Turno de noche (Jack Stapleton y Laurie Montgomery 13)

Fragmento

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PRÓLOGO

 

 

Nueva York

Lunes, 6 de diciembre

 

La doctora Susan Passero, internista del Manhattan Memorial Hospital, más conocido como el MMH, acompañó a su última paciente del día, Florence Williams, hasta la puerta de la consulta. Eran casi las seis de la tarde y había visitado a más de cuarenta personas ese día. Se despidió cordialmente de ella y la animó a continuar con el tratamiento farmacológico, que era bastante complicado. Al volver a su mesa, Sue se recolocó la mascarilla que debía llevar todo el personal médico desde la pandemia de la COVID-19, respiró hondo y volvió a sentarse frente a la pantalla del ordenador para terminar de rellenar la pertinente entrada. Como la mayoría de los médicos, odiaba tener que cumplimentar el extenso historial médico electrónico, que interfería de forma inevitable en la relación con sus pacientes, pero sabía que la medicina moderna lo exigía. Tras haber terminado y revisado con cuidado todas las casillas, se lavó las manos, por enésima vez ese día, se metió el estetoscopio en el bolsillo y se dirigió a la clínica propiamente dicha.

Como de costumbre, era la última en terminar de visitar a los pacientes que tenía programados, así que la clínica estaba casi vacía. Al fondo, el personal de limpieza ya había empezado su labor diaria. Sue los saludó con la mano, conocía a algunos de ellos por su nombre, y ellos le devolvieron el saludo. Hasta ese momento había sido un lunes normal, con mucho trabajo. Los lunes siempre eran los días de la semana con más trabajo, porque, además de las visitas programadas, debía atender a algunos de los pacientes que habían acudido al Departamento de Urgencias durante el fin de semana.

Sue Passero, que fue jugadora de fútbol, baloncesto y sóftbol cuando estudiaba en la universidad, era una mujer afroamericana que se mantenía en buena forma física. Muy atenta siempre a su imagen, llevaba un vestido de seda debajo de la bata blanca y un corte de pelo muy moderno, cortito y de punta. Como persona extrovertida que era, en el hospital se llevaba bien con todo el mundo, en especial con el personal del servicio de alimentación y del de limpieza. Aunque era una internista colegiada especializada en cardiología, nunca había sentido la tentación de creerse superior a los demás empleados del hospital, como les ocurría a algunos médicos narcisistas a los que conocía. La razón era sencilla. Durante la escuela secundaria, la universidad e incluso la facultad de medicina, no le había quedado más remedio que trabajar en casi todo tipo de trabajos de bajo nivel en centros médicos académicos, incluida la limpieza de jaulas de monos. Como consecuencia de esa experiencia personal valoraba sinceramente la aportación de todo el mundo. Pero también era exigente. Fuera cual fuese el trabajo de una persona, esta debía entregarse por completo, que era como siempre había abordado ella sus obligaciones.

—¡Todo terminado! —le gritó Sue a Virginia Davenport tras asomarse al despacho de las secretarias de planificación.

Como Sue, Virginia siempre era la última secretaria en marcharse de la clínica. Al ser la empleada más veterana, se tomaba su trabajo muy en serio, razón por la que Sue y ella se entendían y trabajaban muy bien juntas.

—Aquí tienes tu plan de visitas para mañana —le dijo levantándose y entregándole una copia impresa a Sue.

Virginia era alta y esbelta, con un cabello rubio de rizos pequeños y un rostro ovalado en el que destacaban sus ojos oscuros y sus dientes muy blancos.

—Gracias —le contestó Sue cogiendo la hoja de papel como si fuera el testigo en una carrera de relevos mientras avanzaba por el pasillo. Ahora que había terminado de visitar a los pacientes, quería concluir la jornada, meterse en el coche y volver a su casa, en New Jersey. Mientras bajaba a toda prisa a su diminuto despacho, echó un vistazo al plan de visitas. Le pareció como el de cualquier otro día en los últimos tiempos, con treinta pacientes programados, aunque sin duda acabarían siendo más.

—También he imprimido el artículo sobre el asesino en serie que me pediste —añadió Virginia corriendo para mantener el ritmo de Sue—. Y aquí tienes las llamadas telefónicas que hemos recibido mientras atendías a pacientes y a las que debes responder.

Sue cogió la relación de llamadas y el artículo sin reducir el paso y echó un vistazo a este último. Era un artículo del New York Times de octubre sobre un enfermero de Texas al que habían declarado culpable de matar a cuatro pacientes postoperatorios inyectándoles aire en las arterias. Sue entró en su despacho y se sentó a su mesa.

—Eres un encanto —le dijo a Virginia, que la había seguido. Esta última interacción entre ellas era parte de su rutina diaria antes de que Sue se marchara—. ¿Por casualidad has leído el artículo?

—Sí —le contestó Virginia—. Me habría costado no leerlo al ver el título. Es increíble que haya personas capaces de comportarse así, y más tratándose de personal sanitario.

—Lo que me asusta de este caso en concreto es que la motivación del enfermero era mantener a determinados pacientes en la unidad de cuidados intensivos para poder trabajar más horas. ¿Te lo puedes creer? No sé, a mí me resulta inconcebible. Aunque me parece una locura, hasta cierto punto puedo entender a los llamados ángeles de la muerte, que aseguran que evitan el dolor y el sufrimiento de las personas, pese a que no sea así. Incluso puedo llegar a comprender el síndrome del héroe, que todavía da más miedo, con esos locos sociópatas que pretenden mejorar su imagen poniendo a los pacientes en peligro para después atribuirse el mérito de salvarlos, pero esto… —Mientras hablaba, Sue sacó una gran carpeta azul de entre dos sujetalibros. La abrió y metió en ella el artículo, junto con otros similares.

—Es espantoso, sea cual sea la motivación —le comentó Virginia—. Se supone que los hospitales salvan a las personas, o que al menos no las matan. De verdad que el mundo está cada día más loco.

—¿Alguna de estas llamadas requiere atención inmediata? —le preguntó Sue cogiendo la lista de nombres y números de teléfono—. ¿O puedo llamar de camino a casa?

—Nada de gran importancia —le aseguró Virginia. Aunque se había formado en psicología y trabajo social, más que en atención médica, en los diez años que llevaba trabajando en medicina interna había aprendido a identificar los casos urgentes. Sue sabía por experiencia que podía confiar en ella—. ¿El MMH se ha enfrentado alguna vez con un problema así? —le preguntó.

—Pues ya que lo preguntas, me temo que la respuesta es sí. Hace unos quince años, mi amiga Laurie Montgomery, que es una extraordinaria médica forense, descubrió a una asesina en este hospital. Era una enfermera a la que una turbia organización que trabajaba para una compañía de seguros de salud le pagaba para que acabara con la vida de pacientes postoperatorios con marcadores de genes defectuosos.

Virginia conocía a Laurie porque había programado en la agenda de Sue muchos almuerzos e incluso alguna cena con ella. Ambas mujeres habían ido juntas a la facultad de medicina y eran amigas desde entonces.

—¿Por qué?

—Para ahorrarle dinero a la compañía de seguros. Con ese material genético, los pacientes iban a necesitar mucha atención médica costosa.

—¡Madre mía! —exclamó Virginia tapándose la boca con la mano, consternada—. ¡Qué horror! Es aún peor que el enfermero de Texas. ¿De cuántos pacientes hablamos?

—De cinco o seis —le contestó Sue—. No lo recuerdo con exactitud. Fue tan espantoso que he intentado olvidar los detalles, aunque no la lección. Fue un terrible recordatorio de en qué medida la medicina depende de intereses comerciales. En especial con el capital privado intentando sacar hasta el último céntimo en indemnizaciones.

—Sí, es lamentable —le dijo Virginia—. Y hablando de intereses comerciales, recuerda que mañana a las doce tienes una reu­nión del Comité de Cumplimiento.

—Gracias por recordármelo. Si esto es todo, me voy.

Sue dio una palmada en la mesa, se levantó y se quitó la bata blanca. No le sorprendió tener otra reunión del comité. Como miembro especialmente comprometido del personal del MMH, sentía que era su deber formar parte de diversos órganos. En ese momento era miembro del Comité de Mortalidad y Morbilidad, del Comité de Control de Infecciones y del Comité de Reorganización de Pacientes Ambulatorios, además del Comité de Cumplimiento. Por si fuera poco, ahora luchaba también por conseguir un puesto en la junta del hospital. Por suerte, Virginia Davenport estaba dispuesta a ayudarla con todo ese trabajo adicional.

—No te queda nada pendiente —le aseguró Virginia dirigiéndose a la puerta—. Conduce con cuidado. Nos vemos mañana.

—Y tú ten cuidado en el metro.

Sue se puso el abrigo, que estaba colgado detrás de la puerta. Cogió el móvil, el bolso y la lista de pacientes a los que debía llamar y siguió a Virginia hasta el pasillo, donde se separaron. Sue quería salir del aparcamiento, formado por varias plantas, antes de que llegara la avalancha de coches del turno de noche, que empezaba a las siete de la tarde. Aunque la mayoría de los empleados llegaban en transporte público, se juntaban los suficientes vehículos para que se formara un pequeño atasco.

El trayecto hasta allí exigía cruzar el puente peatonal que unía el edificio de consultas externas con el edificio principal, y después un segundo puente peatonal que llevaba hasta el parking. Aunque empezaban a llegar miembros del personal del turno de noche y visitantes, el aparcamiento no estaba tan concurrido como lo estaría un poco más tarde, entre las seis y media y las siete. Sue encontró su vehículo donde lo había dejado por la mañana el servicio de aparcacoches, en la zona de los médicos, que ya estaba casi vacía, como era habitual esa hora. Mientras se acercaba a su querido BMW con cristales tintados, metió la mano en el bolsillo del abrigo y pulsó el botón de apertura de las puertas del mando a distancia. El coche respondió encendiendo las luces interiores y exteriores.

Sue abrió la puerta del lado del conductor y lanzó el bolso al asiento del copiloto antes de sentarse al volante. Como siempre, colgó el cordón de su tarjeta de identificación en el espejo retrovisor. Extendió la mano para pulsar el botón de arranque, pero no llegó a hacerlo. Para su sorpresa y horror, sintió cómo le ponían un saco de tela en la cabeza y lo bajaban hasta los hombros. Cuando levantó la mano para intentar quitarse el saco, un brazo le rodeó la garganta y tiró de ella contra el reposacabezas con tanta fuerza que se le arqueó la espalda. Soltó el saco e intentó apartar el brazo con ambas manos gritando aterrorizada. Por desgracia, tanto el saco como la presión en el cuello amortiguaban su voz. De repente sintió un dolor punzante en el muslo derecho.

Sue apretó los dientes y consiguió separar el brazo que le rodeaba el cuello lo suficiente para respirar. Pero entonces un segundo brazo acudió en ayuda del primero, le apartó una mano y volvió a tirar de ella hacia el reposacabezas, lo que volvió a cortarle la entrada de aire.

Por pura desesperación, Sue intentó morder el brazo que le rodeaba el cuello, pero sus esfuerzos se vieron limitados por el saco de tela. El atacante respondió presionándole aún más el cuello, lo que aumentó la hiperextensión de la espalda. Sue intentó clavar con todas sus fuerzas las uñas de las dos manos en los brazos que la sujetaban, pero mientras lo hacía se dio cuenta de que estaba perdiendo fuerza. Era como si los músculos de los brazos y el cuello no respondieran. Al principio pensó que podría ser cansancio por estar haciendo un esfuerzo sobrehumano, pero la sensación era cada vez más acentuada. Enseguida sus manos dejaron de agarrar los brazos que le rodeaban el cuello. Después descubrió, aterrada, que le costaba respirar.

Sue reunió la poca fuerza que le quedaba e intentó gritar de nuevo, pero de sus labios no salió ningún sonido, y con un rugido insoportable en los oídos perdió el conocimiento…

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Martes, 7 de diciembre, 6.45 h

 

Sin que se notara el esfuerzo, el doctor Jack Stapleton intensificó el ritmo en la suave subida de la colina de West Drive, en Central Park, donde bordeaba el embalse. Le había producido cierta satisfacción adelantar y dejar atrás a un pequeño grupo de jóvenes ciclistas que parecían profesionales, todos ellos con bicicletas de carretera importadas, con maillots ceñidos, con publicidad de todo tipo de productos europeos y con caras zapatillas de ciclismo. Él, por supuesto, iba en su bicicleta Trek relativamente nueva, fabricada en Estados Unidos y tan cara como las demás, pero su vestimenta era muy diferente. Llevaba su habitual chaquetón marrón de pana ancha, unos vaqueros y una camisa de cambray de color índigo con una corbata de punto verde oscura. En lugar de zapatillas de ciclismo, llevaba unas zapatillas deportivas Nike. Su única concesión a los siete grados de temperatura eran unos guantes y una bufanda.

Como hacía casi todas las mañanas desde que había llegado a Nueva York para empezar su nueva vida, y su segunda carrera profesional como médico forense en la Oficina del Médico Forense Jefe (OCME), Jack se dirigía en bicicleta a la zona este de la ciudad desde su casa, en el Upper West Side. Era un medio de transporte muy diferente del que había empleado cuando era un conservador oftalmólogo del Medio Oeste. En aquella época iba cada día a su consulta en un Mercedes, vestido con un traje de cuadros escoceses y con los zapatos abrillantados.

El líder del grupo de ciclistas reaccionó tal y como Jack esperaba. Habría sido desmoralizador que un tipo de mediana edad, con aspecto de ir a trabajar, los adelantara, así que se levantó y empezó a perseguirlo. El ciclista no sabía que seguramente Jack montaba en bicicleta más a menudo que ellos. Tampoco sabía que, además, Jack jugaba al baloncesto en el parque casi a diario, si el tiempo lo permitía, y por lo tanto estaba en excelente forma física. Los demás ciclistas siguieron el ejemplo del líder, se levantaron y pedalearon con energía.

Sin que se notara, porque siguió sentado, Jack intensificó la marcha y su ventaja aumentó un poco a pesar de los evidentes esfuerzos de los ciclistas que lo perseguían. Unos minutos después, cuando Jack llegó a lo alto de la colina y empezó a descender, dejó de pedalear y se deslizó cuesta abajo, lo que permitió que el grupo de perseguidores lo alcanzara por fin y lo adelantara para recuperar su dignidad deportiva.

En circunstancias normales, Jack habría continuado la carrera improvisada hasta el extremo sur del parque, donde saldría camino al trabajo, pero esa mañana en concreto dejó de prestar atención a los ciclistas «profesionales» para fijarse en la Brooks School, que estaba dejando atrás a su derecha, en Central Park West. Su hijo, J.J., estaba cursando allí quinto de primaria. Como si fuera ayer y con comprensible disgusto, Jack recordaba su desastrosa visita al centro dos años antes, cuando Laurie, su mujer, le pidió que fuera él a hablar con la dirección de la escuela. Después de que J.J. se hubiera metido en varias peleas durante el recreo, el equipo directivo consideraba que debía tomar Adderall para controlar el TDAH.

Quizá Jack no fuera la persona adecuada para realizar esa visita al centro, ya que estaba del todo convencido de que J.J. no tenía ningún trastorno por déficit de atención e hiperactividad, o TDAH; lo cierto es que no creía que a su hijo le pasara nada fuera de lo normal. A eso se añadía que creía que existía algún tipo de complot entre las industrias farmacéutica y educativa, que le parecían demasiado impacientes por iniciar a los niños en un fármaco que era básicamente anfetaminas y convertirlos en drogadictos incipientes. Y, por desgracia, Jack se aseguró de que la Brooks School supiera con exactitud lo que pensaba. La dirección del centro no encajó bien las críticas y amenazó con expulsar a J.J. Al final, por insistencia de Laurie, Jack aceptó que su hijo fuera sometido a un examen psiquiátrico. El psiquiatra estuvo de acuerdo con el diagnóstico, pero por suerte en ese momento ya carecía de importancia. El proceso de evaluación duró tanto tiempo que para todos era evidente que J.J. había dejado de portarse mal en el patio, así que la insistencia de la escuela en que lo medicaran quedó en el olvido… hasta hacía una semana, cuando el niño volvió a pelearse en el recreo. De repente el problema había aparecido de nuevo, y esa era la razón por la que Jack se dirigía a la OCME tan temprano. La noche anterior, Laurie y su madre, Dorothy, intentaron convencerlo para que cambiara de postura respecto a ese tema. Ambas defendían el uso de medicamentos para tratar el TDAH infantil. Jack se había despertado mucho antes de que sonara la alarma y, como no le apetecía que volvieran a presionarlo sin haberse replanteado los pros y los contras de la situación, decidió salir de casa antes de que los demás se hubieran despertado.

En Manhattan se habían habilitado numerosos carriles bici ya que el número de bicicletas había aumentado de forma espectacular a consecuencia de los frustrantes atascos, la pandemia de la COVID-19 y la aparición de los modelos eléctricos. De manera que el trayecto al trabajo que hacía Jack era ahora bastante más rápido y, en teoría, seguro, aunque Laurie dudaba de esto último. En vez de salir por la esquina sudeste de Central Park, ahora Jack salía del parque por la esquina sudoeste, en Columbus Circle. Desde ahí se dirigía por el carril bici hacia el sur por Broadway y después por la Séptima Avenida hasta llegar a la calle 30. El carril bici de esta calle estaba pintado en la carretera junto a los coches aparcados y era menos seguro. En la esquina de la calle 30 y la Primera Avenida se encontraba el viejo edificio de la OCME, que aún albergaba la sala de autopsias. Hacia allí se dirigía Jack.

Mientras pedaleaba hacia el este por la calle 30, volvió a pensar en la postura de Dorothy. Admitía que le suscitaba pensamientos ambivalentes. Con su hija Emma, a la que habían diagnosticado autismo unos años antes, Dorothy había tenido un papel positivo. Se encargó de organizar y después gestionar las complicadas entrevistas, la elección y los horarios de los terapeutas conductuales, logopedas y fisioterapeutas responsables de la impresionante mejora de Emma. Pero ni siquiera esta mejora estaba exenta de polémicas. Jack quería matricular a su hija en una escuela especializada para niños con trastornos del espectro autista que se encontraba cerca de la Brooks School, pero Dorothy no estaba de acuerdo y logró convencer a Laurie de su punto de vista.

Peor que el leve desacuerdo sobre la situación de Emma era la constante postura antivacunas de su suegra, ya que esta seguía insistiendo en que lo que le había provocado el autismo a Emma había sido la vacuna triple vírica, a pesar de que la ciencia había demostrado que esa posibilidad era falsa. Peor aún, su aversión a las vacunas se había extendido a la vacuna de la COVID-19 y, dijeran lo que dijesen Jack y Laurie, ella se negaba a vacunarse. La intransigencia de Dorothy era todavía más grave porque, desde la muerte de su marido, el padre de Laurie, un adusto cirujano cardiovascular, hacía tres meses, prácticamente se había mudado con ellos y se había instalado en la segunda habitación de invitados.

En varias ocasiones, Jack intentó abordar la cuestión de establecer un plazo para que Dorothy volviera a su espacioso piso de Park Avenue, pero Laurie no quería ni oír hablar del tema. Estaba convencida de que a Emma le beneficiaba mucho tener a su abuela cerca y de que su madre todavía se sentía demasiado vulnerable para regresar a un piso vacío.

Dada la situación familiar, Jack se sentía fuera de lugar, sobre todo porque Laurie parecía desempeñar el papel de jefa tanto en el trabajo como en casa. Como no quería forzar las cosas y alterar el frágil ambiente en casa, Jack decidió recurrir al trabajo para ocupar su mente y poder controlar así sus emociones. Necesitaba algún caso difícil en el que centrar sus pensamientos. En el pasado le había funcionado. Investigar una muerte quiropráctica lo había ayudado a lidiar con el diagnóstico de neuroblastoma de J.J. que les dieron cuando este era un bebé. Una de las ventajas de ser médico forense era que cada día sucedía algo diferente y siempre existía la posibilidad de enfrentarse a una circunstancia desconcertante. Sin la menor duda Laurie y él lo habían comprobado a lo largo de los años.

Después de esperar a que el semáforo se pusiera en verde para cruzar la Primera Avenida en la esquina de la calle 30, Jack pedaleó por delante del viejo edificio de la OCME, que había dejado de ser funcional tiempo atrás. Cuando lo construyeron, hacía más de medio siglo, era muy moderno. Ahora ya no. Necesitaban un nuevo edificio de autopsias con despachos para los médicos forenses y el Departamento de Toxicología. Se suponía que iban a construirlo cerca del nuevo y gran edificio de la OCME, cuatro manzanas al sur, pero se había retrasado por problemas presupuestarios. Era uno de los principales objetivos de su mujer, médica forense jefa de la ciudad de Nueva York, y contaba con que el nuevo alcalde, que pronto juraría su cargo, le diera luz verde.

Al entrar en la zona a la que llegaban y desde la que salían los cuerpos, Jack pedaleó entre las furgonetas Mercedes Sprinter aparcadas y se cargó la bicicleta al hombro mientras subía la escalera lateral hacia la plataforma. Después bajó la bicicleta, la empujó por delante de la oficina de seguridad y saludó a los vigilantes, que estaban ocupados cambiando turnos. Hizo lo mismo al pasar por la oficina de los técnicos de la morgue. A la izquierda, donde se almacenaban los ataúdes de Hart Island para los cuerpos que nadie reclamaba, Jack ató la bicicleta y el casco a un tubo vertical con un candado de cable. Era el único que iba al trabajo en bicicleta y no había soportes para aparcarlas. Cerca estaba la oscura y aislada sala de autopsias para cuerpos en descomposición.

Impaciente por ver qué nuevos casos había traído la noche, Jack subió por la escalera al primer piso, pasó por la sala de síndrome de muerte súbita del lactante y entró en la zona de identificación donde empezaba el día para la OCME. Eran poco más de las siete de la mañana.

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Martes, 7 de diciembre, 7.10 h

 

—Buenos días, Jennifer —dijo Jack con más entusiasmo del que sentía.

A diferencia de lo que acostumbraban a hacer algunos de los otros cuarenta y un médicos forenses, y fiel a su carácter reservado, Jack no tenía la costumbre de proyectar en los demás su modo de pensar y su estado de ánimo. La doctora Jennifer Hernandez era una médica forense relativamente nueva en la plantilla y esa semana estaba de guardia, lo que significaba que si durante la noche un patólogo forense necesitaba ayuda, debía pedírsela a ella. También debía llegar temprano, revisar los casos que habían entrado durante la noche, confirmar la necesidad de hacerles la autopsia y después repartirlos entre los médicos forenses.

—¿Algo especialmente interesante? —añadió Jack mientras se acercaba a la mesa de Jennifer. Intentó actuar con naturalidad.

—He llegado hace dos minutos —le contestó esta—. Ni siquiera he empezado a mirarlos.

Frente a ella había una pequeña pila de carpetas que contenían las pruebas realizadas por los investigadores médicos legales, o IML, médicos asistentes muy preparados que salían a la calle, si era necesario, para investigar todas las muertes que se consideraban posibles casos forenses. La policía y los supervisores de los hospitales sabían muy bien de qué muertes debían informar a la OCME por ley y de cuáles no. Aunque el día anterior habían tenido muchos casos, porque los lunes incluían los del fin de semana, los de ese día eran pocos. Jack calculó que no más de veinte.

—¿Has recibido alguna llamada durante la noche del patólogo o de los IML por algún problema? —le preguntó Jack intentando no parecer demasiado impaciente. Los casos en los que participaba el médico forense de guardia siempre eran más complicados e interesantes.

—No —le contestó Jennifer—. Veo que ha sido una noche bastante tranquila. Casi todo son sobredosis.

Jack se quejó para sus adentros. No le sorprendía. Recibían una media de cinco muertes por sobredosis al día, que eran más deprimentes que estimulantes desde el punto de vista intelectual. No encerraban ningún misterio forense, solo la cuestión social de qué le estaba pasando a la sociedad para fomentar semejante tragedia, aparte de la aparición del fentanilo en el mundo de las drogas.

—¿Te importa que eche un vistazo? —le preguntó Jack. Aunque tenía más antigüedad que ella, procuraba no ser prepotente.

Jennifer se rio.

—Sírvete —le contestó señalando la pila de carpetas.

Todos los médicos forenses sabían que Jack a menudo llegaba temprano para echar un vistazo a los casos y elegir los más complicados. Nadie se lo impedía porque todos sabían que era un adicto al trabajo que siempre asumía más casos de los que le correspondían, incluso los rutinarios. A Jack le gustaba volcarse en su trabajo, y más cuando estaba tan estresado como en ese momento.

—¡Oh, no! —gritó una voz.

Jack y Jennifer levantaron la cabeza mientras Vinnie Amendola entraba en la sala con su omnipresente New York Post bajo el brazo. Era un hombre delgado, de pelo oscuro y sin afeitar. Su sudadera con capucha y sus pantalones de chándal holgados tenía un aire algo desaliñado. Aunque por su aspecto no lo pareciera, era el técnico mortuorio más antiguo de la OCME y sabía muchísimo de medicina forense. Llevaba muchos años trabajando mano a mano con Jack y ambos formaban un equipo que marchaba sobre ruedas.

—Odio ver aquí al doctor Stapleton tan temprano —se quejó, y mientras tiraba el periódico a la mesita entre dos butacas tapizadas, puso los ojos en blanco, como si estuviera enfadado—. ¡Maldita sea! Significa que voy a estar metido en el hoyo todo el día escuchando sus gilipolleces. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

«El hoyo» era como todos los técnicos mortuorios llamaban a la sala de autopsias.

—Espero que no te hayas vestido de gala para nosotros —bromeó Jack. Buena parte de su interacción verbal habitual consistía en tirarse pullas.

—A ver si lo adivino —le dijo Vinnie desplomándose en una butaca—. ¿Problemas en casa? ¿Dificultades con la suegra? ¿Van por ahí los tiros?

Jack hizo una mueca. Vinnie lo conocía muy bien.

—No estoy en mi mejor momento —admitió Jack sin entrar en detalles—. Lo que necesito es un caso difícil.

Vinnie entendió el mensaje de inmediato y dejó de burlarse de él. Cambió el tono y le dijo:

—¡Muy bien! ¿Algo prometedor?

—Todavía no me ha dado tiempo a mirarlo —le contestó Jack—. ¿Qué tal si preparas café?

Preparar café para todos por la mañana era una de las labores que Vinnie se había autoimpuesto, porque solía ser uno de los primeros en llegar.

—¡No pienso hacerlo más! —exclamó fingiendo estar enfadado.

Jack volvió a dirigir su atención a la pila de carpetas con la esperanza de encontrar un filón, pero su optimismo no tardó en desvanecerse. Como Jennifer le había advertido, los tres primeros casos eran sobredosis comunes y corrientes. Aunque sin duda era consciente de que cada uno representaba una tragedia personal, en especial el tercer caso, un chico de quince años, ninguno de ellos bastaría para ocupar su mente al menos durante unos días o incluso una semana, que era lo que esperaba encontrar. Pero de repente, como una bofetada inesperada, el nombre que leyó en la cuarta carpeta lo sobresaltó. Susan Passero, el nombre de la mejor amiga de Laurie, y también su médica general. Jack la conocía y la respetaba porque era una excelente internista, además de simpática, comprometida socialmente y una madre responsable. Aunque Laurie solía ver a Susan a solas —comían juntas al menos una vez al mes—, de vez en cuando Jack y el marido de Susan, Abraham, al que llamaban Abby, se unían a ellas para cenar o asistir a algún evento cultural.

Vació la carpeta con el pulso acelerado y recorrió con la mirada el informe del IML. Mientras lo hacía, esperaba que el cuerpo que estaba en el refrigerador en la planta de abajo resultara ser otra Susan Passero. Pero los peores temores de Jack se hicieron realidad cuando leyó que la fallecida era una médica del Manhattan Memorial Hospital con aparente buen estado de salud que había muerto de forma repentina, razón por la cual se había considerado un caso forense.

Jack suspiró ruidosamente y sin querer se quedó mirando al vacío, ya preocupado por tener que llamar a Laurie y darle la inquietante e impactante noticia. Con el estrés y las tensiones que sufrían en casa, más las que tenían que ver con el hecho de que su mujer llevara poco tiempo en el puesto de médica forense jefa, al mando de la oficina del médico forense más grande del país, con más de seiscientos empleados y un presupuesto anual de setenta y cinco millones de dólares, esta carga emocional añadida podría ser terrible.

—¿Pasa algo? —le preguntó Jennifer al darse cuenta de su reacción.

—Diría que sí —le contestó. Miró a Jennifer, que conocía bien a Laurie. Jennifer era la hija de la difunta niñera de Laurie, y esta había sido en gran medida responsable de que Jennifer decidiera ser médica y patóloga forense. Jack levantó el informe del IML—. Me temo que este caso es una de las mejores amigas de Laurie.

—¡Dios mío! —exclamó Jennifer—. ¿Qué ha pasado?

Jack volvió a dirigir la mirada al informe.

—Al parecer murió en su coche en el aparcamiento del MMH. Ronald Cavanaugh, un supervisor de enfermería que empezaba su turno, la encontró desplomada encima del volante. Dijo que no tenía pulso y que con la ayuda de otra enfermera que llegó en ese momento alertó al Departamento de Urgencias y empezó la recuperación cardiopulmonar.

—Un paro cardiaco, probablemente —le comentó Jennifer.

—Es lo que al final ha certificado el médico de urgencias. —Volvió a mirar a Jennifer y negó con la cabeza—. ¡Uf, qué tragedia! Va a ser un duro golpe para Laurie. Además de ser su amiga, era una médica comprometida, una médica de médicos, como seguro que diría Laurie.

—¿Quién ha sido el IML? —preguntó Jennifer.

—Kevin Strauss —contestó Jack mientras seguía leyendo.

—Es bueno.

—Estoy de acuerdo —murmuró Jack.

—Si vas a tener un ataque al corazón, supongo que un hospital es el mejor lugar posible —intervino Vinnie mientras preparaba el café.

—Pero no en el aparcamiento, metido en el coche —le replicó Jack.

—¿Envió el Departamento de Urgencias un equipo de reanimación? —le preguntó Vinnie.

—En cuestión de minutos —le contestó Jack—. Al parecer los integrantes del equipo hicieron grandes esfuerzos porque el supervisor de enfermería y la otra enfermera dijeron que al principio, al empezar la recuperación cardiopulmonar, la paciente mostró signos de mejoría.

—¿En algún momento le encontraron pulso? —preguntó Jennifer.

—No, no le encontraron pulso ni en el aparcamiento ni en el Departamento de Urgencias, donde la trasladaron mientras continuaban con los primeros auxilios.

—Me pregunto cuáles eran los signos de mejoría.

—No lo pone —le contestó Jack.

—¿Tenía historial de problemas cardiacos?

—Al parecer no —le respondió—. Lo que sí tenía es diabetes tipo 1, cosa que yo no sabía. Dudo que Laurie lo supiera y eso es algo que me sorprende, porque eran amigas.

—Bueno, sin duda se han dado casos de muerte súbita cardiaca en personas con diabetes insulinodependiente tipo 1 —le dijo Jennifer—. Y de hecho anoche tuve que intervenir en este caso.

—¿Qué pasó? —le preguntó Jack levantando la mirada del informe.

—Un miembro del equipo de identificación me llamó con un problema —le explicó Jennifer—. El marido de la paciente había llegado para identificar el cadáver. Estaba muy alterado, como es normal, y se negó rotundamente a que le hicieran la autopsia. Exigió que entregaran el cuerpo de inmediato a la funeraria. Acabé hablando con él e intentando calmarlo. Cuando por fin me escuchó, le expliqué que no era posible entregar el cuerpo porque su mujer había muerto de repente, al parecer en buen estado de salud, y que la ley nos obligaba a determinar la causa y las circunstancias de la muerte. Me aseguré de que entendiera que había que hacerle la autopsia.

—Me sorprende muchísimo. ¿Ese hombre se llamaba Abraham Ahmed?

Por unos segundos consideró la posibilidad de que se tratara de otra Susan Passero, pero la idea se disipó en cuanto Jennifer le confirmó el nombre del marido.

—¡Es increíble! —exclamó Jack—. Estoy consternado. ¿Te dijo por qué no quería que le hicieran la autopsia?

—Sí. Me dijo que era musulmán y que no quería retrasar el entierro.

—¡Madre mía! Vivir para ver. He salido varias veces con Abby, como le gusta que lo llamen, y no tenía ni idea de que era musulmán. ¿Qué le dijiste?

—Le dije que lo más probable era que hubiera que hacerle la autopsia, pero le aseguré que se haría rápido y con total respeto por el cuerpo. Como no era el primer caso de estas características con el que me encontraba, ya me había informado sobre las actitudes y sensibilidades islámicas hacia las autopsias. Sabía que hoy en día las cosas no son del todo como él estaba sugiriendo. Había leído que este tema no se menciona en el Corán.

—¿Se quedó conforme?

—No mucho —admitió Jennifer—. Estaba desbordado por la situación, claro. Le sugerí que volviera a llamar esta mañana y le dije que podría hablar con quien llevara el caso.

—¿Has decidido a quién se lo vas a asignar?

—Estaba pensando en llevarlo yo misma —le contestó—. Sé que los musulmanes prefieren que haga la autopsia una persona del mismo género que el difunto y, como ya he hablado con el marido, creo que tiene sentido que la haga yo.

—Vaya… —comentó Jack negando con la cabeza y pasándose una mano, nervioso, por el pelo, que llevaba cortado al estilo Julio César. Estaba resultando ser un día mucho peor de lo que había previsto—. Bueno, creo que será mejor que llame a Laurie ahora mismo para ponerla al corriente, aunque será un golpe duro para ella. Se va a poner muy triste y tenemos problemas en casa, como bien ha sospechado Vinnie, así que no me gusta nada ser el mensajero.

—Lo siento. ¿Quieres que la llame yo? —le ofreció amablemente Jennifer.

—Te lo agradezco, pero tengo que hacerlo yo —le contestó—. Esta mañana he sido un poco inmaduro y he salido por piernas, así que ahora me toca dar la cara. —A Jack no le importaba mezclar las metáforas.

Jennifer levantó el teléfono que estaba en el otro extremo de la mesa y lo colocó frente a él. Jack le dijo que la llamaría desde el móvil, pero que antes quería volver a leer el informe de Kevin Strauss con más atención. Sabía que Laurie le haría todo tipo de preguntas y quería poder respondérselas.

—¿Quieres un café recién hecho para coger fuerzas? —le gritó Vinnie desde la cafetera sin el menor sarcasmo.

—Sí, gracias —le respondió Jack.

Empezó a releer y a memorizar los resultados de los análisis de sangre más recientes de Sue, en especial sus niveles de glucosa y colesterol. Al repasar el informe se dio cuenta de que Kevin había revisado todo el historial médico digital de Sue, que incluía el diagnóstico de diabetes tipo 1 cuando era niña. Lo que más le interesaba a Jack era determinar si tenía antecedentes de problemas cardiacos, algo que descartó de inmediato. Asimismo un electrocardiograma de rutina bastante reciente había salido normal.

—Como de costumbre, el IML ha hecho un buen trabajo —comentó Jack cuando terminó de revisar el informe sin dirigirse a nadie en concreto.

Sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y se retiró a una de las butacas tapizadas. Vinnie le llevó una humeante taza de café y la dejó en la mesita. Jack le agradeció el gesto asintiendo mientras buscaba el número del móvil de Laurie en la pantalla y después, tras haber dado un sorbo de café, presionó suavemente la pantalla para llamar.

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3

 

 

Martes, 7 de diciembre, 7.32 h

 

—Oye, ¿a ti qué te pasa? —le dijo Laurie después del primer tono. Era obvio que estaba enfadada, como Jack se imaginaba—. ¿Por qué demonios te has levantado y te has marchado sin dejar siquiera una nota en la nevera? ¿Te comportas como un crío con todo lo que está pasando? Ya tengo suficiente con dos hijos, ¿sabes?

—Vale, vale —le contestó—. Lo siento.

—¿Ya estás en la OCME?

—No, me he parado en el St. Regis para comerme una deliciosa tostada francesa —le contestó Jack, y de inmediato se arrepintió.

—No es momento para sarcasmos, amigo mío. Estoy muy enfadada contigo, así que no lo empeores.

—Tienes razón —admitió Jack controlándose—. Sí, estoy en el trabajo. Ya sé que no es excusa, pero me siento un poco ninguneado cuando tu madre y tú os ponéis de acuerdo en el tema del Adderall de J.J. y en el de la escuela de Emma sin tener en cuenta mi opinión.

—Ninguno de estos temas está decidido —le replicó Laurie.

—No es eso lo que dice tu madre —le dijo—, pero, escúchame, tengo que comentarte un tema delicado que debes saber por muchas razones. He de darte una muy mala noticia.

Se hizo un silencio, que Jack prolongó. Dio un sorbo de café mientras esperaba. Sentía que era importante que su mujer tuviera un momento para dejar de lado el enfado que le había causado el hecho de que él se hubiera marchado esa mañana sin dejar una nota, lo que estaba dispuesto a admitir que había sido más propio de un adolescente.

—¿Es una mala noticia relacionada con la OCME? —le preguntó Laurie por fin. Su voz había cambiado y empezó a adquirir el tono de la médica forense jefe.

—No, es personal —le contestó—. Me duele

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