El último vuelo de la abeja reina

Marta Platel

Fragmento

Capítulo 1

1

Abro los ojos sobresaltada. Por unos instantes no recuerdo dónde estoy, hasta que oigo el timbre agudo de sus voces. Un grupo de desconocidos rindiendo pleitesía a la mujer que pagó los estudios a sus hijos y financió la restauración de su iglesia.

Cordelia MacDonald, benefactora de la comunidad.

Dentro de dos días habría cumplido cien años.

La chimenea de la biblioteca está encendida, pero la viveza de sus llamas resulta insuficiente para templar la amplia estancia y el tiempo no tiene visos de mejorar. Grisáceos nubarrones avanzan en el cielo como heraldos de oscuros augurios. En un día despejado alcanzaría a ver las Cuillin, cimas majestuosas que atraen a escaladores y senderistas como la dulce flor de la glicinia a las abejas; esta tarde, las montañas se me antojan una lejana sombra a través del tupido velo de niebla y humedad que las envuelve.

La lluvia no nos ha dado tregua. No debería extrañarme. Viví en la isla de Skye el tiempo suficiente para acostumbrarme a su clima: durante el verano, un cielo plomizo como la panza de un asno puede despejarse en segundos; en los meses de invierno, los rayos de sol son rápidamente engullidos por la bruma.

Hace una semana, mi prima Bárbara y yo recibimos una carta de un bufete de abogados de Portree, la ciudad más importante de la isla. En un lenguaje profesional revestido de amabilidad, se nos comunicaba el fallecimiento de Cordelia MacDonald y se requería nuestra presencia en la lectura de su testamento. Leí la misiva con estupor antes de romperla en pedazos.

No tenía intención de acudir, pero mi prima, seducida por los cantos de sirena de una herencia inesperada, me ha traído a rastras.

Y aquí estoy. En la biblioteca de Nightstorm, donde tantas tardes me vi obligada a leer para Cordelia. Las voces me llegan ahora con mayor nitidez, al igual que los pasos que arrancan lastimeros quejidos al desgastado suelo de madera. Presiento que he dejado de estar sola. Al volver la cabeza, media docena de rostros ajados me observan con la misma curiosidad con que lo hacían esta mañana en el cementerio.

Bárbara se abre camino agitando con vigor un abanico; habida cuenta de que la temperatura ambiental es poco menos que gélida, su excentricidad deja perplejos a los presentes y les arranca un bisbiseo.

—Me has dejado sola con estos carcamales. Quería emborracharme para soportar su cháchara, pero ¿te puedes creer que en el bufet no hay ni gota de alcohol? Se supone que estamos en Escocia, la tierra del whisky, no en un poblado amish. ¿Se quejará alguien si fumo? ¡Bah!, da igual.

—Ni se te ocurra fumar aquí —le advierto cuando hace ademán de encender un cigarrillo. A regañadientes lo devuelve al paquete.

El abogado de Cordelia parece inquieto. Echa continuas ojeadas a su reloj, como si esperase la llegada de alguien. Finalmente susurra unas palabras a su ayudante y, tras aclararse la voz con un ligero carraspeo, nos invita a tomar asiento en las dos hileras de sillas dispuestas frente al escritorio de roble. Los murmullos cesan cuando se ajusta las gafas, abre su portafolio y extrae los documentos. Me alegra comprobar que va directo al grano.

—Nos encontramos aquí para leer las últimas voluntades y el testamento de Cordelia MacDonald, fallecida el 20 de diciembre de 2012.

Bárbara se retuerce las manos, presa de la ansiedad. Su pellizco me pilla desprevenida, y a punto estoy de gritar. Le dedico una mirada reprobatoria y me froto el brazo para aliviar el dolor. No reconozco a ninguno de los asistentes. Tal vez sean los viejos criados de Cordelia. Aunque se muestran contritos y tienen los ojos acuosos, arden en deseos de saber cuánto les ha dejado.

El abogado inicia la lectura.

—Yo, Cordelia Mary Drummond MacDonald, en pleno uso de mis facultades mentales, por la presente afirmo que estas son mis últimas voluntades...

Hacía más de dos décadas que ni mi prima ni yo teníamos ningún contacto con Cordelia. No la felicitábamos por su cumpleaños ni le enviábamos postales en Navidad. El desprecio era mutuo. Sin embargo, en su lecho de muerte se acordó de nosotras. Y no puedo dejar de preguntarme por qué.

—Espero que la vieja bruja haya enmendado sus errores dejándonos una pasta. Pensaba que habría fallecido hace años... —resopló mi prima por teléfono tras leer la carta del abogado.

—Me parece inmoral que quieras su dinero cuando hemos pasado de ella durante tanto tiempo. Además, te recuerdo que la odiabas.

—¿Y qué? A falta de parientes, a alguien tenía que dejárselo, ¿no? Será una fortuna porque la vieja era tacaña como el Scooby-Doo del cuento de Navidad.

—No te hagas ilusiones. Cordelia tenía un sobrino nieto. Y el avaro al que te refieres se llama Scrooge. Scooby-Doo es el perro de unos dibujos animados.

Me dio la tabarra durante días, llamándome a horas intempestivas. Aunque yo no estuviera interesada en el contenido del testamento, ella sí lo estaba, y lo menos que podía hacer era acompañarla, me dijo. La capacidad de persuasión de Bárbara es legendaria, así que hice el equipaje y cogí un vuelo con destino a Londres, donde nos encontramos para viajar hasta Inverness. Luego seguimos por carretera hacia la isla de Skye.

Ahogo un gemido al sentir otro pellizco. Es de agradecer que no me esté pateando los tobillos con sus zapatones. Solo a Bárbara se le ocurre calzarse esas espantosas plataformas para caminar por terrenos enfangados. También me resulta incomprensible que a punto de cumplir los cincuenta se vista como una quinceañera. En el aeropuerto de Heathrow casi me dio un pasmo al verla aparecer enfundada en unos leggings de leopardo, un top que dejaba poco a la imaginación, un abrigo sintético a juego con las mallas, un sombrero negro y sus sempiternas gafas de sol. Bárbara despliega su abanico estampado con motivos orientales y lo agita con frenesí. Clas, clas, clas... Se me erizan los nervios de manera proporcional al rítmico golpeteo de las varillas sobre su pecho.

—¿Te importaría dejar de hacer eso? —le susurro en voz baja.

—¿Prefieres que empiece a sudar? Es por la menopausia.

—Solo te pido que te abaniques con discreción. Estás dando la nota.

—Por no hablar de los kilos que he cogido —continúa—. Parecen decididos a instalarse en mis muslos de por vida. Oye, ¿son imaginaciones mías o se me ha puesto el pecho en forma de pera? Y otra cosa te digo: eso de que la soja alivia los sofocos es un cuento chino.

El abogado hace una pausa y nos taladra con la mirada. El señor Ferguson, a quien agradezco la deferencia de abrir el testamento en Nightstorm después del entierro en lugar de hacernos ir a su bufete, es un hombre delgado, de baja estatura, cabello ralo y un rostro redondo que oculta parcialmente tras unas gafas de montura negra. Viste un traje clásico príncipe de Gales y debe de haber estudiado en Oxford o Cambridge porque se expresa en un inglés académico, sin enmarañar su discurso con palabras en

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