El cumpleaños Y poco después ahora

Eider Rodríguez

Fragmento

El cumpleaños

El cumpleaños

El profesor me había advertido en la reunión de fin de curso de que Izadi tenía que practicar algún deporte, «descubrir la fuerza que tiene dentro», «conocer gente», «relacionarse», «trabajar su autonomía». El profesor dijo cosas de este tipo y otras más, como todos los finales de curso. Fingí sorpresa, pero ya lo sabía. Acostumbraba a estar encima de ella, pensaba que eso era bueno, o quizá no lo sabía, no estaba segura. Disfrutar de ella lo máximo posible, ¡la había deseado tanto! Anteriormente no había cuidado de nadie ni tanto ni durante tanto tiempo, y era más complicado de lo que parecía, mucho más complicado que querer a alguien. Fines de semana, vacaciones, el día a día… lo organizaba todo como si se tratara de una serie de unidades didácticas. Estaba cansada, y quizá por eso nuestra relación había empezado a resentirse. Aquel verano la apunté a un cursillo de piragua en contra de su voluntad.

La acompañaba hasta la puerta del club y al acabar la clase volvía a recogerla. Durante esas dos horas me abrumaba pensar en todas las cosas que debería querer hacer. En vez de libre, me sentía rabiosa y triste. Tras dejar a Izadi solía ir a una cafetería del barrio Santiago. Allí leería el periódico como en épocas pasadas o, sin más, tomaría un té en una terraza al sol. Pero no podía resistirlo y volvía al río. Me sentaba en un banco, buscando a mi hija entre la multitud de piragüistas: siempre estaba al margen del grupo, siempre, aunque no sabía si era del todo cierto o eran imaginaciones mías.

Otras veces caminaba por la margen del río, pero siempre con temor a alejarme demasiado, daba paseos cortos. Hasta entonces no conocía aquel lugar. A la izquierda, pequeñas casas blancas de tejados y ventanas rojas; enfrente y a la derecha los rascacielos de Irún. Pero si evitaba el entorno y me fijaba solamente en el río, descubría que aquel era un espacio salvaje, un lugar para volver una y otra vez y sentir cosas una y otra vez. En algún sitio había oído que antiguamente se recomendaba a las mujeres que sufrían de tristeza que miraran el agua correr, ya que el movimiento ayudaba a soltar los malos sentimientos. Sea lo que fuera, encontré en el río matices inesperados: descubrí el olor de la marisma y el misterio del fango.

El último día, cuando fui a recogerla, Izadi me mostró un sobre.

–Claudia me ha invitado a su fiesta de cumpleaños. Es mañana.

En la invitación se veía un delfín; en el reverso un mapa dibujado a mano y un punto rojo; debajo, el nombre de la calle y la fecha: «Traed el bañador».

–¿Quién es Claudia?

–Una amiga.

Bajó la ventanilla y lanzó un gritó:

–¡Claudia!

Una niña con visera levantó la mano a lo lejos. Era más alta y corpulenta que mi hija.

–¡Me ha dado permiso! –gritó.

Gracias al cumpleaños, quizá pudiera librarme otras tres o cuatro horas.

–Tiene una mancha en la cara –me advirtió–, por eso lleva esa visera con orejeras.

–No me había dado cuenta.

Busqué a la niña con la mirada, pero ya se había ido.

–Porque nunca vienes a verme.

Tuvimos una pequeña discusión. Le expliqué con calma que yo también necesitaba mi espacio, que ella debía aprender a estar sin mí. No le confesé que solía observarla de lejos. Izadi se quedó callada. Era su manera de huir. El reino del silencio, le decía yo, ¿cuándo volverás del reino del silencio?

–¿Cómo es, granate? –quise saber–. ¿Es granate? Te estoy hablando. ¿Cómo es, morada?

No me respondió hasta que no estuvimos enfrente de nuestra casa.

–Marrón. Creo que a los demás les da asco, pero a mí no.

–Bien –dije–. Eso está muy bien.

La miré por el retrovisor para mostrarle mi satisfacción, pero ella miraba hacia delante con seriedad. Tiene ojos bonitos. Mucha gente me lo ha dicho. A veces me pregunto si el hombre que dio su semilla también sería guapo. Si la gente guapa también hace ese tipo de cosas, si la gente que hace esas cosas no será gente más especial que guapa. Especial para lo bueno y para lo malo. ¿Se puede ser especial sin serlo para bien y para mal?

Cuando me enredaba en ese tipo de pensamientos siempre llegaba demasiado lejos, y luego me costaba regresar.

Izadi no se conformó con regalarle únicamente algo hecho en casa. En contra de mi criterio, le compramos el diario de Soy Luna, pero solo a cambio de prepararle un bizcocho entre las dos.

–¿Estás de acuerdo?

–Me da igual –dijo ella.

Pero yo quería hacerlo. Algo creado entre las dos. Me gustaba aprovechar las ocasiones como aquella. Izadi aceptó el trato. Estaba agitada. Le gustaba fisgar las casas de los demás, y estaba especulando acerca de cómo sería la de Claudia.

–Creo que son ricos. Me ha dicho que tienen piscina. Y una habitación llena de juguetes, la habitación para jugar.

–Tener muchas habitaciones significa que hay que trabajar un montón para pagarlas. Y tener que trabajar mucho significa que no tienen mucho tiempo para estar juntos.

–¿Por qué no podemos hacer un bizcocho normal?

–El integral es el normal.

–Es para viejos.

–A ti te gusta.

–A los demás no.

–Va a quedar rico, no te preocupes.

–¿Nosotras podríamos ser ricas?

–Ya lo somos. –Volvíamos sobre este tema una y otra vez, pero ella nunca se daba por vencida–. Tenemos una casa con dos habitaciones para las dos. El frigorífico lleno. Cada una de nosotras tiene armario propio. Tenemos un gran balcón lleno de fresas. Tienes un abuelo y una abuela. Y amigas. Una furgoneta. Un montón de pares de zapatos. Nunca hemos pasado hambre. No estamos enfermas. Todos los veranos vamos de vacaciones.

–Sí, ¡ja!

Le hice un gesto para que dejara de batir los huevos.

–Ya lo termino yo. Vete. Por favor.

No la mirÃ

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