Bruma roja (Bilogía Bruma Roja 1)

Lucía G. Sobrado

Fragmento

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La nieve espesa dificulta mi camino, el calor de mi cuerpo se escapa con cada bocanada de aire y se condensa en mis pestañas, húmedas a causa de mi propio vaho y congeladas por el frío gélido que envuelve la oscuridad de los bosques. Mis pisadas hacen un sonido hueco sobre la nieve a medida que mis botas de cuero la atraviesan, anclándome al suelo y ralentizando mi paso.

Me calo bien la caperuza, para ocultar el rostro de la nieve incipiente que llora desde el cielo, y sigo adelante, con la ropa acartonada por el viento húmedo que lame la tela. Un escalofrío me recorre el cuerpo agarrotado y me atraviesa los músculos como si de un puñal de hielo se tratase. Se me escapa un quejido que se ve ahogado por el crujir de las botas.

A lo lejos veo la primera columna de humo, el refulgir de los hogares encendidos en el interior de las casuchas de la capital. En cuanto llego a la linde de la ciudad, me sacudo la nieve de los hombros, que cae como una segunda piel tras de mí, y me adentro en las calles adoquinadas y resbaladizas a causa de la escarcha.

Aprieto los dientes con fuerza cuando casi me caigo y me estabilizo con un movimiento de brazos.

—Maldita sea... —mascullo.

Siento la presión creciendo en mi pecho, la incipiente sensación de que no tendría que haber abandonado mi choza, de que esto no es lo correcto ni propio de mí. Pero la bestia duerme ahora y es el momento de dar un paso adelante.

Ubico la taberna de Los Siete Cabritillos de un vistazo, desde donde me llega el barullo de una multitud hablando. Las sombras se dibujan sobre el pavimento desde las ventanas alumbradas con candiles. Me asomo con cuidado al cristal empañado y miro a través de la rendija que dejan las cortinas cerradas para evitar que los vean desde fuera. El interior está atestado, ni siquiera hay taburetes libres, gente apiñada frente a la enorme chimenea que cubre casi una pared entera, con unas peligrosas llamas naranjas que lamen la piedra negra. Uno de los ciudadanos está hablando para el resto, con una jarra de madera en la mano y subido a un banco. Todos le prestan atención, sin despegar los ojos de él. Quizá sea el momento.

Cojo aire con fuerza y lo retengo un instante en los pulmones, aunque no aguanto demasiado a causa del frío que siento por dentro. Muevo las manos varias veces, para despertar los dedos entumecidos, y abro la puerta de la taberna, que chirría con sus bisagras oxidadas. El silencio se hace amo y señor del interior del local en cuanto los parroquianos me reconocen, con mi caperuza roja calada hasta los ojos, sin necesidad de verme la cara para saber quién soy.

No digo nada ni saludo, a pesar de no haber sido invitada a esta reunión clandestina; simplemente me adentro en el calor de la taberna y cierro tras de mí antes de acercarme a la barra. Un sinfín de ojos, entre curiosos y asustados, me siguen en mi corto recorrido. En cuanto doy un par de pasos, un vecino se levanta de su taburete para alejarse de mí y cederme el sitio. La camarera, una de los septillizos que regentan el local así como zonas de pastoreo, se acerca con cuidado.

—Ponme una cerveza de jengibre —le digo antes de darle ocasión a que se le quiebre la voz al preguntarme qué quiero.

Ella asiente, con manos temblorosas, y desaparece para preparar la bebida. Clavo la vista en la madera añeja de la barra y aguardo, siendo del todo consciente de que el silencio sigue reinando y de que todos están pendientes de mí. Sin embargo, sin un buen trago no voy a ser capaz de soportar todo esto. Oigo algunas toses, un par de murmullos y cuchicheos al fondo, justo en el lado contrario, pero todos me temen lo suficiente como para pronunciar algo.

Dejo los guantes de cuero sobre la superficie, bien cerca de mí para no molestar a nadie más con mi presencia, y me froto los dedos con vehemencia para hacer que entren en calor. Tengo las yemas amoratadas, al igual que, casi con total seguridad, la punta de la nariz. La tabernera deja la jarra de madera frente a mí y la veo tragar saliva sin siquiera terminar de alzar la cabeza.

—Son cinco reales de cobre.

Extiende la palma y espera, paciente, mientras rebusco en mi bolsa. Pago sin mediar palabra y sin poder deshacerme de la sensación tan pegajosa de que sobro, de que nadie me quiere aquí y de que no estoy hecha para mezclarme con la civilización.

Me llevo la jarra a los labios y le doy un trago largo, reprimiendo el estremecimiento que me recorre el cuerpo con la bebida caliente. La vuelvo a apoyar sobre la mesa, con demasiada fuerza, y clavo la vista en los nudos de la madera. Por toda la magia, ¿es que también esperan que hable yo?

Estoy a punto de girarme hacia ellos, a encararlos y a pasar por todo esto cuanto antes, cuando la puerta de la taberna se abre con ímpetu y rebota contra la pared. El gélido aliento de la noche se cuela en el interior, mece las llamas de las velas y del hogar y crea mucha más expectación que mi propia entrada.

—¡Cierra, hombre! —lo reprende otro de los septillizos pasados unos segundos en los que quien ha llegado se queda en el umbral. Observándome.

Siento su mirada clavada en la nuca y, a juzgar por lo tenso que se vuelve el silencio, acallando incluso los cuchicheos de mi llegada, sé perfectamente quién es. Me crispo al instante, oculta al amparo de mi querida caperuza, y cualquier tentación de iniciar la conversación de una vez por todas desaparece de un plumazo. Oigo la puerta cerrarse, sus botas sobre la madera vieja y el crujir del cuero al quitarse los guantes. Por suerte para todos, se aleja de mí, y la tensión de mis músculos se diluye con cada pisada en dirección contraria.

El discurso esperanzador revive pasados unos segundos de silencio, animado por el hombre vivaracho que hablaba sobre el banco al entrar. Menciona el estado de precariedad en el que vivimos, lo complicado que está siendo sobreponerse a la maldición, los estragos de la magia sobre nosotros y bla, bla, bla. Doy otro trago, uno bien largo para mentalizarme de la conversación que, casi seguro, voy a tener que afrontar y vuelvo a apoyar la jarra sobre la mesa.

Suspiro con resignación y me giro sobre el taburete, con la espalda erguida para mantener mi reputación. En cuanto me doy la vuelta, me veo atraída hacia sus iris ambarinos enmarcados por esas cejas tupidas (una de ellas atravesada por una larga cicatriz que le pasa por encima del ojo y otra con dos pequeños cortes que le dividen el vello). Sigo con el escrutinio hacia sus gruesos labios apretados en una delgada línea. Ahora tiene más pendientes, uno de ellos un aro de oro en la parte superior del arco de la oreja derecha. Lleva la capa de pelaje negro algo abierta, para librarse del calor sofocante de la taberna y que sus armas (una espada corta con pomo de cabeza de lobo de ojos rojos y otra larga) queden visibles; en medio del pecho, sobre la camisa blanca, brilla una piedra azul atada con una cuerda al cuello, a modo de colgante.

Está recostado contra la pared de piedra, al lado del hogar, con los hombros empapados de nieve que se derrite al est

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