Prólogo
En su día escribí este libro con el ánimo de introducir a la gente en otra realidad: la naturaleza y la experiencia del cerebro femenino. Hoy por hoy, en una época en que la salud y el bienestar de las mujeres están cada vez más amenazados, necesitamos más que nunca abrazar de nuevo estos profundos conocimientos científicos.
Desde el principio la respuesta por parte del público fue sorprendente y abrumadora. El cerebro femenino llegó a la lista de best-sellers de The New York Times, vendió cerca de un millón de ejemplares y se tradujo a más de treinta idiomas. Ha sido un inmenso privilegio para mí viajar por todo el mundo con el objetivo de hablar y deliberar con gobiernos, escuelas, empresas y fundaciones sobre las particularidades del cerebro femenino.
Apenas unas semanas después de la publicación del libro, en agosto de 2006, el canal ABC News y yo produjimos un innovador documental sobre las diferencias entre el cerebro femenino y el masculino dentro del programa 20/20. En 2017, el libro inspiró un largometraje: El cerebro femenino, una comedia romántico-científica, dirigida y protagonizada por Whitney Cummings, que cuenta con la interpretación de Sofía Vergara. Los documentales y las películas ayudan a difundir el mensaje. Confío en que sigan cambiando la vida de las personas, impulsando la ciencia y reavivando esta conversación transformadora sobre la realidad física y neurobiológica única de las mujeres.
Ha supuesto para mí una gran satisfacción ver que a lo largo de los últimos años el libro daba que hablar en todo el mundo. Sin embargo, lo más gratificante es el impacto personal que ha tenido en tantos lectores. He recibido innumerables correos electrónicos, cartas y comentarios en las redes sociales de mujeres y hombres de todas partes que al leerlo se sintieron respaldados, como este que publicó una mujer de veintiocho años en mi página de Facebook: «Me siento tan “normal” después de leer El cerebro femenino... Siempre pensé que tenía un problema. Usted me ha ayudado a darme cuenta de que muchos de mis pensamientos y sentimientos son correctos. Ha sido un gran alivio, y me ha devuelto la esperanza y las ganas de vivir. Cuánto me gustaría que lo leyera mi marido.»
O estas líneas que escribió de su puño y letra un hombre de ochenta y tres años: «Quería darle las gracias por haber escrito El cerebro femenino. Ojalá hubiera tenido acceso a él cuando era más joven. Habría evitado muchos errores en mi vida.»
O este correo electrónico que recibí de una mujer transgénero de sesenta y un años: «He leído El cerebro femenino y El cerebro masculino, ya que he estado realizando la transición de hormonas masculinas a femeninas, y sólo quería decirle lo útil que me ha resultado, pues me ayudó a entender el cambio que iba a producirse en mi estado de ánimo, mi libido y mis emociones al pasar de la testosterona al estrógeno.»
Las mujeres han estado leyendo y releyendo el libro como una guía en las diferentes etapas de la vida, y los hombres, como un manual que los ayuda a comprender mejor a las niñas y mujeres de su entorno. Me han escrito muchas futuras madres que quieren saber más sobre su cerebro «con las hormonas del embarazo». Me han escrito mujeres que están saliendo o rompiendo con alguien y tratan con todas sus fuerzas de entender la delicada maquinaria emocional que pone en marcha una relación amorosa. Agradezco todas las consultas y espero que mis respuestas hayan sido de ayuda. Os ruego que no dejéis de escribirme.
En la última década también se han validado una gran cantidad de investigaciones. Los conceptos antes controvertidos sobre las hormonas y la realidad femenina —que me llevaron a fundar la Women’s Mood and Hormone Clinic en la Universidad de California en San Francisco (UCSF) en 1994— son ahora comunes y ampliamente aceptados. Para que os hagáis una idea del cambio, en 2003 busqué en Google «el cerebro femenino» y sólo aparecieron diez resultados. En 2006 busqué esas mismas palabras y me salieron miles de resultados relacionados con mi libro, que acababa de publicarse. En el momento en el que escribo, la misma búsqueda arroja casi doce millones de resultados sobre genética, neurociencia, endocrinología y desarrollo del cerebro femenino. Lo que solía ser tabú —la idea de que hubiera diferencias sexuales en el sistema cerebro-cuerpo-conducta— hoy día está tan aceptado que las subvenciones federales para la investigación hacen hincapié en que se estudie tanto a los hombres como a las mujeres.
Hay razones de peso para estudiar, por ejemplo, los efectos de los medicamentos en ambos sexos por separado. Las mujeres tienen un 50 % más de probabilidades de experimentar reacciones adversas que los hombres, y muchos medicamentos también tienen efectos diferentes en hombres y mujeres. En 2013, por ejemplo, los investigadores descubrieron que el zolpidem (Ambien), uno de los somníferos más vendidos con prescripción médica, tenía un mayor efecto en las mujeres, lo que llevó a la FDA a reducir, por primera vez, la dosis estándar para las mujeres a la mitad de la recomendada para los hombres. Por otra parte, las mujeres necesitan el doble de morfina para obtener el mismo alivio del dolor que los hombres. Nos queda mucho camino por recorrer en medicina y debemos seguir alentando a la ciencia y a los organismos sanitarios para que presten atención a estas diferencias. La feminidad no es un fallo de diseño.
Mientras tanto, en el Reino Unido los científicos han llevado a cabo el mayor estudio comparativo del mundo entre la estructura del cerebro femenino y la del masculino. Los estudios de imágenes realizados en los cerebros de miles de hombres y mujeres adultos han revelado que, en promedio, las regiones del córtex cerebral —vinculadas a la conciencia, el lenguaje, la percepción y la memoria— son significativamente más gruesas en las mujeres, y que los hombres tienen mayor volumen en otras áreas del cerebro.
Los científicos también están estudiando los efectos de la testosterona y el estrógeno en la interacción social. La testosterona parece desempeñar un papel en la construcción y el mantenimiento del estatus social. Por otra parte, las investigaciones sobre el vínculo empático entre madre e hijo —uno de los factores clave que nos hacen humanos— han proporcionado fundamentos biológicos sorprendentes.
Uno de mis estudios favoritos descubrió que los cambios relacionados con el embarazo en el llamado «cerebro de mamá» duran de dos a veintisiete años. ¡Puede que mi cerebro se haya liberado por fin, ahora que mi hijo ha cumplido veintiocho!
En mi propio campo de la salud mental, las nuevas investigaciones demuestran que las diferencias de sexo en el cerebro predisponen a contraer diferentes trastornos neuropsiquiátricos. Sabemos, por ejemplo, que el 80% de las personas con autismo son hombres. Por otra parte, las mujeres son más vulnerables a la ansiedad, la depresión, el TEPT y la enfermedad de Alzheimer. Es probable que estas diferencias específicas de cada sexo tengan su origen en los efectos genéticos, hormonales y ambientales sobre las conexiones cerebrales.
Con todo, es importante tener en cuenta que hay más similitudes que diferencias entre los cerebros masculinos y femeninos, y que la mitad de los cerebros con el coeficiente intelectual más alto son femeninos. Dicho esto, nuestras diferencias caen dentro de un espectro, no son binarias. Los estudios futuros deberían dedicarse a los millones de personas que se identifican como «no binarias», «transgénero» o «de género fluido», un grupo poco investigado que la neurociencia y la sociedad han desatendido.
Hemos avanzado mucho desde la primera edición de este libro, pero nos queda mucho camino por recorrer. Hace poco asistí a una conferencia de neurociencia en la que algunos de los mejores y más brillantes científicos presentaron sus trabajos más recientes. Casi todos los datos que expusieron se basaban, sorprendentemente, en estudios sobre roedores macho. Cuando se les preguntó al respecto, alegaron que estudiar a las hembras requería más tiempo y mayor coste debido a que sus hormonas son más complicadas.
El dolor y el sufrimiento que resultan de este desinterés por las diferencias de sexo han sido devastadores para la salud y el bienestar humanos. Éste no es el momento de dejar de promover una mejor comprensión de las diferencias biológicas entre los sexos, ni de dejar de pelear por una mejor atención sanitaria para las mujeres. La salud de la mujer es la salud de todos. En esta época de grandes oportunidades en el campo de la medicina, en la que nos comprometemos a rehacer el tejido de la atención sanitaria, debemos recordar que está en juego el bienestar de las futuras generaciones de hombres, mujeres y niños.
Te invito a unirte a mí en la lucha por una atención sanitaria más equitativa y eficaz para las mujeres, y a leer, releer y compartir este libro para alcanzar una mejor comprensión de la realidad, la singularidad y las contribuciones particulares del cerebro femenino.
LOUANN BRIZENDINE
Sausalito, California
Agradecimientos
Este libro tuvo sus comienzos durante mis años de educación en las universidades de California, Berkeley; Yale; Harvard; y el University College de Londres. Es por esto que me gustaría dar las gracias a los profesores y compañeros que más influyeron en mi pensamiento durante aquellos años: Frank Beach, Mina Bissel, Henry Black, Bill Bynum, Dennis Charney, Marion Diamond, Marilyn Farquar, Carol Gilligan, Paul Greengard, Tom Guteil, Les Havens, Florence Haseltine, Marjorie Hayes, Peter Hornick, Stanley Jackson, Valerie Jacoby, Kathleen Kells, Kathy Kelly, Adrienne Larkin, Howard Levitin, Mel Lewis, Charlotte McKenzie, David Mann, Daniel Mazia, William Meissner, Jonathan Muller, Fred Naftolin, George Palade, Roy Porter, Sherry Ryan, Carl Salzman, Leon Shapiro, Rick Shelton, Gunter Stent, Frank Thomas, Janet Thompson, George Vaillant, Roger Wallace, Clyde Willson, Fred Wilt y Richard Wollheim.
Durante los años que pasé en la facultad de Harvard y en la de California, San Francisco, influyeron en mi pensamiento Bruce Ames, Cori Bargmann, Regina Casper, Francis Crick, Mary Dallman, Herb Goldings, Deborah Grady, Joel Kramer, Fernand Labrie, Jeanne Leventhal, Sindy Mellon, Michael Merzenich, Joseph Morales, Eugene Roberts, Laurel Samuels, Carla Shatz, Stephen Stahl, Elaine Storm, Marc Tessier-Lavigne, Rebecca Turner, Victor Viau, Owen Wolkowitz y Chuck Yingling.
Mis colegas, equipo, residentes, estudiantes de medicina y pacientes del Women’s and Teen Girls’ Mood and Hormone Clinic han contribuido de muchas maneras a la escritura de este libro: Denise Albert, Raya Almufti, Amy Berlin, Cathy Christensen, Karen Cliffe, Allison Doupe, Judy Eastwood, Louise Forrest, Adrienne Fratini, Lyn Gracie, Marcie Hall-Mennes, Steve Hamilton, Caitlin Hasser, Dannah Hirsch, Susie Hobbins, Fatima Imara, Lori Lavinthal, Karen Leo, Shana Levy, Katherine Malouh, Faina Nosolovo, Sarah Prolifet, Jeanne St. Pierre, Veronica Saleh, Sharon Smart, Alla Spivak, Elizabeth Springer, Claire Wilcox y Emily Wood.
También doy las gracias a mis otros colegas, estudiantes y equipo del Langley Porter Psychiatric Institute y de la Universidad de California, en San Francisco, por sus valiosas aportaciones: Alison Adcock, Regina Armas, Jim Asp, Renee Binder, Kathryn Bishop, Mike Bishop, Alla Borik, Carol Brodsky, Marie Caffey, Lin Cerles, Robin Cooper, Haile Debas, Andrea DiRocchi, Glenn Elliott, Stu Eisendrath, Leon Epstein, Laura Esserman, Ellen Haller, Dixie Horning, Mark Jacobs, Nancy Kaltreider, David Kessler, Michael Kirsch, Laurel Koepernick, Rick Lannon, Bev Lehr, Descartes Li, Jonathan Lichtmacher, Elaine Lonnergan, Alan Louie, Theresa McGuinness, Robert Malenka, Charlie Marmar, Miriam Martinez, Craig Nelson, Kim Norman, Chad Peterson, Anne Poirier, Astrid Prackatzch, Victor Reus, John Rubenstein, Bryna Segal, Lynn Schroeder, John Sikorski, Susan Smiga, Anna Spielvogel, David Taylor, Larry Tecott, Renee Valdez, Craig Van Dyke, Mark Van Zastrow, Susan Voglmaier, John Young y Leonard Zegans.
Me siento muy agradecida a aquellos que han leído y hecho la crítica de algunos borradores del libro: Carolyn Balkenhol, Marcia Barinaga, Elizabeth Barondes, Diana Brizendine, Sue Carter, Sarah Cheyette, Diane Cirrincione, Theresa Crivello, Jennifer Cummings, Pat Dodson, Janet Durant, Jay Giedd, Mel Grumbach, Dannah Hirsch, Sarah Hrdy, Cynthia Kenyon, Adrienne Larkin, Jude Lange, Jim Leckman, Louisa Llanes, Rachel Llanes, Eleanor Maccoby, Judith Martin, Diane Middlebrook, Nancy Milliken, Cathy Olney, Linda Pastan, Liz Perle, Lisa Queen, Rachel Rokicki, Dana Slatkin, Millicent Tomkins y Myrna Weissman.
El trabajo aquí presentado se ha beneficiado particularmente de la investigación y escritos de Marty Altemus, Arthur Aron, Simon Baron-Cohen, Jill Becker, Andreas Bartels, Lucy Brown, David Buss, Larry Cahill, Anne Campbell, Sue Carter, Lee Cohen, Susan Davis, Helen Fisher, Jay Giedd, Jill Goldstein, Mel Grumbach, Andy Guay, Melissa Hines, Nancy Hopkins, Sarah Hrdy, Tom Insel, Bob Jaffe, Martha McClintock, Erin McClure, Eleanor Maccoby, Bruce McEwen, Michael Meaney, Barbara Parry, Don Pfaff, Cathy Roca, David Rubinow, Robert Sapolsky, Peter Schmidt, Nirao Shah, Barbara Sherwin, Elizabeth Spelke, Shelley Taylor, Kristin UvnäsMoberg, Sandra Witelson, Sam Yen, Kimberly Yonkers y Elizabeth Young.
También doy las gracias a quienes me han apoyado con animadas e influyentes conversaciones acerca del cerebro femenino durante los últimos años: Bruce Ames, Giovanna Ames, Elizabeth Barondes, Jessica Barondes, Lynne Krilich Benioff, Marc Benioff, Reveta Bowers, Larry Ellison, Melanie Craft Ellison, Cathy Fink, Steve Fink, Milton Friedman, Hope Frye, Donna Furth, Alan Goldberg, Andy Grove, Eva Grove, Anne Hoops, Jerry Jampolsky, Laurene Powell Jobs, Tom Kornberg, Josh Lederberg, Marguerite Lederberg, Deborah Leff, Sharon Agopian Melodia, Shannon O’Rourke, Judy Rapoport, Jeanne Robertson, Sandy Robertson, Joan Ryan, Dagmar Searle, John Searle, Garen Staglin, Shari Staglin, Millicent Tomkins, Jim Watson, Meredith White, Barbara Willenborg, Marilyn Yalom y Jody Kornberg Yeary.
Deseo asimismo expresar mi agradecimiento a las fundaciones y organizaciones privadas que han apoyado mi trabajo: Lynne y Marc Benioff, Larry Ellison, la Lawrence Ellison Medical Foundation, el National Center for Excellence in Women’s Health en la ucsf, la Osher Foundation, la Salesforce.com Foundation, la Staglin Family Music Festival for Mental Health, la Stanley Foundation y el Departamento de Psiquiatría de la ucsf.
Este libro fue desarrollado inicialmente gracias a la habilidad y el talento de Susan Wels, que me ayudó a escribir el primer borrador y a organizar cantidades ingentes de material. Tengo con ella la mayor deuda de gratitud.
Estoy muy agradecida a Liz Perle, que me persuadió al principio de que escribiera este libro, y a otros que creyeron en él y trabajaron duro para hacerlo realidad: Susan Brown, Rachel Lehmann-Haupt, Deborah Chiel, Marc Haeringer y Rachel Rokicki. Mi agente, Lisa Queen, de Queen Literary, ha sido una gran ayuda y ha aportado muchas sugerencias brillantes en todo el proceso.
Me siento especialmente agradecida a Amy Hertz, vicepresidenta y editora de Morgan Road Books, quien creyó en este proyecto desde el principio y siguió pidiendo revisiones de excelencia y ejecución para crear un relato en el cual la ciencia resulte amena.
Quiero también dar las gracias a mi hijo, Whitney, que toleró este largo y exigente proyecto con simpatía e hizo importantes aportaciones al capítulo de los adolescentes.
Por encima de todo, agradezco a mi esposo, Sam Barondes, su sabiduría, paciencia infinita, consejo editorial, perspicacia científica, amor y apoyo.
1. CÓRTEX CINGULADO ANTERIOR (CCA): sopesa las opciones, toma decisiones. Es el centro de las preocupaciones menores y es mayor en las mujeres que en los hombres.
2. CÓRTEX PREFRONTAL (CPF): la reina que gobierna las emociones y evita que se vuelvan desmedidas. Pone freno a la amígdala. Es mayor en las mujeres, y madura uno o dos años antes en las mujeres que en los hombres.
3. ÍNSULA: centro que procesa los sentimientos viscerales. Mayor y más activa en las mujeres.
4. HIPOTÁLAMO: director de la sinfonía hormonal; pone en marcha las gónadas. Comienza a funcionar antes en las mujeres.
5. AMÍGDALA: la bestia salvaje que llevamos dentro; núcleo de los instintos, domada solamente por el CPF. Es mayor en los varones.
6. GLÁNDULA PITUITARIA: produce las hormonas de la fertilidad, producción de leche y comportamiento de crianza. Ayuda a poner en marcha el cerebro maternal.
7. HIPOCAMPO: el elefante que nunca olvida una pelea, un encuentro romántico o un momento de ternura, ni deja que lo olvides tú. Mayor y más activo en las mujeres.
Elenco de los actores neurohormonales
(en otras palabras, cómo afectan las hormonas al cerebro de una mujer)
Los actores que tu médico conoce:
ESTRÓGENO: el rey; potente, ejecutivo, arrollador; a veces totalmente utilitario, a veces seductor agresivo; amigo de la dopamina, la serotonina, la oxitocina, la acetilcolina y la norepinefrina (las sustancias químicas que hacen que el cerebro se sienta bien).
PROGESTERONA: permanece en segundo plano, pero es hermana poderosa del estrógeno; aparece intermitentemente y a veces es una nube tormentosa que cambia los efectos del estrógeno; otras veces es un agente estabilizador; madre de la alopregnanolona (el Valium del cerebro, es decir la chill pill).
TESTOSTERONA: rápida, enérgica, centrada, arrolladora, masculina, seductora, vigorosa, agresiva, insensible; no está para mimos.
Los actores que tu médico tal vez no conozca y también afectan al cerebro femenino:
OXITOCINA: esponjosa, parece un gatito ronroneante; mimosa, providente, como la madre tierra; el hada buena Glinda en El mago de Oz; encuentra placer en ayudar y servir; hermana de la vasopresina (la hormona masculina socializante), hermana del estrógeno, amiga de la dopamina (otra sustancia química que hace sentir bien al cerebro).
CORTISOL: crispado, abrumado, estresado; altamente sensible, física y emocionalmente.
VASOPRESINA: sigilosa, en segundo plano, energías masculinas sutiles y agresivas; hermana de la testosterona, hermana de la oxitocina (hace que uno se conecte de modo activo, masculino, igual que la oxitocina).
DHEA: reservorio de todas las hormonas; omnipresente, dominante, mantenedora de la neblina de la vida; energética; padre y madre de la testosterona y el estrógeno, apodada «la hormona madre», Zeus y Hera de todas las hormonas; con una fuerte presencia en la juventud, se reduce hasta la nada en la vejez.
ANDROSTENEDIONA : madre de la testosterona en los ovarios; fuente de descaro; animada en la juventud, disminuye en la menopausia y muere con los ovarios.
ALOPREGNANOLONA: la hija suntuosa, calmante y apaciguadora de la progesterona; sin ella nos sentimos irritables; es sedativa, relajante, tranquilizadora; neutraliza cualquier estrés; tan pronto desaparece, todo es abstinencia cargada de mal humor; su marcha repentina es la clave central del SPM, los tres o cuatro días anteriores al período de la mujer.
Fases de la vida de una mujer
Las hormonas pueden determinar qué le interesa hacer al cerebro. Ayudan a guiar las conductas alimenticias, sociales, sexuales y agresivas. Pueden influir en el gusto por la conversación, el flirteo, las fiestas (como anfitrión o invitado), la programación de citas de juegos infantiles, el envío de notas de agradecimiento, las caricias, la preocupación por no herir sentimientos ajenos, la competición, la masturbación y la iniciación sexual.
EL CEREBRO FEMENINO
Introducción
Lo que nos hace mujeres
Más del 99% del código genético de los hombres y las mujeres es exactamente el mismo. Considerando los genes que hay en el genoma humano (30.000), la variación de menos del 1% entre los sexos resulta pequeña, pero esa diferencia de porcentaje influye en cualquier pequeña célula de nuestro cuerpo, desde los nervios que registran placer y sufrimiento, hasta las neuronas que transmiten percepción, pensamientos, sentimientos y emociones.[1]
Para el ojo observador, los cerebros de las mujeres y los de los hombres no son iguales. Los cerebros de los varones son más grandes en alrededor de un 9 %, incluso después de la corrección por tamaño corporal. En el siglo xix los científicos infirieron de esa diferencia que las mujeres tenían menos capacidad mental que los hombres. Las mujeres y los hombres, sin embargo, tienen el mismo número de células cerebrales. Es sólo que las células están agrupadas con mayor densidad en las mujeres, como embutidas en un corsé, dentro de un cráneo más pequeño.
Durante gran parte del siglo xx la mayoría de los científicos creyeron que las mujeres eran esencialmente hombres limitados desde un punto de vista neurológico y en todos los demás sentidos, excepto en lo tocante a las funciones reproductivas. Esa creencia ha seguido siendo el meollo de duraderos malentendidos acerca de la psicología y fisiología femeninas. Cuando se miran las diferencias cerebrales con algo más de profundidad, éstas revelan qué hace que las mujeres sean mujeres y los hombres, hombres.
Hasta la década de los noventa los investigadores dedicaron poca atención a la fisiología, neuroanatomía o psicología femeninas, como diferenciadas de las de los varones. Yo misma capté esta impresión durante mis años de estudiante de neurobiología en Berkeley, a finales de los años setenta, durante mi formación médica en Yale, y durante mi preparación como psiquiatra en el Massachusetts Mental Health Center, en la Harvard Medical School. Mientras estudiaba en cada una de estas instituciones, aprendí poco o nada acerca de las diferencias biológicas o neurológicas de la mujer, aparte del embarazo. Cierta vez que un profesor presentó un trabajo en una clase de Yale acerca del comportamiento animal, levanté la mano y pregunté qué resultados había dado la investigación en lo referente a las hembras según aquel estudio. El profesor se desentendió de mi pregunta declarando: «Nunca empleamos hembras en esos estudios; sus ciclos menstruales nos embarullarían los datos.»
La escasa investigación de que se disponía indicaba, sin embargo, que las diferencias cerebrales, aunque sutiles, eran profundas. Como residente en psiquiatría me interesó mucho el hecho de que había el doble de casos de depresión entre las mujeres que entre los varones.[2] Nadie ofrecía razonamientos claros sobre esta discrepancia. Dado que yo había cursado el bachillerato en el apogeo del movimiento feminista, mis explicaciones personales tendían a lo político y a lo psicológico. Adopté la actitud típica de los setenta sobre que la culpa era de los patriarcas de la cultura occidental. Ellos habrían mantenido reprimidas a las mujeres y las habrían convertido en menos funcionales que los hombres. Sin embargo, esta explicación de por sí no acababa de encajar: había nuevos estudios que revelaban la misma proporción de depresiones en todo el mundo. Empecé a pensar que estaba ocurriendo algo más importante, más básico y biológico.
Cierto día me impresionó saber que las ratios de depresión de hombres y mujeres no empezaban a divergir hasta que éstas cumplían doce o trece años, edad en que las chicas comenzaban a menstruar. Se diría que los cambios químicos en la pubertad actuaban de alguna manera en el cerebro, de modo que se desencadenaba más depresión entre las mujeres. En aquella época había pocos científicos que investigaran semejante relación y a la mayoría de los psiquiatras, como a mí, se nos había instruido según la teoría psicoanalítica tradicional que examinaba la experiencia de la infancia, pero no consideraba que la química específica del cerebro femenino jugase un papel en ella. Cuando empecé a tomar en cuenta el estado hormonal de una mujer al evaluarla psiquiátricamente, descubrí los enormes efectos neurológicos que tienen sus hormonas, durante diversos estadios de la vida, en la configuración de sus deseos, de sus valores y del modo mismo en que percibe la realidad.
Mi primera revelación acerca de las diferentes realidades creadas por las hormonas sexuales llegó cuando empecé a tratar a mujeres afectadas por lo que denomino síndrome cerebral premenstrual extremo.[3] Durante la menstruación, el cerebro femenino cambia un poco cada día. Algunas partes del mismo cambian cada mes hasta el 25 %.[4] Las cosas se ponen difíciles a veces, pero para la mayoría de las mujeres los cambios resultan manejables. Aun así, algunas pacientes acudieron a mí ya que ciertos días se sentían tan alteradas por sus hormonas que no podían trabajar ni hablar con nadie, porque o les daba por romper a llorar o por ponerse hechas unas fieras.[5] En la mayoría de las semanas del mes se mostraban emprendedoras, inteligentes, productivas y optimistas, pero una simple oscilación en el fluido hormonal que llegaba a sus cerebros las dejaba determinados días con la sensación de un futuro tenebroso, de odio a sí mismas y a sus vidas. Tales ideas parecían reales y sólidas; esas mujeres actuaban como si éstas fueran hechos y hubieran de durar siempre, aun cuando surgían solamente de sus altibajos hormonales cerebrales. Apenas cambiaba la marea volvían a dar lo mejor de sí mismas. Semejante forma extrema de SPM, que se manifiesta sólo en un pequeño porcentaje de mujeres, me hizo ver cómo la realidad de un cerebro femenino puede cambiar por poca cosa.
Si la realidad de una mujer podía cambiar radicalmente de semana en semana, lo mismo cabría decir de los cambios hormonales masivos que ocurren a lo largo de la vida de una mujer. Yo quería tener la oportunidad de averiguar más acerca de esas posibilidades a una escala más amplia y, por eso, en 1994 fundé la Women’s Mood and Hormone Clinic en el Departamento de Psiquiatría de la Universidad de California, en San Francisco. Fue una de las primeras clínicas del país dedicadas a observar los estados del cerebro femenino y cómo la neuroquímica y las hormonas afectan a su humor.
Lo que hemos encontrado es que el cerebro femenino se ve tan profundamente afectado por las hormonas que puede decirse que la influencia de éstas crea una realidad femenina. Pueden conformar los valores y deseos de una mujer, decirle día a día lo que es importante. Su presencia se siente en cualquier etapa de la vida, desde el mismo nacimiento. Cada estado hormonal —años de infancia, de adolescencia, de citas amorosas, de maternidad y de menopausia— actúa como fertilizante de diversas conexiones neurológicas, responsables de nuevos pensamientos, emociones e intereses. A causa de las fluctuaciones que comienzan nada menos que a los tres meses y duran hasta después de la menopausia, la realidad neurológica de una mujer no es tan constante como la de un hombre. La de él es como una montaña que los glaciares, el tiempo y los profundos movimientos tectónicos de la tierra van erosionando de manera imperceptible a lo largo de los milenios. La de ella es más bien como el clima, siempre cambiante y difícil de predecir.