La hija

Pauline Delabroy-Allard

Fragmento

cap-4

1

Espero a que suceda algo. Temo, en todo momento, que no salga bien, que haya un problema, un eslabón perdido. No veo cómo podría desarrollarse esta operación sin contratiempos. He cogido número a la entrada del registro civil, adoptando el aire más desenvuelto posible, como si me sucediera un día sí y otro también eso de ir a hacerme una identidad. Normal, todo es normal, me repito interiormente. Espero a que salga mi número en el tablero electrónico encima de mi cabeza, suena, y cuando suena las cifras luminosas cambian, dura una milésima de segundo pero a pesar de todo es como un dibujo en movimiento, no se ve inmediatamente qué cifra va a aparecer en la pantalla, el tiempo suficiente para un pequeñísimo suspense, para contener un instante la respiración antes de saber si por fin es el turno de una, sí o no.

Cuando le toca, la gente se levanta de golpe, hop, con los dos pies bien anclados en el suelo, las señoras, con las prisas, dejan caer a veces el bolso, lo recogen, se reincorporan rápidamente algo despeinadas, confusas por haberse visto sorprendidas en un momento de precipitación cuando, después de todo, no pasa nada, estamos en el ayuntamiento, solo eso. Pero que la llamen a una, oír su nombre, siempre da cosa. Espero, como los demás, observo, cada vez que suena la pantalla de cristales líquidos, cómo se transforman las cifras rojas en un nuevo número, se dirían serpientes en un vivario. Estoy convencida de que mi cifra no aparecerá, que saben todos, ya, que vivo al margen de la ley, que he pasado más de treinta años sin carnet de identidad, que he existido más de treinta años sin existir, que más vale ignorarme, y es que solo puede traernos problemas, esa tía, vamos a darle un número pero no la llamaremos nunca, se pasará el día contemplando los cristales líquidos, tiene pinta de estar un poco pirada, seguro que es de esas tías que creen que los números se parecen a serpientes en un terrario.

 

 

El empleado del ayuntamiento es un hombre que rebosa de su silla, pero no de alegría de vivir. Incluso tiene un aspecto completamente siniestro. No me mira a los ojos cuando me pide que me siente, no me mira en absoluto, de hecho, dice saque su dosier y, en ese momento, me felicito por tenerlo, un dosier, por poder seguir pareciendo relajada como si me sucediera esto día sí día no, mi dosier, sí, por supuesto, aquí está, tenga. Hay dos placas de plexiglás en ambas partes de su mesa, que aíslan de las otras mesas tras las que otros proceden exactamente como él, dicen exactamente las mismas frases. Me pregunto qué efecto causa manejar todo el día identidades, decir saque su dosier y anotar nombres, verificar las fotos. Farfulla que habrá que rehacer la fotografía, que la que le he dado, en dos copias como es preceptivo, no vale, por mis gafas podría ser que no se me reconociera. Que se creyera que esa no soy yo, la chica del carnet. Ya estamos, estaba segura, van a darse cuenta de que hay algo que no va bien, que es extraña, desde luego, esta historia mía. Llama a su vecina, del otro lado del plexiglás, su silueta borrosa se vuelve concreta, carmín rosa intenso bien pintado, totalmente a juego con el color de la laca de las uñas y del de la blusa de algodón de mala calidad, de manga corta, que deja entrever unos brazos conmovedores de puro finos y blancos. Le enseña mi fotografía, mis dos fotografías, bueno, la misma fotografía en dos copias, como es preceptivo. Sus caras se acercan, se alejan, fruncen el ceño a la vez, vuelven a acercarse. Ves a qué me refiero, las gafas tienen como un destello, esto no pasa. Elle contesta que no está tan segura, coge mi fotografía en su mano manicurada, la examina de nuevo atentamente, contemplo la bandeja encima de la mesa en la que hay clips, míreme, por favor, la miro, ella me mira, dice al empleado del ayuntamiento entiendo a qué te refieres, pero creo que puede valer.

Él masculla. Me fijo en sus manos por primera vez. Me quedo horrorizada por las uñas de sus dos pulgares, extremadamente largas, tan largas que es como para preguntarle cómo puede ejecutar ciertos gestos cotidianos con semejantes uñas. Me callo, bajo la cabeza. Me interroga, entonces ¿es de verdad la primera vez que hago la gestión para sacarme el carnet de identidad? Digo que sí con voz trémula. Muy bien, aquí tiene su resguardo. Añade sobre todo no lo pierda, lo necesitará para venir a buscar su carnet, de modo que ya está, solo me queda esperar. He dado todo, las dos fotografías de mí idénticas y conformes a las normas, un comprobante de domicilio, una partida de nacimiento compulsada hace menos de tres meses, original y fotocopia. Me marcho libre. Con la promesa de obtener, de aquí a tres semanas, mi primer carnet de identidad.

 

 

No ha dicho es sorprendente que nunca haya tenido un carnet de identidad. No ha dicho por qué se hace un carnet de identidad hoy, si nunca ha tenido uno. No ha dicho pero bueno, ni siquiera de niña tuvo usted uno. No ha dicho por qué tiene un doble apellido. No ha dicho será porque es casada y uno de los apellidos es el de su esposo, el de su esposa. No ha dicho así que tiene usted en total cuatro nombres. No ha dicho qué raro, ese nombre de hombre en medio de esos nombres femeninos. No, todo eso no lo ha dicho. En el atrio del ayuntamiento examino el resguardo. Oigo el bullicio de los chavales del barrio que juegan a la pelota, fragmentos de conversación que se escapan del walkie-talkie del guarda jurado que vigila la entrada ni muy convencido ni muy convincente. Leo y releo las líneas del papel. Apellido de uso: inexistente. Apellido de uso: nada, cero, vacío, humo. Apellido de uso: ninguno, vacante, falta, vapor, abismo. La nada. Luego, en la línea de debajo, mis nombres de pila, todos. Sobre todo no lo pierda, lo necesitará. Meto el resguardo en mi cartera.

cap-5

2

Menos de una semana después, un mensaje me informa de que mi carnet de identidad ha llegado al ayuntamiento. Acudo casi corriendo, con el famoso resguardo. Cojo número despreocupadamente, espero con los demás al acecho de las cifras de cristales luminosos, con el corazón alegre, esta vez estoy impaciente. Me toca, me precipito a la mesa correspondiente, un hombre muy amable hurga en una especie de caja de zapatos con cartulinas intercaladas claramente hechas a mano, me da tiempo de decirme que la verdad es que la Prefectura de París podría permitirse mejor material de trabajo para sus empleados, me sonríe, me coge el resguardo, me tiende a cambio un carnet plastificado. Es el mío, sí. Está mi foto. Me reconozco. Sí, soy yo. Mi fecha de nacimiento. Mi estatura. Mi nombre, Pauline. Y los demás nombres. Jeanne, Jérôme, Ysé.

Y ¿quiénes son esos otros nombres? ¿Quiénes?

Nunca había tenido carnet de identidad, antes de este día del año de mis treinta años. Es cierto que sabía que tenía más nombres aparte del mío. Cuando me examiné de la prueba final de bachillerato fui consciente de ello por primera vez. Las listas de los resultados estaban publicadas en formato grande en el patio del instituto. Mis compañeros y yo buscábamos juntos para saber si habíamos aprobado, si habíamos sacado nota. Seguíamos con el dedo las líneas muy apretadas con los apellidos primero, luego los nombres y al final de la línea, el resultado del examen. Una amiga señaló mi línea con el dedo. ¡Pauline, aquí estás! Pero ¿qué es esto? ¿Por qué tienes un nombre de tío, se han equivocado o qué? Pues no, no se habían equivocado. Acababa de cumplir diecisiete años, había aprobado el examen final de bachillerato, y con nota, un siete. Y aquello iba acompañado de un paquete de preguntas, con esos tres nombres pegados al mío. Jeanne, Jérôme, Ysé. ¿Quiénes son esos, quién eres? Tradicionalmente, los padres ponen como segundo y tercer nombre de pila los de los abuelos fallecidos, los de las madrinas o los padrinos, nombres que no se han atrevido a poner en primer lugar o sobre los que no se pusieron de acuerdo. Yo tenía la vaga intuición de que en mi caso no se trataba de nada de eso. Y sin embargo ahí estaban. Los tres. Dos mujeres, un hombre. No es algo anodino, la verdad, estar escoltada, en la existencia de una, por tres desconocidos.

 

 

Desde que cumplí los diecisiete años, he pensado a menudo en ellos, me he preguntado en numerosas ocasiones cuál era su origen. Las mujeres, primero. Jeanne. ¿De dónde podía llegarme ese nombre, el femenino del nombre de mi padre? Y luego Ysé. Un nombre jamás visto ni oído en ninguna otra parte. Y por último ese nombre de hombre. Jérôme. Por qué ponerle un nombre de hombre a un bebé niña, ¡vaya idea! En mi familia no se habla. Bueno, sí, nos contamos un montón de cosas y nos encanta, mientras no se hable del pasado, de los pasados. El pasado de nuestro padre no se evoca jamás. El de nuestra madre, menos aún. En su pasado común, antes de nuestros nacimientos, ni se nos ocurre pensar. Evitamos hacer preguntas, aunque a veces se obtenga alguna respuesta. Pero la mayor parte del tiempo echamos balones fuera, reímos para esconder una verdad, contestamos con evasivas, hablamos de otra cosa, de películas, de invenciones.

No tenemos televisión. No tenemos ropa nueva. No tomamos Nocilla por la mañana. No comemos caramelos. No cruzamos las fronteras del país donde hemos nacido. No hablamos del pasado de nuestros padres. No hacemos preguntas. Hacemos los deberes. Nos duchamos. Nos terminamos el plato. Nos cepillamos los dientes. Vamos a acostarnos. Susurramos con la luz apagada. Vamos al conservatorio. Vamos al museo. Vamos al teatro. Nos obsequian con libros envueltos en papel de regalo. Escuchamos la radio. No escuchamos canciones populares. No sabemos quién es Johnny Hallyday. No sabemos quién es Michel Platini. No hacemos preguntas. No preguntamos quién es Johnny Hallyday. No preguntamos quién es Michel Platini. No preguntamos quiénes son nuestros padres. Vamos al cine. Vamos a los grandes almacenes La Samaritaine. Robamos cigarrillos Craven A del cajón de la mesa de despacho de madera. Vamos a la biblioteca. Vamos a solfeo. No miramos fotos. No sabemos quién es Leonardo DiCaprio. No sabemos quiénes son las Spice Girls. No preguntamos quién es Leonardo DiCaprio. Lloramos por la muerte de François Mitterrand. Tenemos canguros que cuidan de nosotros. No nos gustan. No les hacemos preguntas. Nos duchamos. Nos ponemos las zapatillas de ir por casa. Practicamos nuestros instrumentos musicales. Vamos a la piscina el sábado por la mañana. Comemos salmonetes comprados en el mercado el domingo por la mañana. Salimos de paseo el domingo por la tarde. No hablamos de cómo era antes. No hacemos preguntas. No preguntamos nada. Yo no pregunto nada. Crezco en una nebulosa. Me invento las respuestas. En mi lengua materna.

cap-6

3

A veces, sale Jérôme en la conversación. Ese nombre que surge, así, entre mi padre y mi madre. Nosotros, yo, mi hermano, mi hermana, no entendemos nada, no hacemos preguntas. Yo no pregunto quién es ese tipo. No pregunto por qué figura su nombre al lado del mío en los documentos oficiales. Sentimos, y es tácito, que más vale evitar el tema. A Jeanne no se la nombra nunca. E Ysé, un día, pero cuándo fue no lo recuerdo, un día entiendo que si está Ysé en la lista de mis nombres es en referencia al personaje de la obra de Paul Claudel, Partición de mediodía. No sé qué representa esa obra para mis padres, no me dicen nada, creo que poseo esa información debido a una de esas conversaciones que espiaba, siendo niña, luego adolescente, acurrucada en un peldaño de la escalera de la casa familiar.

 

 

Tengo treinta años. Celebro mis treinta años. Los celebro sabiendo que a partir del año próximo nunca más celebraré sola mi cumpleaños. Habrá otra persona a mi lado, esa otra persona que crece en mi vientre. Poco después elaboro el dosier para solicitar mi primer carnet de identidad. Ya tenía un pasaporte que me hice en un ayuntamiento de los suburbios en cuanto me fui de la casa familiar, para cruzar por fin las fronteras, abrirme al vasto mundo. Pero ahora necesitaba un carnet de identidad. Un documento que me permitiera no huir, esta vez, sino anclarme bien, implantarme, encarnarme en este territorio que es el mío, en esta nueva historia que estoy escribiendo. Y los tres fantasmas se me tiran al cuello, en el atrio del ayuntamiento donde descubro el pedazo de plástico oficial. Tendría que enterarme. Yo, que voy a parir, no sé nada de los que me acompañan desde que me parieron. ¿Por qué ellos? ¿Quiénes son? Jeanne, Jérôme, Ysé. La letanía de sus nombres, un soniquete en mi cabeza desde hace años, que ha llegado el momento de escuchar. Jeanne, Jérôme, Ysé. Mis fantasmas, mis zombis. Están aquí, a mi lado. Mis padres han decidido que sean ellos quienes me protejan. Jeanne, Ysé, hadas buenas, hadas malvadas. Jérôme, rey mago, espejismo vago. Resulta urgente ir en su busca, de los tres, antes de poner nombre a mi vez al que o la que chapotea en mi vientre. Decido seguir los caminos que he encontrado sin querer y ver hasta dónde me llevarán. Quiero excavar la gruesa capa de esa identidad que es la mía, que parece ser la mía, antes de parir una nueva identidad. Quiero escarbar el palimpsesto. Quiero describirlos, escribirlos. Al mismo tiempo, preferiría formar parte de quienes saben inventar personajes, desaparecer tras ellos. Me siento mal por ponerme en el centro del escenario, por no saber ser el titiritero escondido detrás del biombo. Pero es así, habitan en mí. Ocupan mi persona. Voy a buscarlos, a encontrarlos, a dar con ellos. Voy a aprender a conocerlos, como se aprende a conocer a los miembros de una familia reconstituida, a un viejo pariente olvidado. No tengo muchos indicios. Voy a tener que prospectar, explorar, sondear. Hacer preguntas me parece inútil, acabarían neutralizadas. Me imagino perfectamente la mirada de mi madre, todo su rostro, la manera como se volatilizaría, en el instante mismo en que me enfrentara a ella. En ese sentido, sigo siendo una niña pequeña. A pesar de todo, al salir del ayuntamiento, la llamo por teléfono. No está muy concentrada, tiene que irse de compras antes de que cierren las tiendas, noto que me escucha solo a medias. Le cuento que tengo en la mano mi primer carnet de identidad, que ya era hora, y le hablo, lo más despreocupadamente posible, ah, por cierto, me preguntaba, qué gracioso, esos nombres que me pusisteis, Jeanne, Jérôme, Ysé, me pregunto por qué. Sin más, son graciosos, me responde. Sí, claro, añado, corriendo el riesgo, es original, o si lo prefieres es curioso, sorprendente, inhabitual, eso seguro, ¿podrías decirme por qué me llamo así? Suspira. Suspira sonoramente, tose, oigo cómo coge el estuche de tela que contiene su tabaco para liarse un cigarrillo. Pienso que lo he conseguido, que por fin va a tomarse un momento para hablar conmigo, para explicarme. Pero no, en absoluto. Pone esa voz que le conozco bien, esa voz de que no transige, ay, cariño, no tengo tiempo, y me fastidias con tus preguntas, ya sabes que lo odio.

Entonces nada de preguntas, nada de dudas. Escribo porque la mirada de mi madre se evapora, porque su silencio me envuelve. Escribo para rellenar los vacíos. Escribo para ver después. Escribo para gustar. Escribo para pasar la noche. Escribo para triturar con la yema del dedo las heridas de la existencia. Escribo para disgustar. Escribo para dejar de tener miedo. Escribo para salvar lo que puede salvarse. Escribo para saber quién soy. Si no obtengo respuestas, me lo inventaré.

cap-7

4

Es casi el final del verano, el final de las vacaciones. En el camino de vuelta, hay dos cosas. La gruta de Pech Merle. Y luego la casa de mis abuelos, que no he visto desde hace años. Imposible hacer como si no lo supiera, nuestra ruta pasa justo al lado. Estar tan cerca y no llamarlos por teléfono, no ir a verlos, parece impensable. Hago de tripas corazón. Llamo a mi abuela. El teléfono suena mucho rato, finalmente descuelga mi abuelo. Se sorprende al oírme. Tantos años después, todo hay que decirlo. Hablamos unos segundos apenas, luego declara que va a llamar a mi abuela, no cuelgues, vale. No cuelgo, no, espero pacientemente en el coche que mi pareja ha aparcado bajo un árbol, con la esperanza de que haga un poco menos de calor en el habitáculo que algo más allá, a pleno sol. A través del aparato oigo murmullos, ruidos confusos. Ella me mira, con los ojos llenos de preguntas, desde un árbol contra el que se ha apoyado. Estoy sentada en el asiento del copiloto, con la puerta abierta y los pies en la hierba. Le hago una señal para indicarle que la cosa se alarga, una especie de movimiento giratorio con la muñeca. Y luego la voz de mi abuela, dígame. Primero, balbuceo unas excusas por no haber dado noticias durante tanto tiempo. Años, todo hay que decirlo. No es nada. Explico la situación lo más sencillamente posible. Cuento que ahora vivo con una mujer, que hemos venido de vacaciones por la región, que viajamos en coche, que pensamos llegar a París mañana pero que, si les parece bien, podríamos pasar de camino a saludarlos. Está desconcertada, lo noto, lógicamente, después de todos estos años. Contesta de acuerdo, podemos ir a comer mañana, de camino a París, tiene melón, jamón, paté, ese tipo de cosas, y con la canícula y además la vejez, de todas formas, no tienen mucho apetito.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos