Prólogo
Lunes, 26 de julio de 2010
Estaba tendido en el sofá mirando al jardín y preguntándose cuándo acabaría de una vez por todas ese asqueroso día.
Los de verano eran los peores porque se sentía mucho más al margen del mundo de lo habitual. Un cielo azul y despejado, la fragancia de las flores y de la hierba recién cortada, el aire cálido. La vida.
Pese al calor exterior, ahí dentro lo que realmente reinaba era el frío. Y la soledad.
Alvin Malory miró a su alrededor: la sala era pequeña y oscura. Demasiado amueblada, demasiado usada, demasiado abarrotada. No era un lugar en el que sentirse a gusto. Prefería su dormitorio, en el primer piso, pero para llegar hasta allí habría tenido que levantarse y subir con esfuerzo las escaleras. Se estremecía solo de pensarlo. El dolor en las articulaciones. La respiración jadeante. Además, la escalera era estrecha y describía una curva cerrada. Odiaba subir por ella. Odiaba bajar por ella. Odiaba estar tendido en la sala de estar.
Odiaba su vida.
A su alrededor había bandejas vacías de aluminio y cajas de poliestireno, y junto a ellas vasos grandes de cartón, la mayoría también vacíos. Ese día había pedido comida india. Varias porciones de arroz y cordero al curri, pollo vindaloo con samosas rellenas de verdura, pakoras fritas, pitas. Y Coca-Cola. Litros de Coca-Cola. Un postre empalagoso de miel, coco y almendra. Para ser sincero, varios postres. Una familia numerosa habría quedado satisfecha sin el menor problema con lo que él había pedido.
Tenía que recoger los envases antes de que llegaran sus padres. Su madre lo sabía, su padre no tenía ni idea. Más tarde, ella ya se desharía de los recipientes, en algún lugar, pues el padre podría llegar a descubrirlos en los contenedores de la basura que estaban justo delante de la casa. Alvin lo amontonaba todo en una bolsa y la ponía en el fondo de la despensa, escondida tras una estantería. Después, su madre la sacaba de allí.
Se levantó quejumbroso. Como siempre que comía de forma desenfrenada le invadió un fuerte sentimiento de culpabilidad: había fracasado de nuevo. Había mostrado de nuevo que no tenía autocontrol. Que había vuelto a perder el dominio de sí mismo. Al día siguiente…, al día siguiente pondría punto final. No pediría nada. Nada de nada. Al día siguiente lo conseguiría.
Pero en el fondo sabía que no lo lograría.
Alvin Malory tenía dieciséis años, medía metro setenta y cinco y pesaba ciento sesenta y ocho kilos.
Se dirigió a la cocina arrastrando los pies, sacó una bolsa de la basura del armario, volvió a la sala de estar, recogió los restos de la comida, los metió dentro y lo dejó todo en la despensa. Cualquier otro muchacho habría necesitado como mucho cinco minutos para hacerlo, Alvin empleó casi veinte en terminar. Agacharse y recoger los envases, ir de acá para allá…, la sala de estar, la cocina, la sala de estar, la cocina… Solo por esto ya le dolían todos los huesos y estaba empapado de sudor.
Sentía sobre todo una opresión en la zona del corazón y volvía a tener la sensación de que, pese al calor, en lo más profundo de su ser se moría de frío. Como si se le helara el alma. Una tristeza casi insoportable mezclada con una rabia desesperada. Contemplaba la nítida imagen de sí mismo, arrastrándose y sudando en casa en lugar de estar en la playa, jugando al fútbol o comiendo un helado con amigos, como hacían los otros chicos de su edad. Era verano y estaba de vacaciones. Se veía con su enorme vientre y sus pantalones de chándal XXL. Se veía los pies hinchados. Se veía a sí mismo con toda su soledad. Una soledad que solo podía aliviar comiendo. Mientras comía, no sentía frío. Mientras comía, no se sentía solo.
Echó un vistazo a la cocina. Todavía quedaban unas bandejas con pastel y bocadillos, cerveza y limonada en la nevera. El día anterior habían celebrado el cumpleaños de su madre. Habían tenido invitados. Alvin ya estaba pensando en si su padre notaría que había cogido dos trozos de tarta cuando llamaron a la puerta.
Se sobresaltó. Casi nunca llamaban cuando estaba solo. Menos cuando aparecía el repartidor con la comida, claro. Pero ese día ya se había presentado.
Desde la ventana de la cocina no podía ver quién estaba delante de la puerta y le pasó por la cabeza simular que no había nadie en la casa. A lo mejor era un vendedor de aspiradoras. O algún testigo de Jehová.
Dudó. Volvieron a llamar.
Si abría, a lo mejor se olvidaba de la tarta. Mejor para su cuerpo. Mejor por si su padre se había dado cuenta de cuánto había sobrado.
Se dirigió a la puerta de la casa cojeando con sus doloridos pies.
Abrió.
Apenas quince minutos después, deseó con toda su alma no haberlo hecho jamás.
Desde que Isaac Fagan se había jubilado, cada día pasaba muchas horas en el jardín. Había plantado rosas que trepaban por la pared de su casita, y a lo largo de la valla que rodeaba su parcela se erguían las espuelas de caballero y los girasoles. Un paraíso de flores para él. Siendo viudo, llevaba ya años viviendo solo, pero gracias a su jardín nunca se sentía realmente desdichado. Disfrutaba mucho manteniendo y cuidando sus plantas; le hubiesen desgarrado el corazón si lo hubiesen expulsado de su paraíso.
Ese día había cortado el césped. En comparación con el mes de abril, cuando literalmente se podía ver crecer la hierba y con el cortacésped casi no se avanzaba, ahora en julio había que hacerlo de vez en cuando. Pero a Isaac le encantaba cortar el césped porque le encantaba el olor de la hierba recién cortada. Aunque tal vez no fuera del todo necesario, hoy se había vuelto a dar ese gusto.
Anduvo junto a la valla, recogiendo con el rastrillo los restos de hierba que habían escapado de la bolsa del cortacésped. Pasó así junto al lugar donde la casa del vecino quedaba muy cerca del límite de su propiedad. Le gustaba la familia Malory, que vivía allí. El día anterior había acudido a la fiesta de cumpleaños de la señora y se había sentido muy bien entre todos los invitados. Lástima que no hubiesen arreglado el jardín ni siquiera para la celebración. El césped ya hacía mucho que debería haberse segado de nuevo y recortado los arbustos. Y en los arriates crecían las malas hierbas. Por otra parte, el matrimonio trabajaba mucho, ¿cuándo iban a disponer de tiempo para ocuparse de todo eso? Pero el hijo, Alvin, podría encargarse de vez en cuando. Eso quizá sería beneficioso para su figura. Isaac lo encontraba amable y educado, pero era cierto que estaba deforme de tan gordo y parecía muy infeliz. Algo raro en un chico de dieciséis años. Isaac tenía claro que era a causa de su aspecto. Pobrecillo.
Echó un vistazo a la casa vecina. Alvin estaba ahora de vacaciones. Realmente podría… Pero casi siempre estaba tendido en el sofá de la sala de estar y manipulaba ese smartphone o como se llamase esa cosa que ahora todo el mundo sostenía en la mano con la vista clavada en él, como si la vida transcurriera ahí dentro. Desde ese lugar junto a la valla, Isaac podía verlo a través de la puerta de cristal cuando miraba hacia la sala de estar de la familia Malory. También ese día dirigió la vista hacia allí, esperando ver a Alvin tendido en el sofá.
En lugar de eso dio un paso atrás asustado.
¿Qué estaba pasando?
Justo al otro lado de la puerta de cristal, en la sala, había algo agazapado…, una figura enorme, oscura y encogida… Isaac entrecerró los ojos. ¿Qué era eso? ¿Una persona? ¿Un animal? ¿O un objeto? No podía distinguirlo bien. Por regla general allí no había nada. Pero ahora había «algo».
Se aproximó más a la valla y se inclinó por encima. Solo unos pocos metros lo separaban de la puerta.
Ese «algo» se movió.
Se enderezó y miró a Isaac Fagan.
—Oh, Dios —musitó Isaac. Reconoció a Alvin, pero solo porque el ser que estaba al otro lado de la puerta tenía la silueta del chico. Por lo demás, el rostro de Alvin no era el rostro que uno estaba acostumbrado a ver. Los ojos estaban abiertos de una forma no natural y con la mirada fija, los rasgos faciales contraídos en una mueca grotesca y en la espuma que le salía de la boca no dejaban de aparecer nuevas burbujas. Alvin levantó una mano, la apoyó sobre el cristal en un gesto suplicante. A continuación, la mano resbaló sin fuerzas por el cristal hacia abajo. La cabeza de Alvin se inclinó hacia delante, vomitó, parecía escupir sangre.
—Dios mío —repitió Isaac—, ¡oh, Dios mío!
¿Qué había sucedido? La espuma…, ¿un ataque de epilepsia? Los ojos abiertos de par en par… Isaac intentó pasar por encima de la valla. Tenía que llegar a la casa. Sabía que el señor y la señora Malory estaban ausentes, como era habitual, el chico estaba solo y le había sucedido algo malo.
La valla se balanceó bajo su peso. Por unos instantes Isaac temió caer al otro lado, sobre el parterre lleno de malas hierbas. Para un hombre de su edad esa valla representaba un obstáculo considerable. Sin embargo, consiguió de algún modo superarlo, incluso si un sonido fuerte y seco le indicó que se había rasgado los pantalones. Estaba de pie al otro lado, entre flores, malas hierbas y césped sin recortar, y se secó el sudor de la frente. Ante él, la puerta del jardín y detrás Alvin, una masa grande, informe e inmóvil. Se había desplomado.
Con un par de zancadas se plantó en la pequeña terraza en la que se apelotonaban un par de sillas y una mesita. Intentó empujar la puerta para abrirla, pero estaba cerrada. Aplastó el rostro contra el vidrio para ver el interior de la casa, distinguió los muebles de la sala de estar, podía ver el pasillo que conducía a la puerta de la casa. Todo parecía estar igual que siempre.
Pero lo que no era igual que siempre era que Alvin yaciera en el suelo y no se moviera. Isaac dio la vuelta alrededor del edificio e intentó entrar por la puerta de un verde brillante de la casa, pero tampoco logró abrirla. Siendo vecino, disponía de una segunda llave por si algún miembro de la familia se quedaba fuera sin poder entrar. Tendría que haber pensado en ella enseguida, estaba totalmente confuso. Corrió por la acera de vuelta a su casa. Tenía el teléfono en el vestíbulo mismo. Llamó a urgencias.
—Una ambulancia —dijo—. ¡Deprisa, por favor!
Dio la dirección. Al otro lado del cable, una voz femenina le comunicó que el vehículo ya estaba en camino. Quería saber detalles sobre el herido y qué le había ocurrido, pero Isaac no pudo informarle. Al final colgó el auricular, cogió la llave de los Malory de un cajón y se precipitó de nuevo hacia la casa de los vecinos. Jadeaba y sudaba. No solo a causa del calor, sino también por la excitación y el temor ante lo que iba a encontrarse.
En cuanto entró, percibió una amenaza. Al principio había pensado que Alvin estaba enfermo, un ataque, algún tipo de colapso físico; pero ahora, como un animal que ventea un peligro, supo que se trataba de algo más. Percibió la maldad, la violencia…, algo malo había ocurrido allí, algo tan malo que superaba ampliamente todo lo que él había podido sospechar hasta el momento.
—¿Alvin? —llamó en voz baja—. ¿Señora Malory? ¿Señor Malory?
No obtuvo respuesta, pero eso ya era lo esperado. Alvin no se hallaba en estado de contestar. Y sus padres estaban en el trabajo.
De pronto cayó en la cuenta de que toda la casa olía a alcohol y cigarrillos. Era muy raro, aun cuando el día anterior se hubiera celebrado la fiesta de cumpleaños. Echó un breve vistazo a la cocina. Por todas partes había botellas de cerveza, la mayoría abiertas, pero muchas solo medio vacías. Sobre la mesa y esparcidas por el suelo había colillas. Las tazas de té que Alvin había hecho y pintado de pequeño en la escuela y que la señora Malory mostraba con orgullo a todas las visitas no estaban en la estantería sino hechas añicos en el fregadero.
—Oh, Dios mío, oh, Dios —murmuró Isaac sobrecogido.
Tenía miedo. Auténtico miedo. Pensó unos instantes si no debería volver a salir y esperar fuera a que llegara la ambulancia, pero suponía que tardaría demasiado. Para Alvin, tal vez era cuestión de minutos o segundos.
La sala de estar ofrecía el mismo mal aspecto que la cocina, él no había podido distinguirlo a través de la puerta de cristal. Unas manchas indefinibles en la alfombra y la tapicería, colillas, agujeros producidos por quemaduras. Un escenario que Isaac jamás había contemplado en el seno de esa familia y que seguro que no era consecuencia de la fiesta del día anterior. El servicio de catering lo había recogido todo y la señora Malory nunca habría dejado su vivienda en ese estado.
Alvin estaba tendido justo delante de la puerta de la terraza y parecía no haberse movido durante el tiempo que Isaac había invertido en llamar a la ambulancia y recoger la llave. Isaac se arrodilló con dificultad a su lado. Sacudió a Alvin por el hombro.
—¿Alvin? ¡Muchacho! ¿Todavía estás aquí? ¿Qué ha pasado?
Alvin no emitió ningún sonido. Isaac abrigaba la espantosa sospecha de que ya no respiraba, al menos no podía ver que el pecho ascendiera y descendiera, pero tal vez fuese a causa de su corpulencia. Debía tomarle el pulso. Alvin tenía un brazo enterrado debajo de sí mismo e Isaac no podía llegar a la mano que había resbalado por el vidrio. Además, tenía miedo de mover a Alvin. El joven parecía tan gravemente herido que temía que pudiera morir en cuanto lo alcanzara un solo soplo de aire. Si es que todavía vivía.
Por todos los cielos, ¿cuándo llegaría de una vez la ambulancia?
Entretanto, Isaac percibió también el fuerte olor del vómito y con él algo…, algo inclasificable…, algo químico… Vio una botella verde de plástico junto a la cabeza del chico y la cogió. Estaba vacía. Miró asombrado la etiqueta en la que una calavera indicaba, junto a una advertencia, que el producto no debía estar al alcance de los niños. Un desatascador sumamente potente. Isaac utilizaba el mismo.
¿Por qué yacía vacía junto a la cabeza de Alvin?
Recordó la espuma que salía de la boca del chico y la sangre y una terrible sospecha germinó en su interior. Pero no podía ser. Nunca jamás. ¡Nunca jamás bebería Alvin un desatascador!
¿Y si no lo había hecho de forma voluntaria?
Isaac volvió a mirar a su alrededor. O bien Alvin se había vuelto loco por alguna razón, había fumado, bebido hasta perder los sentidos, derramado alcohol, quemado la funda del sofá y al final se había quitado la vida con el desatascador…
… o bien habían entrado unos desconocidos. Ladrones.
Habían atacado al chico y lo habían torturado del modo más espantoso posible. No era evidente que fuera a sobrevivir. O que todavía estuviera vivo.
Fuera se detuvo un coche. Debían de ser los sanitarios. Isaac se levantó con un gemido y se dirigió cojeando hacia la puerta. Todavía sostenía la botella con la calavera en la mano.
—¡Deprisa! —gritó—. ¡Deprisa, por favor! Ha ocurrido algo horrible.
Rompió a llorar. De excitación, de estrés, de emoción.
Ni siquiera se dio cuenta.
PRIMERA PARTE
Lunes, 16 de diciembre de 2019
No había nada que Anna Carter lamentara más esa noche que haber elegido esos zapatos. Llevaba un vestido de punto de color turquesa que a Sam le gustaba especialmente. No era que se arreglase según el gusto de Sam, pero era de su misma opinión con respecto a ese vestido. El sábado había visto en una zapatería del centro de la ciudad unos delicados botines de una piel blanda con unos tacones de aguja de diez centímetros de alto que eran exactamente del mismo color que el vestido. ¿Cuándo se encontraban unos botines azul turquesa? Se había precipitado en la tienda, donde había resultado que ya no quedaban los botines de su talla y ella se los había comprado un número más pequeño, lo que, por supuesto, había sido un error. Al final de la tarde, los pies le dolían tanto que se preguntaba cómo iba a apañárselas para bajar la escalera después y llegar al aparcamiento del otro lado de la calle.
Suspiró.
Junto a la larga y engalanada mesa todavía estaban sentados cuatro hombres y cuatro mujeres. Todos ellos participantes de un curso de cocina para solteros que había empezado en noviembre y que terminaría con un banquete especial en la semana de Navidad. Era la séptima semana en que se reunían los lunes para cocinar en las salas de Trouvemoi, la agencia matrimonial que la amiga de Anna había abierto pocos años antes y que había alcanzado un éxito enorme. Anna se había mostrado escéptica ante el modelo de empresa, pero Dalina había disipado todas sus dudas.
—Es el modelo del futuro. Y del presente. Nunca ha habido en las sociedades de Occidente tantos solteros. Nunca tantos solteros involuntarios. Ya verás, esto funcionará estupendamente.
Y había tenido razón. Trouvemoi ofrecía excursiones para solteros, fines de semana para solteros, salidas para solteros, citas rápidas, cenas a la luz de la luna, etcétera, etcétera, etcétera. Y cursos de cocina para solteros.
De estos últimos se encargaba la mayoría de las veces Anna. Porque cocinaba muy bien. Consideraba una ironía del destino haber tenido que acabar trabajando precisamente para Dalina, cuyas ideas nunca le habían gustado. Después de la estancia en la clínica. Después de perder el trabajo. Después de haberse perdido, en realidad, a sí misma.
Pero no había tenido otra elección. Debía estar agradecida.
—¡Eh, Anna! ¿Todavía sigue aquí? —preguntó alguien. Se percató de que estaba tan inmersa en sus pensamientos que no se había enterado de qué trataba la conversación. Tenía que controlarse. A fin de cuentas se le pagaba para que estuviera allí sosteniendo la conversación. Las personas que habían pagado ese curso tan caro tenían que sentirse a gusto. Relajadas. En el mejor de los casos, incluso listas para enamorarse.
—Por supuesto —respondió esbozando una sonrisa.
El hombre que se había dirigido a ella se llamaba Burt. Anna lo encontraba sumamente antipático. Chillón, insensible. Como se jactaba con frecuencia, estaba orgulloso de dar siempre su opinión, lo que tan solo era un eufemismo de que era irrespetuoso con los demás, decía lo que pensaba de ellos sin que se lo preguntaran y no tenían la menor sensibilidad para saber dónde estaban los límites, de modo que ofendía hasta tal punto a los demás que incluso los hacía llorar.
—Acabamos de decidir entre todos que el sábado que viene nos volveremos a reunir. En un pub. Genial, ¿verdad?
«Oh, Dios —pensó Anna—, ¡otro encuentro más!».
En principio, nadie podría forzarla a acudir a un encuentro excepcional, no formaba parte de su trabajo. Pero sabía con toda certeza lo que diría Dalina, su jefa: «Claro que irás con ellos. Es estupendo que se sientan a gusto como grupo. Pero a partir de ahora no tienen que seguir reuniéndose solos, sino aquí, en las siguientes clases de cocina. Y ahí es donde tú intervienes. Vas con ellos y te cuidas de que se inscriban para el próximo curso de enero».
Discretamente, sacó un poco el pie derecho del botín y consiguió sentir cierto alivio. Si al menos no le doliera tanto. Si al menos se sintiera mejor. Psíquicamente. Si no la esperase un nuevo año tan desolador, tan impredecible. Sabía que había personas que saludaban con alegría todos los cambios de año, que inauguraban enero con las expectativas de que todo sería mejor, de que las esperaba algo bueno. Anna nunca había experimentado tal sentimiento. En el año todavía sin empezar, solo veía el vacío y la nada de un campo sin cultivar. Otros ya tenían ante sus ojos espigas ondulándose en el suave viento estival. Ella, aridez y cardos. Los años de terapia no habían operado ninguna transformación.
Dibujó una sonrisa que esperó no pareciera demasiado forzada.
—Buena idea —dijo animosa—, tengo que confirmar… Espero que vaya bien. Tan cerca de la Navidad…
—No tiene usted ni marido ni hijos, en realidad no debería sufrir el estrés de las Navidades —señaló Burt con su acostumbrado énfasis—. Así que ¿por qué no ir a un pub con amigos? Mejor eso que quedarse sola en casa.
—Tengo un novio —repuso Anna— con el que paso las Navidades.
—Ah, es cierto, su novio —replicó Burt con un tonillo mordaz. Puesto que Sam iba a recogerla a veces después de la clase de cocina, los participantes del curso ya lo conocían—. ¿Por qué no se casan entonces?
—Burt, eso es asunto de Anna —señaló Diane, una joven rubia que era tan atractiva que a Anna siempre le extrañaba que necesitara acudir a actividades para solteros. A lo mejor su problema consistía en que era extremadamente tímida e introvertida.
Anna consultó su reloj y fingió sorprenderse, sin embargo llevaba una hora observando el minutero y rezando para que se moviera más deprisa.
—¡Las diez! —exclamó—. ¡Qué deprisa pasa siempre aquí el tiempo! —Volvió a embutir el pie en el botín y reprimió un gemido de dolor. Se levantó—. Bien, ¿quién me ayuda?
Todos se levantaron de mala gana, habían comido demasiado, algunos habían bebido alcohol, a todos les habría apetecido permanecer sentados en la calidez y apatía nocturna. Pero sabían que la clase duraba hasta las diez y también que Anna era muy precisa al respecto.
Burt se quedó sentado, disfrutando de su vino t