Homo irrealis

André Aciman

Fragmento

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Introducción

 

 

 

 

Cuatro frases que escribí hace años siguen volviendo a mí. Aún no estoy seguro de entenderlas. Parte de mí querría ceñir su sentido, mientras que otra teme que, de ese modo, se vaya a apagar un significado que no puede expresarse con palabras o, peor todavía, que el intento mismo de descifrar lo que quieren decir haga que aún se me hurte más lo que quieren decir. Es como si esas cuatro frases no quisieran que su autor sepa lo que estaba intentando expresar con ellas. Yo les di las palabras, pero el significado no me pertenece.

Las escribí cuando trataba de entender qué se escondía en la fuente de esa extraña veta nostálgica que se cierne sobre casi todo lo que he escrito. Al nacer en Egipto y, como muchos judíos de allí, ser expulsado —en mi caso a los catorce años—, lo natural es que mi nostalgia tuviera sus raíces en mi tierra natal. El problema es que, de adolescente, mientras vivía allí, en lo que se había convertido en un Estado policial antisemita, acabé odiando mi país y no veía la hora de marcharme y aterrizar en Europa, a ser posible en Francia, ya que mi lengua materna era el francés y nuestra familia le tenía mucho apego a lo que creíamos que era nuestra cultura francesa. Irónicamente, no obstante, las cartas de amistades y familiares que ya se habían instalado en el extranjero no dejaban de recordarnos a quienes contábamos con abandonar Alejandría en un futuro cercano que lo peor de Francia o Italia o Inglaterra o Suiza era que todo el que se había ido de Egipto sufría terribles calambrazos de nostalgia por su tierra natal, que antaño había sido su hogar pero estaba claro que ya no era su patria. Quienes aún vivíamos en Alejandría esperábamos sufrir esa nostalgia y, si con frecuencia nos adelantábamos a ese sentimiento y lo poníamos en palabras, quizá fuese porque evocar esa sensación que nos iba a envolver era nuestra manera de protegernos antes de que nos atenazara en Europa. Ensayábamos la nostalgia buscando cosas y lugares que inevitablemente nos recordarían a la Alejandría que estábamos a punto de perder. En cierto sentido, ya estábamos incubando la nostalgia por un lugar que algunos de nosotros, sobre todo los más jóvenes, no amábamos y del que no veíamos la hora de salir.

Nos comportábamos como parejas que no dejan de recordarse lo cerca que están del divorcio, para no sorprenderse cuando al final se separan y caen en la extraña añoranza de una vida que ambos sabían intolerable.

Pero, como también éramos supersticiosos, ensayar la nostalgia era, además, una forma taimada de esperar que se nos concediera una moratoria imprevista y se retrasase la expulsión de las juderías egipcias que pendía sobre nosotros, precisamente al fingir que teníamos la certeza de que era algo que sucedería pronto, y que de hecho nos moríamos de ganas, aun a cambio de esa nostalgia que nos atenazaría cuando estuviéramos en Europa. Quizá todos, jóvenes y ancianos, temíamos ese continente y necesitábamos al menos un año más para hacernos a la idea de nuestro éxodo, por mucho que lo aguardásemos con impaciencia.

Sin embargo, una vez en Francia, pronto me di cuenta de que ese país no era la Francia amable y acogedora con la que había soñado en Egipto. Al fin y al cabo, esa Francia en particular no había sido más que un mito que nos había permitido vivir con la pérdida de nuestro país. Aun así, tres años más tarde, cuando abandoné el país galo y me mudé a Estados Unidos, la vieja Francia, imaginada y soñada, resurgió de repente entre las cenizas y ahora, como ciudadano estadounidense que vive Nueva York, echo la vista atrás y me sorprendo anhelando una vez más una Francia que nunca existió ni pudo existir, pero que ahí sigue, en alguna parte del camino entre Alejandría y París y Nueva York, aunque yo no sea capaz de señalar con el dedo dónde, porque tal lugar no existe. Es una Francia del reino de la fantasía, y las fantasías —ansiadas, imaginadas o recordadas— no desaparecen forzosamente por el mero hecho de ser irreales. Es más, uno puede mimar sus propias fantasías, aun cuando los recuerdos de cosas que nunca ocurrieron ocupan tanto lugar en nuestra memoria como los acontecimientos que de verdad tuvieron lugar en el pasado.

La única Alejandría que parecía importarme era la que creía que habían conocido mi padre y mis abuelos. Una ciudad en tono sepia que avivaba mi imaginación con recuerdos que no podían ser míos, pero que se remontaban a una época en la que la urbe que yo estaba perdiendo para siempre era el hogar de buena parte de mi familia. Anhelaba esa vieja Alejandría dos generaciones anterior a la mía; y la anhelaba sabiendo que lo más probable es que nunca hubiese existido tal como yo la imaginaba, mientras que la que yo conocí era, bueno, real y punto. Ojalá pudiera viajar a la otra orilla desde nuestra zona horaria y recuperar esa ciudad que parecía haber existido antaño.

En más de un sentido, ya sentía nostalgia de Alejandría en Alejandría.

Hoy no sé si la echo de menos. Quizá añoro el piso de mi abuela, donde toda la familia pasó semanas empaquetando bártulos y hablando de la posible mudanza a Roma y luego a París, que ya había acogido a la mayoría de los miembros de la familia. Recuerdo la llegada de maletas y más maletas y muchas más maletas aún, todas apiladas en uno de los espaciosos salones. Recuerdo el olor del cuero que impregnaba todas las estancias de la casa de mi abuela mientras, por irónico que parezca, yo leía Historia de dos ciudades. Echo de menos esos días porque, ante nuestra inminente partida, mis padres me habían sacado de la escuela, así que tenía la libertad para hacer lo que me viniese en gana en lo que parecían unas vacaciones improvisadas, mientras las idas y venidas del servicio que ayudaba con el equipaje le daban a nuestro hogar la apariencia de estar preparándose para un gran banquete. Echo de menos esos días, quizá porque ya no estábamos del todo en Egipto pero tampoco en Francia. Lo que añoro es el periodo de transición; los días en los que ya miraba hacia una Europa que era reacio a admitir que temía, mientras que no acaba de creerme que pronto, para Navidad, Francia estaría al alcance de mi mano. Añoro cuando a última hora de la tarde y primera de la noche toda la familia se presentaba para la cena, quizá porque nos hacía falta juntarnos y hacer acopio entre todos de coraje y solidaridad antes de enfrentarnos a la expulsión y al exilio. Eran los días en los que yo empezaba a sentir una especie de anhelo que nadie me había explicado todavía, pero que sabía que no quedaba muy lejos del sexo; en mi cabeza, lo confundía con el anhelo por Francia.

Cuando recuerdo mis últimos meses en Alejandría, lo que añoro no es Alejandría en sí, sino revivir ese momento en el que, como adolescente atrapado en Egipto, soñaba con otra vida a la otra orilla del Mediterráneo, y estaba convencido que llevaba por nombre Francia. Ese momento tuvo lugar

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