Historia de una trenza

Anne Tyler

Fragmento

cap-1

1

Esto ocurrió en marzo de 2010, cuando la estación de ferrocarril de Filadelfia todavía tenía uno de esos paneles informativos en los que las vías de los distintos trenes se iban anunciando con rollos de letras que se sucedían en el panel con un clic clac. Serena Drew estaba plantada delante del panel, esperando muy atenta a que apareciera el siguiente tren con destino a Baltimore. ¿Por qué tardaban tanto en indicar el andén en aquella estación? En Baltimore informaban a la gente con mucho más tiempo.

Al lado tenía a su novio, que estaba bastante más relajado. Tras echar un único vistazo al panel informativo, se puso a mirar el móvil. Negó con la cabeza al leer un mensaje y luego pasó al siguiente.

Volvían de compartir la comida del domingo en casa de los padres de James. Acababa de presentarles a Serena. La joven se había pasado dos semanas nerviosa al respecto, barajando qué ponerse (al final había elegido unos vaqueros y un jersey de cuello alto: el atuendo obligatorio de los estudiantes de posgrado, para que no pareciera demasiado deliberado) y devanándose los sesos en busca de posibles temas de conversación. Pero las cosas habían ido considerablemente bien, pensó. Los padres de él la habían recibido con calidez y la habían invitado enseguida a que los llamara George y Dora, y la madre era tan parlanchina que no había faltado conversación en ningún momento. «La próxima vez —le había dicho a Serena en la sobremesa—tienes que conocer a las hermanas de James y a sus mariditos y a sus retoños. Es que no queríamos abrumarte en la primera visita».

«La próxima vez». «Primera visita». Le había sonado esperanzador.

Sin embargo, en ese instante Serena era incapaz de evocar esa sensación de triunfo. Se había quedado sin fuerzas de puro alivio; se sentía como un trapo de cocina estrujado.

James y ella se habían conocido a principio de curso. James era tan guapo que Serena se había sorprendido cuando él le había propuesto ir a tomar un café después de clase. Era alto y delgado, con el pelo castaño y abundante y la barba muy recortada. (Serena, por el contrario, estaba rellenita y se recogía el pelo en una cola casi del mismo tono beis que su piel). En los seminarios, James solía recostarse en la silla sin tomar notas ni dar muestra de prestar atención, pero de pronto soltaba algo inesperadamente avispado. Serena temía que él la encontrase aburrida en comparación. No obstante, cuando comenzaron a charlar, congeniaron enseguida. Fueron a ver muchas películas y a cenar a restaurantes baratos; y los padres de ella, que vivían en la ciudad, ya lo habían invitado a cenar varias veces a su casa y decían que les caía muy bien.

La estación de Filadelfia imponía más que la de Baltimore. Era inmensa, con un techo increíblemente alto de color café y lámparas de cristal que recordaban a rascacielos invertidos. Incluso los pasajeros parecían cortados con un patrón superior al de los pasajeros de Baltimore. Serena vio a una mujer a la que seguía su propio mozo, que empujaba un carrito lleno de maletas, todas a juego. Mientras admiraba el equipaje (reluciente piel marrón oscura, con acabados de cobre), se fijó por casualidad en un joven trajeado que se detuvo para dejar paso al carrito.

—Ay —dijo Serena.

James levantó la vista del móvil.

—¿Qué?

—Creo que es mi primo —comentó en voz baja.

—¿Quién?

—El tío del traje.

—¿«Crees» que es tu primo?

—No estoy segura del todo.

Escudriñaron al hombre. Parecía mayor que ellos, pero no mucho. (Tal vez se debiera al traje). Tenía el mismo pelo apagado que Serena y unos labios muy perfilados, pero mientras que los ojos de ella presentaban el habitual azul de la familia Garrett, los de ese joven eran de un gris pálido casi etéreo, que destacaba incluso a varios metros de distancia. Estaba quieto, se había quedado mirando el panel informativo, aunque el carrito del equipaje ya había pasado.

—Podría ser mi primo Nicholas —dijo Serena.

—Quizá solo se parezca a él —contestó James—. En mi opinión, si de verdad fuese él, lo sabrías.

—Bueno, es que hace mucho que no nos vemos. Es el hijo de David, el hermano de mi madre; viven aquí, en Filadelfia.

—¿Por qué no vas a preguntárselo?

—Es que si me he confundido, quedaré como una boba —dijo Serena.

James la miró con los ojos entrecerrados, incrédulo.

—Bueno, da igual. Ahora ya es tarde —dijo la joven, porque saltaba a la vista que, fuera quien fuese, ya había averiguado lo que necesitaba saber.

El hombre se dio la vuelta y se dirigió a la otra punta de la estación, recolocándose en el hombro el asa de la pequeña bolsa de viaje. Mientras, Serena se concentró de nuevo en el tablón.

—¿Por qué andén suele salir? —preguntó—. Quizá podríamos arriesgarnos e ir a ese.

—A ver, el tren no va a salir al minuto de anunciarlo —le dijo James—. Primero habrá que hacer cola en el rellano de la escalera y esperar un rato.

—Sí, pero me preocupa que no podamos sentarnos juntos.

Él le dedicó esa sonrisa de ojos entornados que tanto le gustaba y que venía a decir: «Ay, no tienes remedio».

—De acuerdo, me estoy precipitando —dijo Serena.

—En cualquier caso —dijo James cambiando de tema—, aunque haga tiempo que no os veis, supongo que reconocerías a tu propio primo.

—¿Tú reconocerías a todos tus primos, así de repente? —preguntó ella.

—Sí.

—¿En serio?

—¡Pues claro!

Pero Serena se percató de que James ya había perdido interés en la conversación. Su novio echó un vistazo hacia el puesto de comida que había en la pared de enfrente.

—Me tomaría un refresco —comentó.

—Puedes comprarlo en el tren.

—¿A ti te apetece algo?

—Esperaré hasta que subamos al tren.

Pero él no lo pilló.

—Guarda sitio para los dos, si anuncian el andén mientras voy a comprar, ¿vale?

Y se puso en marcha sin pensarlo más.

Era la primera vez que hacían una escapada juntos, aunque fuese en el día. A Serena le decepcionaba un poco que él no compartiera sus nervios por el viaje.

En cuanto se quedó sola, sacó el neceser de la mochila y se miró la boca en el espejo. De postre habían tomado una especie de crumble de frutas con nueces troceadas por encima y notaba que se le había quedado alguna entre los dientes. En otras circunstancias, se habría excusado después de comer y habría ido al cuarto de baño, pero el tiempo había volado —«¡Ay, ay, ay! ¡Que perdéis el tren!», había dicho Dora— y todos habían salido en tropel rumbo a la estación; el padre de James conducía y James se había sentado a su lado, mientras que Dora y Serena iban juntas detrás. Así, como había dicho Dora, «las chicas podremos hablar de nuestras cosas». Había sido entonces cuando le había dicho que tenía que conocer a las hermanas de James. «Cuéntame —había añadido—. ¿Y tú cuántos hermanos tienes?».

«Eh…, solo uno —había respondido Serena—. Pero ya era mayor cuando yo nací. Me habría encantado tener hermanas». Y nada más decirlo se había ruborizado, porque tal vez había sonado como si hablase de casarse con James para entrar en su familia o algo así.

Dora

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