Entre la tentación y el orgullo (Noches de romance en Bath 4)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

entre_la_tentacion_y_el_orgullo-2

Capítulo 1

Glastonbury, mayo de 1819

Azucena Kellington preveía pasar la primavera de muchas formas posibles, pero recorrer los caminos de Inglaterra para intentar convencer a su mejor amiga de que no arruinase su reputación no era una de ellas. Habría preferido estar en Bath, preparándose para algún evento social; en cambio, estaba en Glastonbury en el día más neblinoso de cuantos había visto esa primavera, tratando de persuadirla para regresar a Bath. Hasta hacía unos días pasaban tiempo juntas en Exeter y, en mitad de la noche, su amiga se había esfumado tras dejar una carta donde decía que huía a Gretna Green para casarse con su amado. Azucena había salido a la carrera para intentar salvarla de arrojarse de cabeza a las llamas, hasta que dio con ella. El carruaje de Marguerite había sufrido un percance, retrasando el viaje.

Y mientras la tenía enfrente, con su habitual expresión de no haber roto un plato y su sombrero bien emplumado, no podía dejar de sentirse como una idiota. ¿Por qué se empeñaba en salvarla? El hombre con el que estaba dispuesta a fugarse, tiempo atrás iba a ser su prometido. Azucena no podía sentirse más utilizada, más agraviada. No obstante, no quería enfadarse con Marguerite. Tenía el firme convencimiento de que su larga amistad debía prevalecer sobre cualquier deseo carnal o amoroso, sobre todo si este era irracional. Ese maldito Jacques De Briss las había seducido para quedarse con la mejor apuesta. Porque si ella era una rica heredera, Marguerite lo era aún más: sus padres poseían una inmensa fortuna engordada con la tiranía del esclavismo, algo que Marguerite fingía no conocer y que a Jacques le importaba poco. Él, hijo de un barón, procedente de una familia aristocrática de renombre, pero escasa riqueza, solo quería dinero y haría lo imposible por conseguirlo. Sin embargo, su falta de recursos podía jugar en su contra a la hora de pedir la mano de la muchacha, aunque Azucena sabía que, en el fondo, ante una declaración formal los Colsten aceptarían ese matrimonio: amaban a su hija con ciega devoción.

—Maggie, por favor, regresa a Bath conmigo. No estoy enfadada, te lo prometo. Te perdono hasta el último agravio si recuperas la cordura y dejas a Jacques.

—Quieres que lo deje para que vuelva contigo, Azie. Eso no pasará. Él es mío y seremos felices.

—Yo no podría estar con un hombre como él después de lo que ha hecho —fingió indiferencia para ayudarla—. Si quieres casarte con él, adelante, pero no así.

La joven y obstinada Marguerite Colsten negó con la cabeza.

—Sientes celos, por más que intentes disimularlo. Quieres hacerme regresar a casa para que mis padres me encierren y a él lo echen a los perros.

A Azucena, tanto dramatismo fantasioso la hizo reír.

—Por el amor de Dios, Maggie... Tus padres jamás harían eso, eres la luz de sus ojos. Se quedarían ciegos si te hicieran daño. Aunque puede que te cueste convencerlos de que tu matrimonio con él es acertado, pues no tiene fortuna, con el tiempo podrías ganarte su consentimiento sin llegar a este extremo. Al fin y al cabo, es hijo de un barón.

La indolencia de su amiga ante su discurso crispó a la señorita Colsten, haciéndola fruncir el ceño. Ella quería verse como una de esas damas que luchan por el amor de su vida contra viento y marea; en cambio, Azucena insinuaba que todo lo tenía fácil.

—Como si al amor pudieran ponérsele «peros» o preguntarle «por qué». No he de dar explicaciones a mis padres de lo que siento ni aguardar durante meses su aprobación. Me la negarán, estoy segura.

—Te gusta pensar que lo harán porque así crees justificar tus propósitos, pero no puedes estar convencida de lo que no has intentado.

—¿Sabes lo que no pienso seguir intentando? Que entres en razón. Si eres mi amiga, deberías apoyarme.

—He salido corriendo de Exeter para impedir que cometas el mayor error de tu vida.

—¿Estar con Jacques es el mayor error de mi vida? —declaró con voz trágica—. No lo pensabas así cuando era a ti a quien prestaba atención.

—¿Y no te resulta extraño que hasta hace nada estuviera cortejándome y ahora se haya tornado hacia ti cual veleta?

—Quizá es que yo soy viento favorable y tú realmente nunca le has gustado.

—O quizá es que la calidad de sus afectos es voluble como el viento. Ha pasado de amarme, pues así juró sentirlo, a olvidarme. Podría hacer lo mismo contigo.

—Estás celosa. —Marguerite sonrió como si hubiera ganado un partido—. Te fastidia que se case conmigo. ¿Sabes por qué? Siempre te has creído la más hermosa y divertida, la que mejor tocaba el arpa, la más elegante. No soportas que me elija.

Azucena suspiró, armándose de paciencia. Marguerite siempre había sido un tanto caprichosa, pero desde el enamoramiento con Jacques se había vuelto como una niña pequeña disgustada porque no la consentía.

—No soporto que mi mejor amiga eche su vida a perder.

—No voy a echar mi vida a perder. Estaré casada en dos semanas y regresaré a casa como la señora De Briss. Te invitaré a una fiesta entonces. Ahora... —Miró al carruaje de Azucena, parado a unos pasos de ellas, en la explanada frente a una posada—. ¿Es de alquiler?

—Sí. El de mis padres estaba ocupado.

—Estupendo. —Hizo un gesto a su doncella que Azucena no alcanzó a entender—. Entonces continuaré mi camino en él. Tú no tienes prisa por regresar a Bath. Puedes quedarte y esperar a que arreglen el mío.

—Ah, no. En absoluto. No seré cómplice de tu huida. Si quieres alquilar uno, búscalo tú misma.

—No seas impertinente. Llegarán algunos a la posada mañana, pero tengo prisa.

Marguerite no estaba dispuesta a escucharla y se acercó al cochero, ofreciéndole el doble del precio habitual. No dudó en aceptar. El dinero había hablado y los sugerentes labios de su amiga también. Ella sabía cómo seducir a los hombres para que obrasen a su voluntad. Azucena lo miró con disgusto y reprendió su decisión.

—Oiga, señorita, mis hijos han de comer. El negocio me sale más rentable con su amiga, entiéndalo.

La joven suspiró, cruzándose de brazos mientras negaba con la cabeza. De haber estado de humor se habría subido al pescante y le habría robado el carruaje, por bravucón. Se iba a enterar bien de quién era ella. Mientras discutía con él tratando de hacerlo entrar en razón, la doncella de Marguerite cargó los bártulos y ocupó el carruaje, seguida de su señora.

—Adiós, Azucena. Nos vemos a mi vuelta. Dile adiós a Marguerite Colsten, pues cuando regrese seré Marguerite De Briss. La esposa del hijo de un barón. Si alguien pregunta por mí, diles que estoy en Francia descubriendo los deliciosos paisajes del país.

—¡No! —Dio unos pasos en un intento de seguir

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos