A un duque libertino no se le puede redimir (Los Birdwhistle 1)

Hollie Deschanel

Fragmento

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Prólogo

Londres, Inglaterra

Primavera de 1837

—¿Por qué me da la impresión de que su visita no tiene nada que ver con la cortesía? —preguntó Nathan, duque de Villiers, mientras despachaba a uno de sus sirvientes para que lo dejase a solas con el administrador de la familia—. La última vez que estuvo en mi casa, terminé haciéndome cargo de unas tierras que no quería, ni necesitaba.

—Quizá es hora de que se implique un poco más, ¿no cree? —El administrador, que encajaba a la perfección con el tipo de hombre sincero, pero comedido, que tanto odiaban las figuras influyentes como Nathan, de buen grado aceptó la copa de bourbon que le ofrecía, y se sentó en uno de los mullidos sillones del pequeño salón donde se reunían. Era la primera vez que se encontraban cara a cara sin nadie más como testigo de lo que allí acontecía—. Hace semanas que le escribo cartas, y no he recibido respuesta a ninguna.

—¿De verdad? —Nathan fingió sorprenderse—. Tal vez alguien las esté usando para avivar el fuego de la chimenea. Es increíble el poco tacto que tienen algunos sirvientes.

—Por favor, milord. No nos haga perder el tiempo. Sabe tan bien como yo que sus obligaciones van más allá de gastarse la fortuna de los Birdwhistle en vino, fiestas y lujos. —Hizo una pequeña pausa para saborear el bourbon: apreció que era muy bueno e intenso—. Si me permite decirle el motivo que me trae hasta sus tierras, tal vez me pierda de vista antes de lo que piensa.

Y eso era algo que Nathan quería, sin duda: que lo dejasen en paz. No soportaba que se pasaran los días encima de él, pidiéndole dinero, favores o, simplemente, exigiéndole un mínimo de decencia cuando regresaba a casa, bien entrada la noche, con la ropa arrugada y con el perfume de alguna mujer sin rostro pegado a la piel. Pero que, además, el administrador de aquellas tierras que él no había querido heredar se hubiera unido a la fiesta le parecía excesivo. ¿Por qué no se ocupaba él de seguir manteniendo la fortuna y lo dejaba tranquilo? Era un duque, maldita sea. Y a los duques no se les impone nada.

Tragó el contenido de su copa y la rabia que lo carcomía, y decidió enfrentarse al canoso hombre que lo observaba desde detrás de unas gafas de montura fina y elegante. Víctor Emmet era el administrador de la familia desde que tenía memoria, y nunca les había fallado. Su padre había confiado en él casi tanto como en sus socios y, gracias a eso, ahora gozaba de un título y de unas tierras, y de la posibilidad de hacer con su vida lo que le viniese en gana. (O eso pensaba).

Las noticias que el señor Emmet traía consigo eran de todo, menos alentadoras.

—Por favor, habla —le pidió Nathan con cortesía… fría y engañosa cortesía. No quería sonar impertinente.

El señor Emmet negó con la cabeza, restándole importancia. Él no era nadie para decirle a un duque lo que era correcto o lo que no lo era. Solo se encargaba de que las cosas se hicieran de manera correcta.

—Como le decía en las cartas, milord, creo que es hora de que cumpla su parte del trato.

—¿Parte... del trato? —Nathan aún balanceaba el vaso de cristal tallado entre sus dedos, pensativo—. ¿A qué se refiere?

—Recordará que el único requisito necesario para ser el duque de Villiers es que demuestre ser capaz de mantenerlo en el futuro. Es decir, engendrar un heredero que siga cuidando de estas tierras y de su gente.

La primera reacción de Nathan fue reírse.

—¿Bromea? —Dejó el vaso sobre la mesita auxiliar y se giró hacia él con el semblante tenso. Una pequeña perla de sudor resbaló por su sien—. ¿Por qué debería traer un hijo a este mundo? Cualquier otro puede heredar las tierras cuando yo ya no esté en este mundo.

El administrador chasqueó la lengua en desaprobación.

—Las cosas no funcionan así, lord Nathan. Estas tierras pasaron a sus manos porque usted aceptó los requisitos. Pero, viendo que casi se cumple el plazo de los dos años y no hay ninguna esposa, ni ningún hijo en camino, bueno… entenderá que mi trabajo es advertirle de las consecuencias.

Nathan no podía cabrearse con un tipo que no había puesto las leyes sobre la mesa. Tenía razón en algo, y es que él solo era el mensajero. ¿Cómo iba a pagar su desacuerdo con él? No se lo merecía, aunque no cambiaba nada.

Con un nudo en la garganta y con un calor súbito que le subía por las entrañas, Nathan abrió el enorme ventanal del salón, y respiró el aire fresco de la tarde, como si eso fuese a ayudar a que las cosas cambiaran.

¿Qué iba a hacer él con una familia? Por Dios… no necesitaba una esposa a la que mantener a su lado. Era feliz con la vida que llevaba, llena de diversión y sin hijos de por medio. Eso había sido todo a lo que aspiraba desde que su padre había muerto y él había pasado a estar a cargo de la familia, su madre y sus tres hermanos pequeños. Los protegería con su vida, aunque no a cambio de entregar su libertad a una mujer a la que no amaba.

—¿No hay ninguna forma de cambiar el acuerdo?

El señor Emmet aprovechó que el duque no lo miraba para esbozar una mueca de angustia. Tratar con hombres como él siempre resultaba duro.

—No, milord.

—Tiene que haberla —insistió Nathan—. Piense.

—Solo le quedan tres opciones sobre la mesa —afirmó el administrador—. La primera de todas es casarse y engendrar un heredero. De esta manera, usted seguiría siendo el duque de Villiers.

—¿Y la segunda y la tercera? —preguntó con verdadera ansia.

—Ceder las tierras al siguiente candidato. En este caso, su primo, Henry Campbell. O... —se secó el sudor de la frente con un pañuelo recién sacado del bolsillo de su chaleco—… dejar que el duque sea su hermano Noah.

—Imposible. —Nathan se giró de inmediato. Su silueta recortada por el sol parecía mucho más imponente—. Mi hermano no está educado para ser duque. Es mucho peor que yo —aseguró—, y Henry ya ha acumulado una larga lista de escándalos capaces de avergonzar a la fulana más antigua de Londres. —Furioso consigo mismo, con el señor Emmet y con aquel estúpido requisito, se dirigió nuevamente a la mesa y se sirvió otro poco de bourbon—. ¿Debo ser yo quien se case y tenga un hijo?

—Así es, me temo…

Los ojos de Nathan se movieron con nerviosismo. Ya se había acostumbrado a vivir allí, a ir y venir de Londres cuando le placía, a ser invitado a fiestas y bailes, y recibir todo tipo de atenciones. Convertirse en duque le había abierto incontables puertas a esos pequeños pedazos de paraíso que se perdían por esas tierras. Que lo obligasen a casarse para mantenerlo le parecía un castigo en toda regla.

Además, si no cedía y sus tierras pasaban a

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