Nadie se arrepiente de ser valiente

Virginia Torrecilla

Fragmento

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Prólogo

Nadie se arrepiente de ser valiente y ahí, quizá, está la clave para todo lo que esconden estas páginas.

Este libro que tienes en las manos no es un libro cualquiera, es más bien una suma de momentos que te harán reír, pensar, recordar, sentir e incluso llorar.

La Vir que escribe este libro no es la misma que yo conocí con apenas dieciséis años en las categorías inferiores de la selección española, ni la chica que llegó a Barcelona con una maleta cargada de dudas e ilusión, ni mucho menos es la de ahora. Aunque es cierto que siempre hay algo que la ha caracterizado, y es ser esa mujer de extremos que hace de esta balanza que es nuestra amistad un equilibrio.

Somos esos dos polos opuestos que se atraen y que siempre están pese a no estar.

Desde que llegó a Barcelona se convirtió en una más de mi círculo cercano, y yo del suyo, por eso si tuviese que definirla en tres palabras, no dudaría en decir que es energía, locura, pero, ante todo, familia.

Ambas hemos pasado por momentos personales complejos y siempre hemos sido el apoyo mutuo la una de la otra, pero, sinceramente, yo miro a Vir, miro a su madre, y lo que siento es inspiración, porque aún recuerdo las llamadas cruzadas cuando en plena pandemia me dijo que tenía que ir a Madrid desde su casa en Mallorca para hacerse un TAC por un dolor en la cabeza, y la siguiente llamada de Lola, para decirme que en veinticuatro o cuarenta y ocho horas Vir entraba en quirófano. O la llamada que me hizo para contarme que había tenido un accidente y todo lo que a mayores dejo que descubráis en este libro que bien podría ser un diario.

Sin embargo, el fútbol nos ha unido tanto que no puedo cerrar este prólogo sin contar una promesa que nos quedó por cumplir. Cuando Vir empezó de nuevo a entrenar, sobreponiéndose a todo y a todos, dejando más claro aún que rendirse nunca estuvo en sus planes, dijimos que para la Eurocopa de 2022 haríamos un cambio de números y ella recuperaría su 14, que he llevado todo este tiempo, y yo el 11, pero al final ni ella ni yo pudimos cumplirlo…

No obstante, sé que nos queda mucho por seguir construyendo, pero ahora dejo que seas tú, lector, quien descubra lo que nos llevó a Virginia y a mí hasta aquí.

ALEXIA PUTELLAS

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Minuto 85

El domingo 23 de enero de 2022 jugábamos en Las Rozas la final de la Supercopa contra el FC Barcelona. Era por la mañana, hacía un frío que pelaba, y yo que soy friolera, con los diez kilos menos que pesaba en ese momento, estaba helada. A ese partido llegué feliz, nerviosa y motivada por muchas razones: después de ocho meses de entrenamientos me habían convocado y eso ya me había dado la vida. Vestir de corto era el estímulo que necesitaba. Fue lo más.

Desde el momento en que llegamos al campo en la Ciudad del Fútbol de Las Rozas se sentía la excitación en el ambiente. Nada más comenzar a saludar a mis antiguas compañeras del Barça entré en calor. Los fotógrafos nos llamaban, la gente me saludaba, me preguntaba cómo estaba y coreaba mi nombre.

El partido arrancó y el Barça, que estaba y está muy por encima, nos empezó a meter goles.

Yo estaba absorta en el partido, que ya iba 5 a 0, así que cuando el entrenador me llamó y me dijo que me pusiera a calentar me quedé paralizada durante un segundo: ¿calentar? ¿Yo? ¿Cómo se hace eso? ¿De verdad? Llevaba dos años sin calentar y no me acordaba de qué tenía que hacer. ¿Me dejaba el chaquetón, la sudadera, la térmica? ¿Me quitaba el chándal? ¿O era al revés? ¿Y los guantes?

En cuanto me levanté vinieron las jugadoras del otro equipo a abrazarme y a decirme lo felices que estaban de verme. En la banda estaba calentando Mapi León, una de mis grandes amigas de los tiempos del Barça. Mapi estaba tan emocionada como yo: no nos podíamos creer que estuviéramos calentando juntas.

La afición del Atleti que tanto y tan bien me quiere (como yo a ellos), enloqueció nada más verme pisar el césped para calentar. La grada se cayó en cuanto comencé a correr por la banda. No podía dejar de sonreír.

El entrenador me llamó para que me acercara. Seguía abrumada por la emoción: tenía que hacer la carrerilla de aceleración para acercarme al medio del campo. Pasé por delante del banquillo y mis compañeras se levantaron para abrazarme. Yo sentía que flotaba. Justo al llegar a la pizarra, Alexia Putellas, a la que acababan de cambiar, se levantó y me dio un abrazo inolvidable, la grada estalló, los aplausos eran atronadores.

Entraba por Mesi, que es mi amiga del alma, la que me ha acompañado y estado conmigo en los momentos más duros de la enfermedad, y aunque estaba sobrepasada por las emociones, sí que era consciente de que mi primer partido con el Atlético de Madrid como suplente había entrado precisamente en lugar de Mesi.

Amanda Sampedro me puso el brazalete de capitana.

Era el minuto 85. Mi vida volvía a empezar.

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Aventuras futboleras en la isla

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Mi padre quería tener un hijo futbolista. Es más, estaba seguro de que tendría un hijo futbolista. Sin embargo, mi hermano Juan Antonio, el mayor, no era de fútbol, a él lo que le gustaba era el atletismo y, después de un par de entrenamientos, colgó las botas y se olvidó del tema. Mi hermana Isabel es la princesita de la casa, así que por ahí no había nada que hacer. Pero mi padre tenía razón, dieciséis años más tarde, en 1994, en casa de los Torrecilla Reyes nací yo: yo soy su hija futbolista.

En Cala Bona siempre he sido, soy y seré antes que nada la hija de Mari Reyes y de Juan el Murciano, dos personas a las que todo el mundo conoce y quiere y relaciona con el hotel Alicia, que ha sido el epicentro laboral de mi familia desde que mi abuelo llegó a la isla.

Mi abuelo materno, Antonio, tomó la decisión de dejar su Extremadura natal e ir a Mallorca a trabajar en los años cincuenta. Las perspectivas eran buenas, así que mi abuela María le siguió pocos meses después con cinco niños, uno de ellos todavía un bebé y mi madre, que es la mediana, de solo diez años. Cruzaron la península y cogieron un barco, toda una aventura en aquella época.

Enseguida mi abuela empezó a trabajar también en el hotel Alicia y los Reyes se integraron muy bien en Cala Bona, donde siempre fueron personas muy queridas y respetadas que toda su vida vivieron en el mismo pueblo y trabajaron en el mismo hotel.

Años más tarde mis padres se conocieron en el hotel Alicia, donde mi madre era recepcionista y mi padre, jefe del bar.

Mi carrera deportiva nació en el campo que hay entre la casa de mis padres y la de mi abuela, que está justo delante, en la plaza Mallorca (a la que todo el mundo llama Ca’s Torrador). Cuenta mi abuela que desde que tenía tres años salía disparada detrás de la pelota y me colaba entre las piernas de los chavales que estaban jugando al fútbol, que le pedían que me sacara de allí antes de que me hicieran daño, pero no había manera: yo insistía y volvía una y otra vez. Además, mi padre no perdía oportunidad de jugar al fútbol conmigo: me enseñó a chutar, a tirar faltas, a dar toques…

En cuanto me hice un poco más mayor jugaba con mis amigos en el campo de detrás de casa, que no era de veras un campo, era un terreno baldío en donde poníamos las sudaderas o lo que fuera para hacer de porterías. Y por supuesto jugaba al fútbol en el colegio durante los recreos, pero también después de clase, cuando mi amigo Claudio y yo, que éramos muy buenos, volvíamos por las tardes y jugábamos con los mayores. Recuerdo la ilusión que me hacía que Arturo, el chico más guapo y el que mejor jugaba, me escogiera en su equipo. Él siempre me repetía que yo era buena de verdad. Ya por entonces tenía mucho carácter y además no me daba miedo nada, así que jugaba aún mejor.

Mi balón y yo éramos inseparables. Lo llevaba bajo el brazo a todas partes y cuando los mayores estaban tomando algo en una terraza, yo me iba al paseo de Cala Bona a dar toques (¡y la gente se paraba a mirarme!), y cuando esperaba a que mi madre saliera de trabajar, jugaba a chutar en la pared del patio de atrás del hotel…

Mi madre me regañaba por los pelotazos, pero sus compañeras siempre le decían que me dejara jugar y desfogarme. Una de esas compañeras de trabajo era Inma, la madre de Claudio, que también era muy buena amiga de mi madre y responsable de la idea de apuntarnos a Claudio y a mí a fútbol.

Con nueve o diez años, Claudio y yo empezamos en los alevines del Club Deportivo Serverense, un club histórico de Son Servera, un municipio cercano a Cala Bona. En nuestra categoría había dos equipos, el A y B. El primer equipo, el A, estaba formado por los niños que llevaban más tiempo en el club, y los nuevos estábamos en el B. Siempre que nos enfrentábamos, ganábamos los del B: éramos buenos y teníamos ganas. Poco después, a media temporada, el club tuvo que hacer un único equipo de nuestra categoría porque faltaban jugadores y eso quería decir que empezaríamos a jugar la liga con el resto de los clubes de la isla.

Pero faltaba lo más importante: mi madre no le había contado a mi padre que me había apuntado a fútbol y antes del comienzo de la liga se hacía la presentación de los equipos del Serverense, a la que asistían los jugadores de los veinte equipos y los padres y madres de los jugadores, todos de Son Servera, Cala Millor y Cala Bona. Era imposible que no se enterase de que su hija estaba en el club.

Mi padre, el mismo que quería un hijo futbolista y que me había aficionado al balón, no quería que yo jugara al fútbol.

Él tenía miedo de que me hicieran daño, no solo físico, sino también emocional. Mientras él seguía empecinado en que no jugara, yo seguía yendo a entrenar y poco a poco mi padre vio que iba muy bien, que jugaba con los niños, que era buena, que era titular, que era capitana… Y se le caía la baba y dejó de oponerse. De hecho, se convirtió en mi fan número uno, en el más incondicional. Él es quien me ha llevado a todos los partidos: pedía el día libre, cambiaba turnos o lo que hiciera falta, si era remotamente posible, él estaba allí.

La de mi padre era una contradicción en toda la regla, pero muchos de sus temores resultaron ser justificados: la gente (en particular los padres de los otros niños) me decía cosas horribles, eran capaces de gritar a sus hijos durante el partido que cómo era posible que les ganara una niña o que una chica fuera mejor que ellos, que me fuera a lavar platos, que era una marimacho… Y luego estaban las situaciones que se creaban al ser la única chica: estaba sola en el vestuario y los otros niños me gastaban bromas pesadas cuando me duchaba, así que él venía conmigo y se quedaba en la puerta del vestuario para que no me molestaran.

Por suerte, mi padre es un hombre muy tranquilo y razonable, que jamás se ha metido en una pelea ni ha levantado la voz a nadie. Él es un solitario, veía los partidos desde la banda, con las manos a la espalda. Yo siempre sabía dónde estaba y, cuando le miraba, con una señal me hacía saber si estaba jugando bien o no.

Cuando acababan los partidos y yo volvía triste y pensando en dejarlo por las cosas que me decían, él me repetía que no los escuchara, que no hiciera caso, que los había callado con mi juego.

La confirmación de que las cosas iban bien llegó también por otra vía.

Tras un partido muy reñido que logramos ganar con mucho esfuerzo, el entrenador del Serverense nos llamó al vestuario para darnos una noticia. Aunque estábamos excitados y felices por la victoria, también nos pusimos muy nerviosos: ¿era una buena noticia o una mala? Recuerdo el silencio tenso y la misteriosa manera en que formuló el anuncio: uno de nosotros (en masculino) había sido escogido para jugar con la selección balear. Obviamente me uní a la alegría general del equipo y la particular por el afortunado compañero. El desconcierto y la euforia que sentí cuando escuché mi nombre son inolvidables: ni se me había pasado por la cabeza que pudiera ser yo (porque lo había dicho en masculino).

Salí corriendo a contárselo a mi padre: no sabía bien qué era porque solo tenía once años, pero me habían convocado a la selección balear. ¡Iba a representar a las islas Baleares! Aunque no le pareciera bien a todo el mundo que una chica que prácticamente acababa de empezar a jugar fuera la seleccionada en lugar de otro niño, mi padre estaba pletórico y eso era lo único que me importaba.

Recuerdo pocos detalles específicos, pero sí los que me marcaron: el primer partido con la selección balear era un amistoso que se jugaba en Andratx, es decir, la otra punta de la isla, y que mi familia y mis amigos (entre ellos Claudio e Inma, por supuesto, y también Manolo, mi primer entrenador en el Serverense) se dividieron en dos coches para ir a verme.

Estaba muy nerviosa y no sabía qué tenía que hacer: yo era la única que no conocía a nadie. Era la nueva, la novedad, ¡y era una chica! El entrenador, Antonio Barea, vino a buscarme al vestuario que me habían asignado para mí sola y me llevó al de los chicos, donde me presentó a los que serían mis compañeros, que me recibieron muy bien y me trataron como una más: no rivalidad, estábamos todos juntos para dar lo máximo y mejor por la selección.

Tras la alineación y las arengas previas, el entrenador que ya me había hecho feliz porque me había escogido de titular, me anunció algo que superaba cualquier sueño: era la capitana. Así que mi debut fue un cúmulo de primeras veces: la primera vez que una chica había sido convocada a la selección balear jugaba de titular y era la primera capitana.

Fue un día de intensa felicidad, la primera de treinta convocatorias de la selección balear (¡un récord inédito!), y siempre ha tenido más peso que los comentarios que escuc

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