1. El ritual de rechazo
Cuando te sientes feliz casi nunca desconfías, así que no me di cuenta de que todo aquel espantoso asunto iba a estallar cuando Vita dijo: «Hace siglos que no vas a almorzar con Frank. ¿Por qué no quedáis los dos para comer algo?».
Cada vez que le hacían una pregunta de las que odiaba responder, Frank decía: «Mírate en el espejo y pregúntatelo a ti». Hoy he estado tentado de hacerlo, pero le he sonreído a mi encantadora esposa mientras pensaba en mi odioso hermano.
Teniendo en cuenta la clase de abogado que era, Frank tenía licencia para mentir, y eso ayudaba, porque siempre contaba unas historias terriblemente largas y bastante dudosas. A veces era la misma historia, o casi. De vez en cuando era una historia que yo le había contado, y él me la repetía con él de protagonista, adornándola, sin recordar que era mía. Los que hablan mucho y se repiten no prestan atención a quienes los escuchan: se hallan en un podio imaginario, agitan los brazos, hablan como si tuvieran público delante y suelen ser malos oyentes, si no completamente sordos. Mucha gente encontraba divertidas las historias de Frank, otros pensaban que era aburrido y decían: «¿Cómo lo aguantas?».
«Es un capullo de alto rendimiento», quería decir, pero en cambio me mostraba evasivo: «Es mi hermano mayor». Yo no era muy locuaz. Yo era el hermano esquivo, el geólogo, el que se había ido de casa para ir en busca de rocas, un aventurero de las industrias extractivas.
Sin embargo, a menudo me fascinaban las historias de Frank. No hace falta que te caiga bien una persona para escucharla. Cuando yo estaba de humor, lo escuchaba repetirlas; observaba cómo cambiaba el relato, lo que dejaba, lo que omitía; las exageraciones, las irrelevancias, los nuevos detalles, las trolas.
La monja que lo pilló fumando. En una versión le dijo que lo confesara como pecado mortal y se esperó al lado del confesionario para oír cómo le desnudaba su alma al sacerdote. En otra, como castigo lo obligaba a pasar todo el día arrodillado sobre un palo de escoba. En la que más me gustaba, la monja le entregaba su medio paquete de cigarrillos sin fumar y se los hacía comer. Pero yo sabía que, como a Frank le silbaban los pulmones, nunca había fumado.
Otra historia contaba que una banda de narcotraficantes lo había asesinado brutalmente en Florida; habían encontrado su cuerpo acribillado a balazos en una mansión de Miami, la cara destrozada e irreconocible. Nuestros padres recibieron la llamada que los informó del asesinato un fin de semana en que Frank estaba de vacaciones y quedaron destrozados. Al final resultó que era un hombre que había robado el pasaporte de Frank y lo llevaba encima. Una historia magnífica pero falsa.
Otra: le salva la vida a mi amigo del instituto, Melvin Yurick, al que encuentra desangrándose en un camping del bosque del pueblo, pues Yurick se había cortado la mano con un cuchillo de caza. Según el relato de Frank, al rescatar a Yurick había alterado el curso de la historia, pues, más adelante, Yurick fue pionero e innovador en los medios de comunicación digitales y se hizo multimillonario. La historia era mía: fui yo, haciendo senderismo con Yurick, quien le contuvo la hemorragia de la mano y lo llevó a casa. De todos modos era cierto que Yurick se hizo multimillonario.
Yo escuchaba a Frank para conocerlo mejor, porque ya de niño lo encontraba una persona tramposa, cruel, peligrosa y poco de fiar, y también (pues la gente a veces se convierte en su opuesto) directa, amable, tranquilizadora y servicial. Frank era tantas cosas y tan contradictorias, todo él era tan apabullante, que tengo que explicarlo a trocitos. Aunque fingía ser mi amigo de manera bastante convincente, sabía que yo no le caía bien.
Era un héroe local, el señor don Frank Belanger, abogado de lesiones, un abogado de éxito en nuestro pueblo de Littleford. Por culpa de nuestro apellido (en la escuela los niños siempre se burlan de los nombres), los hermanos Belanger éramos conocidos como los Bad Angels, los Ángeles Malos. Frank era un oponente duro, pero un buen aliado; se había hecho muy rico acumulando cuotas de contingencia por daños personales y demandas por negligencia médica. «¡Dinero caído del cielo!», lo llamaba. Nunca ocultó su ambición y cuando éramos niños se pavoneaba: «¡Quiero ser tan rico que pueda cagar dinero!». Defendía a gente herida, normalmente pobres; así que la justicia era dinero, el castigo era dinero, la recompensa era dinero, la moralidad era dinero, el amor era dinero. La clientela que tanto lo admiraba citaba su conocidísimo comentario en tono de aprobación: «Muerdo a la gente en el cuello para ganarme la vida».
Le había plagiado esa frase y otras ocurrencias a un abogado sin escrúpulos para el que había trabajado. Se llamaba Hoyt. Yo no era rival para el sarcasmo de Frank, ni para su naturaleza competitiva ni para su instinto asesino. Me había ido de casa para escapar de su sombra. Mi trabajo de geólogo me mantenía alejado, al principio en el oeste, después por el ancho mundo, una temporada en África, y más tarde —mis años de cobalto— en el noroeste. Antes de eso, cuando me casé con Vita, compré una casa en la ciudad y regresaba cada vez con más frecuencia a medida que mi madre se hacía mayor y la animaban las visitas. Vita, que había crecido en el descontrolado caos e improvisación del sur de Florida, encontraba sosiego en la solidez y el orden de Nueva Inglaterra. Además, era una oportunidad para que nuestro hijo, Gabe, asistiera a mi antiguo instituto y fuera un León de Littleford.
Normalmente, cuando Frank se enteraba de que yo estaba en el pueblo, insistía en que nos encontráramos para comer, siempre en la cafetería de Littleford. Durante una época, él había sido propietario de un porcentaje de «la fonda». Si tenía tiempo, yo solía acceder, porque al verlo, al escuchar sus historias, podía medir la temperatura de nuestra relación. Los miembros de la familia poseemos un lenguaje especial e intraducible de gestos sutiles, de juegos de dedos, guiños y asentimientos, pequeños insultos, extrañas alusiones y palabras hirientes que resultan devastadores dentro de la familia y que no significan nada para un forastero.
Pero, cuando Vita me insistió para que almorzara con él, sonreí... y me equivoqué. Y a los pocos días dije categóricamente que no por la manera en que Frank lo propuso en un e-mail, expresándolo como una exigencia, poniendo «Almuerzo» en el asunto, con la fecha y la hora y el mensaje: «No faltes».
Me había ido de casa para evitar órdenes como esa. La prospección y exploración de minerales podían ser frustrantes y caras: yo había empezado con una camioneta vieja y una moto de cross, tomando muestras de grava de lechos de ríos secos en el desierto de Arizona, comprobando si había oro en la superficie. Apreciaba la libertad y, de vez en cuando, encontraba algún filón. Al principio había montado una empresa unipersonal, así que podía hacerlo como me daba la gana, y luego, con el dinero, adquirí tecnología y excavé a más profundidad. En los años en que viajé por el mundo me especialicé en diamantes industriales en Australia y esmeraldas en Colombia y Zambia. Mis contratos eran a veces con grandes conglomerados que ayudaban a explotar la concesión, pero ni siquiera en los años de más trabajo me vi sometido a ninguna supervisión rigurosa. Mi porcentaje de éxitos hablaba por sí solo, gozaba de la confianza de las empresas que me contrataban y, si me daban alguna orden, la redactaban con mucho tacto. Nadie en la industria extractiva se me acercaba para decirme: «No faltes».
De niño era mi padre quien daba órdenes y, cuando murió, las órdenes pasó a darlas mi madre. Ahora que su presencia se difuminaba, parecía que Frank comenzaba a ser el personaje dominante de la familia.
Me desagradó su insistencia, su manera de ladrar la orden, así que no respondí a esa invitación para almorzar. Era muy consciente de que mi silencio lo molestaría, ya que estaba acostumbrado a que lo escucharan y, más aún, a que lo obedecieran, a salirse siempre con la suya.
Me encontraba en mi estudio, trabajando en mi escritorio, cuando Vita abrió la puerta y dijo:
—¿Tienes un momento?
Para mí es siempre una pregunta que impone, pero aquel día fue especialmente preocupante. Vita y yo estábamos en plena transición marital. Había comenzado cuando formé una empresa minera para realizar una extensa búsqueda de cobalto en Idaho: cobalto ético, en oposición al gratis-para-todos del Congo, donde veías a niños pequeños sentados en el lodo en el lejano Kolwezi, arañando el fango que contenía el mineral. La zona de búsqueda de Idaho era enorme y el equipo de alta tecnología que otros habían aprendido a manejar era caro. Este no es lugar para describir las imágenes por resonancia magnética nuclear o la tecnología por satélite de la prospección que se utilizó, aunque no se encontraron los depósitos de cobre que indicaban una fuente de cobalto.
Yo conocía la zona, había buscado no muy lejos de joven, cuando iba con mi moto de cross; el paisaje tenía rasgos distintivos y una morfología —unas proporciones, una actitud— que yo comprendía. Y, más importante aún, lo percibía: algunos minerales tienen un sabor y olor característicos; su presencia palpita en el ambiente y se puede identificar con una palabra que los geólogos utilizan con frecuencia, sus «facies»: la gestalt de las formaciones rocosas complejas. Estuve inspeccionando varios meses y el resultado fue un depósito que con el tiempo se convertiría en la mina de cobalto más productiva de Estados Unidos. Riqueza: el cobalto es el elemento esencial de la batería de cada smartphone, de cada ordenador, de cada coche eléctrico, de cada artilugio.
Mi éxito también supuso una crisis en mi matrimonio. En los últimos años, con cada uno de mis viajes de prospección —viajes que había emprendido durante toda mi vida de casado— Vita se había ido alejando. Antes de dar con el cobalto, yo había estado en la provincia de Copperbelt, en Zambia, el cinturón de cobre, en un trabajo pionero en la minería de esmeraldas de alta calidad. Había estado fuera muchos meses seguidos y, cada vez que me iba, veía cómo aumentaba la distancia entre Vita y yo. Ella protestaba cada vez más por mis ausencias y yo sabía que me costaría recuperar su confianza. Lo que lo complicaba todo aún más era que, aunque yo siempre regresaba, cometía el error del viajero comprometido —el egoísta, el decidido—, que se toma el viaje como una aventura. Nunca estaba del todo de vuelta. Cualquier nueva empresa me distraía. Tras haber visto la explotación de los niños en la minería de cobalto del Congo —un tema que indignó a la propia Vita, que era miembro de la junta de la ONG Rescue/Relief— me involucré en la minería de cobalto ético de Idaho.
Entonces sucedió algo inesperado. Vita no me regañó por haber estado fuera. Dijo que estaba preocupada, chasqueó la lengua y se ocupó de sus asuntos; cualquier persona ajena a ese matrimonio habría pensado que todo iba más o menos bien, porque se dijo muy poco, éramos dos personas ocupadas, la vida volvía a la normalidad, nadie había levantado la voz, el matrimonio funcionaba —tictac— como un reloj.
Pero ese tictac, que en realidad era un silencio, algo así como una aceptación, no presagiaba nada bueno. Parecía indicar que estábamos demasiado separados para hablar: no era un silencio pacífico, sino que albergaba una sombra de desconfianza, y ahora me parecía que nuestro matrimonio era hueco e irreparable.
Yo no tenía ninguna otra mujer. Tenía mi trabajo y mis prospecciones. Mi negocio estaba en auge: me sentía satisfecho. Pero estaba solo.
No había ira ni gritos. No era odio, porque el odio es pasión y pasión significa que el otro te importa. Era peor que el odio. Ella se mostraba indiferente, sin amor. Simplemente no le importaba nada.
Había regresado a casa y me había encontrado con una Vita diferente. Me recordó que me había pedido que no aceptara el contrato de Idaho, que estaba (como lo expresó) «perimenopáusica», ¿y no me había ausentado ya lo bastante de nuestro matrimonio? Le dije que, a pesar de que constantemente me refería a ello como «mi trabajo», no lo consideraba un trabajo. Me encantaba estar activo, disfrutaba con los retos de la vida al aire libre —los caminos en mal estado y los campamentos—, arrastrando el equipo técnico por tierras salvajes para localizar una veta madre. Era una caza del tesoro que implicaba riesgo y gastos. Y mis meses de diligente prospección en Idaho habían valido la pena.
A Vita eso no la impresionó. Dije:
—No ha sido fácil... Te he echado de menos.
—Me dije que habías muerto. Y seguí con mi vida.
—Fue un descubrimiento importantísimo —dije. En ningún momento pronuncié la palabra «cobalto» ni dije que era una sustancia con una enorme demanda: el metal esencial de todas las baterías de la tierra. Tampoco mencioné cuánto dinero estaba ganando. Le expliqué que mi contrato incluía una cláusula de participación, que quería decir que había tenido que hacer una inversión personal al principio, pero que me beneficiaría de las ganancias al final si la empresa tenía éxito.
Y así ocurrió. Todavía era pronto, pero la entrada de dinero era considerable, razón por la cual podía volver a casa a menudo. Sin embargo, había estado ausente demasiado tiempo. El hogar al que había vuelto era diferente, apenas reconocía a mi esposa y, lamentablemente, ella apenas me reconocía a mí. Veía el malestar en Gabe, obviamente dividido entre los dos. Vita había influido en él. Él también estaba diferente: triste, confundido, vigilante; y, cuando trataba de abrazarlo, rehuía mis brazos. Lo peor era que lo habían aceptado en la facultad de Derecho y yo no podía compartir su alegría.
Mi gran descubrimiento en Idaho, que Vita fuera ahora una esposa rica y tuviera éxito en su propia carrera y que Gabe figurara en la lista de admitidos eran tres grandes noticias. Solo tenía motivos para ser feliz.
Esa era la situación cuando Vita abrió la puerta y dijo:
—¿Tienes un minuto?
En aquel instante, yo estaba levantando el mapa de otra concesión en Idaho, pero me tomé un descanso porque era un momento delicado y dije:
—Claro. Siéntate.
—Me quedaré de pie. —Cruzó los brazos.
—¿Qué quieres decirme?
—¿Te llegó el mensaje de Frank?
Sonreí cuando pronunció su nombre, porque cada vez que eso ocurría me ponía en guardia.
—Sí, hace una semana; después de que lo sugirieras, me mandó un mail para proponerme ir a comer.
—No le contestaste.
—Me estoy..., mmm..., pensando la respuesta —dije. Era una típica expresión de Frank, como otras: «De este modo», «En esta coyuntura» y «Le estoy dando vueltas». Entonces dije—: ¿Cómo sabes que no le he contestado?
—Está esperando.
—Está bien, se lo diré. No voy a ir. No quiero saber nada más de él.
—Deberías ir, Cal.
Recordé su mensaje: «No faltes». Y Vita repetía su orden añadiendo mi nombre.
Como geólogo que ha estado en lugares sísmicos, sabía que el terreno inestable era algo real, indeseable y a menudo peligroso. Acababa de tener otro gran éxito comercial, pero en términos matrimoniales había vuelto a la incertidumbre. Y con Vita allí de pie, temiendo que se iniciara una larga discusión que se convertiría en arenga y que posiblemente terminaría en lágrimas, supe qué debía hacer. Quería seguir con mi estado de felicidad.
—De acuerdo, iré.
—A lo mejor te enteras de algo.
El almuerzo que Frank había propuesto caía en la semana de mi cumpleaños y, como he mencionado, era el periodo de uno de mis mayores éxitos como prospector de cobalto ético. Frank era un hombre de insinuaciones, de gestos sutiles, apartes astutos y largas historias ambiguas más que de declaraciones explícitas. Pero esos almuerzos me ayudaban a saber en qué posición me encontraba y él tenía lo que Vita con frecuencia denominaba «el encanto de la hora de comer».
—Nervi —dijo levantándose para saludarme. Yo había llegado a la hora, pero era obvio que él había venido antes: tenía el abrigo bien colocado en una percha en lugar de abandonado en un colgador.
Nervi era mi apodo de la infancia. Había sido una infancia inquieta y nerviosa. Aparte de Frank y nuestra madre viuda, nadie más me llamaba por ese apodo. Era como una clave secreta. Yo no era Pascal, ni Cal, para ninguno de ellos: yo era Nervi, con todo lo que ese nombre implicaba.
En lugar de un apretón de manos, Frank apartó mis dedos con un golpecito insolente del dorso de la mano y sin soltar más que un resoplido de reconocimiento.
—Hola, Frank, ¿cómo te va?
Me senté delante de él, en la zona del reservado, pegado a la pared, y cogí el menú del soporte que había junto a la botella de kétchup y los condimentos. Se sentó de brazos cruzados en una postura de oración y bajó la cabeza. ¿Se había acordado de mi cumpleaños? ¿Sabía algo de mi éxito en Idaho? ¿Qué historias me iba a contar?
Levantó la cabeza y me miró fijamente con su extraña cara torcida. Se dividía en dos planos verticales: la parte derecha, mejilla, mandíbula, porción de la frente —agrandada por su calvicie— y unos ojos fríos y gachos en un ceño; y la parte izquierda alzada en una sonrisa, componiendo el rostro contradictorio de algunas máscaras griegas. Cuando la caída facial en su lado derecho decía que no, su lado izquierdo —ojo y frente arrugada— insistía en que sí. Imaginé esa cara compleja, con su mirada integrada para registrar una comprensible sorpresa, muy intimidante para un testigo y muy convincente para un jurado. Su expresión angular operaba de manera independiente y en realidad tenía dos caras, una opuesta a la otra. En cuanto al conjunto de su mandíbula, los dientes que mostraba tampoco coincidían, aunque ahora estaba abriendo un pistacho de un mordisco. Rara vez sonreía, pero, cuando lo hacía, su boca tenía, irónicamente, la boba abertura de un pistacho.
Pobre tipo, piensas, pero no. La suya no era una aflicción, era una jactancia que lo señalaba como alguien especial. Frank había descubierto que lo que había comenzado en su adolescencia —después de un episodio de paperas— como una forma leve de parálisis de Bell era un activo, y de alguna manera había conseguido que no se le curara: la cara fija y asimétrica, y con aspecto, me dijo una vez con orgullo, «de pirata». Y otra cosa: yo siempre pensé que, detrás de esa cara, me miraba con un ceño furioso.
Como hermano suyo que era, a menudo estudiaba mi cara en el espejo y hablaba solo, para ver si mi cara también se dividía con la misma inclinación. Pero no, de modo que llegué a la conclusión de que Frank se había vuelto así a lo largo de décadas de equívocos, igual que a alguien que sonríe mucho le salen las arrugas de la risa, o a un indeciso un ceño permanente.
—Hay una respuesta corta y otra larga a esa pregunta —replicó a mi saludo inofensivo—. La respuesta corta es «Tengo un montón de cosas en la cabeza». —Sus ojos la rechazaron mientras agitaba las manos entrelazadas. Dijo—: La respuesta larga es lo que tengo en mente, los detalles. No dejo de pensar en que cuando papá tenía mi edad poseía una pequeña compañía de seguros y estaba endeudado debido a algunas pólizas de mala fe, y con dos niños pequeños. No sé cómo consiguió no perder la cabeza...
Empecé a decir: «Papá era un optimista», e iba a agregar que era positivo y espiritual, que su devoción le daba fuerzas, pero Frank había desplegado las manos para gesticular y todavía estaba hablando.
—... algo que tiene que ver con no enfrentarse a los hechos, con ser una especie de soñador. Si le preguntabas a qué se dedicaba, te decía: «A los seguros, pero lo que siempre quise hacer fue algún trabajo relacionado con la silvicultura». ¡Quería ser guardabosques! Yo no podría vivir así. Lo que nunca comprendí...
Papá nunca había querido ser guardabosques. Pero, en lugar de corregir a Frank, dije:
—Te admiraba porque tenías amigos importantes.
No pareció haberme oído. Continuó:
—Piénsalo. Murió antes de saldar sus deudas. Y fue mamá quien tuvo que hacerse cargo. Ella tenía los pies en la tierra.
—Y el dinero de sus padres.
Frank agitó el dedo, usándolo para borrar mi afirmación. Dijo:
—Ella pagó cada centavo.
Era una vieja historia que ya había oído. En una primera versión se habían perdonado las deudas, papá estaba absuelto, pero Frank le había aconsejado a mamá lo que tenía que hacer. Ahora mamá era la heroína y había saldado las deudas de papá. También había algo tácito. Yo siempre había sido el favorito de papá, y que Frank lo tachara de inútil era una pulla contra mí, una de esas difamaciones intraducibles e indirectas a las que me he referido antes.
—¿Les puedo traer algo de beber, caballeros? —Era la camarera, una mujer mayor con una sonrisa cansada y una libreta en la mano—. ¿Qué más puedo hacer por ustedes?
—Zumo de tomate, por favor —dije—. Sin hielo.
Frank entrelazó las manos de nuevo y dijo:
—Agua.
—¿Con gas o sin?
—Agua del grifo.
—¿Les digo los platos del día?
—Paso —contestó Frank con una voz insolente.
Al ver que la mujer ponía una mueca, dije:
—Ya sé qué voy a tomar. Sopa de almejas y el abadejo a la parrilla.
—Buena elección. ¿Puré de patatas o ensalada?
—Puré de patatas.
—¿Y usted, señor?
Frank dijo:
—Lo mismo.
La camarera repitió la comanda leyéndola en su libreta. Acto seguido dijo:
—Vuelvo enseguida con las bebidas.
Frank se inclinó hacia mí.
—Imagínate a papá, un vulgar vendedor de seguros que se las daba de importador.
—Era su hobby. Algunas de las cosas que vendía estaban fabricadas fuera. En China, sin duda. Igual que mi equipo de perforación.
Se inclinó hacia delante, como alguien en el banquillo de los testigos, y dijo:
—Piensa en lo difícil que es ser quien dices que eres.
Dejándome con este enigmático pensamiento, se arrellanó en su asiento. Parecía muy satisfecho de sí mismo.
La camarera trajo mi zumo de tomate y el vaso de agua de Frank y dijo:
—La comida no tardará.
Frank tocó el lateral del vaso con un dedo, como para comprobar la temperatura.
—¿Qué estaba diciendo?
—Que mamá pagó cada centavo. —No lo corregí. Disfrutaba de su versión sesgada de la historia.
Y había más: la valerosa viuda que pagaba la deuda de su difunto marido utilizando su propio dinero. Y Frank que abandonaba temporalmente su trabajo de abogado para ayudarla. Mientras hablaba, yo iba observando las variaciones de su historia: ahora retrataba a papá como una persona egoísta y negligente que ocultaba sus ganancias, no pagaba sus deudas y perjudicaba a la familia.
En cierto momento de la conversación, mi interés menguó, me resultó doloroso escucharlo, como si por el mero hecho de hacerlo le fuera desleal a papá. Le dije:
—¿Y qué pasa con las cosas que hizo papá que no tienen nada que ver con el dinero? Sus sacrificios. Su gran corazón. Que nunca se quejara. Quería a mamá. La adoraba. Eso es muy importante.
Frank me miraba fijamente mientras yo hablaba, sin expresión, apretando sus labios torcidos, sin que le afectara o sin escuchar. Era relajado y expansivo al hablar, pero como oyente se mostraba impaciente e inquieto y su mirada vacía era un ejemplo de su nerviosismo. Dijo:
—Cada vez que cojo un destornillador pienso en que papá utilizaba la punta de los cuchillos como destornillador. Con lo que todos los cuchillos de nuestra cubertería tenían una especie de torcedura en la punta, se doblaban un poco justo por donde los usaba para retirar el tornillo.
—Yo lo hacía a veces. —Frank lo sabía y a menudo se había burlado de mí por eso. Alguno de aquellos cuchillos quizá lo había deformado yo.
—Y no solo los cuchillos —dijo Frank—. ¿Qué me dices de la vez que espachurró la puerta del coche?
Estaba menospreciando a papá, aunque sonreí al escuchar aquella palabra de Littleford que me encantaba, como «despelotado» por «desnudo», «tónica» por «soda», «destriar» por «elegir» y «Menudo capullo». «Espachurrado» significaba «destrozado», pero detestaba escucharla aplicada a algo que papá había hecho.
—Chocó contra un parquímetro porque tenía prisa por ver a un cliente.
—Fue un golpecito de nada —dije.
—Y después, al tratar de alisarlo, apretó demasiado la pulidora eléctrica y frio la bobina..., también la espachurró.
—Dos cosas espachurradas, y qué.
—Fue algo innecesario —replicó Frank.
—La sopa de almejas —dijo la camarera colocándonos el tazón delante—. El abadejo está marchando.
—Imagina que eres una mujer de esa edad —dijo Frank mientras la camarera se alejaba a paso rápido. Asintió como quien está al cabo de la calle—. Probablemente cincuenta y pico y todavía pendiente de las propinas. ¿Sabes cuánto gana una camarera? Probablemente alrededor de un dólar y poco la hora.
Lo comentó con amargura, así que le contesté:
—Esta mujer tiene más o menos mi edad, y es más joven que tú.
Frank dio un golpe en la mesa y dijo con un siseo insistente:
—El dinero es el rey.
Yo miraba sus labios, cómo temblaban con estas palabras, y esperaba que dijera más. Pero no hubo más. Fue una afirmación tajante aunque sus ojos se veían inseguros, como con la historia de la deuda de papá, y la otra en que papá utilizaba un cuchillo de cocina como destornillador y espachurraba la puerta del coche, y el desagradable comentario sobre cuánto dinero ganaba la camarera.
Después de echar crackers de ostra dentro de mi sopa de pescado, me puse a comer. Mirándome con los labios húmedos, Frank revolvía su sopa e iba metiendo la cuchara, pero, en lugar de comer, lo que hacía era juguetear, como un químico con una poción. El que no comiera me desconcertó, y me costó tragar hasta que, un tanto nervioso, me rendí y aparté mi cuenco a medio terminar.
Frank todavía removía su sopa sin probarla. Dijo:
—Llevé a papá y a mamá al baile del gobernador. Mamá no se levantó de la silla, deslumbrada. Papá se acercó al senador McBride y le dijo: «Me acuerdo de su padre».
—Papá era muy sociable. A los únicos a los que no soportaba era a los perezosos sin rumbo en la vida. ¿Recuerdas su expresión?
Frank miraba la sopa fijamente.
—«Es un culo de mal asiento».
Pero Frank dijo:
—El padre de McBride fue condenado por fraude bancario, fraude postal y fraude telegráfico. Pasó seis años en una prisión federal.
La camarera regresó con dos platos.
—¿Aún no ha terminado? —le dijo a Frank, que había dejado la cuchara en la sopa sin probar.
—Lléveselo —dijo, y la empujó con los nudillos.
La camarera dejó los platos de abadejo y mientras se llevaba los de sopa añadió:
—Avísenme si necesitan algo.
—Gracias —dije, y empecé a comer, pero al ver que Frank hurgaba en su pescado y no comía me contuve y, en ese intervalo, como si a Frank le costara averiguar si el pescado era comestible, me costó tragar.
—¿Cómo está tu hijo? —pregunté.
Frank respondió:
—Mírate en el espejo y pregúntate lo mismo.
Levantó la comida del plato y la dejó caer, como si buscara algo debajo, y lo hizo meticulosamente, con un leve gesto de desagrado en los labios.
No tuve muy claro si me había preguntado por mi hijo, Gabe. Yo estaba orgulloso del historial académico de Gabe, pero decidí no decir nada a menos que Frank preguntara. Frank también tenía la cabeza gacha. Estaba edificando una choza en miniatura con su puré de patatas: alineaba los lados, ahuecaba el centro, la techaba con trocitos del pescado que había destrozado.
Entonces una sombra se cernió sobre nuestro reservado y un hombre tocado con un fedora se inclinó hacia Frank.
—Siento interrumpirlo.
Frank levantó la mirada y de inmediato su rostro resplandeció con su encanto de la hora del almuerzo y sus rasgos contrapuestos parecieron resolverse en una totalidad sonriente y uniforme de bienvenida. Dejó caer el cuchillo de pescado y levantó ambas manos para encerrar la mano extendida del hombre que había aparecido de repente.
—¡Bienvenido, bienvenido! —dijo Frank, con una voz de afectuoso agradecimiento, y allí se quedó, tirando de la mano del hombre.
Era Dante Zangara, un antiguo compañero de colegio de Frank, que durante años había sido un político local de Littleford y ahora era el alcalde. Zangara me saludó, un cordial golpecito con el puño, diciendo: «¿Quién es este forastero?», pero Frank seguía hablando muy excitado:
—¿Quién dijo: «El arte de la vida pública consiste en saber exactamente cuándo parar, y después ir un poco más lejos»? —Y con visible renuencia liberó la mano de Zangara.
—A mí que me registren —contestó Zangara. Tenía los ojos pequeños y juntos sobre una nariz aguileña y una manera de pasarse la lengua por los labios delgados y espaciar las palabras que daba la impresión de estar dictándole a alguien—. Pero, oye, yo no diría que ese tipo es un idiota. ¿Cómo está la familia?
—Mejor que nunca —dijo Frank con dulzura en la voz—. ¿Y cómo va la famiglia, Zangara?
—Connie, un desastre. —Zangara levantó los brazos en un gesto operístico de desesperación—. Gina ha pedido plaza en la universidad.
—¿Cómo puedo ayudarla? —preguntó Frank. Parecía levitar en su asiento, flotando hacia Zangara, con su intensa mirada fija en el hombre.
—Quiere ir a Willard y quizá estudiar Veterinaria. Los animales la vuelven loca.
—Conozco a un tipo —dijo Frank—. Trata directamente con el decano de admisiones. Puedo escribirle una carta de recomendación.
—Frank, eso sería fantástico.
—Para mí sería un gran honor —replicó Frank—. Gina hará que todos nos sintamos orgullosos de ella.
Se abrazaron torpemente, porque Frank todavía estaba sentado, inclinado hacia delante, con el borde de la mesa apretado contra sus muslos, y Zangara era más alto que él, y después se soltaron.
—Los hermanos Bad Angels —dijo Zangara alisándose la americana, poniéndose firme con un leve saludo, mientras se tocaba el ala del sombrero en señal de respeto. El apodo del instituto es para siempre, y resulta irritante cómo te define si todavía vives en tu ciudad natal—. Sois fabulosos.
Cuando terminó aquella jovial visita y Zangara salió del restaurante, Frank pareció apagarse y volverse más pequeño, retorciéndose de nuevo en su asiento para seguir jugando con la comida. Se había quedado en silencio, pero seguía sin comer.
Observé cómo se resistía a la comida y su terquedad me hizo recordar sus desaires e insultos de cuando éramos jóvenes. En mi furiosa imaginación me vi sacándolo del reservado a rastras y obligándolo violentamente a comer. Así era como alimentaban a los que estaban en huelga de hambre: primero los inmovilizaban, los ataban a una silla ajustable, les metían una sonda de alimentación nasogástrica por la nariz hasta que les entraba por la garganta y les echaban un agua con nutrientes, mientras ellos sentían náuseas y luchaban por respirar. La alimentación forzada se ha utilizado muchas veces con los presos —en Estados Unidos y otros países— y se consideraba tortura —algo cruel, inhumano, degradante y a veces fatal—, pero tortura como una de las bellas artes, y me resultaba especialmente agradable imaginar a Frank (que una vez me mencionó que lo aprobaba) intubado y asfixiado hasta morir e incapaz de hablar ni de contar otra historia de mierda.
—McBride luego trabajó en la filial de mi antiguo bufete en Washington.
Necesité recordarme que ese era el padre del senador al que papá aparentemente había insultado.
—Ahora trabaja en un lobby.
Frank se puso a contar una historia vagamente familiar sobre montar un lobby para hacer varios negocios en tierras tribales de nativos americanos en Idaho, de acuerdos de arrendamiento y planes financieros, diciendo: «Parte de esa tierra está fraccionada», y repitiendo la frase «El dinero es el rey». Pero, como seguía hurgando en su comida —esculpiéndola, por así decir— y no comía, no pude entender muy bien lo que decía. Sabía que lo había oído antes, algo sobre casinos, pero esta vez tenía un énfasis diferente que captó mi atención y pareció algo personal. «Derechos de los minerales», siguió repitiendo, y yo no supe si de alguna manera enigmática se refería al depósito de cobalto que yo había descubierto en esa misma zona del estado. Sin embargo, mientras él hacía dar vueltas a la comida por el plato, yo estaba demasiado distraído con mi fantasía —obligarlo a comer hasta que muriera— para seguir su historia.
Para que parara, dije:
—¿Quieres algo más?
—Sí —dijo—. Quiero encontrar a ese capullo ricachón que se cagó en mí. Me tuvo esperando en una oficina exterior durante casi una hora, como si disfrutara con ello, y luego me hizo un desaire cuando se dignó a verme. «Ya lo llamaremos. Que pase un buen día».
—¿Cuándo fue eso?
—Cuando tenía diecinueve años, el verano que hice trabajos de oficina para el bufete de Biston. —Apartó el plato—. Me gustaría darle un puñetazo en la cara.
En una versión anterior y mucho más larga de esa historia, el capullo ricachón era una joven, y Frank había soltado una réplica maravillosa a «Que pase un buen día». Había dicho: «Tengo otros planes». En otra versión, era una mujer mayor y él había exigido ver a su jefe. Con Frank desquitarse era una misión; pero en realidad nunca te desquitas, solo haces más daño.
—De todos modos, he oído que su esposa lo abandonó. —Frank se cruzó de brazos, inclinándose sobre el extraño montón de comida de su plato—. Resultó que no ayudaba en casa. Pero lo más gracioso es esto. Afirmó que se había caído por las escaleras y se había golpeado la polla con el pilar de la barandilla. ¿Qué hace entonces? Demanda a los propietarios del edificio por pérdida conyugal. Porque, por culpa de las lesiones que había sufrido en la caída, su esposa se había visto privada de sus —Frank levantó las manos y dibujó unas comillas en el aire cerca de mi cara— servicios maritales. —Retorció su cara arrogante en una sonrisa—. La comodidad y la felicidad de su mujer en su así llamada compañía se han visto afectadas por su polla. Oye, detesto a ese tío, pero he aprendido algo.
Quise reflexionar sobre lo de la «pérdida conyugal», pero tenía indigestión. Estaba disgustado por haberme quedado a medio comer y me perturbaba la imagen de la comida sin probar de Frank, que, arrastrada y mezclada, se amontonaba como si fuera basura.
—Nervi —dijo Frank de repente estirando el puño de la camisa—. Mira qué hora es..., tengo que irme.
Salió del reservado, cogió el abrigo de la percha y se marchó a toda prisa.
No había comido nada. No me había preguntado nada de mi vida. Había esquivado mis preguntas. A cualquiera que no lo conociera —como la camarera, que ahora se acercaba a nuestra mesa—, sus historias le habrían parecido desvaríos rayanos en la demencia. Pero yo sabía que tenían un sentido.
—Parece que alguien no tenía mucha hambre —dijo la camarera.
Le di las gracias y una propina mayor de lo que se esperaba y pasé el resto del día reflexionando sobre el almuerzo: lo que Frank había dicho, lo que no había dicho, que no hubiera comido nada de lo que había pedido, y me puse melancólico.
Ese fue el primer almuerzo. Yo estaba perplejo. «No le caigo bien», me dije, y no profundicé más, porque ¿quién quiere entrar en la cabeza de la persona que te odia? Pero también se me ocurrió que quizá tuviera problemas de estómago —solía ser bilioso en todos los sentidos— y tal vez le resultara demasiado doloroso hablarlo. Puede que se sintiera deprimido, aunque, aparte de cuando se divorció de su primera esposa, hacía mucho tiempo, y de un periodo de profundo pesimismo, nunca había visto a Frank deprimido. Él había procurado mostrarse alegre, especialmente en sus burlas crueles. Así que le concedí el beneficio de la duda y comencé a pensar que estaba atribuyéndoles demasiada importancia a sus ambiguas historias y su comida sin tocar. El plato que había dejado, sin embargo, esa masa informe, me inquietaba. Había como revoloteado sobre el plato, había amontonado la comida y le había ido dando vueltas, haciéndolo suyo y después rechazándolo, convirtiéndolo en una declaración que yo necesitaba interpretar... Típico de Frank.
Pero ¿y mi cumpleaños? Ni lo había mencionado, ni me había dado ningún regalo, como solía hacer, aunque fuera un detalle, tal como hacía en el pasado, como el llavero o la gorra de béisbol, o el bolígrafo, artículos con el logotipo del hotel de lujo donde los había conseguido gratis. Sabía que eran recuerdos cutres, pero al menos demostraban que se había acordado.
Y mi descubrimiento de cobalto, la mina de Idaho, mi gran éxito del momento, tampoco había dicho nada de eso; y cuando había especulado, mencionándome, había sido por una de esas noticias económicas que Frank leía habitualmente cuando buscaba clientela.
No había preguntado por Vita, algo que nunca dejaba de hacer.
Piensas: «Qué raro que no haya mencionado nada de eso», pero una de las perversidades de Frank consistía en subrayar algo no sacándolo a relucir. Me pregunté si era eso lo que había ocurrido en ese almuerzo, y, por supuesto, no me abandonaba la imagen de aquel plato de comida mutilada que había dejado allí como castigada, un evidente gesto de poder.
Aquella noche le conté a Vita nuestro almuerzo: las historias, la comida sin tocar, las alusiones que parecían dirigidas a mí. Como por entonces pasábamos una mala época, supongo que buscaba su comprensión.
—Menudo pieza está hecho —dijo, y, antes de que yo pudiera manifestar que estaba de acuerdo, añadió—. Pero tú también.
—Es mi cumpleaños, Vi. Ni lo ha mencionado.
—Una de esas cosas que tú también eres capaz de hacer.
—Quizá sin querer, pero eso pareció adrede.
—Un año te olvidaste de mi cumpleaños.
—¡Trabajaba en una prospección en Zambia, Vi!
—Esposo sufre un grave caso de amnesia en Zambia —replicó Vita.
Una de las características de un matrimonio con problemas es que los desaires inconcretos y medio recordados del pasado lejano aparecen completamente formados y ofensivos en el presente y se pueden esgrimir como prueba.
—Un almuerzo, Vi. Un almuerzo donde uno de los comensales no come nada.
—Quizá no tenía hambre.
—Su manera de jugar con la comida parecía hostil.
—Tú a veces también juegas con la comida —dijo.
—Vi, hubo algo tácito en ese almuerzo. No fue solo que no comiera nada y contara esas historias de papá. Fue todo muy indirecto y vacío, como un ritual.
—Un ritual —repitió ella, sin acabar de creerlo, como si yo estuviera dramatizándolo todo en exceso—. ¿De qué?
—De rechazo. Algo que podría hacer una tribu africana para condenar al ostracismo a alguien del clan. Excepto que él se estaba inventando todo el ritual, como si creara una tradición que no había existido. El ritual de rechazo de la comida.
—Dios mío —exclamó Vita.
Y eso fue el final de la discusión, que no me proporcionó ningún consuelo.
A los pocos días, Vita comentó:
—El sábado hacemos una barbacoa para Gabe y algunos de sus amigos. ¿Por qué no invitas a Frank?
—No le caigo bien.
—Pero él me cae bien a mí —dijo, lo que claramente era una pulla en mi contra.
Cuando lo llamé para invitarlo, Frank contestó que no estaba seguro de poder venir y que necesitaba un poco de tiempo para pensarlo.
—Frank, es pasado mañana.
—Te lo haré saber —afirmó. Por lo general, esa vacilación era la manera que tenía Frank de dar a entender que en ese intervalo podía recibir una invitación mejor.
Cuando se lo conté, Vita dijo:
—Eres tan paranoico.
No tuve noticias de Frank y supuse que nos hacía un desprecio. Pero la mañana de la barbacoa llamó y dijo:
—Nos vemos luego.
Llegó trajinando una pequeña bolsa marrón y, cuando sacó su gorra de béisbol, su cara torcida se volvió más redonda y distorsionada, mientras un lado del rostro me saludaba con aire malhumorado y el otro miraba a Vita con un brillo en los ojos. Se dirigió a la humeante parrilla y dejó la bolsa, de la que sacó dos perritos calientes y dos botellas de cerveza. Arrojó los perros calientes a la parrilla y, tras destapar una cerveza, le dijo «Salud» a Vita. El otro lado de su cara seguía mirándome con desagrado.
Gabe y sus amigos saludaron desde donde estaban sentados, bajo un árbol. Frank les devolvió el saludo con la cabeza mientras con las pinzas colocaba los perritos calientes sudorosos y reventados sobre un plato de papel.
—¿Quieres mostaza? —pregunté.
—Eso es fatal para la salud. Jarabe de maíz alto en fructosa —me respondió buscando con la mirada a Vita.
—Desearía poder hacer algo para complacerte.
Mientras se alejaba, Frank dijo:
—Méate en una mano y formula ese deseo con la otra, a ver cuál de las dos se llena antes.
Mientras Frank permanecía en la otra punta de la piscina bebiendo su segunda cerveza, pensé: «Está aquí, pero ausente». Y fue entonces cuando Vita se le acercó. Estaban demasiado lejos de mí para oír lo que decían, aunque Vita me miró una o dos veces y acto seguido volvió la vista a Frank. Y, por la manera en que estaban allí, riéndose, dándose golpecitos, parecían marido y mujer, o amantes.
Frank se fue llevándose la bolsa marrón y sus dos botellas de cerveza vacías. Al irse me miró y me guiñó un ojo sin decir palabra, levantando una ceja. Sabía que ese levantamiento de ceja me enfurecía.
—Me odia —comenté.
Vita dijo:
—¿Nunca te has parado a pensar que a lo mejor eres tú?
Ese fue el segundo almuerzo.
No mucho después, Vita dijo:
—He de contarte una cosa.
Para entonces, yo ya no era feliz, así que sabía exactamente lo que me iba a decir.
Empiezo así, con estos almuerzos de hace mucho tiempo, cuando Frank y yo rondábamos los sesenta, porque fue un punto de inflexión que se fue licuando en algo que nunca había esperado. Y, para dar una idea de lo extraño, oblicuo e impenetrable que era Frank, supuse que había mucho más que saber y me pregunté si averiguaría lo que era. Y por qué, al final, lo quería muerto.
Pero tengo que volver al principio, a Littleford, cuando solo éramos nosotros dos.
Segunda parte
Fraternidad
2. Vidas paralelas
Hay un tipo de amor verdadero: sincero, altruista, puro