Virus mortal

Fragmento

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Prefacio

La pandemia de COVID-19 ha colocado al virus en el escenario central como un enemigo peligroso y temido de un modo similar a lo sucedido hace cien años con la pandemia de gripe. Los virus causantes, el SARS-CoV-2 y el de la gripe A (H1N1), provocan enfermedades respiratorias de fácil transmisión entre personas, razón por la que se expandieron de forma muy rápida por todo el planeta. En cuestión de meses, ambos azotes infectaron a millones de personas, muchas de las cuales fallecieron.

Pese a que estas dos entidades biológicas en la actualidad dominan el foco público, hay otros virus que merecen ser tratados con el mismo recelo, preocupación y atención, dado que algunas de las enfermedades que provocan causan una alta letalidad y tienen la capacidad de provocar serias complicaciones. Aunque estas enfermedades no se transmiten por aerosoles y son, por tanto, menos contagiosas y avanzan a un ritmo más lento —aunque este se esté acelerando—, también se están extendiendo por el mundo debido al cambio climático y a la colonización humana de entornos hasta hace poco aislados. En particular, un considerable número de virus han tenido la brillante idea de utilizar a los mosquitos para asegurarse la supervivencia. Estos virus son responsables de enfermedades como la fiebre amarilla, el dengue, la fiebre del Nilo y todo un repertorio de enfermedades que provocan una peligrosa inflamación del cerebro llamada encefalitis. Esto incluye el virus de la encefalitis equina oriental o EEE, conocido por causar una mortalidad en el treinta por ciento de los infectados. A medida que avanza el cambio climático, mosquitos agresivos como el mosquito tigre asiático Aedes, portador de estos peligrosos virus y cuya presencia hasta ahora se limitaba a los climas tropicales, están extendiéndose de forma progresiva e imparable hacia el norte, a regiones de clima templado, y en estos momentos ya ha llegado incluso al estado de Maine en Estados Unidos y a Holanda en Europa.

Estos otros virus temibles no han podido escoger un mejor portador. Como chupadores de sangre para procurarse alimento, los mosquitos ocupan un lugar privilegiado en la lista de incordios de cualquiera. La mayoría de las personas recordarán sin duda una siesta veraniega interrumpida, un paseo vespertino, una caminata por el bosque o una barbacoa en la playa en los que hizo su aparición un mosquito hembra, anunciado por su característico zumbido. Como criatura perfectamente adaptada tras casi cien millones de años de evolución (incluso los dinosaurios sufrieron las picaduras de estos insectos), el mosquito hembra consigue su ración de sangre o muere en el intento. Por algún motivo para el que todavía no tenemos explicación, el mosquito tigre asiático hembra siente una especial atracción hacia las hembras humanas con sangre del tipo O, aunque no hacen ascos a otros tipos sanguíneos e incluso se conforman con machos humanos si no hay más remedio.

Como testimonio de la eficacia de la asociación entre mosquitos y patógenos, casi un millón de personas fallecen anualmente debido a enfermedades transmitidas por estos insectos. Algunos naturalistas incluso sostienen que las enfermedades transmitidas por los mosquitos han acabado con la vida de casi la mitad de los seres humanos que han habitado este planeta a lo largo de la historia.

 

Robin Cook, MD

 

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Prólogo

Aunque los mosquitos causan más de dos mil muertes de seres humanos diarias, su pernicioso impacto no necesariamente termina ahí. Las muertes que provocan pueden generar más complicaciones a la sociedad. Una triste historia de tragedia encadenada se inició en el verano de 2020 como resultado de una concatenación de situaciones que empezó en el idílico pueblo de Wellfleet, Massachusetts, en la bahía de Cape Cod. Todo empezó en un neumático desechado, apoyado contra la pared de un destartalado garaje. En el interior del neumático había quedado estancada una pequeña cantidad de agua de lluvia, en la que una hembra preñada de mosquito tigre asiático depositó sus huevos.

El 20 de julio estos huevos eclosionaron y empezó la asombrosa metamorfosis de diez días que convirtió la larva en crisálida y posteriormente en mosquito. En el momento en el que los mosquitos emergieron como adultos ya eran capaces de volar y a los tres días empezaron a seguir el impulso de su irresistible urgencia por reproducirse, para lo cual las hembras necesitaban ingerir sangre como alimento. Sirviéndose de sus muy evolucionados órganos sensitivos, detectaron una víctima y se lanzaron sobre un incauto arrendajo azul. Aunque ni los mosquitos ni el propio arrendajo lo sabían, el pájaro se había infectado a principios de julio del virus de la encefalitis equina occidental. Ni a los mosquitos ni al pájaro les afectaba lo más mínimo, porque estas aves son huéspedes habituales de este virus, lo cual quiere decir que conviven en un tipo de parasitismo pasivo, y, de un modo similar, el sistema inmune del mosquito mantiene a raya al virus. Después de saciarse de la sangre del arrendajo azul, los mosquitos se alejaron en busca de un lugar apropiado para depositar sus huevos.

Varias semanas después, la bandada de mosquitos infectados se había desplazado hacia el este, en dirección al océano Atlántico. Su número se había reducido de forma considerable, porque habían sido presa de numerosos depredadores. Al mismo tiempo, a estas alturas ya habían adquirido más experiencia. Habían aprendido a priorizar a las víctimas humanas, porque eran blancos más fáciles que los pájaros cubiertos de plumas o los mamíferos peludos. También habían aprendido que la playa era un destino muy prometedor por las tardes, porque siempre había humanos bastante inmóviles con mucha piel expuesta.

A las tres y media de la tarde del 15 de agosto, esta bandada de mosquitos hembra portadores del virus de la encefalitis equina occidental se despertó de su siesta diaria. Se habían refugiado del sol de mediodía bajo el entablado del porche de un edificio en Gull Pond. Unos momentos después, hambrientos y deseosos de conseguir su festín de sangre, el enjambre se puso en formación de ataque con su característico zumbido. Salvo un número considerable de infortunados, los demás mosquitos esquivaron las peligrosas telarañas que iban apareciendo entre la luz del sol. Se reagruparon y siguieron avanzando como un escuadrón de cazas en miniatura. De forma instintiva sabían que la playa estaba a unos seiscientos metros hacia el este, detrás de un bosque de robles negros y pinos broncos. A menos que por el camino fueran devorados o que tuvieran que volar contra un viento de cara más intenso de lo habitual, tardarían unos tres cuartos de hora en llegar hasta la multitud de posibles objetivos.

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PRIMERA PARTE

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15 de agosto

 

—¡Venga, chicas! Son las cuatro y media y ya es hora de cargar en el coche la barbacoa —ordenó Brian Yves Murphy, dando unas palmadas para captar la atención de su familia. Su esposa y su hija estaban sentadas en la sala de la modesta cabaña de dos dormitorios que habían alquilado para pasar un par de semanas cerca de una playa de difícil acceso en Wellfleet, Massachusetts, justo al lado del puerto del pueblo. Todos estaban agotados después de un ajetreado día veraniego que marcaba el inicio de la última semana de sus vacaciones. Debido a la pandemia de SARS-CoV-2, esta vez habían optado por coger el coche en vacaciones en lugar de tomar un avión hasta Florida para instalarse en el apartamento vacío de los padres de Emma, como solían hacer todos los veranos.

—¿No podemos descansar diez o quince minutos? —sugirió medio en broma Emma, consciente de que su marido no iba a atender a sus súplicas. En realidad, ella era tan ansiosa y activa como él y deseaba exprimir al máximo cada minuto de las vacaciones, siempre y cuando el tiempo acompañara. Esa mañana se había despertado justo después del amanecer, había salido de casa sin hacer ruido y había cogido la bici con la intención de ser la primera en plantarse en la cola de la PB Boulangerie para comprar sus insuperables cruasanes de mantequilla recién horneados. Fue para ellos una muy grata sorpresa descubrir una panadería francesa tan lejos de lo que llamaban la civilización. Como residentes desde hacía muchos años en Inwood, Manhattan, se consideraban a sí mismos neoyorquinos de pura cepa y daban por hecho que cualquier lugar fuera del perímetro de la ciudad era la América profunda.

—Lo siento, pero no podemos perder tiempo —dijo él—. Quiero llegar al aparcamiento de la playa de Newcomb Hollow antes que nadie, para poder pillar un buen sitio. —Los primeros días de vacaciones ya decidieron que, de todas las playas que daban al Atlántico, esa era su favorita, porque estaba menos concurrida y las dunas altas actuaban como parapetos parciales de la brisa marina.

—Pero ¿a qué viene tanta prisa? —preguntó Emma—. Tenemos permiso para aparcar en la playa. Nos lo dieron junto con la autorización para hacer barbacoas.

—El permiso es para aparcar, pero no nos garantiza una plaza. Además, la playa de Newcomb Hollow es popular por motivos evidentes.

—Vale —dijo capitulando. Se levantó y estiró los brazos, porque le dolían un poco después del paseo en kayak por Long Pond de esta mañana, un ejercicio nuevo tanto para él como para ella. Después, a primera hora de la tarde, Brian y ella habían hecho su habitual minitriatlón, que consistía en un recorrido en bicicleta de quince kilómetros de ida y vuelta hasta Truro, kilómetro y medio a nado por la bahía y una carrera de unos ocho kilómetros hasta la costa del Parque Nacional de Cape Cod. Entretanto, Juliette, que tenía cuatro años, se había quedado al cuidado de una chica del instituto local llamada Becky a la que habían tenido la suerte de poder contratar como niñera desde el primer día. Pese a estar en plena adolescencia, Becky se mostraba sorprendentemente dispuesta a cumplir con rigor con los test, las mascarillas y el distanciamiento social que había impuesto la pandemia de COVID-19.

—Yo me encargo de meter en el coche las toallas, la parrilla, el saco de carbón, las sillas de playa y los juguetes —enumeró Brian antes de dirigirse a la cocina. Llevaba días planeando esta barbacoa. Aunque no tendrían una puesta de sol como la que disfrutaban cada tarde sobre la bahía de Cape Cod, la cara atlántica era espectacular, sobre todo si la comparaban con la diminuta playa repleta de conchas que había frente a su cabaña.

—Entendido, cambio y corto —dijo Emma. Echó un vistazo a Juliette. La niña parecía estar dormida, aunque su madre sabía que podía estar simulándolo, como solía hacer cuando no quería que la molestaran. Con los ojos cerrados y la boca entreabierta, agarraba a Bunny, un pequeño conejo de peluche, de tacto suave y de color marrón claro, completamente desgastado y al que le faltaba un ojo, que no soltaba en ningún momento. Emma no pudo evitar quedarse embelesada mirando a su hija, mientras pensaba, con amor de madre, que Juliette posiblemente era la niña más guapa del mundo, con esa naricita un poco respingona, esos labios con forma de corazón y su denso cabello rubio.

En un primer momento, tanto a ella como a Brian los sorprendió el color del cabello de su hija cuando este empezó a crecerle. Habían esperado que fuera pelirrojo como el de Emma o negro como el de Brian. Sin embargo, resultó ser de la dorada tonalidad amarilla del maíz, dejando bien claro que la niña tenía su propia personalidad. Lo mismo había ocurrido con el color de sus ojos, que eran verdes en contraste con el marrón avellana de los ojos de Emma y el azul de los de Brian. Pero tenían algo en común. Debido a su ascendencia irlandesa, los tres miembros de la familia Murphy eran de piel pálida, casi traslúcida, que requería la constante aplicación de crema solar para evitar quemaduras. A pesar de su corta edad, ya se veía que Juliette sería deportista y alta como su padre y su madre, que medían respectivamente uno ochenta y cinco y uno setenta y cinco.

—¡Eh! ¿Qué haces? —preguntó él, mientras trasladaba por la sala de estar una barbacoa portátil. La había pillado mirando fijamente a Juliette—. ¡Date prisa! ¿Qué haces aquí parada?

—Me he quedado embelesada con nuestra hija —confesó Emma—. Somos muy afortunados de que esté tan sana y sea tan condenadamente guapa. De hecho, creo que podría ser la niña más guapa del mundo.

Brian puso los ojos en blanco en un gesto irónico.

—Parece un caso de manual de falta de objetividad maternal. Desde luego que somos muy afortunados, pero, por favor, contengamos el entusiasmo hasta que hayamos aparcado y estemos instalados en la playa.

Emma le lanzó el gorro de natación Speedo que tenía en la mano y él lo esquivó sin problemas, riéndose, antes de salir al jardín delantero, dejando que la puerta mosquitera se cerrase de golpe tras su paso. El característico ruido le recordó a Emma un verano que pasó de niña en Long Island. A su padre, Ryan O’Brien, le habían ido muy bien las cosas después de fundar una exitosa empresa de fontanería en Inwood. Emma y Brian habían crecido en la pequeña comunidad irlandesa de Inwood y se conocían desde la escuela secundaria, pese a que él iba dos cursos por delante de ella.

Para cumplir con su parte en la preparación de la barbacoa, Emma se metió en la cocina, cogió la neverita y después de guardar las cosas del congelador, la acabó de llenar con las hamburguesas que había preparado el día anterior, las almejas frescas que habían comprado por la mañana en el puerto, una botella de vino blanco italiano y zumos para Juliette. El maíz pelado iba en una bolsa aparte, igual que el milhojas de la panadería.

Media hora después, la familia al completo estaba en el Subaru Outback, avanzando hacia el este en dirección al Parque Nacional de Cape Cod. Juliette iba bien sujeta en su sillita de bebé junto a la nevera, una colchoneta hinchable y tres sillas de playa plegadas. Como de costumbre, agarraba a Bunny mientras miraba dibujos animados en una pantalla colocada en la parte posterior del reposacabezas del asiento del conductor. A los pies de Juliette estaban el resto de los juguetes playeros, incluidos los cubos, moldes, palas y un par de palas de tenis de playa.

Después de atravesar la carretera 6, tanto Brian como Emma echaron un vistazo al departamento de policía de Wellfleet en cuanto apareció ante ellos. Era un edificio pintoresco, con un tejado a dos aguas y una estructura de listones de madera blancos, con unas buhardillas en la parte superior que le daban un aspecto más de posada que de sede policial.

—No puedo evitar preguntarme qué debe de sentirse al ser policía en mitad de la nada —comentó Emma. Se volvió para echar un último vistazo al pintoresco edificio, que contaba con una valla hecha con troncos para delimitar la zona en que podían aparcar los visitantes. No había ni rastro de ningún coche patrulla.

—Cuesta imaginarlo —respondió Brian, asintiendo con la cabeza. La misma idea había cruzado por su mente en el momento en que Emma la verbalizaba. Este tipo de coincidencias entre ellos eran frecuentes y las atribuían a lo unidos que habían estado toda la vida. No solo se habían criado a unas pocas manzanas de distancia en el mismo barrio de Manhattan y habían ido al mismo colegio, sino que ambos se habían especializado en Derecho penal en la universidad; Brian en Adelphi, en Long Island, y Emma en Fordham, en el Bronx. Aunque habían estudiado en instituciones diferentes, sus expedientes académicos eran muy similares. Los dos habían tenido muy buenas notas y habían participado en actividades deportivas tanto en el instituto como en la universidad. Brian había optado por el fútbol, la lucha libre y el béisbol, mientras que Emma había jugado al hockey, al baloncesto y al softball.

—Comparado con nuestra experiencia a la hora de hacer cumplir la ley, debe de ser muy aburrido —comentó ella mientras se giraba para volver a mirar hacia delante a través del parabrisas. Tanto ella como Brian, al terminar la carrera, se habían matriculado directamente en la Academia del Departamento de Policía de Nueva York y habían empezado como patrulleros en comisarías muy activas de la ciudad. Tras cinco años de servicio ejemplar, los habían aceptado en la elitista y prestigiosa Unidad de Emergencias del NYPD, la ESU. Fue durante el periodo en que Emma era cadete en la academia de la ESU cuando sus vidas se cruzaron. Brian, que era miembro del equipo A de la ESU se ofreció voluntario para ayudar en sus días libres a los instructores de la academia. Era su modo de mantenerse en forma y la recompensa fue conocer a una de las pocas cadetes mujeres de la unidad, de la que se enamoró y con la que se acabó casando.

—Sobre todo fuera de temporada —dijo Brian—. Si quieres que te diga la verdad, yo no lo soportaría. Sería incapaz.

Ahora atravesaban bosques de pinos y robles. También pasaron junto al lago Gull Pond, que estaba algo más al norte, pero cerca del Long Pond, que esa mañana habían recorrido en kayak. Este era su primer viaje a Cape Cod y habían quedado gratamente sorprendidos por la cantidad de lagos de aguas transparentes que había tan cerca del océano a un lado y de la bahía al otro. Habían preguntado sobre ellos a los lugareños, que les explicaron que estaban relacionados con glaciares de la Edad del Hielo.

La carretera de Gross Hill desembocaba en la playa de Newcomb Hollow y cuando llegaron al estacionamiento sintieron que la suerte les sonreía. Un gran número de personas claramente procedentes de la playa se dirigían a sus coches, cargadas con montones de cosas, incluidas sillas, sombrillas y sofisticadas neveras al lado de las cuales la de poliestireno de los Murphy resultaba vergonzosamente vulgar. Los habituales del lugar lucían un buen broceado, pero la mayoría eran visitantes esporádicos con la piel quemada por el sol.

—Ay —dijo Emma al ver a una adolescente tan pálida como ellos—. Esta noche se va a arrepentir de haber estado tantas horas en la playa.

—Estamos de suerte —comentó él, mientras aparcaba en una plaza vacía muy cerca del caminito que llevaba del aparcamiento a la playa atravesando una impresionante duna de quince metros cubierta de hierba. Como de costumbre, Juliette se mostraba entusiasmada ante la idea de ir a la playa, de manera que bajó del coche y esperó impaciente mientras sus padres sacaban las cosas del maletero. Pese a su excitación, aceptó de buen grado cargar con la bolsa del maíz y la mayoría de sus juguetes, aparte de Bunny. Emma llevó la nevera y las toallas y Brian se encargó de la barbacoa, el carbón y las sillas de playa de aluminio.

La tarde ya empezaba a declinar y el sol que les caía sobre los hombros envolvía toda la escena en un vistoso resplandor dorado. Todas las personas que volvían de la playa con las que se cruzaban llevaban mascarilla, como los Murphy. Cuando llegaron a lo más alto de la duna, Emma y Brian se detuvieron un momento para contemplar la amplia playa de arena y la inmensidad del Atlántico. Soplaba una brisa marina, que traía el sonido de las olas al romper. Como la marea estaba bajando, había por la orilla numerosas pozas de marea, que a Juliette le encantaban ya que el océano la intimidaba un poco. Completaban la impresionante vista los enormes cumulonimbos que colgaban del cielo como gigantescas cucharadas de crema batida.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Juliette volviéndose hacia sus padres.

—¿Dónde prefieres ir? —le preguntó Brian a Emma.

—Yo voto por ir hacia la parte norte —respondió ella, después de echar un vistazo en ambas direcciones—. Hay menos gente. Y hay una enorme poza de marea justo enfrente.

—Hacia la izquierda —le gritó Brian a Juliette, que ya estaba corriendo hacia la orilla.

Se instalaron a unos treinta metros al norte del sendero, pegados a la duna. Mientras Brian preparaba la barbacoa, Emma untó a Juliette con crema solar y después le pasó a él el bote de espray. Juliette lanzó a Bunny sobre una de las toallas y corrió hacia la charca.

—No te acerques a las olas hasta que venga yo —le gritó Brian y ella le hizo un gesto con la mano para indicarle que lo había oído.

—¿Cuándo crees que podremos comer? —preguntó Emma.

Brian se encogió de hombros y respondió:

—Cuando tú digas. Avísame con quince o veinte minutos de antelación para encender el carbón. —Lo echó en la barbacoa y cerró la tapa—. Mientras tanto, vamos con Juliette.

Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, corretearon por la orilla, persiguiendo a la pequeña o perseguidos por ella. En cierto momento, Brian consiguió que Juliette se aventurara cogida de su mano hasta donde rompían las olas, pero estaba claro que a la niña la experiencia no le gustaba, de modo que volvieron enseguida a las tranquilas aguas de la poza de marea. Poco después, Brian vio que Emma había regresado al lugar en el que se habían instalado, donde ahora daba la sombra, y había empezado a preparar el maíz. Se dio por aludido y le dijo a Juliette que ya era hora de preparar la barbacoa y la retó a ver quién llegaba primero hasta allí. Entusiasmada con la posibilidad de ganar a su padre, Juliette salió disparada pegando un grito. Brian se tomó su tiempo para seguirla y dejarla así ganar.

—Me temo que tenemos visitantes inoportunos —dijo Emma en cuanto llegaron adonde estaba ella.

—¿A qué te refieres? —preguntó Brian. Miró a su alrededor, sobre todo hacia el cielo. En la visita anterior a la playa de Newcomb Hollow se las habían tenido con unas insistentes gaviotas y quedaron asombrados por el atrevimiento de los pájaros.

—No son gaviotas —comentó ella, leyéndole el pensamiento—. Esta vez son mosquitos.

—¿En serio? —preguntó él. Le sorprendió, dado que soplaba una brisa marina bastante fuerte.

—Sí, te lo aseguro —dijo Emma—. ¡Mira! —Alzó el brazo izquierdo y se señaló el hombro. Se le había posado un mosquito bien negro con motas blancas, sin duda dispuesto a picarle, pero antes de que lo lograra, lo aplastó de un manotazo. Cuando apartó la mano, la criatura había quedado reducida a minúsculo cadáver sanguinolento, lo cual indicaba que ya había picado antes, pero aun así no estaba todavía saciada.

—Nunca había visto un mosquito como este —comentó Brian—. Tiene un color muy peculiar.

—Yo sí —dijo Emma—. Era un mosquito tigre asiático.

—¿Dónde demonios has aprendido cómo son los mosquitos tigre asiáticos?

—En las clases de medicina de la academia de la ESU nos contaron cosas acerca de las enfermedades provocadas por los arbovirus y su relación con el cambio climático. En concreto nos hablaron del mosquito tigre, cuyo hábitat natural hasta hace poco eran los trópicos, pero que en los últimos tiempos se ha expandido hacia el norte hasta Maine.

—A mí nunca me dieron esa clase —se lamentó Brian.

—Los tiempos han cambiado, vejestorio —dijo ella soltando una risotada—. Recuerda que tú hiciste ese curso dos años antes que yo.

—Vale, pero ¿qué tipo de enfermedades provoca un arbovirus?

—¿Recuerdas haber leído algo sobre la fiebre amarilla durante la construcción del canal de Panamá? Bien, pues la fiebre amarilla es una enfermedad causada por un arbovirus.

—Vaya —dijo Brian—. ¿Se ha dado alguna vez algún caso de fiebre amarilla en Estados Unidos?

—Si no me falla la memoria el último caso fue en 1905 en Nueva Orleans —dijo Emma. De pronto se pasó los dedos por el cabello con gesto brusco y sacudió la mano por encima de su cabeza—. Oh, oh. Oigo el zumbido de más cabrones de estos. ¿A ti no te están rondando?

—Todavía no. Juliette, ¿has oído el zumbido de algún mosquito?

La niña no respondió, pero al igual que su madre de pronto movió las manos alrededor de la cabeza, dando a entender que los estaba oyendo.

—¿Has traído algún espray repelente? —preguntó Emma inquieta.

—Está en el coche. Me acerco y lo traigo.

—Sí, por favor —dijo Emma—. Cuanto antes mejor. Si no, vamos a acabar acribillados.

Sin pensárselo dos veces, Brian cogió la mascarilla, atravesó corriendo la playa y subió por la duna. Como esperaba, encontró un bote de repelente de insectos en la guantera. Cuando regresó a la playa en menos de diez minutos, Juliette volvía a estar en la poza de marea.

—Te aseguro —dijo Emma mientras empezaba a rociarse con el repelente— que estos cabrones nos han estado acribillando todo este rato. He tenido que mandar a Juliette de vuelta al agua.

—He ido lo más rápido que he podido. —Cogió el bote de espray y se lo aplicó como había hecho Emma y después llamó a Juliette para rociarla también a ella.

Una vez lograron mantener a los mosquitos a raya, los Murphy pudieron volver a concentrar sus esfuerzos en la barbacoa. Las mazorcas de maíz fueron lo primero que colocaron sobre las brasas, seguidas de las hamburguesas y al final las almejas. Para cuando acabaron de cocinar y sirvieron la comida, ya toda la playa estaba bajo la sombra de las dunas, a pesar de que el océano y las nubes seguían recibiendo la luz del sol.

Después de haber comido hasta saciarse y de recoger un poco, Brian y Emma se terminaron el vino blanco italiano relajadamente en sus sillas de playa, sirvieron el postre y disfrutaron de la vista. El sol poniente, que tenían a sus espaldas, tintaba de rosa las infladas nubes. Juliette había vuelto al borde de la charca para construir castillos con la arena húmeda.

Durante un buen rato, ninguno de los dos abrió la boca. Fue Emma la que por fin dijo, volviéndose hacia Brian:

—Siento romper el hechizo, pero he estado dándole vueltas. Quizá deberíamos adelantar el regreso a Nueva York.

—¿En serio? ¿Por qué? Tenemos la cabaña pagada casi otra semana entera. —A Brian le desconcertó la propuesta de Emma, porque la idea de pasar las vacaciones en Cape Cod había sido suya, todos se lo estaban pasando bien y hasta el tiempo parecía acompañarlos.

—He estado pensando que, si volvemos a casa, podríamos hacer alguna cosa para buscar nuevos clientes.

—¿Se te ha ocurrido alguna brillante idea? —preguntó él—. El poco trabajo que tuvimos a finales de primavera se nos acabó en julio.

Ocho meses atrás, Brian y Emma habían dejado el NYPD para poner en marcha su propia agencia de protección personal, que habían bautizado con el muy apropiado nombre de Protección Personal SL. Habían creado la empresa con grandes expectativas de éxito, dado su elevado nivel de formación y experiencia después de haber sido los dos agentes de la ESU del NYPD, Brian durante seis años y Emma durante cuatro, además de haber sido ambos agentes de policía durante otros cinco años. Cuando abandonaron el NYPD ambos eran sargentos y Brian ya había aprobado el examen para teniente con una excelente nota. Una empresa consultora, a la que acudieron el verano anterior para que los asesorara sobre la decisión, les auguró un éxito rápido y posibilidades de expansión en el ámbito de la protección personal después de, supuestamente, sopesar todos los factores que había que tener en consideración. Sin embargo, nadie podía predecir que haría su aparición el COVID-19, que redujo drásticamente la demanda de este tipo de servicios. De hecho, durante el último mes, no les había salido ni un solo trabajo.

—No, no he tenido ninguna idea brillante —admitió Emma—. Pero empiezo a sentirme incómoda y culpable por estar aquí holgazaneando y pasándonoslo en grande, sin saber qué nos va a deparar el otoño. Sé que necesitábamos relajarnos después de estar toda la primavera enclaustrados por la pandemia, sobre todo Juliette, pero ya hemos disfrutado. Yo ya estoy lista para volver.

—Está claro que el otoño no va a ser un camino de rosas —dijo Brian—. En cuanto cancelaron la Semana de las Naciones Unidas, supe que todas nuestras expectativas se habían ido al garete. Esa semana por sí sola iba a situar a nuestra empresa en el mapa. —Gracias a sus conexiones con el NYPD, habían recibido cientos de peticiones, dado que la Semana de Naciones Unidas ponía al límite los recursos del NYPD. En diciembre incluso estaban preocupados por disponer de suficiente personal para poder cubrir la mitad de las peticiones.

—¿No te preocupa saber cómo vamos a ser capaces de afrontar esta pandemia ahora que ya se habla de que en otoño habrá una nueva ola? —preguntó Emma—. Piensa que ya vamos retrasados en el pago de la hipoteca.

Tanto Brian como Emma habían sido desde niños ahorradores y conservadores en el manejo de las finanzas. Cuando empezaron a trabajar en el NYPD, ahorraban más que sus amigos y colegas, y además invertían lo ahorrado con inteligencia. Cuando se casaron, justo después de que Emma se graduara en la academia de la ESU y antes de que naciera Juliette, pudieron permitirse el despilfarro de comprarse una de las pocas casas unifamiliares de estilo neotudor en la calle 217 Oeste del barrio de Inwood. Estaba a solo una manzana de la casa de los padres de ella en Park Terrace Este. Esa casa era su única propiedad relevante, aparte del Subaru.

—Lo de retrasarse en los pagos de la hipoteca le está pasando a mucha gente —matizó Brian—. Y nosotros ya se lo comentamos al banco. Además, tenemos algunos trabajos pendientes de cobro. La hipoteca no se va a convertir en un problema. Creo que hemos hecho lo correcto reservando el líquido de que disponemos para pagar los gastos importantes de la empresa, como el salario de Camila.

Camila Pérez era la única empleada de Protección Personal SL. Cuando estalló la pandemia en la zona de Nueva York, se trasladó a vivir a casa de los Murphy y seguía allí instalada desde entonces. Era una de las ventajas de disponer de una casa espaciosa. Durante la primavera, había dejado de ser una simple empleada para convertirse en parte de la familia. Los Murphy incluso la habían invitado a sumarse al viaje a Cape Cod, pero ella, haciendo gala de una gran responsabilidad, había declinado la oferta para poder hacerse cargo de cualquier posible contingencia relacionada con la empresa. Las pasadas semanas hubo un par de consultas sobre la posibilidad de que Protección Personal se encargara de la seguridad de un par de bodas de alto copete en los Hamptons en otoño.

—Está claro que te lo tomas mejor que yo —reconoció Emma—. Me dejas impresionada con tu capacidad de compartimentar cada cosa tan bien.

—Si te soy sincero, no lo llevo tan bien como aparento. Yo también estoy preocupado —admitió Brian—. Pero el agobio me entra en mitad de la noche, cuando no logro desconectar. Aquí en la playa, con el sol y las olas, por suerte todo eso parece muy lejano.

—¿Te importa que sigamos hablando de esto ahora, mientras disfrutamos de esta gloriosa puesta de sol? ¿O prefieres que me calle?

—Claro que no me importa —dijo Brian—. ¡Habla todo lo que quieras!

—Bueno, lo que ahora mismo me reconcome es si fue buena idea que los dos dejáramos el NYPD a la vez —comentó ella—. Tal vez uno de nosotros debería haberse quedado para tener un sueldo garantizado.

—A toro pasado, puede que hubiera sido lo más prudente —se mostró de acuerdo Brian—, pero no es lo que queríamos hacer entonces. Los dos teníamos el gusanillo de montar algo creativo por nuestra cuenta. ¿Cómo habríamos decidido quién se lo iba a pasar bomba con el reto y quién tendría que haberse quedado picando piedra como agente de policía? ¿Con pajitas, lanzando una moneda al aire? Además, sigo confiando en que todo va a ir sobre ruedas en cuanto se acabe esta pesadilla del coronavirus. Y está claro que no somos los únicos que se han visto atrapados por las circunstancias. Hay millones de personas con el agua al cuello por esta pandemia.

—Espero que tengas razón —dijo Emma, dejando escapar un suspiro, y justo después se abofeteó un costado de la cara—. ¡Maldita sea! Los mosquitos vuelven a la carga. ¿Por qué a ti no te pican?

—Ni idea. —Brian se giró en la silla para coger el bote de repelente y se lo pasó a Emma—. Supongo que no les resulto tan dulce como tú —añadió con una de sus pícaras sonrisas.

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19 de agosto

 

Los estridentes chillidos de una bandada de gaviotas que se peleaban en el puerto de Wellfleet despertaron a Brian. Había disfrutado de otra plácida noche de sueño relajado. Giró sobre su espalda, miró por la ventana a través de la cortina blanca y se preguntó qué hora sería. Consultó el móvil y vio que eran las 6.25. Echó un vistazo al lado de la cama que ocupaba Emma y constató que a esa hora, como casi todas las mañanas últimamente, su mujer ya se había levantado. Sonrió pensando en el desayuno que le estaría esperando en cuanto saliera de la cama.

Acompañado todavía por los chillidos de los pájaros, Brian se levantó y se dirigió por el pasillo al único lavabo que había en la cabaña. Antes de entrar, le sorprendió ver a Emma dormida en el sofá de la sala de estar. Pensó que quizá habría dormido mal por la noche, tal vez preocupada por la precaria situación económica en la que estaban, un tema que Emma no había dejado de sacar a colación a diario desde la noche de la barbacoa. Convencido de que debía de tratarse de eso, Brian procuró no hacer ruido. Al salir del lavabo, tuvo otra idea. Saldría a comprar él el desayuno. Cualquiera que fuese el motivo por el que Emma se había quedado dormida fuera de la cama, Brian consideró que se merecía descansar todo el tiempo que quisiera.

Después de ponerse unos pantalones cortos de ciclista y una camisa, comprobó si Juliette estaba a punto de despertarse. Como suponía, su hija seguía profundamente dormida. Con la cantidad de ejercicio que estaba haciendo, y teniendo en cuenta que la dejaban q

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