Sencillamente inolvidable (Hermanas Atwood 5)

Raquel Gil Espejo

Fragmento

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Prólogo

Londres, 1874

Anna caminaba por Regent Street en compañía de Bella, Frances y Catherine. Alice llegaría a la ciudad en apenas unos días, a principios de mayo. Esa temporada, Juliet y Arthur, junto a los marqueses de Dumfries, también tenían previsto trasladarse a Londres.

Tras sus pasos, habían dejado Haymarket. Aquella zona, atestada de transeúntes y de carruajes, era una especie de bulevar parisino, que confluía en Piccadilly Circus, y punto de reunión de las más altas esferas de la sociedad londinense. En ella se podían encontrar toda suerte de establecimientos. Muchos de ellos, no aptos para todas las billeteras. Anna había entrado en una boutique y había comprado un pañuelo de seda para Sophia. Recientemente, la institutriz había cumplido treinta años y la joven quería tener un detalle con ella.

Al desposarse con Giles Jenkins, Sophia se había marchado a vivir al barrio de Belgravia, no muy lejos de la vivienda que compartían Frances y Gilbert. Tal y como le habían prometido, el matrimonio Atwood había respetado su deseo de continuar trabajando en la mansión, a tiempo parcial, ocupándose del cuidado y de la educación de Rhys.

—Al fin conoceremos a Violet —dijo Catherine.

—Y podremos volver a abrazar a Jamie —añadió Bella.

—Después de casi dos años, nos reuniremos las seis —señaló Frances.

Las hermanas Atwood habían estado extrañando a Juliet. Aquella jovencita se había ganado sus corazones años atrás y llevaban demasiado tiempo sin tenerla a su lado.

—Tengo la sensación de que esta temporada va a ser distinta a las demás —manifestó la duquesa de Riderland.

—¿En qué sentido? —inquirió Frances.

—Ni idea... Se trata de un presentimiento —le respondió Bella.

—¿Te preocupa algo, Anna?

—No, Cath —se apresuró en contestarle.

—Te veo como ausente —insistió Catherine.

—Son cosas tuyas, Cath... Estoy como siempre. —Le sonrió su hermana.

—Cuidado. —Tomó Bella del brazo a Anna.

Aquella tarde, el flujo de tráfico era incesante y uno de los carruajes había pasado muy cerca de ellas.

—¿Ese no es... Nicholas Bedford? —interpeló Frances.

—El mismo. —Catherine se hizo acompañar de un gesto de aburrimiento.

—Espero que no se acerque —musitó Anna.

—¿Se dará por vencido alguna vez?—Sacudió la cabeza Bella.

—Madre me insiste en que le dé una oportunidad... «Al menos, conócelo, Anna... ¿Qué hombre quiere estar con una mujer que tiene un hijo de otro?» —imitó Anna a su madre.

—Típico de Eliza Atwood —farfulló Frances.

—Y... ¿te lo estás pensando, Anna? —quiso saber Catherine.

—No —le respondió Bella—. Anna no tiene nada que pensar, ¿verdad?

—No puedo amar a ese joven. —Bajó la mirada Anna—. Yo... Bueno... Ya lo sabéis.

—Le pedí a Simon que me llevara de luna de miel a América, pero se negó. —Se sintió apenada Catherine.

—Viniste encantada de Grecia, Cath —le recordó Bella.

—Ya..., pero yo tenía mis propios planes.

—Tus intenciones eran las mejores, Cath... —Le sonrió Anna—. ¡Oh, no, me temo que...!

—Lady Radcliffe, señora Nightingale, lady Hawkmoor... Señorita Atwood...

—Señor Bedford, qué pena con usted... Les estaba diciendo a mis hermanas que se nos ha hecho tarde —salió al paso Bella, quien tomó del brazo, una vez más, a Anna.

—Vaya, lo lamento. Esperaba poder conversar con usted, señorita Atwood. —Nicholas le clavó una anhelante mirada.

—Será en otra ocasión, señor Bedford —no quiso ser grosera Anna.

—¿Lo promete, señorita Atwood?

—No, señor Bedford... Anna no puede prometerle nada... Y, ahora, si nos disculpa...

Bella obligó a Anna a darle la espalda a aquel joven y a ir poniendo distancia de por medio respecto a él. Frances y Catherine las siguieron.

—¿No has sido algo descortés, Bella? —le llamó la atención Anna.

—¿Estás interesada en él?

—Noooo, claro que no.

—Entonces, no debería albergar esperanza —le dijo Bella.

—Pero... yo nunca se las he dado.

—Lo sabemos, Anna. —Acarició su hombro Catherine.

—No podemos negar que el señor Bedford es insistente —declaró Frances.

—La palabra que mejor lo define es... pesado —suspiró Bella.

—No voy a aceptar a alguien por no quedarme sola, hermanas... No necesito a un hombre en mi vida que no sea mi hijo o mi padre —trató de convencerse a sí misma Anna.

***

De vuelta a la mansión, Anna fue al encuentro de Sophia, quien se hallaba en los jardines junto a Rhys y a Meg.

—Es precioso, señorita Anna. —Le sonrió Sophia tras recibir su regalo y antes de abrazarla—. Pero no debía molestarse.

—Sabes que no es molestia para mí... ¿Cómo lo estás pasando, mi vida? —se dirigió Anna a su pequeño antes de inclinarse sobre él y besarlo en la frente.

—Bien, mami.

Rhys pronto cumpliría tres años y no había cambiado un ápice físicamente. Su estatura continuaba siendo alta para su edad, ya lo entendía todo y hablaba sin parar.

—¿Te he dicho alguna vez que eres el hombrecito más guapo del mundo entero?

—Sí. —Esbozó una enorme sonrisa Rhys.

Anna se agachó a su lado y se abrazó a él.

—¿Se encuentra bien, señorita Anna? —La observó con preocupación Sophia.

—Sí, Sophia, no te preocupes... Es solo que... Nada, no me hagas caso. —Se puso de pie—. Debes marcharte ya... Yo me ocupo de mi hijo.

Carla, la sobrina de Rose, la cocinera, se había trasladado a la mansión del barón de Hydebury. La presencia de tres doncellas ya no era necesaria. Con Meg y Lizzie, quienes se ocupaban de asistir a Anna y de cuidar de Rhys cuando Sophia se marchaba a su hogar, era más que suficiente. Así lo había estimado oportuno el señor Atwood y Eliza había estado de acuerdo con él.

***

Bella, Frances y Catherine observaban a Anna desde uno de los ventanales de la mansión.

—¿Creéis posible que se haya olvidado de Gowin? —inquirió Frances.

—No, de ningún modo —le respondió Catherine.

—Tan solo intenta mostrarnos su fortaleza, pero lo sigue amando como el primer día —manifestó Bella.

—¿Por qué no vuelve? —preguntó Catherine.

—¿Olvidas cómo salió de esta casa? —La miró a los ojos Bella—. No debe guardar un grato recuerdo.

—Pero su amor por Anna debería estar por encima de cualquier rencor o dolor —manifestó Catherine.

—Es cierto... Miradla, si parece un ángel —les dijo Frances.

—Uno con las alas rotas —afirmó Bella en un susurro.

***

Desde que Catherine y Simon contrajeran matrimonio y Anna se quedara sola en la mansión familiar, sus hermanas la habían estado visitando casi a diario y, con la llegada de la nueva temporada, tenían miles de planes para sacarla de casa, para mantenerla ocupada y distraída. Su intención y su deseo no eran otros que los de evitar que su estado de ánimo decayera.

—Vuestros esposos me van a acabar odiando —había bromeado Anna con ellas.

—Thomas os adora a Rhys y a ti, Anna. Ya lo sabes —le había recordado Bella.

—Gilbert también os quiere muchísimo —había manifestado Frances.

—Y Simon le tiene un cariño especial a Rhys desde que lo conoció... También a ti —había añadido Catherine.

En el último mes, habían salido a pasear en varias ocasiones por Hyde Park, habían visitado la National Gallery y el mercado de Covent Garden. Sus salidas a Piccadilly Circus también habían sido recurrentes, así como las tardes de té en Riderland House o en la mansión de los Hydebury.

***

Richard acababa de regresar a Londres después de pasar los dos últimos meses en Tyneside. Cada año le resultaba más difícil hacer frente a ausencias tan dilatadas. El señor Atwood sabía que Anna lo iba a necesitar más que nunca, aunque ella tratara de enmascarar su tristeza delante de Eliza y de él. Lo mismo sucedía cuando se hallaba en compañía de sus hermanas o de su hijo. Rhys se había convertido en el ojito derecho de su abuelo y Richard tampoco llevaba nada bien alejarse de él.

Richard se reunió con Anna en el salón principal. Mientras Sophia enseñaba las vocales a Rhys, ella leía Cumbres borrascosas, de Emily Brontë. Su padre se acomodó a su lado, sobre uno de los sofás.

—No creo que ese sea el mejor libro para leer, Anna.

—¿Por qué lo dice, padre? —Ante el silencio de Richard, se respondió ella misma—. Heathcliff es un joven de origen humilde que llega al hogar de los Earnshaw y se enamora perdidamente de la hija del señor de la casa..., pero, claro, la diferencia de clases sociales hace que ese amor sea imposible... ¿Teme que Gowin regrese para vengarse?

—No bromees con algo tan serio, hija... Gowin y tú no tenéis nada que ver con esos personajes —añadió Richard.

—En eso tiene toda la razón, padre... Discúlpeme, no sé por qué lo he dicho. —Apretó una sonrisa Anna.

—Tu madre y tus hermanas están preocupadas por ti, Anna.

—Pues no lo entiendo, padre... Sabe que me esfuerzo por ser feliz.

—Pero no lo eres —afirmó Richard.

—Lo soy, a ratos.

—Nicholas Bedford...

—No, padre, no se lo permito. —Anna buscó su verde mirada—. Estoy condenada a vivir sin el amor de un hombre, y ya lo he aceptado. No deseo compartir mis días con nadie que no sea mi hijo. Yo ya tuve a mi lado al amor de mi vida, y lo perdí.

—Anna...

—¿Lo ve, padre? Por esto no quiero hablar del pasado... No consigo hacerlo sin que las lágrimas me ahoguen, y no deseo que Rhys me vea así. —Anna necesitó detenerse unos instantes—. Nunca podré entregarle mi corazón a nadie. Creo que se me ha vuelto de piedra de tanto como ha llorado la pérdida del padre de mi hijo.

Richard pasó su brazo por los hombros de Anna y la atrajo hacia sí.

—No digas eso, hija.

—Es la verdad, padre... Pero no debe preocuparse por mí, he aceptado mi destino. —Anna se hizo acompañar de una impostada sonrisa.

—Me niego a ver cómo te marchitas entre estas paredes, Anna... Eres una joven muy hermosa y muy válida. Mereces el mismo sino que han tenido tus hermanas —manifestó Richard.

—Olvida que a ellas sí se les ha permitido unir sus vidas a los hombres a los que aman. Alice, Bella, Frances y Catherine se han casado por amor, padre... También lo han podido hacer Juliet y Sophia... ¿Por qué no se me permitió a mí?

—Hija, no...

—Discúlpeme, padre.

Anna se puso de pie, soltó el libro sobre la mesa más cercana y, sin querer mirar a su pequeño, abandonó el salón.

—Anna...

—Ahora, no, madre.

Eliza la siguió con la mirada y, al darse media vuelta para reunirse con su esposo, se encontró con su taciturna silueta. Richard tenía los ojos enrojecidos.

—¿Qué sucede? —inquirió Eliza.

—No consigue olvidarlo, y yo no logro dejar de sentirme un ser de lo más miserable.

—No, Richard, tú eres el mejor de los hombres —le dijo su esposa.

—No, no lo soy... Maldita sea, Eliza, ¿por qué lo hicimos tan mal con Anna?

Eliza no recordaba la última vez que había visto llorar a su esposo. Y ahí lo tenía, enfrente de ella, con la voz temblorosa y las lágrimas bañando sus mejillas.

—Gowin era...

—Gowin es el hombre al que Anna siempre amará, ¿aún no te has dado cuenta? —Apretó los puños Richard.

—Richard...

Al igual que le sucediera con Anna, Richard también se alejó de ella. El señor Atwood se encerró en su despacho y se sirvió una copa de whisky.

***

—¿Todo bien, señora? —le preguntó Sophia a Eliza.

—Me temo que no... Anna sigue sufriendo por Gowin, y...

—Mi papá. —Sonrió Rhys.

—Sí, cariño mío... Tu papá.

En ese momento, fue Eliza quien necesitó alejarse de aquel pequeño al que amaba sin condición. Al igual que le sucediera a Richard, ella tampoco pudo contenerse. Sophia podía escuchar sus sollozos y quiso alejar a Rhys de su abuela.

***

Anna se había refugiado en los jardines, había cogido una margarita, que se disponía a deshojar entre sus dedos y se había sentado sobre el césped. Sabía que aquel ritual era absurdo. Sin embargo, tal y como le confesara a Catherine un año atrás, a ella le consolaba.

Anna se estaba esforzando. Llevaba mucho tiempo haciéndolo. Sabía que Nicholas Bedford era un buen partido. Era joven, apuesto, educado..., pero ella jamás podría darle lo que él necesitaba. Rhys ya tenía un padre, aunque una distancia insalvable los separara; y ella no anhelaba un marido.

Anna evocó una de las últimas frases que había leído antes de que su padre la interrumpiera:

«El pensar en él llena toda mi vida. Si el mundo desapareciera y él se salvara, yo seguiría viviendo; pero, si desapareciera él y lo demás continuara igual, yo no podría vivir».

Algo similar le había sucedido a ella... Gowin había desaparecido de su vida. Sin embargo, el mundo que la rodeaba, y con él sus gentes, había seguido su curso. Desde aquella mañana en la que Eliza Atwood obrara por el bien común, decidida a evitar un escándalo, en detrimento de Anna, ella había estado sobreviviendo. El punto de inflexión lo marcó el nacimiento de Rhys. Él era su razón de ser. Ver a su pequeño era contemplar el fruto de ese amor que nunca nadie debió cercenar.

Anna desconocía la suerte de Gowin en América. Ignoraba si el padre de su hijo había rehecho su vida, si había encontrado a una mujer, si la había olvidado entre el calor de otros brazos.

—No pienses eso, Anna, no te hace bien —se dijo a sí misma—. La margarita ha dicho sí... Aún hay esperanza para ti.

Anna trató de sonreír, pero su mandíbula temblaba. Cerró los ojos y trató de controlar su respiración.

—¡Mami!, ¡mami!

Antes incluso de poder reaccionar, Rhys se arrojó a sus brazos, haciéndola caer sobre aquel suave manto verde y la cubrió con su menudo cuerpo.

—Mi vida, eres un torbellino. —Le sonrió Anna al tiempo que acariciaba su cabello rojizo.

—Te quiero, mami.

—Yo sí que te quiero, mi vida.

Anna lo besó y lo apretó contra ella.

Sophia los observaba con ternura y con pesar. Nadie que la conociera podía permanecer ajeno a la cruenta batalla que, día tras día, se venía librando en el interior de aquella joven de cabello largo y dorado y ojos del color del mar que en los últimos meses se estaba esforzando más que nunca en acallar unos sentimientos que continuaban atormentando su alma y horadando su corazón.

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Capítulo 1

Londres había amanecido a sábado 2 de mayo y, en la mansión Atwood, se esperaba la llegada de los marqueses de Dumfries, de Juliet y de Arthur. Lady Lorraine Radcliffe y lady Josephine McLaine también habían decidido acompañarlos.

Frances y Gilbert se dejaron ver por la casa familiar a media tarde. La poeta continuaba cosechando éxitos. En el mes de enero, ella y su esposo habían estado viajando por diferentes ciudades, desde Canterbury a Liverpool, pasando por Oxford, Birmingham, Manchester o York. El nombre de Frances Atwood llevaba más de un año sonando con fuerza, y ella no podía estarle más agradecida a la vida y a Champman & Hall. Su segundo poemario, A propósito del amor, vería la luz en unas semanas y las expectativas no podían ser más halagüeñas.

Catherine y Simon, quienes parecían vivir en una continua luna de miel, se reunieron con ellos con apenas media hora de diferencia. Las miradas y los gestos de cariño que se dedicaban, y que hablaban del amor tan absoluto que se profesaban, no pasaban desapercibidos para nadie. Catherine continuaba asistiendo a las reuniones en la sede de Langham Place, pero no había vuelto a tomar partida en una nueva manifestación. De momento, le bastaba con saberse parte del movimiento sufragista, con aportar ideas muy válidas y con el hecho de sentirse respaldada, incondicionalmente, por su esposo.

Bella y Thomas, junto con Ada, acababan de llegar a la mansión. La pequeña fue recibida entre besos y abrazos por parte de su primo Rhys y, como acostumbraban a hacer, se tomaron de la mano y se escoraron en el rincón del salón que parecía destinado a ellos dos.

Anna, sentada en uno de los sofás, observaba a Rhys y a Ada y no podía evitar sonreír. Si la felicidad existía, debía ser muy parecida a momentos como aquel, en los que se veía rodeada de su familia, esperando la llegada de Alice, y teniendo a su lado a la persona a la que más amaba. Rhys era el motor de su existencia. Sin él, Anna se habría sentido muy perdida.

—¿Cómo te encuentras hoy, Anna? —le preguntó Thomas al tiempo que se acomodaba a su lado.

—Espero con anhelo la llegada de Alice y de Juliet —le respondió Anna.

—Me interesa saber cómo estás tú. —La miró a los ojos el duque.

—Me resigné hace tiempo, Thomas... Estoy bien. —Se obligó a sonreírle antes de desviar su mirada hacia Rhys—. Lo tengo a él.

—Adoro a tu hijo, Anna.

—Lo sé... Y él a ti.

—Si Gowin decidiera...

—No, Thomas, no quiero hablar de él. —Anna apretaba con fuerza sus manos en un intento porque Thomas no la viera vacilar—. Han pasado casi cuatro años y... necesito seguir adelante. Lo estoy haciendo.

—Está bien, Anna... Quiero que sepas que Bella y yo siempre vamos a estar a tu lado.

—Lo sé, y no sabes cuánto os lo agradezco. —Le sonrió Anna.

Bella los observaba con semblante serio. A nadie le pasaba desapercibido lo impostada que era esa fachada que Anna trataba de mostrar ante ellos: segura, fuerte, indiferente.

Mientras Gilbert y Simon conversaban con Richard, Eliza se había acercado a sus nietos y los pequeños la habían obligado a sentarse con ellos. A Anna le agradaba ver a su madre siempre tan pendiente de Rhys. Sabía que lo quería con toda su alma. Sin embargo, no había podido borrar de su mente y de su corazón la crueldad exhibida en el pasado, al elegir por ella, sin mostrar un ápice de indulgencia, el día en el que eliminó a Gowin de su vida.

Bella requirió a Thomas. El duque se excusó con Anna y se reunió con su esposa, quien permanecía de pie, junto a la chimenea, y apuraba una taza de té.

—¿Te ha dicho algo?

—No desea hablar del pasado —le dijo Thomas antes de darle un trago a su copa de brandy.

—Cada día que pasa me siento más culpable por estarle ocultando la verdad. —Le dedicó una atribulada mirada Bella.

—¿A quién de los dos? —inquirió el duque.

—A ambos.

Los ojos azules de Bella se detuvieron sobre Anna. Su hermana continuaba observando a su hijo, pero parecía muy lejos de allí. Catherine había asegurado que la veía ausente y Bella estaba de acuerdo. Esa era la palabra que mejor la definía.

Catherine y Frances se sentaron al lado de su hermana, en uno de los divanes. Anna se tuvo que mover para dejarles un hueco.

—¿Es que no hay más sitios? —Sacudió la cabeza Anna.

—¿Te molesta nuestra presencia? —inquirió Catherine.

—Eso jamás, Cath... Es solo que... —Anna se puso de pie y respiró muy profundo antes de elevar la voz—. ¿Podéis prestarme atención un momento?

Todas las miradas, incluidas las de Rhys y Ada, se posaron sobre ella.

—¿Sabes qué va a decir? —farfulló Catherine.

—Ni idea. —Se encogió de hombros Frances.

—Yo... os quiero pedir algo... —vacilaba Anna—. Veréis, sé que os doy pena, pero...

—No, hija. Tú no nos das pena —necesitó interrumpirla Richard.

—Puedo sentirlo, padre... —Agachó la mirada Anna—. Sé que me queréis, a mí y a mi hijo, y que pensáis que me siento sola... Es posible que, en ocasiones, me embargue la tristeza y la soledad, no os voy a mentir; pero vosotras, lo digo muy especialmente por mis hermanas, tenéis vuestras vidas y yo..., yo siento que os las estoy robando.

—No, Anna... ¿Cómo se te ocurre decir eso? —La miró con cariño y con censura Catherine.

—Es lo que siento.

—Pues déjame decirte que discierne demasiado de la realidad —le dijo Frances—. Tú siempre has estado a nuestro lado, ¿cómo crees que te vamos a dar la espalda, Anna? Eso es algo impensable para nosotras.

—No os digo que me borréis de vuestras vidas, tan solo os pido que no os esforcéis tanto —manifestó Anna.

—No es ningún esfuerzo salir a pasear contigo, Anna, ni tomar té, ni reír, ni llorar... —comenzó a decirle Bella—. Vemos que no consigues remontar el vuelo y se nos parte el alma.

—Cortaron mis alas hace tiempo, Bella —susurró Anna.

—Anna no tiene por qué quedarse sola —decidió int

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