Libélulas en Bangkok

Natalia Sánchez Diana

Fragmento

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El comienzo

Para: Gala Adrià

Asunto: Te quiero, amiga.

¿Sabes qué? Te escribo este email con un poco de miedo. Estoy segura de que no te vas a creer que estoy asustada, pero… He descubierto algo tan gordo que puede ser la noticia de mi vida, aunque no sé si podré hacer que vea la luz, por eso te pido que guardes todo lo que te he enviado hasta ahora, ¿de acuerdo?

Para: María Gomis

Asunto: HAZME CASO

No sé qué has descubierto, pero nada que te ponga en peligro vale la pena, así que sal de allí inmediatamente. Coge el primer vuelo. Mándame un email cuando lo tengas reservado.

Para: María Gomis

Asunto: ¿Ya tienes vuelo de regreso?

¿Por qué no me has escrito? ¿Has conseguido un vuelo? Dime el día y la hora. Iré a buscarte.

Para: María Gomis

Asunto: Contesta

Me tienes preocupada. Por favor, dime algo.

Para: María Gomis

Asunto: POR FAVOR

Contesta.

Para: Gala Adrià

Asunto: Mail delivery subsystem

No se ha encontrado la dirección. Tu mensaje no se ha entregado a mariagomisperez84G@gmail.com porque no se ha encontrado la dirección o esta no puede recibir correo.

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La ciudad que engulle

Septiembre, 2019

Bangkok es una ciudad que amas u odias. Una metrópolis sin término medio.

Hay quien se queda prendado de las estampas de los templos, majestuosos y dorados; o de los klongs por los que transitan decenas de barcas sobre el río Chao Phraya; o de la vida nocturna de un lugar que nunca duerme y que es una mezcla de olores, sabores y sórdidos placeres adornados por luces de neón. Hay quien no ve las marañas de cables que conectan viviendas y calles y hay incluso quien puede ignorar la decadencia que se extiende desde los bajos fondos y que está en todas partes si te detienes a mirar con atención aunque sea una sola vez.

Bangkok seduce a millones de personas cada año.

María ha sido una de ellas.

En realidad, su destino me correspondía a mí, pero lo rechacé. No quise dejar atrás la comodidad de mi vida en Barcelona por una aventura nueva en una ciudad como esta, de la que apenas he visto las típicas fotografías de los folletos turísticos. Las imágenes que seguro que no son más que un engaño. Como lo del «país de la sonrisa» que tanto se encarga de vender el gobierno tailandés.

Pero a María nada de eso le importó y siguió meses y meses en esta ciudad en la que acabo de aterrizar y que me desagrada desde el primer instante.

Hay un hedor que impregna el aire y que es una mezcla de polución, comida, sudor, especias, flores y basura. Y gente, mucha gente. Mochileros europeos y americanos a los que van a bautizar los nativos como farang, que llevan ropa cómoda y que sudan, porque aquí la temperatura es mayor que en sus países de origen. En el ambiente flota una humedad pesada que hace que las prendas se adhieran al cuerpo y se llenen de cercos pegajosos.

Cuando llego a la calle Khao San, estoy sobrepasada. El lugar está flanqueado por tiendas de ropa, moteles, restaurantes, carros ambulantes de comida rápida tailandesa y librerías. Parece un micro universo, una construcción irreal pensada para que el turista se fascine con esta cultura, pero, sobre todo, para que se impregne con la falsa sensación de libertad y poder que se respira.

Como si aquí pudieras hacer cualquier cosa; poseer cualquier cosa.

Tengo que abrirme paso casi a codazos y esquivar varios tuk-tuk para llegar a un pequeño hostal situado en Rambuttri, una calle peatonal contigua bastante menos masificada. El ambiente es distinto, aunque también vibra. Hay árboles a ambos lados cuyas copas casi se tocan y que están adornadas con luces de colores. Alzo los ojos hacia el cielo. Hay tantos cables que parece que lo estoy viendo desde el interior de una red como un pez atrapado.

María, ¿dónde estás?

Pronto localizo el lugar donde voy a quedarme. «Luna Inn» se puede leer en un letrero de neón situado entre el segundo y el tercer piso. La fachada es estrecha y está sucia y la puerta abierta no invita a entrar, pero la pista que tengo me ha traído hasta aquí, a la persona que regenta este motel, así que tomo aire y cruzo el umbral.

Sawatdee Kha. —Detrás de un mostrador una chica joven ejecuta el wai correspondiente inclinándose y uniendo sus palmas.

Repito el gesto de manera automática y luego la contemplo. Es muy joven. Me pregunto si será mayor de edad. Tiene la piel morena y el cabello negro y grandes ojos oscuros. Aprovecho para contemplar el lugar. Apenas unos metros separan una pared de otra y a la derecha hay una escalera que debe dar acceso a las habitaciones. Veo rótulos en tailandés, pero también en inglés, en francés y en chino.

—¿Eres Luna? —elijo hablar en el primero de esos idiomas.

—No —me responde con rapidez—. Luna no está aquí ahora.

—¿Y cuándo vendrá? Necesito hablar con ella. Soy amiga de María, una mujer española. —No tengo tiempo que perder, así que voy al grano—. ¿La conoces?

Ella titubea y la odio. Cada minuto puede suponer algo en esta búsqueda. ¿Cuánta gente puede desaparecer cada día en una ciudad como esta?

Bangkok es una ciudad sin registros, opaca en tantos aspectos que da miedo. Millones de turistas, pero también miles de personas que emigran desde el campo para mejorar sus vidas y fugitivos de todo el mundo que se esconden entre sus calles.

¿Cómo puedo encontrar a mi amiga aquí, en este lugar que engulle como una boca desdentada?

La desesperación me aprieta el estómago.

—¿La conoces? ¿Conoces a María Gomis? —Le muestro la foto que llevo en el móvil en la que ambas aparecemos sonriendo a la cámara frente a la Sagrada Familia. Hago zoom en su rostro. Luego paso a otra, una en la que mi amiga posa frente al Wat Arun, el puntiagudo templo budista a orillas del río. Tiene el pelo más largo y su piel luce más morena que de costumbre, pero está preciosa, aunque ha perdido peso. Lleva un vestido amarillo cuya fa

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