Lucía

Bernard Minier

Fragmento

La noche, sabueso negro,

persigue al cervatillo blanco del día.

SWINBURNE

Era más de media noche,

antiguas historias cuentan,

cuando en sueño y en silencio

lóbrego envuelta la tierra,

los vivos muertos parecen,

los muertos la tumba dejan.

Era la hora en que acaso

temerosas voces suenan

informes, en que se escuchan

tácitas pisadas huecas,

y pavorosas fantasmas

entre las densas tinieblas

vagan, y aúllan los perros

amedrentados al verlas.

JOSÉ DE ESPRONCEDA,

El estudiante de Salamanca

Yo no creo en nada:

ni en el día ni en las tinieblas.

THIRTY SECONDS TO MARS,

100 Suns

Prólogo

Prólogo

Relámpagos.

Trueno.

Tormenta.

Aparcó al pie de la colina. Bajó del coche. Fuera llovía a mares, como si un técnico de efectos especiales le estuviera echando cubos de agua en la cabeza. Sin subirse la capucha se dirigió hacia las luces azules que atravesaban la cortina de lluvia. Varios Toyota RAV4 de la Policía Nacional habían irrumpido en la escena con sus sirenas ululantes. Con las prisas no había cogido paraguas ni impermeable, y en los pocos segundos que tardó en llegar hasta ellos se quedó totalmente calada. El agua se le escurría por el cuello y le chorreaba por el chaleco táctico negro con las siglas UCO.

La UCO, la Unidad Central Operativa, era el cuerpo de élite del servicio de Policía Judicial de la Guardia Civil.

La joven miró al cielo, negro como el carbón. No era ni media tarde, aunque parecía de noche, y todos los coches aparcados tenían los faros encendidos.

Las gotas le golpeaban los ojos y tuvo que parpadear. Y entonces las vio, en lo alto de la colina. Tres grandes cruces negras: un Cristo y dos ladrones, uno a cada lado.

—La de la derecha —le dijo el sargento por encima del ruido de la lluvia sobre las carrocerías. Su cara reflejaba el horror que aguardaba a Lucía allí arriba. Un calvario. Apenas a treinta kilómetros al noroeste de Madrid, en pleno campo, sin ninguna población a la vista.

Ella miró en la dirección que le indicaba el sargento.

La cruz de la derecha...

No hacía falta ser un lince para adivinar que ésa tenía algo distinto, pero no alcanzaba a verlo con aquella lluvia torrencial. Desde allí sólo veía la estatua del Cristo y la del ladrón de la izquierda, renegridas por el paso del tiempo, mientras que la de la derecha era mucho más clara: casi del color de un cirio.

Lucía respiró hondo.

Empezó a subir por la cuesta empinada. El suelo estaba blando, esponjoso, y pronto se vio andando con pesados terrones de barro pegados a la suela. El agua le lavaba la cara, le mojaba el pelo, le corría por las cervicales y la columna como un arroyo rebotando de piedra en piedra...

El corazón le retumbaba con golpes sordos en el pecho a medida que las inmensas cruces parecían abalanzarse sobre ella. Bajo el cielo tintado de la tarde, cientos de destellos rasgaban la oscuridad de la tormenta. Multitud de sombras blancas se movían delante de ella: eran los técnicos forenses, enfundados en sus monos integrales, tomando muestras y buscando las huellas que no hubiera borrado el aguacero.

En medio de la penumbra Lucía seguía la cinta blanca que marcaba el recorrido, esquivando los regueros de agua que se precipitaban colina abajo. Pero llovía demasiado y tuvo que acercarse más y atravesar aquellas cortinas líquidas para ver mejor la estatua. La que era más clara.

La miró.

Por un instante creyó reconocer a alguien y se estremeció.

Un grito mudo se encalló en su garganta cuando no pudo seguir negando la realidad.

No, no era posible, no podía ser verdad, no podía ser él...

• • •

La lluvia no amainaba. Caía oblicua, copiosa, pertinaz. Lucía tiritaba. Le costaba respirar. Debería sentirse acalorada después de la subida, pero estaba congelada. El frío le calaba los huesos, le helaba la sangre.

Lo que había colgado a varios metros del suelo no era una estatua sino un hombre. Alguien a quien ella conocía. Su colega, su amigo, su compañero de equipo: el sargento Sergio Castillo Moreira. Treinta y cinco años. Casado, padre de dos niñas. Un buen policía. Un buen padre. Al menos por lo que ella sabía...

La lluvia aporreaba el cuerpo desnudo y chorreante, la carne lívida, el contorno sinuoso de sus músculos... Se fijó en un detalle absurdo: el agua le caía del pene como si se tratara de un grifo.

Suspendido entre el cielo y la tierra, el cuerpo parecía levitar por encima de la colina. Sabía que resultaba físicamente imposible, pero eso era lo que veía: un cuerpo desnudo que se sostenía en el aire.

Alguien había retirado la estatua, que yacía de bruces en el barro, y la había sustituido por el cuerpo martirizado de Sergio. La escalera que había utilizado aún estaba allí. Con los brazos en cruz y la cara vuelta hacia el cielo, Sergio parecía implorar la absolución que no había obtenido.

Alguien —¿hombre?, ¿mujer?— le había clavado un destornillador en el corazón, varias veces, con una violencia extrema, como si hubiera querido reventárselo. A simple vista se observaban heridas profundas entre el esternón y el pezón izquierdo, y de una sobresalía el mango del destornillador.

«Misterios del universo...», pensó Lucía.

Rafael, su hermano pequeño, le había explicado algunos. El sol representa el noventa y nueve por ciento de la masa del

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