Ocho días de mayo

Volker Ullrich

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

El 7 de mayo de 1945 el escritor Erich Kästner anotó en su diario: «Las personas caminan abochornadas por la calle. La breve pausa introducida en la clase de historia las pone nerviosas. El hueco abierto entre el “Se acabó” y el “Todavía no” las irrita».[1] El presente libro trata de esa fase comprendida entre el «Se acabó» y el «Todavía no». El viejo orden, el dominio del nacionalsocialismo, se había derrumbado; todavía no se había establecido un orden nuevo, esto es, el mando de las potencias ocupantes. Muchos individuos de la época vivieron los días comprendidos entre la muerte de Hitler el 30 de abril y la capitulación incondicional de Alemania el 7/8 de mayo de 1945 como una profunda cesura biográfica, como la «Hora cero» de la que tanto se ha hablado.[2] Parecía que los relojes se habían parado literalmente. «Resulta tan raro vivir sin periódico, sin calendario, sin horario y como si fuera fin de mes», comentaba una berlinesa en su diario el día 7 de mayo. «Ese tiempo sin tiempo, que se escapa como si fuera agua, las manecillas de cuyo reloj son para nosotros únicamente los hombres vestidos con uniformes extranjeros».[3] Esa sensación de vivir en una especie de «tiempo de nadie» confirió un carácter peculiar a los primeros días de mayo de 1945.[4]

Justo aquellos días estuvieron, por lo demás, llenos de un dramatismo enorme. «¡Sobresalto tras sobresalto! ¡Los acontecimientos se precipitan!», consignaba el 5 de mayo en su diario un inspector judicial de la pequeña ciudad de Laubach, en Hesse. «¡Berlín conquistada por los rusos! ¡Hamburgo en manos de los ingleses! [...] Las tropas alemanas se han rendido en Italia y el oeste de Austria. Por si fuera poco, esta mañana ha entrado en vigor también la capitulación del ejército alemán en Holanda, Dinamarca y en Alemania del noroeste. Desintegración en todos los frentes».[5]

Ese proceso de desintegración se produjo de forma tan repentina y a una velocidad tan acelerada que a los observadores de la época les costó trabajo orientarse y seguir el ritmo de los acontecimientos. Aquel cambio tan drástico dejó en muchos una sensación de desconcierto, de vivir algo irreal, de fantasía. «Una y otra vez uno tiene que llevarse las manos a la cabeza, para cerciorarse de que nada de esto es un sueño», comentaba el 6 de mayo Reinhold Maier, liberal de Wurtemberg.[6]

El hecho de que el final de la guerra se produjera de manera distinta en las diversas partes del Tercer Reich, en pleno proceso de desmoronamiento, contribuyó a la confusión, a lo que añadieron las diferentes percepciones sobre aquel.[7] Si bien en los territorios conquistados del oeste los Aliados fueron recibidos en muchos sitios como libertadores, en las provincias orientales la sensación predominante fue de miedo a los rusos. Tuvieron mucho que ver en ello la imagen hostil de estos y los sentimientos antibolcheviques atizados durante años, pero también el conocimiento, ya muy extendido, de los crímenes cometidos por los alemanes durante la guerra de exterminio contra la Unión Soviética. Mientras que por el oeste muchos soldados alemanes se entregaban más o menos de buena gana a los británicos y a los estadounidenses, en el Frente Oriental la Wehrmacht ofreció hasta el último momento una enconada resistencia al Ejército Rojo. De ese modo, el 3 de mayo Hamburgo se entregó sin luchar, pero, en la Fortaleza Breslavia, en cambio, continuaron los combates hasta el 6 de mayo. En las ciudades y regiones liberadas se tomaban las primeras medidas para hacer frente a la reorganización de la vida política, pero la ocupación alemana de los Países Bajos, Dinamarca y Noruega continuó durante los primeros días de mayo. Y en el Protectorado de Bohemia y Moravia no llegó a su fin hasta que el 5 de mayo estalló la sublevación de Praga.

Aunque en la percepción subjetiva de muchos alemanes el tiempo parecía haber quedado, en cierto modo, detenido, el ajetreo era enorme por las calles y las carreteras. Grandes multitudes se hallaban de camino. Las marchas de la muerte de los internos de los campos de concentración se cruzaban con unidades de la Wehrmacht que regresaban en masa y con caravanas de refugiados, y las columnas de prisioneros de guerra pasaban al lado de las de los trabajadores forzosos liberados y caminaban junto a las víctimas de los bombardeos que habían sido repatriadas. Los observadores aliados hablaban de una migración en toda regla. «Era como si alguien hubiera hurgado con un palo en un hormiguero enorme», recordaba el diplomático británico Ivone Kirkpatrick.[8] Ilustrar plásticamente la caótica y contradictoria sucesión de los acontecimientos constituye uno de los propósitos más importantes de este libro.

Inseparablemente unido al interludio de esos ocho días está el Gobierno de Flensburgo, presidido por el gran almirante Karl Dönitz, al que el propio Hitler había nombrado su sucesor. Suya es la principal responsabilidad de que la guerra se prolongara una semana más, incluso tras el suicidio del dictador. Su plan —llevar a cabo capitulaciones parciales en el oeste y continuar la guerra contra la Unión Soviética— no solo pretendía facilitar la huida de muchos civiles y militares al otro lado de las líneas británicas y estadounidenses, sino asimismo sembrar la discordia en el bando de la coalición antihitleriana. Otro de los hilos conductores de nuestro relato es mostrar cómo se intentó hacer realidad ese plan, qué pasos se dieron y qué ilusiones estaban en juego en él.

El intermezzo que constituyó el Gobierno Dönitz resulta a su vez muy revelador porque ponía de manifiesto una continuidad realmente espectral con el régimen nacionalsocialista, tanto en las personas que lo componían como en sus declaraciones programáticas, y porque no mostraba la menor disposición a asumir la responsabilidad de los crímenes perpetrados. En eso no solo coincidía con la actitud de toda la élite del poder nacionalsocialista, sino también de una gran parte de la población alemana.

Sin embargo, ese último residuo de la idea de Estado alemán que fue el Gobierno Dönitz caracterizó solo una pequeña parte de esos ocho días. Por eso este libro dirige su atención, más allá del enclave de Flensburgo, hacia muchos otros escenarios, con el fin de iluminar un panorama de acontecimientos y desarrollos políticos, militares y sociales con la mayor cantidad de matices posible. Además, no quiere pasar por alto ninguno de los temas relevantes: los últimos combates, las marchas de la muerte, la epidemia de suicidios al final de la guerra, el continuo horror de la ocupación alemana, los primeros encuentros con los soldados extranjeros, las violaciones masivas en Berlín, la suerte de los prisioneros de guerra, los internos de los campos de concentración y los «desplazados», las primeras expulsiones «incontroladas» de los alemanes, la vida cotidiana entre las ruinas y el nuevo comienzo a tientas, que para algunos marcó el punto de partida de una ar

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