Ladrón de vidas

Horacio Convertini

Fragmento

Ladrón de vidas

Nota del autor

Piensen en una noche de verano interminable y sofocante, en un chico de doce años de hace mucho pero mucho tiempo que está leyendo la historia de un asesino atormentado por el corazón de su víctima, cuyos latidos continúan resonando en sus oídos como “un reloj envuelto en algodón”. Solo hay cuatro canales de TV, y han dejado de transmitir a medianoche. El calor no lo deja dormir, pero tampoco lo que lee. El texto es una ventana a una dimensión siniestra y fascinante, de la que no puede ni quiere abstraerse. Ahora es el turno de otro relato: el de un hombre desvariado por el alcohol que descarga su perversidad sobre un gato tuerto. Y luego el de una casa de “insoportable tristeza” que será escenario de dos muertes espantosas antes de derrumbarse sobre sí misma. El chico tiene sueño, los párpados le pesan, pero ni loco apaga el velador: la oscuridad parece atraer como un imán los monstruos de la literatura. La seducción del miedo es más poderosa que el calor y el cansancio: la verdadera causa de su desvelo.

Ese chico era yo y los relatos eran de Edgar Allan Poe (1809-1849), quien tuvo una gran influencia en mi formación como lector y, ahora lo sé, también en mi recorrido como autor. Descubrí los cuentos de Poe tanto por la lectura como por las adaptaciones cinematográficas que daban por televisión. El terror brotando de las páginas amarillentas de libros que ni sé cómo llegaban a mis manos y de pantallas de un blanco y negro granulado: el circuito perfecto que retroalimentaba mi atracción por sus oscurísimos relatos.

Uno de ellos, que aparece en toda lista que se haga sobre sus textos más terroríficos, es “El extraño caso del señor Valdemar” (también conocido como “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”). Fue publicado por primera vez en 1845, en la revista American Whig Review, y como destaca Julio Cortázar, traductor de Poe al castellano, no fueron pocos quienes supusieron en aquel momento que se trataba de la crónica de un hecho real y no de una ficción.

La historia que Poe cuenta es la siguiente: un investigador, solo identificado con la letra P (lo que puede llevar a pensar que se trata de él mismo), cree en los poderes de una terapia basada en la hipnosis y quiere probar si esta es capaz de detener “la intrusión de la muerte”. Contacta a Ernest Valdemar, un escritor que se está muriendo de tuberculosis, y lo convence de que acepte someterse al experimento. Así sucede y, como consecuencia de la práctica hipnótica, Valdemar permanece siete meses en una suerte de limbo pavoroso, sin pulso ni signos de respiración, pero de alguna manera vivo. Finalmente, P decide despertarlo y el cuerpo del escritor se pudre en segundos delante de sus ojos, hasta quedar reducido a “una masa líquida de repugnante, de abominable putrefacción”.

En Ladrón de vidas me inspiro libremente en aquel relato (pero también en todo el universo Poe que tanto me sigue impresionando aún hoy, con sus animales sensibles a lo paranormal, sus personajes doblegados por la culpa, sus tormentas atroces) para narrar la historia de un individuo misterioso que mediante la hipnosis captura la energía vital de las personas. Dos adolescentes se toparán con él en una feria de diversiones ambulante y se verán envueltos en una lucha contrarreloj entre la vida y la muerte.

Lo mejor que me podría pasar como autor es que a ustedes, tras leer esta novela, les costara dormir. No es un mal deseo, sino todo lo contrario. El encanto de la literatura también se trata de eso.

Buenos Aires, marzo de 2023

Ladrón de vidas

1

Es como si dentro de mí habitara un poder misterioso. Pero no es un poder, estoy seguro, porque no sirve para nada. Tal vez sea una especie de maldición, algo sembrado solo para que el miedo no desaparezca, para que yo jamás me deje engañar por la ilusión de que estoy a salvo.

Únicamente sucede cuando me encuentro solo y el recuerdo de lo ocurrido se me adhiere como una sombra. Podría no hacerlo, claro, pero lo hago igual porque necesito corroborar que sigue ahí, al acecho. Me encierro entonces en mi estudio, y agarro una hoja de papel y un lápiz de mina dura, un H o un 2H, aunque creo que podría funcionar con cualquiera.

Cierro los ojos. Pongo la mente en blanco. Dicen que eso es imposible, que siempre hay algún pensamiento que se te cruza, que te distrae, que te impide llegar a un lugar neutral y vacío de la conciencia. Mentira. Yo lo logro, al menos bajo estas circunstancias. Me basta con concentrarme en la presión que hacen mis dedos sobre el lápiz. Las yemas del pulgar y del índice de la mano derecha impregnándose de los relieves tallados en la madera, la respiración controlada.

Listo.

Todo lo que tengo alrededor desaparece. Todo en mi interior se aquieta.

La hoja, el lápiz, los ojos cerrados, la mente en blanco.

Y la mano que empieza a moverse.

Que dibuja.

Sola.

Con movimientos seguros, rápidos, que siguen los dictados de una voluntad que no es la mía.

La mano, como tomada por un ente.

Por eso no la puedo parar. Por eso no me animo a abrir los ojos. Lo que fluye es algo ajeno pero que está guardado dentro de mí. Y que cuando sale es imposible de detener, como un río que desborda su cauce.

El último trazo es en el borde inferior derecho de la hoja: un relámpago nervioso que concluye con un punto. El golpe seco de la punta del lápiz sobre el papel da por acabado el sortilegio.

Recién entonces abro los ojos. Y veo.

Lo que mi mano ha dibujado es el retrato de un hombre de edad indefinida. Un rostro demasiado angosto, los huesos marcándose con fuerza, el gesto severo, la boca pequeña de labios como rayas, los ojos hundidos en manchas negras, el pelo abundante y revuelto, patillas que bajan y se ensanchan hasta alcanzar los pómulos. La camisa cerrándose sobre el cuello delgado. La corbata de lazo. Un garabato a modo de firma. Y el punto, como acorde final de una sinfonía de la que yo simplemente he sido un instrumento.

No es cualquier cara, desde luego. Es la de Él. Una y otra vez. Idéntica.

Luego rompo el dibujo en pedacitos con la esperanza de que haciéndolo también voy a destruir la maldición. Pero es inútil. No funciona así.

No puedo soñar con Él. Incluso me cuesta mucho reconstruir mentalmente sus facciones y corporizar su recuerdo en una imagen concreta. Si consigo un rasgo, se me escapa otro. Una bruma termina diluyendo mis esfuerzos. Pero lo que sí puedo es dibujarlo cuando cierro los ojos y dejo mi pensamiento en blanco. Y eso es lo que me da miedo. Porque me doy cuenta de que, después de tantos años, sigue dentro de mí, en algún pliegue de mi alma, agazapado, como lo que es, como lo que ha sido siempre, un monstruo que trasciende el tiempo.

Ladrón de vidas

2

Habíamos pasado ahí la vida entera. Una vida corta, de apenas quince años, pero que para nosotros ya sumaba más tomos que la enciclopedia que cubría una pared entera de la biblioteca del colegio. Teníamos la sensación de que éramos los dueños del mundo. Un mundo pequeño de calles de tierra, de casas que de tan bajas parecían aplastadas por el cielo, de soles altos e intensos, de lluvias br

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos