La historia de los vertebrados

Mar García Puig

Fragmento

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El 20 de diciembre de 2015 me convertí en madre y enloquecí. Cerca de la medianoche, en una sala blanca del hospital barcelonés de Vall d’Hebron, una cabeza asomaba fuera de mi cuerpo como un fuego en medio de una zarza. Mientras empujaba, me pareció ver en las molduras del techo un dragón que, cuando el bebé estalló en un sonoro llanto ya en brazos ajenos, huía por la ventana y con su cola arrastraba las estrellas de esa noche clara para dejarlas caer con un golpe seco sobre el suelo. Sin darme apenas cuenta, distraída pensando en quién iba a limpiar ese desastre de astros, tenía a mi hija contra mi pecho, gelatina y milagro. «Solo un segundo», me dijeron, y al arrebatármela apretaron fuerte mi barriga. Aún no estábamos. Seguí alumbrando ese fuego y vi entre mis piernas una segunda cabeza. Me sorprendió otro llanto que, fundiéndose con el primero, se filtró con el estruendo de mil cataratas por las grietas del paritorio. Desde lo alto, me dieron a mis hijos, uno a cada lado. Y quise contarles los dedos, los de arriba, los de abajo. Cuando llegué a los veinte, les besé el meñique de esos ínfimos pies de metal acrisolado.

Parpadeé y de repente ya no los tenía. Miré de lado a lado. ¿Habrían vuelto a la barriga? ¿Habrían sentido desagrado por el mundo que les había tocado? Pero bajo mis pechos todo era vacío. Un médico al que no había visto jamás se me acercó. Los mellizos iban rumbo a la incubadora, donde las máquinas terminarían la labor que mi vientre había dejado inconclusa. «Los dedos están todos», le avisé.

Cuando el cortejo de médicos desapareció, se me reveló una realidad en la que no había pensado: yo había dado a luz a un nuevo mundo, porque aquel en el que mis hijos no existían había desaparecido, y hoy empezaba todo. El parto había abierto la puerta que conecta el ser y el no ser, la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, y yo ya no la podría cerrar nunca.

En 1942, la poeta Silvia Mistral escribió después de parir a su hija: «He vuelto de la muerte y no he rezado a Dios». Yo tampoco recé a Dios, pero de la muerte volví solo a medias.

Los griegos creían que nuestras vidas estaban en manos de tres hermanas, temidas y detestadas por igual, las Moiras, a cuya voluntad el mismísimo Zeus estaba sometido. Hijas de la Noche y de la Oscuridad infernal, estas tres ajadas damas explican, desde el eco de la historia, que nuestras vidas pendan de un hilo. La más joven, Cloto, teje el hilo de la vida; Lachesis hace girar el huso, donde añade al dorado hilo estambre blanco para los días felices y negro para los infelices, y, por último, Átropos, la más terrible, corta el ovillo con sus brillantes tijeras y decide el momento de la muerte. En el día de su boda, las novias griegas intentaban aplacarlas con mechones de sus fértiles cabelleras. Hoy en día las tres hermanas dan nombre a tres asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter. No las vemos, pero desde el negro universo siguen hilando.

Durante mi vida, la mayor parte del tiempo conseguí olvidarme de las Moiras. Imprudente, conservé todos mis mechones. Pero, en medio de la desmesura del parto, las tres viejas prorrumpieron a gritos en la sala sin que nadie excepto la nueva madre las viera.

Los hombres expresan asombro por el dolor que soportamos las mujeres al dar a luz. Pero poco o nada se habla de ese camino que emprendemos y en cuyo final vemos la tierra sin retorno en la que nosotras y a lo que hemos dado vida seremos polvo. Porque, al engendrar la próxima generación, las madres confirmamos nuestra propia mortalidad, pero sobre todo asumimos un riesgo de pérdida del que jamás podremos desprendernos. En el momento en que el doctor puso por primera vez a mis hijos contra mi pecho, cuando lo que no era se tornó hueso, carne y sangre, lo supe: un día las tijeras de Átropos cortarían el hilo y la separación de mis hijos sería inapelable. Y eso yo no era capaz de aceptarlo.

«¡Que no me vuelva loco, loco no, dulces cielos!», vociferaba el rey Lear, golpeado por la tormenta, la traición y la culpa en su camino inexorable a la locura. Como el mar enfurecido, coronado de malas hierbas y ortigas, cantando y deambulando desorientado, todo un padre se convirtió en niño. Igual que él, empujada en una camilla hacia mi habitación, hecha madre, sentí desfallecer el juicio. ¡Conservad mi razón! ¡Yo no quiero estar loca!, grité en silencio, pero ese cielo sin estrellas no estaba dispuesto a escucharme.

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Mientras la euforia del nacimiento se desataba entre el padre, familiares y amigos, otra euforia invadía el país. Ese mismo día, España votaba en las primeras elecciones en las que participaba un nuevo partido, uno que quería representar a la gente común, y la esperanza del cambio planeaba sobre la jornada. Al anochecer, cuando yo contaba contracciones en la sala de dilataciones, el país contaba escaños. Y ambas cuentas confluyeron en una nueva vida para mí, porque uno de esos escaños iba a ser mío. El mismo día del nacimiento de mis hijos, me convertí en diputada del Congreso.

Dos años antes había recibido un diagnóstico de infertilidad fruto de una endometriosis demasiado tiempo infravalorada. Los colmillos que desde la adolescencia me mordían los ovarios cada veintiocho días no formaban parte del dolor normal de la menstruación, como afirmaban los médicos, sino de una de tantas enfermedades femeninas ignoradas por el cúmulo de batas de corte masculino de la historia. Una tarde de otoño especialmente árida, en su infinita cotidianidad, un médico llamado Bonaventura emitía un veredicto mucho menos halagüeño que su nombre: mis trompas de Falopio eran vías muertas que había que extirpar. No quedaba opción al embarazo natural y solo cabía la reproducción asistida. Mientras el futuro padre, Tomás, y yo nos tomábamos de la mano, nos mostró un dibujo plastificado del aparato reproductor femenino con unas trompas partidas en dos por unas líneas que a mí me parecieron estacas. El estado del dibujo, manoseado y desteñido, apuntaba a la vulgaridad del diagnóstico. Pero eso no impidió que brotara mi llanto. Tiempo después, investigando sobre mi infertilidad, supe que fue Gabrielle Falopio, el mismo hombre al que debemos el nombre de esas trompas ya inútiles para mí, quien describió por primera vez el camino que realizan nuestras lágrimas desde la glándula lacrimal hasta su exposición al mundo. Ante ellas, el doctor me dijo que no temiera. «No hay nada imposible para la ciencia. Concebirás».

Al salir de la consulta, el crujido de las hojas bajo mis pies sonó especialmente hueco. Las calles vestían repentinamente de luto. La ceniza que cubría el suelo se me pegó en los talones y manchó ligeramente la tapicería del taxi que me llevaba a una de las asambleas políticas que ocupaban mi rutina esos meses. El gran partido del cambio, ese con el que queríamos transformar la forma de hacer política, había empezado su construcción recientemente, y desde el primer día supe que quería ser ladrillo. Durante meses simultaneé toda clase de pruebas que sopesaban mis opciones de ser madre con la laboriosa batalla para conseguir que las mujeres tuviéramos voz

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