Amari 2 - Amari y el gran juego

B.B. Alston

Fragmento

amari_y_el_gran_juego-2

Corro a toda pastilla por la acera, paso por delante de boutiques de marca, tiendas de lujo y una elegante galería de arte. Unas cuantas manzanas más allá se encuentra el inmenso campus de la Academia Whitman. El exterior de cristal del edificio principal resplandece bajo la luz de la mañana y una larga hilera de coches rodea la enorme fuente situada en la entrada. De los vehículos bajan alumnos que, a diferencia de mí, quizá lleguen a clase antes de que suene el último timbre, a las ocho y cuarto.

Tarde o no, el colegio es adonde debería ir yo también.

Pero en lugar de eso me detengo delante de una especie de casucha ruinosa que parece encajada entre dos edificios mucho más altos y bonitos. El desteñido cartel de la entrada reza «Autoservicio Marco».

Después de tomarme unos segundos para recobrar el aliento, cojo el móvil y escucho de nuevo el mensaje de voz.

Mensaje de voz de Elsie

«Ven a la tienda de Marco antes de clase.

¡Tenemos una emergencia!».

Si he aprendido algo de Elsie Rodriguez durante nuestro primer año como compañeras de clase, es que es un pelín exagerada. Cuando yo digo que tenemos una emergencia, es porque ha pasado algo grave. Pero cuando lo dice Elsie es otra historia: es capaz de usar la palabra «emergencia» para referirse a que no ha llegado el repartidor que le trae las piezas de robot para su último proyecto de ciencias.

Pero, en fin, ser mejores amigas significa que tienes que ir cuando la otra te necesita, pase lo que pase. Aunque eso suponga cargarme mi impecable récord de asistencia. Que, todo sea dicho, debería haber conseguido el viernes pasado y que todavía no tengo porque debemos recuperar el día de enero en que no hubo clase por culpa de una nevada.

Entro en la tienda. Si el exterior del edificio es siniestro, por dentro es aún peor. La escasa iluminación muestra rincones de las paredes en los que ha saltado la pintura y poco más. Se supone que esto es una tienda de alimentación donde venden bebidas y aperitivos, pero todas las veces que he comprado algo estaba caducado. No creo que la nevera de refrescos haya funcionado jamás.

Ah, ¿y he mencionado que la tienda siempre huele a huevos podridos? Siempre, lo juro.

Arrugo la nariz y atajo por el pasillo de las chuches. Un poco más allá, veo a un pobre chico que parece bastante decepcionado por la escasa variedad de bolsas de patatas fritas. «Qué me vas a contar», pienso. Paso corriendo junto a él y me dirijo a la caja.

Detrás del mostrador hay un culturista enorme y calvo que luce una camiseta con el lema «Menos cultura y más musculatura». Me observa con los ojos entornados cuando me acerco.

Le devuelvo la mirada con los ojos también entornados y, de repente, le aparecen mechones de pelo rojísimo en la cabeza y en el cuello, y le salen dos colmillos curvados de la mandíbula.

Pero entonces parpadeo y vuelve a parecer humano. Esa es la ventaja de la purpurina más cara: ni siquiera mis gotas de Visión Real consiguen funcionar más de unos segundos antes de que el hechizo de disfraz se vuelva a activar. Está claro que el que lleva este tipo debe de ser de la línea juvenil de camuflaje urbano de Vivi LaZang.

Carraspeo y pregunto educadamente:

—¿Me dejas usar el baño, por favor?

El tipo cruza sus brazos musculosos y me mira.

—¿Y por qué debería dejarte? —gruñe.

Sonrío y pongo los ojos en blanco.

—Vamos, Tiny, que ya llego tarde al cole.

En el rostro de Tiny va apareciendo una sonrisa que enseguida se convierte en una ruidosa carcajada.

—Ni «hola» ni «¿qué tal estás?»... Solo «dame la llave».

—Porfiii...

—Vale, vale. Lo que sea por una compañera humana.

Me inclino hacia él y bajo la voz para hablar en un susurro.

—Solo para que lo sepas, no solemos llamarnos humanos entre nosotros.

Tiny se rasca la calva, perplejo, y capto un destello amarillo en sus ojos antes de que vuelvan a cambiar.

—Pero ¿por qué? Sois humanos, ¿no?

Asiento.

—Lo que pasa es que... damos por hecho que todas las personas con las que nos encontramos son humanas, así que no hace falta especificarlo.

Deja caer los hombros con un gesto teatral.

—Hay que recordar demasiadas cosas para encajar en el mundo de los humanos.

Le doy una palmadita en el brazo para animarlo.

—Ya le irás pillando el truco.

Tiny asiente y busca algo detrás del mostrador. Acerco una mano y me deja caer en la palma la llave del lavabo.

—Ejem, disculpa —dice el tipo de antes, que acaba de asomarse tras el expositor de las patatas fritas—. Antes te he preguntado por el lavabo y me has dicho que estaba fuera de servicio.

Tiny frunce el ceño.

—Fuera de servicio para ti. Para ella funciona la mar de bien. ¿Alguna pregunta?

El tipo parece dispuesto a protestar, pero cambia de idea al escuchar el inhumano gruñido de Tiny.

—Ten cuidado —me dice Tiny bajando a voz—. Ese tío tiene pinta de vigilante.

Me muerdo el labio. Los vigilantes son personas que están convencidas de que en el mundo hay más cosas de las que se ven a simple vista. Según ellos, existe una gigantesca conspiración mundial para que no se sepa que las criaturas sobrenaturales de los mitos y las leyendas son reales y viven ocultas entre nosotros.

Esa gente tiene páginas web, foros y seguidores en todo el mundo. Se dedican a buscar pruebas para demostrar que tienen razón. Lo cual, probablemente, sea el motivo de que don vigilante ande merodeando ahora mismo por una tienda de alimentación que no es exactamente una tienda de alimentación.

Muchas personas creen que los vigilantes son en realidad teóricos de la conspiración y no les hacen mucho caso. Yo, en cambio, tengo que tomármelos en serio no solo porque tienen razón, sino también porque formo parte de una organización, la Agencia de Asuntos Sobrenaturales, que se dedica precisamente a impedir que los vigilantes encuentren esa prueba que tanto se esfuerzan por buscar.

Como era de esperar, al darme la vuelta veo que el vigilante tiene la mirada clavada en mí. Rebusca algo en el bolsillo, saca un teléfono... ¡y tiene el morro de ponerse a grabarnos!

—¿Puedes distraerlo? —le susurro a Tiny.

Sonríe y sale de detrás del mostrador.

—Eso está hecho. —Abre los brazos y empieza a gritar—: ¡Felicidades, amigo! ¡Has ganado el premio!

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