Bestiario tropical

Alfredo Iriarte

Fragmento

Bestiario tropical

Prólogo

PATRICIA LARA SALIVE

Alfredo Iriarte Núñez (1932-2002), historiador, lector voraz desde cuando era niño, exalumno del Gimnasio Moderno a donde llegó luego de ser expulsado del colegio de los maristas porque, desde chiquito, decía que era comunista, a pesar de que había posado para aparecer, rozagante y cachetón, en los empaques de Maizena, razón por la cual lo llamaban el Bebé Maizena; autodidacta y erudito, no sólo fue un prolífico escritor de crónicas, ensayos, cuentos y novelas, sino además un conversador inmejorable que salpicaba sus anécdotas con ese fino humor y esa ironía suya que se hace palpable en muchos de sus textos, especialmente en este Bestiario tropical, libro publicado por primera vez en 1986 por Ediciones Gamma y reeditado por Espasa en 1998 y por Intermedio en el 2005. Y ahora, con motivo de que se cumplen veinte años de su muerte, Penguin Random House relanza su obra, empezando por el que considera uno de sus títulos más emblemáticos: Lo que lengua mortal decir no pudo, editado por primera vez en 1979.

Bestiario tropical, como dice el propio Iriarte en un aparte del texto, «es un libro concebido y realizado para mostrar la delirante cara tragicómica y esperpéntica de algunos regímenes dictatoriales hispanoamericanos».

En efecto, el libro, repleto de anécdotas inverosímiles, ridículas y atroces de varios dictadores latinoamericanos, cuyas siquis perturbadas se enfermaban aún más cuando estaban expuestas a la omnipotencia que acompaña a quienes ejercen el poder, cuenta, por ejemplo, cómo el tirano ecuatoriano Gabriel García Moreno, quien «jamás incurrió en el desliz de una sonrisa», llegó al poder en 1859 y, hasta el final de sus días, arrastró con la sospecha de que envenenó a su hija recién nacida por el simple «pecado» de haber sido hembra. García Moreno, quien tenía la costumbre de ordenarles a sus sicarios que le avisaran cuando fueran a fusilar a sus víctimas porque a él le encantaba asistir a los fusilamientos para, después, picar con bayoneta a los occisos y cerciorarse así de que habían quedado bien muertos, fue asesinado a machete, como era de esperarse en el caso de un personaje semejante, en 1875.

Después, Bestiario relata la grotesca historia de los generales Mariano Melgarejo y Agustín Morales, quienes «gobernaron a Bolivia sin haber conocido un solo instante de sobriedad, el primero de 1864 a 1871» y el segundo, durante un año más, hasta 1872. Melgarejo, quien de niño practicaba la coprofagia, y su ignorancia llegaba hasta el punto de que una vez dijo «que Napoleón había sido un estratega mucho más diestro y avezado que Bonaparte», acostumbraba hacer unas fiestas desenfrenadas presididas por él y por su concubina, Juana Sánchez. «Pero lo más insólito de estas jaranas —escribe Iriarte— era la presencia en ellas de Holofernes, el caballo favorito del presidente, a quien su amo, con infinita paciencia, había enseñado a beber hasta embriagarse de la manera más aparatosa». Así, Holofernes, en un rincón del salón, agotaba toneles de cerveza en un abrevadero especial que le preparaban los edecanes del presidente Melgarejo quien, luego de una revuelta, fue derrocado por Morales, que era tan beodo como él, con la diferencia de que no se emborrachaba en compañía de su caballo.

Bestiario trae además los retratos magistrales de los dictadores Juan Vicente Gómez, de Venezuela, y Rafael Leonidas Trujillo, de República Dominicana. Sobre Gómez, cuenta Iriarte que alguna vez escribió: «Igual que el Libertador Simón Bolívar, nací un 24 de julio; y como él, moriré un 17 de diciembre, pero del año que yo elija de acuerdo con mi real gana». Inverosímilmente, así ocurrió: el ogro de los Andes, como le decían, que había nacido en Cúcuta y gobernó a Venezuela con mano de hierro desde 1908 hasta 1935, expiró como quiso, un 17 de diciembre (1935), como había expirado el Libertador.

Acerca de Juan Vicente Gómez, Iriarte cuenta varias anécdotas: por ejemplo, no obstante que su concubina predilecta era Dionisia Bello, él jamás amaneció con ella porque creía que «el hombre que amanece con las mujeres termina haciendo lo que ellas quieren». A propósito de Juan Vicente Gómez, de quien se decía que, como el Patriarca de El otoño de Gabriel García Márquez, hacía el amor con las botas puestas, Iriarte comenta que «ningún tirano ha amado jamás a nadie», porque «el afecto es, para ellos, una forma de claudicación» (García Márquez hubiera dicho más bien que los tiranos son incapaces de amar y que, por eso, buscan el poder como sustituto del amor).

Rafael Leonidas Trujillo, por su parte, fue un tirano inmisericorde, títere de los Estados Unidos, país que había ocupado República Dominicana entre 1916 y 1924. Trujillo ganó unas «elecciones» amañadas en 1930 y gobernó durante treinta y un años, hasta que cayó abatido en un atentado del que, según se dice, no fueron ajenos los Estados Unidos. Megalómano hasta el extremo (en Santo Domingo se observaban letreros que decían «Dios y Trujillo»), llegó a ser llamado «Invicto Domador de Huracanes y Ciclones». El dictador dominicano era un hombre de una crueldad inenarrable: cuenta Iriarte que luego de que su hija, Flor de Oro, llegó a su casa con el rostro golpeado a raíz de una pelea que tuvo con Rubirosa, su marido, el dictador Trujillo le ordenó al comandante de la fortaleza de Ozama: «Tenga listo un pelotón de fusilamiento y el tobogán que usamos para enviar la merienda a los tiburones. Tengo entre manos a alguien muy especial a quien posiblemente le remitiré en unas dos horas». Entonces llamó a su yerno y le dijo: «Aquí acaba de llegar mi hija muy querida, con el rostro desfigurado por tus golpes. Eres un cobarde y un miserable que no merece vivir. ¿Pero es que por ventura tienes alguna explicación?». Entonces el osado yerno le respondió: «La castigué como lo merecía porque es una auténtica fiera, porque llegó el momento de definir quién debía llevar los pantalones en mi casa y porque debo decirle que con ninguna mujer, ni siquiera con una hija suya, estoy dispuesto a quitarme los calzones para ponerme las naguas. Usted tiene la palabra». Entonces, en presencia de Rubirosa, Trujillo llamó al comandante de Ozama y le dijo: «Disperse el pelotón de fusilamiento y retire el tobogán. Ya no le llegará mi personaje. Por lo tanto, es preciso modificar el menú de los tiburones». Así, admirado por la fuerte personalidad de su yerno, el tirano le dijo: «Te voy a dejar con vida y te vas a reconciliar con mi hija».

Y hay otro episodio aterrador de Trujillo que relata Iriarte: resulta que, en 1937, ante la agudización de la migración haitiana, el dictador ordenó capturar a todos los inmigrantes que hubiera en la frontera, sin distingos de sexo y edad, e hizo que los descabezaran a machete para «que no se malgastaran municiones en esa gentuza». Y luego de que sus cabezas fueron echadas al río Massacre, desde donde la corriente las arrastró hasta el mar, les ofreció una indemnización de 775 000 dólares a los «damnificados de

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