El camino de la escritura

Julia Cameron

Fragmento

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Hay varias herramientas básicas que sirven de fundamento para que la escritura resulte productiva. Con el empleo de estas herramientas es posible allanar el terreno de la longevidad como escritor. Esta semana encenderás la mecha: te prepararás para asumir tu compromiso a largo plazo con tu proyecto de escritura. Si te ciñes a estas herramientas y analizas cómo abordas tu escritura, pondrás en marcha un proceso saludable y sostenible que te ayudará en el transcurso de las próximas seis semanas… y más adelante.

INTRODUCCIÓN

Me encanta escribir. Tengo setenta y tres años, y llevo haciéndolo a tiempo completo desde los dieciocho. Eso son cincuenta años: un romance que viene de largo.

Me encanta escribir. Cuando me pongo a escribir, se me aclaran y ordenan las ideas.

Me encanta escribir y, por tanto, lo hago a diario. Ahora mismo estoy sentada en mi biblioteca, en mi gran silla de oficina de piel, y, efectivamente, estoy escribiendo. Mi perrita Lily, un terrier blanco, se tumba a mis pies. «Qué perrita más buena», digo en un arrullo. Pero Lily no es una perrita buena; es traviesa, y entre sus travesuras destaca su fijación por los bolígrafos. «Lily es la perrita de una escritora», bromeo. Me acomodo para escribir y Lily se acomoda para quitarme el bolígrafo. Deslizo la mano sobre la página y, siempre que paro, Lily me arrebata de un salto el bolígrafo, pone pies en polvorosa y, al cabo de unos minutos aparece con el bolígrafo hecho trizas y un gracioso mostacho negro.

«Lily, estoy intentando escribir», la regaño, pero el juego de «atrapar el bolígrafo» le resulta muy entretenido. Salta sobre mi regazo y cae de lleno encima del cuaderno, empuña el bolígrafo y sale corriendo. De modo que ahora estoy escribiendo con un segundo bolígrafo. Lo que quiero escribir es precisamente acerca de la escritura.

Empezaré con un informe de flora y fauna: mis rosas, rojo pasión y blancas, están en flor. Los pájaros cantores gorjean desde los juníperos. En el suelo, las veloces lagartijas cola de látigo desaparecen rápidamente del camino. Lily sale disparada a la caza. A pesar de que solo estamos a principios de mayo, en Santa Fe se ha adelantado el verano. Hoy hace calor y la neblina empaña las montañas. En mi caminata con Lily, enseguida me da sed. Cuando los coches nos adelantan por la pista de tierra, dejan a su paso una estela de polvo flotando en el aire. Me detengo y espero a que el polvo se asiente antes de continuar. Nuestros paseos son una disciplina diaria que me he autoimpuesto. En los días en los que cancelo el paseo —por exceso de viento o lluvia—, Lily se pone a caminar inquieta de un lado a otro por las losas de terracota de mi casa de adobe. «Lily —le digo—, saldremos mañana».

Cuando cae la noche, Lily se tranquiliza. La luna de tres cuartos de la pasada noche iluminó las montañas como un disco argénteo. Esta noche habrá una luna casi llena cuyo resplandor realzará el jardín, con una luz que invita a escribir, y por tanto me pongo con ello.

Escribir es una disciplina diaria, lo mismo que caminar. Me siento nerviosa si me salto la rutina, lo mismo que Lily. Así pues, me pongo a escribir los pormenores del día, sabiendo que escribir fomenta la escritura. He pasado los seis últimos meses entre libros, oficialmente sin escribir, salvo mis páginas matutinas. Me ha dado por escribir tarjetas y cartas a mis amigos lejanos. Inspirados por mi ejemplo, muchos de ellos han hecho lo mismo, y las tarjetas se cruzan en el correo.

«Vivimos muy lejos la una de la otra», acostumbraba a lamentarse mi amiga Jennifer. Yo elegía con cuidado las tarjetas que le enviaba: imágenes de Nuevo México que volaban hasta Florida. Le envié una fotografía de nuestra catedral, de una ristra de guindillas, de un cactus en flor. A Jennifer le encantaron las fotos y mis concisas notas tamaño tarjeta. Ya no se queja de nuestra separación. La palabra escrita y las fotos la reconfortan más que cualquier conversación telefónica.

Sentada a mi mesa de comedor, me pongo a escribir tarjetas. Siento el impulso de hacerlo con gran minuciosidad: una tarjeta con rosas para Laura en la que le doy el parte de mis propias rosas; una tarjeta con un búho en la que le digo a mi mentora, la poetisa Julianna McCarthy, lo mucho que aprecio su sabiduría; a mi hija, Domenica, amante de los caballos, le envío una tarjeta de ponis con una nota preguntándole por sus progresos en el adiestramiento de un potro. Cada nota es una muestra de aprecio hacia el destinatario; me he tomado la molestia de escribir. En la terraza de una cafetería saboreo un chai latte con leche de soja. Conociendo su gusto por un elaborado capuchino, le escribo a mi colega Emma Lively.

«Recibí tu tarjeta —me informa Laura tan solo tres días después. La suya lleva rosas trepadoras, altas como la propia Laura—. Es preciosa —añade—». Sentada de nuevo a mi mesa de comedor, le envío una tarjeta con espuelas de caballero. Recuerdo que le gusta el azul.

«Eres apreciada», dicen nuestras tarjetas, y ver es creer. Acumulamos las notas escritas a mano que recibimos. Mi hija me comenta que las suyas, colgadas de un hilo, decoran su estantería. «Son muy alegres», señala.

Y escribir es una alegría, un potente revulsivo para el ánimo. Nos reporta regocijo. Cuando nos ponemos a escribir, ensalzamos nuestras vidas. «Importamos», declaran nuestras palabras. Al hacer un esfuerzo y tomarnos la molestia de describir nuestro estado de ánimo, encontramos que este mejora. Al prestar atención, calmamos esa parte ansiosa de nuestro ser que se pregunta: «¿Y yo qué?». Dejamos de ser huérfanos para ser queridos, y escribir a nuestros amigos es un gesto de aprecio. Escribir pone las cosas «en orden». Se salvan las distancias propias de la vida moderna y lo que nos separa de los buenos propósitos.

«Escribir es lo único que, cuando lo hago, no siento que deba hacer otra cosa».

GLORIA STEINEM

Me encanta escribir. Escribir es un arma poderosa. Es un acto de valentía. Al escribir, nos sinceramos acerca de cómo somos y de cómo nos sentimos. Le regalamos nuestras coordenadas al universo: «Estoy justo aquí». Damos permiso al universo para que interceda por nosotros. Cuando escribimos, experimentamos sincronía. Nuestra suerte mejora. La escritura es un camino espiritual, pues con cada palabra damos otro paso adelante. La escritura entraña sabiduría. Se requiere valentía para ver nuestro mundo y a nosotros mismos con mayor claridad. Es un compromiso con la honestidad. En la página en blanco y negro vemos las variables con las que jugamos. La escritura es una cuerda salvavidas. Me encanta escribir.

HERRAMIENTAS NECESARIAS: PÁGINAS MATUTINAS Y CITAS CON EL ARTISTA

Como escritora, atribuyo mi buena disposición a comenzar donde estoy a mi práctica diaria de escribir las páginas matutinas. ¿Qué son exactamente? Son tres páginas diarias estrictamente de flujo de conciencia escritas a mano al despertar.

Las páginas me despejan la cabeza y establecen las prioridades de mi jornada. Yo las considero una potente forma de meditación. Es imposible hacerlas mal: simplemente no dejes de deslizar la mano sobre la página mientras anotas todo lo que se te pase por la cabeza. Es como enviar el telegrama «Esto es lo que me gusta; esto es lo que no me gusta» al universo con un «Por favor, ayúdame» entre líneas. Si las páginas son una meditación, también constituyen una potente forma de oración.

Cuando comencé a escribir las páginas matutinas, necesitaba rezar. Había ido a parar a la pequeña localidad montañosa de Taos, en Nuevo México, para poner en orden mi brillante carrera. Había escrito el guion de una película para Jon Voight que, tras un «brillante», tuvo un silencio por respuesta. Desanimada, alquilé una casita de adobe al final de una pista de tierra. Como era un lugar solitario, inicié la práctica de escribir las páginas matutinas para sentirme más acompañada. Cada día, antes de que mi hija se despertara, me levantaba y me dirigía a la larga mesa de pino situada delante de un ventanal con vistas a la montaña de Taos. Registraba, sin falta, el estado de la montaña: nublado…, despejado…, nubes dispersas junto a la cumbre…

«¿Qué debería hacer con el guion de la película?», preguntaba a las páginas a diario.

Y llegaba la respuesta: «No hagas nada con el guion. Escribe, y punto».

Así pues, me ponía a escribir, de nada en particular, tan solo divagaciones del día a día. Tres páginas diarias me proporcionaron una motivación; era una cantidad asumible. Me resultaba fácil escribir la primera página y media. La segunda página y media, que me costaba más, era una mina: corazonadas, pálpitos, percepciones… Las páginas crearon un hábito. Me incitaron al autoconocimiento con su persuasión. Intimé conmigo misma. Las páginas suponían un reto, un lugar donde corría el riesgo de ser yo misma. Me puse a escribir… y me encantó.

Una mañana, después de terminar mis páginas, me asombró ver la entrada en escena de un personaje. Se trataba de una mujer llamada Johnny, una pintora de la técnica al aire libre que ejecutó una magnífica obra con la punta de mi bolígrafo. Johnny no era un personaje cinematográfico, sino —y esto fue lo que me asombró— la protagonista de una novela. La primera escena se desarrolló rápidamente a través de mi mano mientras mi mente iba a la zaga. «No tienes por qué escribir guiones, puedes escribir libros». El arrebato de libertad se me subió a la cabeza. Ya no estaba atrapada como guionista: me había liberado, me había redimido. Le debía mi libertad a las páginas matutinas, que habían abierto una inesperada puerta interior. Les estaba agradecida, y, por tanto, mantuve a rajatabla mi práctica de escribir tres páginas diarias antes de dedicarme a Johnny y sus andanzas.

Escribí desde el verano hasta bien entrado el otoño. Johnny pintó el follaje cambiante. Con la llegada del invierno, aparcó el pincel. Se había enamorado. Feliz, empezó a pintar bodegones: unas peras, un cesto de manzanas… Estaba contenta y su nueva pareja le sirvió de musa. Yo, personalmente, me sentía sola. No tenía ningún amante cerca. Me dio por añorar mi vida en Nueva York, rebosante de personas y oportunidades. Una mañana gris en la que no se divisaba la montaña, escribí: «Fin». Más tarde, ese mismo día, metí los bártulos en mi coche y emprendí el largo trayecto de regreso a Greenwich Village.

A mi llegada a Nueva York tras el largo viaje por carreteras interestatales, volví a matricular a mi hija, Domenica, en el colegio e inicié una costumbre de largas caminatas en solitario con la esperanza de que me sirvieran de inspiración para continuar escribiendo. ¿Un guion? ¿Un libro? Con la esperanza de hallar una pista, mantuve la práctica de las páginas matutinas. Sin ser consciente de ello, estaba creando una pauta de por vida: primero, las páginas matutinas; después, un paseo consciente. Me familiaricé con las calles adoquinadas del West Village, lo mismo que con la escala humana de casas, tiendas y cafeterías de piedra rojiza. Entonces, una tarde, mientras paseaba, oí una directriz: «Enseña. Debes enseñar».

«Todo cuanto necesito es una hoja de papel y algo para escribir, y así cambiaré el mundo».

FRIEDRICH NIETZSCHE

Recibí mi orden de marchar, «enseña», y no podía hacer oídos sordos. Pregunté a los cielos: «Por favor, ¿qué enseño? ¿Y dónde?». Mis paseos se expandieron, igual que mi pensamiento. Enseñaría lo que yo denomino «desbloqueo creativo». Inculcaría a mis alumnos mi propio método: las páginas matutinas y los paseos. Les mandaría que se aventuraran a explorar, como en mi visita a una pajarería, donde hice buenas migas con un loro gris africano. Denominé «citas con el artista» a estas agradables salidas en solitario para alimentar mi pozo. A solas, sin teléfonos, perros ni amigos, las citas con el artista eran un ejercicio lúdico. Hacía falta valor para aventurarse a salir al mundo con el fin de «hacer algo divertido sin más». Animé a mis alumnos a dejar su zona de confort y a probar suerte en salidas lúdicas novedosas para ellos. «¿Qué le apetecería al niño de ocho años que lleváis en vuestro interior?», les preguntaría. «Probad eso».

Me ofrecieron una vacante de docente en el Instituto de Arte Feminista de Nueva York, del que jamás había oído hablar. Mi primera clase fue una toma de contacto un jueves. Me sentía nerviosa y emocionada por compartir. Nos reunimos en Spring Street, en una amplia y ventilada sala con altas ventanas.

Mis alumnos eran personas ávidas por aprender. A medida que adquirían el hábito de las páginas matutinas, las citas con el artista y los paseos, comentaban sus logros. Janet, una directora de cine pelirroja que se veía bloqueada, empezó a dirigir de nuevo. Susan, una escritora bloqueada, comenzó una novela. Las páginas les marcaban el siguiente paso a todos; los pequeños pasos propiciaban grandes pasos. El riesgo de escribir páginas a diario se convirtió en el riesgo de crear arte a diario. Me sentí eufórica y satisfecha por los logros de mis alumnos. Para mi sorpresa, me gustó la enseñanza. Me gustó muchísimo. Mi clase se convirtió en mi laboratorio.

En cada clase, presentaba a mis alumnos técnicas de sanación. Yo enseñaba y aprendía; al enseñarlos a desbloquearse, yo misma disfrutaba de la libertad de desbloquearme. No se trataba de enseñar en vez de escribir, sino de enseñar a soltar la escritura. Con el tiempo, los apuntes que yo tomaba durante las clases sirvieron de material para El camino del artista.

Ciñéndome a mi propia práctica, me di cuenta de que continuaba realizando grandes logros. Las páginas me instaron a escribir un nuevo guion. Hacían hincapié en que no me encontraba atrapada en mi nueva identidad de novelista o de docente; no, las páginas insistían en que yo era una escritora, y los escritores simplemente escriben. He seguido ese consejo desde entonces y, motivada por las páginas, he tocado multitud de géneros. He escrito obras de teatro, guiones, poemas, canciones… e incluso una novela negra. Y todo ello por el puro placer de escribir.

A menudo me preguntan si, después de cuatro décadas, continúo escribiendo las páginas matutinas. La respuesta es sí. Nada más despertarme me dirijo a la cocina, abro la nevera y saco la jarra de café de la noche anterior. A continuación me acomodo en un sofá de la sala de estar. «Aquí estoy», escribo. Me pongo a escribir y describo cómo me encuentro de ánimo esa mañana; nada es demasiado insignificante para no ser registrado. Redacto tres páginas, anoto los pormenores de mi vida. Detalle a detalle, registro mi vida. Detalle a detalle, se me insta a la acción. A diferencia de la meditación convencional, que induce al practicante a la calma, las páginas matutinas empujan a la acción. Las páginas plantean desafíos: algunos pequeños, otros no tanto. La primera vez que sacan a relucir un desafío, quizá pensemos: «No puedo hacer eso». La siguiente, tal vez digamos: «No creo que pueda hacer eso». Sin embargo, cuando las páginas insisten, nos oímos decir: «Vale, de acuerdo, lo intentaré». Y, al intentarlo, encontramos que el desafío era asumible. Nos atrevemos a crecer. Con el tiempo, aprendemos a superar nuestra renuencia. Cooperamos cuando se nos presentan desafíos. Las páginas nos infunden valor, cambian nuestra trayectoria existencial infundiéndonos una actitud osada en la vida. Mis páginas son un telegrama para el universo. Por los años que llevo escribiendo por las mañanas, sé que estos telegramas no caen en saco roto. Desde que inicié la práctica de las páginas matutinas, he publicado más de cuarenta libros.

HACIA LA SALUD CREATIVA

Hace un día azul y blanco: cielos azules, esponjosas nubes blancas. Los pliegues del flanco montañoso parecen de terciopelo púrpura. Mi perrita está deseando dar un paseo. Sale de expedición retozando con brío. Yo aprieto el paso para acompasarlo al suyo. Hoy es un buen día para escribir: encenderé la mecha con mi paseo. Colocando un pie delante del otro, paso a paso, rezaré para recibir orientación. Pediré que encuentre la inspiración para escribir lo que ha de ser escrito. Tendré una corazonada, y veré dónde me conduce.

En 1938, Brenda Ueland publicó Si quieres escribir, un libro con perspicacia, personal y práctico, que ilustra con detalle los cuidados y atenciones que necesitan los escritores como artistas creativos. Ella, partidaria de los paseos, opinaba, lo mismo que yo, que la inspiración llega al cuerpo en movimiento. Escribió: «Piensa que eres un poder incandescente iluminado con el que tal vez Dios y sus mensajeros se comunican eternamente. Dado que eres distinto de cualquier otro ser que haya sido creado desde el principio de los tiempos, eres incomparable».

Ueland sostenía, lo mismo que yo, que la originalidad surge de la autenticidad, y esta, de la inspiración que llega con el deseo de encontrarla. Ella creía en la orientación que se recibe desde reinos más elevados. Al caminar, limpiamos nuestros canales y percibimos claramente el rumbo, sin el runrún de nuestras circunstancias cotidianas. Cuando rezamos «Te ruego que me guíes», de hecho, se nos guía. Se nos ocurren ideas y, después, al ponerlas por escrito, nos sentimos reconfortados por su validez.

Ueland afirmaba que utilizar nuestras dotes creativas nos sana. Escribió: «¿Por qué todos deberíamos usar nuestro poder creativo? Porque no hay otra cosa que haga a la gente más generosa, dichosa, vivaz, audaz y compasiva, más indiferente a los enfrentamientos y a la acumulación de objetos y dinero».

La maestra espiritual Sonia Choquette coincide con Ueland en que escribir sana. En su opinión, siempre que expresamos nuestra verdad por escrito, fortalecemos el alma. «Lo creas o no —escribe—, hay un poder inherente en cada palabra».

Yo digo: créelo. Al poner por escrito nuestras esperanzas, nuestros sueños y deseos, invocamos al universo para que interceda por nosotros. Es innegable, tal y como afirma Ueland, que «Dios y sus mensajeros se comunican eternamente con nosotros».

La inspiración nos llega mientras caminamos. El novelista John Nichols, autor del famoso libro Rebelión en Milagro, camina a diario. Yo también, lo mismo que Natalie Goldberg. Ueland opina esto al respecto: «Te diré lo que he aprendido: para mí, una caminata de ocho o nueve kilómetros surte efecto, y uno debe ir solo y todos los días».

«Si quieres cambiar el mundo, coge un bolígrafo y escribe».

MARTIN LUTHER KING

Emma Lively, escritora y compositora, camina a diario. Mientras camina, sueña despierta. Siente corazonadas, pálpitos, revelaciones… Al llegar a casa, se pone a escribir melodías y escenas para sus musicales. Lively coincide plenamente con Ueland: «La imaginación necesita remolonear; un buen rato de ocio, juego y tonteo improductivo y placentero…».

Emprendo mi caminata y recorro en zigzag las carreteras de montaña de Santa Fe mientras majestuosos halcones planean por el cielo y gráciles ciervos se cruzan en mi camino. Cuando llego a casa, escribo mi primer pensamiento, y a este le sucede otro. Examino mis ideas y encuentro que los pensamientos afloran fácilmente, lo cual atribuyo a mi caminata. Al desentumecer el cuerpo, he desentumecido la mente.

LA CUOTA DIARIA

Permíteme que lo reitere: las páginas matutinas son tres páginas escritas a mano en papel de formato carta. La primera página y media resulta fácil de redactar; la segunda página y media cuesta más, pero es una mina. Escribir las páginas genera resultados. Ahora quiero mencionar otra pauta igualmente válida: fijar una cuota diaria para escribir tu proyecto.

Como en el caso de las páginas matutinas, la primera página y media resulta fácil de redactar, pero la segunda página y media cuesta más. El truco consiste en escribir una cantidad determinada de páginas del proyecto al día. Yo sugiero tres si se trata de una obra de teatro o un guion, y dos en el caso de la prosa, más densa. Poner el listón bajo, en dos o tres páginas, es una garantía de éxito. A medida que acumules páginas día a día, también aumentará tu autoestima. Si consideras que podrías dar más de ti mismo, resiste la tentación. Quien es lento y constante gana la carrera. Cíñete al dicho «Vísteme despacio, que tengo prisa» como un mantra y ten presente que significa «Sin prisa, pero sin pausa». De hecho, el ritmo lento cunde: noventa páginas de un guion en un mes, sesenta páginas de prosa. Escribe todos los días, y siente la emoción del logro. Enorgullécete de tus progresos.

«Si deseas ser escritor, escribe».

EPÍCTETO

Enorgullécete también de alimentar tu creatividad. Escribiendo a diario, te nutres de tu pozo interior constantemente. Ocúpate de reabastecer ese pozo con la práctica periódica de citas con el artista. Como he dicho antes, una cita con el artista es una salida en solitario para hacer algo divertido, lúdico, algo que te resulte muy gratificante o interesante. Las citas con el artista, que son algo placentero de tu elección, rellenan tu pozo interior. Las imágenes e ideas que has utilizado para escribir las reemplazas con las citas con el artista. Por regla general, con organizar una cita con el artista por semana es suficiente. No obstante, si sientes que la escritura se vuelve ardua y se empobrece, la solución es organizar una segunda cita semanal.

Igual que con las páginas matutinas, la clave está en la constancia. Al cumplir tus expectativas con una cuota reducida y asumible, te sentirás orgulloso de los resultados. Tu identidad como escritor de oficio se afianzará y un sentimiento de fe y satisfacción mitigará la ansiedad que te genera el proyecto. Poniendo el listón bajo, tu imaginación superará el reto diario y el flujo de ideas irá acompasado a tu ritmo.

«Julia, eres muy productiva», me dicen a menudo, a veces con cierto reproche. La pregunta tácita es: «¿Cómo lo haces?». «La clave de la productividad es la constancia», respondo. Así pues, me ciño a mi rutina de páginas matutinas, citas con el artista y paseos, y a mi norma de realizar mi cuota diaria. Estoy escribiendo este libro sin prisa, pero sin pausa. Día a día, predico con el ejemplo.

¿QUIÉN PUEDE ESCRIBIR?

Existe el mito de que los escritores —los verdaderos escritores— constituyen una minoría selecta. Me gustaría desmontar ese mito. En mi opinión, todos podemos escribir, lo que pasa es que a muchos nos da miedo ponernos manos a la obra. Ante el temor de ser juzgados, de quedar en ridículo, nos acobardamos.

Nuestra retahíla de excusas comienza con un «Me encantaría escribir, pero…». «Me encantaría escribir, pero no tengo disciplina», «Me encantaría escribir, pero cometo faltas de ortografía y de puntuación…», «Me encantaría escribir, pero…».

Pero nada. Del mismo modo que todos podemos hablar, todos podemos expresarnos por escrito. Algunos somos conscientes de esta circunstancia y nos consideramos escritores, mientras que a otros eso les amedrenta. Para ellos, la expresión oral es una cosa, y la escrita, otra. Temerosos de plasmar sus pensamientos sobre el papel, se quedan paralizados. Existe una solución para esta situación: la práctica de las páginas matutinas.

Las páginas, tres hojas escritas a mano que en realidad no son escritura propiamente dicha, nos enseñan a hacer caso omiso al crítico interior, a esa voz que nos dice: «No sabes escribir como Dios manda».

Pues sí que sabemos, y adquirimos práctica con las páginas. Las páginas son confidenciales. Constituyen un lugar seguro para desahogarse, atreverse, soñar y, sí, escribir.

«Julia, me puse a escribir páginas matutinas y me convertí en novelista», me dijo un practicante. No me extraña. Las páginas abren una puerta interior y, al cruzarla, hacemos realidad nuestros sueños. Y muchos soñamos con ser escritores.

«Empieza a escribir, no importa el qué.

El agua no fluye hasta que no se abre el grifo».

LOUIS L’AMOUR

«Julia, siempre quise ser escritora, y ahora lo soy. Me puse a escribir páginas matutinas y me atreví a escribir un libro. Esta tarde he hecho la sesión de fotos para la portada».

«Julia, tengo setenta años y acabo de terminar mi primera obra de teatro».

A menudo recibo elogios de este tipo. Escribir las páginas matutinas libera al escritor que llevamos dentro. «Me gustaría dedicarme a la escritura, pero…» se convierte en «Creo que podría dedicarme a la escritura y…». Nuestra falsa idea preconcebida acerca de la escritura comienza a perder fuerza ante nuestra experiencia. La frase «Tal vez me dedique a la escritura» empieza a disipar nuestro escepticismo. Las páginas matutinas garantizan la valía de nuestra identidad emergente, dan fe de n

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