fragmento

Nota de la autora

Nota de la autora

Los hechos narrados en esta novela son históricos. Reflejan fielmente la peripecia que vivió la península ibérica en el convulso siglo XI, caracterizado por la fragmentación de los reinos tanto cristianos como musulmanes. Los lugares y personajes descritos en ella entremezclan la ficción con la realidad, en aras de facilitar el viaje en esta «máquina del tiempo» que prosigue la aventura emprendida en Las campanas de Santiago. Al final del texto encontrará el lector un árbol genealógico, así como una relación de figuras históricas, que le servirán de referencia en este accidentado periplo.

Las tenencias de Lurat, Osma y Lobera pertenecen al territorio de la imaginación, aunque constituyen prototipos de las múltiples fortificaciones avanzadas construidas con el propósito de guardar la frontera entre la Cristiandad y el islam, que fue moviéndose a lo largo de ocho siglos. Prueba de ello son los incontables restos arqueológicos que salpican la geografía española. El castillo de Mora existe y cambió fugazmente de manos tras la reconquista de Toledo por Alfonso VI y antes de la invasión almorávide, si bien no ha quedado constancia del nombre de su custodio en ese periodo concreto.

También Nuño García, Ramiro de Zamora y su nieto, Diego, representan modelos característicos de los caballeros de origen villano que proliferaron al calor de ese larguísimo enfrentamiento. Una suerte de «ascensor social» que permitió a un gran número de campesinos uncidos a la tierra alcanzar la libertad y labrarse un futuro mejor, creando en España, y en particular en Castilla, una sociedad única en Europa.

En cuanto a la Dueña, encarna una figura ignorada por la historiografía oficial que he tenido especial empeño en rescatar del olvido, dado el papel protagonista necesariamente desempeñado por mujeres semejantes a ella durante buena parte de nuestra historia. Mujeres fuertes, audaces, valientes. Viudas de guerra obligadas a sustituir a sus esposos caídos en combate y dotadas para ello de unas prerrogativas legales extraordinarias en un mundo terriblemente misógino. Madres, abuelas, hijas de la frontera borradas de la memoria colectiva por los cronistas masculinos que escribieron al dictado del poder, casi siempre ostentado por hombres. Tejedoras de destinos cuya impronta decisiva se atisba en grandes reinas como Sancha de León… o Auriola de Lurat.

ISABEL SAN SEBASTIÁN

Preludio en rojo sangre

Preludio en rojo sangre

1 de septiembre del año 1054 de Nuestro Señor

Atapuerca

La noche anterior a la batalla, Ramiro soñó con su padre. El verdadero, no el hombre que lo había criado y a quien debía en buena medida su condición de infanzón.

Si hubiera tenido cerca a Auriola, esta lo habría conminado a extremar la prudencia e invocar la protección de Santiago, pues semejante aparición no podía augurar nada bueno. La visión de un difunto anunciaba con frecuencia una desgracia inminente, máxime cuando se trataba de alguien tan próximo: el herrero llamado Tiago, capturado por los musulmanes antes de que él naciera, cuya leyenda inmortal cabalgaba siempre a su lado. Su esposa, empero, no estaba allí, y por eso, lejos de ponerlo en guardia, esa visita inesperada sirvió para reforzar su empeño de obedecer al corazón e ignorar el mandato del Rey.

* * *

El ejército leonés, en cuyas filas servía desde hacía más de tres décadas, orgullosamente alineado entre los jinetes de vanguardia, se había adentrado unas millas en territorio perteneciente al Reino de Pamplona: una llanada castellana próxima a Burgos, capital del condado, recorrida por un arroyo casi seco en esa estación.

Al caer la noche, los exploradores avistaron las tropas del enemigo, capitaneadas por el monarca pamplonés e integradas no solo por fieros guerreros navarros, sino por fuerzas auxiliares aragonesas y moras. Tras asentar el campamento y encender multitud de hogueras destinadas a intimidar al adversario aparentando disponer de una hueste más nutrida de la real, el soberano, Fernando, convocó consejo en su tienda.

—Que ninguno de mis caballeros cause el menor daño a mi hermano García. ¿Está claro? ¡Ni un rasguño! Mi deseo es apresarlo vivo. Tiempo tendremos después de dirimir nuestras diferencias.

La voluntad real era ley. Los condes así aleccionados se aseguraron de hacer correr la voz entre sus mesnadas, sin sospechar que un grupo de conjurados tenía urdido su propio plan. Uno que Ramiro, miembro destacado del complot, pensaba llevar a cabo, costase lo que costara.

* * *

Tumbado en su estrecho camastro de tijera, mientras contemplaba la bóveda celeste, el veterano señor de Lobera recordó aquel verano de hacía más de veinte años, cuando Bermudo, el joven rey de León a quien servía con devoción, cayó alanceado en batalla al enfrentarse a su cuñado, Fernando, por entonces conde de Castilla. Sin apenas derramar sangre, el vencedor se convirtió en rey.

«¡Si me hubieras escuchado, necio insensato! —se dijo el viejo soldado, al rememorar el lance que había costado la vida a su señor—. Si hubieses permanecido atrás, al resguardo de tus caballeros…».

Pero Bermudo, empujado por la imprudencia de sus veinte años, acometió a la hueste castellana a lomos de su corcel, tan veloz e impetuoso que ni siquiera Ramiro fue capaz de seguirle el paso en esa embestida furiosa. En un abrir y cerrar de ojos, el muchacho se vio rodeado de enemigos que primero lo derribaron y después lo remataron con saña, ante la mirada horrorizada de quienes luchaban por él.

Desde ese día, el hombre que le había fallado vivía acosado por los remordimientos. Ahora se le presentaba la oportunidad de tomarse la revancha, al menos sobre el monarca navarro, chivo expiatorio escogido para redimir aquella afrenta. Resultaba más sencillo guardar rencor a un forastero que al soberano ante el cual había aceptado inclinarse, por mucho que le repugnara. Se lo había suplicado Auriola, el gran amor de su vida. ¿Cómo negarse a sus ruegos?

Una existencia de privaciones le había enseñado que nada, ni siquiera su honor, estaba por encima de ella. Sumido en las tinieblas que preceden el amanecer, lamentaba haber tardado tanto en constatar esa evidencia.

* * *

Cuando comenzaba a despuntar el alba, Beltranillo

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