20 divorcios y una boda de verdad

Fragmento

20_divorcios_y_una_boda-3

Prólogo

¡Hola a todos mis wedding fashionistas! Sé que esperan ansiosos las fotos del último casamiento. ¡Sí, lo sé! Pero no pueden enojarse conmigo y a estas alturas. ¡Vamos! ¡Prometo que la espera valdrá la pena! ¡Lo juro! Y saben que no miento ¡Claro que lo saben, porque estoy más que segura de que todos intuyen lo hermoso que es el vestido Pnina Tornai que usé y que tan bien me hizo sentir! (como si decirlo fuera necesario, ¡ja, ja, ja!).

Como sea, todos los detalles de la boda (además del vestido y que, claro, ¡pequeñez no es!), las fotos y también el último novio saldrán publicados en el próximo número de Revista Emotiva (¡uf!, ya sé que no hace falta que lo diga, pero ya imagino a la jefa de Redacción machacándome la cabeza al modo de un molesto pájaro carpintero) y que estará a la venta la semana próxima. Creo que no tengo nada más por contar...

¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Era una broma! OK... Aquí va la bomba...

La próxima boda por celebrar será dentro de... ¡DOS MESES!

Listo. Ya lo he dicho y no hay marcha atrás (¡Perdóname, Florence!). Y es obvio que ya saben que será la más fabulosa de todas, ¿verdad? Es que no es para menos, ¡la revista cumple treinta años! (¡Wow! ¡Aún no lo creo!).

Bueno, ahora sí se acabó, pues, si sigo, terminaré por develar cosas que aún no puedo.

Besos y ¡nos vemos en la próxima entrada! (Si para entonces aún no me ha asesinado nadie de la revista, claro... XD).

Publicado por AdamsMel en 9.15

20_divorcios_y_una_boda-4

Capítulo 1

No soy romántica, no.

Con treinta y siete años he aprendido bastante como para evitar esa faceta que, en cuanto ellos detectan, aprovechan sin que les importe una mierda los daños que puedan causar. De hecho, miro a los hombres de la misma manera en que ellos siempre lo hicieron y hacen conmigo: como si fueran simples y deliciosas golosinas (y claro que distingo «las deliciosas» de «las empalagosas» y de «las vencidas e incomibles»). Y ya saben, los dulces no son necesarios en la dieta alimentaria ni para evitar morir de hambre (incluso hasta el más experto de los médicos les dirá que ¡son perjudiciales para la salud!).

Por eso soy libre. No necesito de ningún hombre para ser quien soy, ni para vivir y tener todo lo que deseo. Camino siempre firme, al modo de una pantera que amenaza con desgarrar a quien se le cruce en el camino (más si se trata de un «infartante» ejemplar masculino). Y mis sensuales tacones Louboutin son los creadores de la melodía que denuncia la elegancia con que muevo mis seguras y ardientes caderas. Pero eso no sería nada sin mi salvaje cabello rubio, y mucho menos comparado a mi filosa lengua que, además de carecer de cualquier tipo de filtro social, repele y, contradictoriamente, atrae hombres a lo «loco» (aunque, por supuesto, ese término siempre me lo dedican ellos a mí. Como sea...). Y a tal punto repelo el romanticismo que nadie, nadie en absoluto, se atreve a mencionar la palabra amor en mi presencia, pues se sabe que soy capaz de librar la Tercera Guerra Mundial antes de que alguien hable sobre ñoñerías... Nada me importa y así me manejo a diario: libre de sentimentalismos.

¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! Y sí, sin dudas que así es. O, al menos, eso es lo que muestro a la gente que me rodea y a más de medio millón de lectores que esperan, semana a semana, leer mi maldita columna sobre bodas. Fuera de eso...

¡¿A quién demonios voy a mentir?! ¡¿A mi espejo?! ¡¿Al pobre de Puddle, mi pequeño bulldog francés, que me acompaña todas las malditas noches en que devoro mi cuarto de helado de chocolate suizo mientras lloro desconsoladamente e insulto a Lizzy cuando rechaza a Mr. Darcy bajo la lluvia en la última versión fílmica de Orgullo y prejuicio?! ¡¿O a los cientos de libros románticos que tengo secreta y celosamente guardados en mi tablet?! ¡Vamos! ¡No puedo hacerlo!

¿Si soy hipócrita? Bueno, si lo soy (en un sentido muy estricto), no me diferencio del 98 % de los habitantes de este planeta. Ahora, puedo decir en mi defensa que, si así me muestro, no es más que para evitar ser herida. Digamos que es mi especie de coraza o armadura contra abusadores que me permite vivir relativamente equilibrada, sin necesidad de miles de pastillas o de horas y horas con el psicólogo (cuya vida se torna un infierno que debe repetir, de forma indefinida y a diario, con otros tantos pacientes).

Aunque, claro, como no podía ser de otra manera, tengo mi propio terapeuta: Sísifo[1] (¡Ja, ja, ja!)... ¡OK! ¡OK! Así solo lo llamo yo... Su nombre es Albert. Él sí que sabe calmar mis aguas. Lástima que ya tiene pareja, con la que no podré competir, a menos que un hada madrina (o bruja, claro) me lance un hechizo-maldición regalándome un pene y un par de fuertes testículos. En fin... No sé si de verdad soy una hipócrita o no, pero, si lo fuera, no me molestaría reconocerlo.

Oh, cierto... ¿A quién corresponde ese 2 % restante? ¿Quiénes son los afortunados «no hipócritas»? Pues: 1) los bebés. Se cagan y mean sin importarles el contexto, si estás en una boda o en un fastuoso evento como los Oscar. Gritan y babean, así como también ríen sin parar, aunque estén en un maldito funeral. Sí, no hay dudas de ello; pueden ser cualquier cosa, menos hipócritas. Y 2)...

Él.

¡Y no me refiero a Dios, por todos los santos!

Pero no voy a hablar de Él sin antes empezar por el principio: las consecuencias de la impulsiva entrada en el blog (y que ya leyeron, claro).

Estaba en el pasillo, a punto de entrar a la oficina, cuando tuve un presentimiento de lo que vendría. Di media vuelta para hacer tiempo en la toilette, pero la maldita justicia divina despertó su intuición antes de que pudiera hacerlo.

—¿A dónde vas, conejo Blas? —preguntó cerrando silenciosamente la puerta.

Volví a girar. Sus ojos estaban entrecerrados al modo de Clint Eastwood en las películas de vaqueros. La imité y quedé enfrentada a ella. Nos faltaban el par de armas, una cámara, y hubiéramos estado listas para rodar.

—¿Algún día dejarás de hacer ese chiste molesto del conejo Blas? —inquirí simulando fastidio. Y, en realidad, me había venido como anillo al dedo. En otra ocasión, me hubiera enojado en serio, pues todo el mundo sabía que ese tema musical había sido mi favorito de pequeña. Pero «d-e p-e-q-u-e-ñ-a», tiempo pasado, por todos los cielos... Me lo cantaba mi niñera María—. La próxima vez que lo repitas, traeré la puta escopeta y haré de cuenta que eres el lobo. Lo juro, eh.

—Mmmmh... Digamos que no estaría mal eso de ser la loba.

Apoyó las manos en las rodillas y, en una pose muy sensual, aulló.

Sí, aulló. Y era de lo más tranquilo que pudo haber hecho mi querida Kate Lawrence, jefa de Redacción. Pero nadie dice nada de esa faceta «tan personal», pues en su trabajo es la mejor de todas. Se enfoca y dirige muy bien a quienes tiene debajo de sus alas. Incluso a mí que, más de una vez, le torno la vida imposible. Es que sabe manejarme; creo que es la única que puede. Y por eso es, también, mi mejor amiga. Ahora, es ahí donde está el problema. Es «mi amiga» y eso implica conocer ciertos asuntos de su vida. Y, aún hoy, estoy intentando ayudarla a, digamos, cambiar.

—¡¿Qué demonios haces, Kate?! ¡Florence pudo haberte escuchado!

La tomé por los hombros y la obligué a erguirse, aunque ella seguía riendo.

—¡Oh, claro! ¿Cómo no lo pensé antes? ¡Florence tiene memoria de pez! Y, como lo que ha ocurrido no es para nada importante, seguramente olvide todo el asunto para cuando vuelvas de la toilette. ¡Qué buena idea para evitar patadas en el culo, Mel! —expresó irónica y con una enorme sonrisa de piano.

—Bueno, ya. Cierra esa boca que, de tantos dientes que tienes y de tan blancos que son, me dejarás ciega.

—Envidiosa —dijo elevando una ceja de forma graciosa.

Le saqué la lengua. Sí, muy maduro lo nuestro, muy maduro.

—¡Kaaaaaate! —Se oía su voz acercarse a la puerta opalinada—. ¿Estás con Mel? —Su sombra se hacía visible—. ¡¿Estás con Mel?!

Y la puerta se abrió. Era Florence. Florence Le Bon, el director de Moda.

—¡Oh! ¡Mira quién se ha dignado a llegar! —exclamó cruzando los brazos y clavando los ojos en los míos para comenzar su «evaluación».

No hay día en que Florence se olvide de hacerlo. Nadie, ni siquiera yo misma, logra salvarse de su escaneo. Es una especie de detector (pelón, por cierto) de ropa y accesorios «antimoda». Clava la mirada, enmarcada con anteojos (cuya forma y color varían según el día y el ánimo), en tu rostro y recorre tu cuerpo hasta llegar a lo más importante para él: los zapatos. Y, por supuesto, a medida que va bajando la visión, lanza su veredicto. Pero no es por nada, lo hace para decidir si eres digno de entrar a trabajar o no. Así de estricto es y no duda un segundo en enviarte de nuevo a tu casa si no estás lo suficientemente «a la moda».

—Y bien, ¿qué dices? —inquirí con las manos en la cintura, mientras uno de mis pies trataba de lucir los inigualables Louboutin.

Puso una de sus manos en la barbilla y simuló pensar.

—Funeral.

Kate lanzó una carcajada.

—¡¿Qué?!

—Lo que has oído, querida. Tienes un cuerpo de infarto, pero, con ese vestido negro al cuerpo, generas la impresión de estar a punto de entrar al más terrible de los velorios.

—¡Y no estás para nada equivocado, Florence! ¡Creo que se ha vestido para la ocasión!

—¡Kate! —exclamé enojada y con los labios tan fruncidos que la hicieron reír aún más.

—Eso es cierto, Mel. Y no seré yo quien dé el sermón. R está furiosa... No creo que te lo torne tan fácil como la última vez.

La puerta se abrió de nuevo y Kate borró la sonrisa al instante. Sus particulares ojos celestes se volvieron tan fríos que parecían de hielo.

—Humm... Humm, disculpen que interrumpa, pero...

—Y haces bien en disculparte. ¿Acaso no ves que estamos ocupados? —dijo agresiva.

—Ya, Kate, tranquilízate. Seguro tiene algo importante que decir, ¿verdad, Sophy? —preguntó Florence tratando de calmar las aguas.

Kate y Sophy no se llevaban para nada bien. De hecho, el odio que mi amiga sentía por esta jovencita era más que conocido por todos. Y no era para menos, pues... En fin, ahora no va al caso.

—Sin dudas, Florence. Siempre que intervengo es por algo importante.

Regaló una sonrisa maliciosa a Kate.

—¡Maldita mocosa descarada! ¡Ya verás que...!

—¡Ya, Kate! ¡Basta! ¡Dios mío! —grité evitando que se abalanzara sobre la insoportable de Sophy. Luego, me dirigí a ella—. Y tú, habla de una vez por todas. ¿Qué quieres?

—Humm, humm. —Acomodó la voz otra vez—. R dice que ya sabe que estás aquí gracias a «sus agudos gritos». —Sonrió de nuevo, lo que hizo que Kate bufara enfurecida—. En fin, me pidió que, ni bien cruzaras esta puerta, fueras directo a su oficina, Mel.

—Demonios...

Sí, «demonios». Sinceramente, me importaba un bledo que la presidente, creadora y dueña de la revista me llamara para enviarme al infierno por haber adelantado detalles de la última boda en mi blog. Lo que en realidad me molestaba era que Rachel Adams, a quien solíamos llamar R, fuera ni más ni menos que... mi madre.

Se hizo un largo silencio antes de que Sophy entrara de nuevo. Kate me regaló una última mirada de consuelo y cruzó la puerta. Solo quedábamos Florence y yo. Mi cara debía denotar la «enorme alegría», pues podía sentir sus ojos llenos de preocupación. Suspiré, lo observé y caminé hacia la entrada. Ya comenzaba a odiar aquella puerta con el nombre de la revista grabado en negro.

—Hermosa elección, cariño —dijo sonriente y señaló mis zapatos con sus ojos en el mismo momento que yo cruzaba la entrada al mismísimo infierno.

No hice más que responderle con una efímera sonrisa. Efímera, sí, pues tenía que concentrarme e intentar mostrar la seguridad que solía tener todos los días.

«Izquierda, derecha, izquierda, derecha». Solo en eso pensaba: en el movimiento gatuno de mis caderas. No quería angustiarme por lo que vendría, y mucho menos por todas las miradas de las víboras que mi madre contrataba para que trabajaran cerca de mí. Oh, sí, fabulosas especialistas en moda, pero que día a día intentaban arruinar mi imagen para llegar lo más alto posible. Y, al fin, a dos pasos de la «gran puerta», me detuve, suspiré y, a punto de golpear para entrar, oí su voz.

—Entra, Mel. No hace falta que golpees —dijo con su típica tranquilidad.

Mierda.

Tragué saliva, respiré hondo y, sin más, abrí.

—Buen día, R.

Giró su silla, por lo que quedó de perfil al enorme ventanal que estaba detrás de su escritorio. Y, a pesar de la luz, pude notar que la seriedad de su rostro aumentó en cuanto la llamé R. Me miró de arriba abajo, elevó una ceja y clavó los ojos en los míos.

—Funeral.

—Lo sé. Ya me lo dijo Florence. —Me senté en el enorme sillón blanco y crucé mis piernas en dirección a ella—. No tuve tiempo.

—¿Ni siquiera para un accesorio? —agregó luego de «escanearme» rápidamente por segunda vez.

—No tuve tiempo, R. Acabo de decírtelo.

—Entonces, hubieras escogido algo un poco más «feliz», querida.

—Pues ahora ya sé que un vestido negro y ajustado solo es utilizable en funerales, ¿qué te parece recordarlo en una próxima nota de moda?

—No me tomes el pelo, Mel —dijo más seria, pero sin perder esa calma tan fría e inalterable que la caracterizaba.

—No lo hago, R —expresé remarcando la última palabra.

Suspiró y negó con la cabeza.

—Si no lo haces, entonces, la próxima vez acuéstate a dormir más temprano y así tendrás el tiempo suficiente para vestirte como debes.

—¡Oh! ¿Ahora controlas, también, mi vida personal? No sabía que Revista Emotiva había comprado la totalidad de las acciones de mi vida —le dije con una sonrisa que, sabía, la sacaba de sus casillas.

—Si controlase tu vida, puedo asegurarte que serías muy diferente a lo que eres.

Primera patada en el culo. R: 1; Mel: 0.

—¿Quieres decir tan feliz como tú?

¡Empatadas, maldita bruja!

Sonrió, aunque no pude terminar de ver su expresión, pues volvió a girar la silla hasta quedar de espaldas. Sus ojos seguramente se habían enfocado en algún punto del paisaje urbano de Nueva York.

—Me importaría muy poco si el motivo de tus llegadas tarde fuera por quedarte toda la noche comiendo helado de chocolate junto a «ese» horrible animal que lo que menos parece es un perro.

¡Mierda, mierda, mierda! Otra vez Kate. Nadie más sabía de mi... de mi... pasatiempo.

—Ya, R. Dilo de una vez. Es por la entrada en mi blog personal, ¿verdad?

—Si lo sabes, ¿por qué lo hiciste? —preguntó a secas.

—¿Saber el qué?

—Déjate de boberías, Mel. Sabías que, además de prohibido, publicar ciertos detalles de la fiesta no harían más que fastidiarme.

¡Oh, claro! ¡Todo siempre se trata de ella!

—¿Crees que lo publiqué para fastidiarte?

—¿Y por qué lo harías si no?

—¿El que miles y miles de lectores esperen ansiosos algún adelanto no es motivo suficiente?

—Lo que hiciste fue calmar sus ansias, y eso puede significar una disminución en las ventas —contestó severa.

—¿En serio? ¡Pues no lo creo! Durante varios números lo hicimos a tu manera y ¿qué sucedió, R?

Su silla giró con ferocidad, lo que hizo que esta vez quedara de frente a mí.

—Tal vez tus bodas ya no interesen tanto.

—¡Oh, por todos los cielos! —exclamé poniéndome en pie—. ¡Lo que faltaba! ¿Acaso nunca podrás reconocerte un error?

—Pues lo veremos el lunes, cuando tenga los resultados de ventas.

—Bien. Que así sea.

Me dirigí a la puerta para irme de una vez por todas, pero su molesta voz volvió a detenerme.

—Espera, aún no he dicho que puedes retirarte.

Di media vuelta y puse rostro de «hueca a tu servicio».

—Oh, disculpa, R. ¿Puedo irme a seguir trabajando en las notas que generan los millones y millones que guardas en tus bolsillos? —pregunté con un tono nasal y burlón.

Hizo una mueca de disgusto.

—¿Podrías, algún día, tratarme como a una madre? —reclamó impulsiva e hiriente.

—¡Por supuesto, R! Y será cuando tú me trates como a una hija.

Oh, sí. El silencio fue largo. Digamos que muy largo.

Tomó su tablet y, mientras pasaba imágenes, volvió a mover los labios.

—La próxima boda será diferente —dijo tratando de cambiar de tema.

Me acerqué hasta el respaldo del mullido sillón en el que me había sentado.

—¿Cambiaremos de diseñador? Porque no solo yo, sino la gran mayoría de los lectores aman los vestidos de Pnina. Te recomiendo que, antes de hacerlo, realices una investigación de mercado para que...

—No es eso —me interrumpió—. He recibido innumerables mensajes de organizaciones de mujeres quejándose del tratamiento que tenemos con la imagen del novio.

—¿Qué?

Sorpresa. Gran sorpresa.

—Creen que tratas a cada novio como si fuera un objeto, una cosa. ¿Entiendes?

—¡Oh, por favor! Años y años siendo la mujer la cosificada y ahora no los hombres, sino las mujeres mismas son las que se quejan... ¡No lo puedo creer!

—Menos yo.

—¿Y por qué creen eso si nunca los tratamos así? Todos y cada uno de ellos aceptaron casarse conociendo las condiciones. Jamás se habló de ellos como cosas ni tampoco se los desprestigió. De hecho, ¡hasta publicidad se les ha dado! ¡Vamos! ¡Esto no es cierto!

—Lo sé y entiendo lo que dices. Expuse exactamente lo que acabas de decir... y mucho más, claro.

Por supuesto, «la gran R» siempre hace más y mejor que nadie.

—¿Y entonces qué?

—Les he dicho que el objetivo de las bodas siempre ha sido revivir en el lector el manojo de sentimientos que produce tal evento en la vida de las mujeres. Y, por supuesto, también indicar lo último en moda, pero no hubo caso. Sostienen que, de alguna manera, aunque indirecta, se menosprecia la importancia del matrimonio y del amor.

—Oh, por todos los santos, no empecemos...

—¿Crees que me agrada hablar de esto? —inquirió clavando los ojos en mí.

Si algo compartíamos con R era el rechazo por hablar sobre «ñoñerías del amor».

—Entonces ¿qué propones? —pregunté agotando las últimas gotas de mi paciencia.

—Propongo que esta vez le des un papel más importante al novio, que hables de él, de sus gustos. Que lo conozcas, en definitiva.

—¿Pides que arme una especie de nota o entrevista con el que será mi esposo de turno?

—No. Tiene que ser más sentimental. —Movía las manos y miraba hacia una de las esquinas del techo, como si estuviera imaginando, pensando—. Los lectores necesitan saber quién es el afortunado novio... No, no, más aún, quieren saber qué tan afortunada serás. —Sonrió y me miró con entusiasmo—. ¡Eso es! ¡Debes hacerles creer que tú serás la afortunada al casarte con él!

OK. R podía ser muchas cosas, pero jamás imaginé que una loca.

—¿Perdón? —Fruncí el ceño y acerqué mi rostro—. ¿Y cómo demonios crees que haré eso? ¡¿¿Mmmh??!

—¡Transmitiendo la magia y el cosquilleo que siente toda novia que profesa amor hacia su prometido!

¡¿WTF[2]?!

—¿Estás pidiéndome que me enamore del próximo novio?

Sonrió y enarcó las cejas. No le había disgustado la idea. ¡Demonios y más demonios! ¡Maldita mi boca!

—¿Y por qué no?

No, no estaba tomando mi vida como si se tratara de una maldita empresa a la que se le puede comprar la mayoría de las acciones. No, claro que no.

—Estás loca, sí, eso es. Estás loca, R —dije afirmando con la cabeza mientras me dirigía hacia la puerta.

—¡No quise decir eso, Mel! —se apresuró.

—¡¿Y cómo crees que podré hacer una nota así sin que deje de parecer creíble, R?! ¿Ingiriendo decenas de dosis de azúcar hasta que me torne la mujer más dulce del maldito planeta? ¿Cuándo me has visto capaz de algo así? ¡Yo hablo de moda! ¡De vestidos de novia, de los últimos y mejores planificadores de bodas! ¡Yo hablo del evento, no de amor, por todos los cielos!

Bufó.

—Lo sé.

—Es lo único que sabes decir y, aun así, siempre te sales con la tuya.

—Lo sé.

¿En serio? Oh, Dios...

—No puedo hacerlo. Lo siento, pero no puedo.

—¿Que tú no puedes hacer algo? Eso sí que me resulta extraño escuchar de ti.

Víbora manipuladora.

Tragué saliva. De verdad me conocía.

—Entonces dime cómo, porque enamorarme no es una opción negociable, R.

—Simplemente te pido que salgas con él, que lo conozcas y le cuentes al público. Escribe notas sobre tus citas con él. Cuenta qué es lo que hace, qué es lo que no y, una vez que hayas detectado algunas de sus virtudes, exagéralas. Haz de él el maldito príncipe azul que todos los lectores desean. Solo eso te pido.

—¿Algo más, R? ¿No quieres mi alma también? —ironicé.

—Sí, algo más.

Por supuesto, no podía esperar menos.

—Dime, soy puro oídos... —expresé sonriente y burlona.

—Que nadie sepa su nombre hasta el día de la boda. Y, ¡ah!, me olvidaba: puedes contar con la ayuda de Kate si lo deseas.

Volvió la mirada a la tablet, dando por cerrado el asunto.

—¿Kate? ¿Por qué necesitaría de ella?

Elevó los fríos y pequeños ojos con el ceño fruncido. Sonrió.

—¿Y por qué crees? ¿No acaba de ser abandonada por su prometido? ¿Quién mejor que ella para darte los tips que debe poseer el hombre ideal?

Y negando con la cabeza, sin dejar de sonreír, retornó a su trabajo.

Si hubiera tenido algo en mi estómago, juro que lo hubiera vomitado sobre su escritorio. Lo juro.

Salí tratando de contener la ira, aunque la forma en que cerré la puerta dejó bastante en claro mi verdadero ánimo.

—Una mierda, ¿verdad? —me preguntó Kate acercándose lo más posible para que ninguna de las arpías escuchara.

—Peor que eso. He vendido mi alma al diablo, Kate —afirmé haciéndome el cabello a un lado.

—Tendrás que contarme con más detalle.

Con disimulo, me tomó del brazo y caminamos hacia la puerta, pero...

—¡Mel! —Su tono agudo era inconfundible—. Eh... Perdón. Señorita Adams, quise decir.

—Norman Bates[3] a la vista —dijo Kate burlona; así lo llamaba toda la oficina a sus espaldas.

Puse los ojos en blanco y me di media vuelta para quedar de frente al buen muchacho.

—Ralph... ¿Qué cuentas? —pregunté con tono obligado—. ¿Terminaste la entrevista a Connie Jo, la planificadora?

—¡Oh, sí! ¡Ya está terminada! Y por eso yo...

—¡Perfecto! —lo interrumpí para que no empezara a tocar aquel tema, con el que me hartaba todos los malditos días—. Envíamela para ver si está lista para salir en el próximo número. ¡No hay nada más que hablar! ¡Nos vemos!

Giré, por lo que quedé, de nuevo, de espaldas con toda la intención de dar por terminada la conversación, pero... Ralph no tiene límites, no.

—¡Señorita Adams! —Rio nervioso, acercándose un poco más. Kate enarcó una ceja y dio un paso hacia atrás. Por poco largué una carcajada—. Disculpe que la moleste con lo mismo, pero me gustaría ayudarla con su columna.

—¡Claro! ¿Quieres entrevistar a alguno de los diseñadores preseleccionados para la próxima boda? Puedes hacerlo. Dile a Sophy que te agende una cita con...

—No —se adelantó agresivo. Las dos nos paralizamos. ¿Psicópata americano? Mmmmhhh, tal vez, tal vez—. Quise decir, no es esa la manera en que quiero ayudarla —se corrigió dulcificando el tono, pero elevó una mano para que no lo interrumpiera—. En realidad, me gustaría ser el próximo novio con el que se case.

Kate metió los labios para adentro, como si se los hubiera devorado. Estaba a punto de cagarse de la risa. Pero yo debía contenerme.

—Oh, claro, entiendo. —Con disimulo, me tapé la boca para contener lo que hubiera sido escupirle una carcajada en la cara y simulé pensar—. No es mala idea, pero...

—Pienso igual —se aventuró a concluir.

Las manos le temblaban y los enormes ojos verdes estaban clavados en mi figura. Wow... Comenzaba a darme miedo.

—Claro, sí... —Sonreí forzada—. Pero no será posible esta vez, Ralph.

Se adelantó, por lo que quedó a solo unos dos pasos de distancia.

—¿Por qué no? Si todavía no hay nadie confirmado como próximo novio. Eso dijo hoy R en cuanto llegamos —expresó nervioso y moviendo los ojos de un lado a otro sin cesar.

¡Mierda, mierda, mierda! ¿Por qué las pocas veces que R hablaba no hacía más que complicarme la existencia?

—Pues justamente acabo de confirmárselo —afirmé con una enorme sonrisa y abriendo ambas palmas, como si hubiera dado una sorpresa.

Su rostro cambió a uno serio y extraño. Oh, Dios, ¿sacaría un cuchillo y me cortaría en juliana? ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja! Pobre Ralph, pero es que era inevitable compararlo con un psicópata.

—Pero yo...

—Ya lo oíste, Ralph. Ahora vete y sigue con tus asuntos. Y, si puedes, asesina a Sophy.

Abrí los ojos como dos platos y la fulminé con la mirada. ¡¿Qué demonios?!

—Perdón, ¿qué ha dicho de Sophy? —inquirió Ralph.

Gracias a Dios estaba perdido, desconcertado por la noticia que le había dado.

—Que... que continúes con tu trabajo y, si puedes, que ayudes a Sophy. ¿Sí? —me adelanté.

Si no lo hubiera hecho, Kate no habría dudado en repetir todo tal cual lo había pronunciado. Hablando de locos...

Aún desconsolado, afirmó con la cabeza y yo, veloz como un rayo, tomé a Kate para salir antes de que dijera algo más.

***

—¿Enamorarte? ¡Puff! ¡Ahora sí que se ha vuelto loca! Y comienzo a entender por qué contrata gente como Ralph —dijo mientras tomaba el vestido de mi boda número dieciséis.

Sí, uno de la docena de pisos de la empresa era pura y exclusivamente de moda para novias, y medio de él correspondía a todo lo que yo había preseleccionado y usado en cada evento. Y allí estábamos, revolviendo entre cientos de vestidos para inspirarnos para la próxima y especial boda. Pronto vendrían los diseñadores y tendría que saber decirles lo que deseaba para este nuevo traje. Claro que todos hacían diseños distintos y exclusivos que luego eran publicados en diferentes números. Cada uno de ellos era declarado como el posible vestido por usar en la boda. Así, nosotros recibíamos diseños sin costo, y los diseñadores, miles de pedidos gracias a la publicidad que les hacíamos.

—No seas así, Kate. Ralph es un buen chico, además de inteligente. Si R lo contrató, no es por nada. Sabemos que hace muy bien su trabajo. No se le escapa un solo detalle. Es especialista en eso, debes reconocerlo.

Bufó.

—¿Y me dirás que ocurre lo mismo con Sophy?

Clavó los ojos en los míos y, al ver que yo no emitía un solo sonido, se colocó la diadema que había tomado. Se miró al espejo y comenzó a llorar.

¿Por qué? Sí, eso fue lo que me pregunté al vernos encerradas en el último lugar del planeta en que debía estar Kate.

Me acerqué, la abracé y, con delicadeza, intenté quitarle la maldita diadema, pero me pegó en la mano, por lo que me lo impidió.

—Déjala ahí, Mel. —Se sonó la nariz con la falda del vestido. Genial—. Deberían hacer una con la inscripción «estúpida» y te aseguro que la usaría todos los malditos días de mi vida.

Rompió en llanto de nuevo. Pero, esta vez, con tanta intensidad que no pudo evitar hacer eso que ella tanto odiaba. ¿Cómo llamarlo? ¿Ronquido de cerdo? En fin...

Bufé y, en contra de su voluntad, mientras me daba palmaditas para evitar mi acción, le saqué el adorno de la cabeza y me coloqué detrás de ella. La tomé de los hombros y la sacudí para que se viera en el espejo.

—¡Mírate, Kate! ¡Esa no eres tú! ¡No es la poderosa y segura jefa de Redacción que conozco!

Se limpió el delineador corrido con uno de los velos. ¡Fabuloso! Ya podía imaginarme la cara de R.

—No, claro que no lo es. Esa que está allí no es más que una idiota que no hizo nada por cuidar su felicidad.

—¡Oh, vamos! ¿Y crees que llorar hasta lograr que tus ojos parezcan los de un panda ayudará en algo?

—No, pero que Sophy no trabaje más aquí me ayudaría y mucho.

Suspiré. No podía decir nada frente a eso. Nada distinto de lo que vivía repitiendo.

Tragué saliva y calmé el tono.

—Kate, yo deseo lo mismo que tú, y lo sabes, pero R...

—Sí, ¡ya lo sé, maldita sea! ¡No echa gente que trabaja con eficiencia! ¿Es que no puede encontrar a otra que trabaje de igual manera? ¡Dile que yo misma me ofrezco a hallar a alguien mucho mejor y de naturaleza humana, no una víbora como ella!

Volvió a llorar desconsoladamente.

—Ya, ya... —Traté de tranquilizarla. De verdad que estaba muy sensible. Demasiado. Y fue entonces cuando la pregunta llegó a mi cabeza: ¿cómo le diría que R esperaba que me aprovechara de su sufrimiento para «crear la imagen del príncipe azul»? ¿Qué tipo de amiga era yo para cagarme en su estado y vomitarle aquella noticia como si nada? De verdad me sentía una mierda y no pensaba decir nada, pero mi inconsciente me traicionó—. No puedo hacerlo.

¡Mierda! ¿Es que nada me iba a salir bien ese día?

Kate deshizo mi abrazo y me miró con el ceño fruncido. Era obvia su reacción; yo nunca decía algo como eso.

—Que tú no puedes ¿el qué?

Sonrió desconcertada.

—Nada. —Empecé a tomar varios de los modelos que más amaba de Lazaro y los coloqué sobre mi cuerpo—. ¡De este estilo me encanta! ¿Qué dices?

—¿Qué digo? Que eres una pésima actriz.

Se acercó, me arrebató los vestidos, los dejó sobre uno de los sillones, y volvió a clavar los hinchados ojos en mi rostro.

Oh, sí. Esa era la inteligente Kate.

—¿Ninguno te gusta? —pregunté con la mirada esquiva.

—Ya, Mel. Cántamelo. ¿Qué más te pidió R que no puedes hacer?

Y bueno, no hacía falta mucho más para que también Kate comenzara a odiar a R. No era mi culpa.

Suspiré.

—Quiere que hable del novio como si fuera el príncipe azul que todos desean.

—Sí, eso ya me lo has dicho.

—Bueno. Sabe que enamorarme no es una opción y, si invento, será muy poco creíble tratándose de mí y...

—¡¿Y qué, Mel?!

Graciosa, hizo un gesto con el dedo para que redondeara.

Bufé.

—Oh, ¡al demonio! ¡Quiere que me ayudes con las notas, pues cree que no hay nada mejor que una mujer abandonada para hablar del puto príncipe azul! ¿Está bien? Pero ya te adelanto que no espero que te involucres en semejante idiotez —finalicé furiosa y me coloqué otro de los vestidos debajo del cuello.

—Está bien. Lo haré.

¡¿Qué carajo?! Quedé boquiabierta.

—¿«Está bien»? ¿Esa es tu respuesta? Pensé que me mandarías a la mierda directo y sin escalas.

—¿Y por qué haría eso? R tiene razón, no hay nada mejor que una mujer con el corazón roto para hablar sobre el ideal de hombre en el que su mente se escabulle todas las putas noches.

Como si nada, continuó a lo que habíamos ido. Tomó un vestido Pnina y lo separó para buscar entre otros.

Nada. No pude decir absolutamente nada.

—OK...

Fue lo único que salió de mi boca.

—Eso sí —se atajó impulsiva—, será mejor que anotes ciertos puntos que sí o sí deberá tener el perfil de quien vaya a convertirse en el maldito príncipe. ¿Tienes para anotar? —Saqué mi móvil y, rápida, comencé a apuntar—. Uno: debe ser un empresario o profesional reconocido; nada de artistas, como pintores, músicos o roqueros sexis, ¿OK? No apuntamos solo a jovencitas soñadoras. Dos: debe tener un buen pasar; tener casa, automóvil y toda esa mierda que ya sabes. Ninguna mujer querría un príncipe que no pueda comprarte ni un paquete de snacks. Tres: debe ser unos años más grande que tú; intenta no superar los cinco años. No queremos que piensen que tu príncipe puede llegar a ser resultado de tu deseo por ser madre, esto por si eliges comerte a uno mucho más joven que tú; ni de un complejo por la ausencia de tu padre, por si te buscas uno veinte años más grande. Por todos los cielos... —Sacudió la cabeza y yo reí—. Cuatro: debe estar más bueno que la fusión entre Brad Pitt, Antonio Banderas y Usher.

Claro, y yo era la mujer perfecta para hallar alguien así. ¡Claro que sí! ¡Cómo no!

—Explícame cómo demonios hago para encontrar a alguien así, querida Kate.

Sonreí exagerada, ladeando mi cabeza.

—No lo sé. Ese es tu problema. Yo solo debo darte una guía. —Sacó la lengua. Siempre tan madura, sí—. Cinco: debe ser muy dulce y caballero, pero no al punto de empalagarte. Además, se corre el riesgo de que piensen que es un actor o un gran amigo gay que te hace el favor de quererte y tratarte de la manera que, en realidad, ningún hombre puede. Seis: debe hacer ejercicio bien masculino y cuidar su figura, pero no al punto de resultar metrosexual. No sería bueno que los lectores se enteren de que él se depila más veces que tú. Y siete, anótalo bien: debe tener un paquete de madre mía.

—¡Kate!

Oh, sí. La Kate de siempre había vuelto. ¡Yeah!

—¿Qué? ¡Es verdad! ¡Todos quieren eso!

—No me acostaré con el que sea que vaya a ser mi prometido. Conoces mis reglas.

—¡Yo lo haría, más si logras cumplir con el punto cuatro! Vaya boba si no lo haces. Aunque no me ofendería reemplazarte, eh...

Entrecerró los ojos y se mojó los labios con la lengua.

—¡OK, OK! Lo tendré en cuenta.

—Y que sea un «Salta, Willy, salta».

Sabía que diría ese imposible. Lo sabía. Bueno, es que era nuestra forma de clasificar los penes. De menor a mayor: 1) «Buscando a Nemo» (talle small); 2) «Mi amigo Flipper» (talle médium); y 3) «Salta, Willy, salta[4]» (talles del large al XXXL). Y, por supuesto, este último, hasta entonces, nunca encontrado, ¡ja, ja, ja, ja! No hace falta que recuerde que me refiero a las dimensiones, ¿verdad?

—Kate...

—¡¿Qué?! No me fastidies, Mel. Hago mi trabajo. Y, de paso, estoy siendo más que una buena amiga. Así que recuerda... —Puso cada una de sus manos a los costados de su pecho para indicar el tamaño de un «Salta, Willy, salta» y guiñó un ojo sacando su larga lengua.

Y, claro, reímos a carcajadas. ¿Qué más podíamos hacer?

20_divorcios_y_una_boda-5

Capítulo 2

¿«Vestido número dieciséis»? ¿Medio piso dedicado a «todo lo usado por mí en mis diferentes bodas»? ¿Novios? ¿Diseñadores y publicidad? Entiendo lo que deben estar pensando: «¡¿Qué demonios es lo que hace esta mujer?!».

Bueno, es que, en realidad, no es fácil de explicar. Pero empezaré por lo más sencillo: escribo notas sobre lo último en moda nupcial. Y es lo único que he hecho desde que me recibí de periodista. ¿Pude haber elegido otra rama como economía, política o ser corresponsal de guerra? Claro que sí, pero esta fue mi elección. De hecho, lo tuve muy claro desde pequeña. Siempre he amado la moda porque creo que dice mucho más de lo que la gente piensa. Habla de todos y cada uno de nosotros de una forma tan especial que no muchos saben detectar y apreciar. En fin, jamás dudé a qué me dedicaría. Sin embargo, el cómo expresaría aquella pasión fue tan inesperado como original (y redituable para la revista, por supuesto).

No voy a negar que, desde mi infancia, los malditos cuentos de príncipes y princesas llenaron mi cabeza hasta hacerla explotar. Amaba a tal punto los vestidos y fantasía que envolvían a aquellas historias de amor que las bodas de los famosos comenzaron a ser los eventos que más se asemejaban a esos cuentos que me habían alimentado por años. Y así, la moda en bodas se convirtió en el cómodo colchón que le daría sentido a mi vida profesional. Escribía no solo sobre los novios, sino sobre cada uno de los detalles de la fiesta. Y me iba bien, muy bien. Revista Emotiva creció, en gran parte, por esta sección a la que yo sola me dedicaba. El orgullo era inmenso y las ansias por más también. Pero, claro, con este perfil, ¿cómo demonios no iba a fantasear con mi propia boda? De hecho, ¡era lo que más esperaba en todo el maldito mundo!

¿Cómo será mi vestido? ¿Estilo sirena o de gala? ¿Encaje o satén? ¡Oh! ¿Qué diseñador escogeré? ¡El peinado! ¿Recogido o suelto con un toque salvaje? ¿Y el wedding planner? ¿Y el lugar? ¿Al aire libre? ¿En un lujoso hotel?

¡Cielos! Las preguntas nunca cesaban, y siempre surgían más y más. Definitivamente, deseaba tener una boda. Y, en secreto, no dudé en organizar todo para volverlo real. Sin embargo, había ignorado lo que se suponía era lo más importante para lograr el maldito casamiento: el novio. ¡Sí! ¡En lo último que pensé fue en el futuro esposo! Me sentí una adulta estúpida que lo único que estaba haciendo era jugar a cumplir los sueños de su niña interior y, así, decidí olvidar el asunto.

Los meses pasaron y, al fin, se anunció una boda realmente inesperada. Rich Bob, el roquero con más onda de ese momento, se casaría con la modelo más deseada de ese entonces. Los medios estaban encima de la pareja como moscas sobre la miel, aunque Rich Bob los esquivaba tanto como podía. Pero Revista Emotiva no se perdería la oportunidad de conseguir la nota previa al evento. Y, así, R no dudó en mover cielo y tierra para conseguir la bendita entrevista con él. ¿Quién lo entrevistaría? La respuesta está más que clara, ¿verdad?

Pensé que me llevaría quince minutos, media hora tal vez. No era el primer músico que entrevistaba y conocía la ciclotimia que solía caracterizar a la gran mayoría. Así que entré a su oscura habitación y me senté a la espera de que su ego descendiera hasta que se hiciera presente. ¿Cuánto aguardé? Pues perdí la cuenta. Lo único que recuerdo es que estaba a punto de irme de aquel oloroso y estrafalario lugar cuando su voz (sí, su melodiosa y particular voz) lo evitó. Y eso fue todo, pues, en cuanto me di media vuelta, quedé inevitablemente rendida a sus pies.

¿Hice la entrevista? No. ¿Se enojó R por aquello? Dicen que en un principio sí, pero, al verme regresar luego de una semana, en la que estuve encerrada con él en la habitación, su parecer cambió en cuestión de segundos, y más aún al volver tomados de la mano (sí, Rich Bob ingresó al piso principal de Revista Emotiva tomado de mi mano) y con la mejor de las noticias que pudo haber recibido alguien como R: yo, su «querida hija», sería la futura esposa del roquero más codiciado.

Lo sé, lo sé. Se estarán preguntando qué fue de la vida de la joven modelo y por qué me cagué en ella. Bueno, en cuanto a lo primero, sé que mucho no le afectó; pues, en cuanto Rich le informó, por medio de su representante, que ya no tenían una relación, no dudó en irse a la Polinesia con un reconocido empresario con el que se había casado antes que Rich y yo. Ahora, en cuanto a lo segundo..., no sabría decirles. Por un momento, me sentí mal por la chica, pero estaba tan cegada por lo que «sentía» por Rich que todo me importaba un carajo. No hay otra forma de expresarlo, disculpen. Y el solo pensar que gracias a él cumpliría mi gran sueño de casarme... Bueno, ¡qué demonios me importaba!

Y si el hecho de que se fuera a casar había generado un gran revuelo en los medios, ¿tiene sentido que mencione lo que causó su «cambio de novia»?

Cada vez que salía de la oficina, eran cientos y cientos los flashes que me dejaban ciega por un largo rato. Y el único lugar donde podía escabullirme y huir sin que me persiguieran era el bar Ofelia, que estaba a solo dos pasos de mi trabajo y poseía una salida de emergencia ideal para escapar rápido. Oh, ese bar... En fin...

Cada vez faltaba menos para el gran momento, y mi madre —o, mejor dicho, R— se encargaba de que todo lo relacionado con la boda estuviera perfectamente organizado e impecable. Mientras tanto, mi tía abuela Violet, una tímida y dulce anciana de casi ochenta años que hacía más de una década que no veía, era quien me daba la contención maternal y sentimental que tanto necesitaba. «Serás muy feliz, querida. ¡Muy feliz!», me decía, cada vez que podía, con su tierna sonrisa de abuela. Y yo... Yo volaba en una nube, una maldita nube que se esfumaría en cuanto volviera a salir el infernal sol de su ego.

«Connie Jo, la más reconocida planificadora de bodas de toda Nueva York, ha sido la encargada de organizar lo que están viendo ahora, en vivo y en directo», recuerdo que dijo una reportera que transmitía la previa al evento. «Todavía nadie conoce el diseño escogido por la novia, pero en instantes lo sabremos», añadió otra. Y esos fueron los únicos comentarios en los que puedo decir que se me dio un poco de importancia, pues el resto solo se refirió a él. «Hoy, el más duro y sexi roquero de todos los tiempos dará el sí. ¿Qué sentirán sus fans? ¿La novia está a la altura? Jenny, de Michigan, dice que hubiera dado lo que sea por ser ella la novia. Susan, de California, nos dice que no ha parado de llorar desde que se enteró de la boda. Barby, de Seattle, dice que reza para que Rich olvide sus votos matrimoniales. Rose, de Virginia, dice que la novia puede irse bien a la... ¡Hum, hum! (el periodista simuló toser). ¡Oh, Dios mío! ¡No me alcanzarán los programas para decir todas estas opiniones!». Y así podría escribir unas trescientas páginas más en las que solo mencionaría todos los comentarios de los medios, pero no tendría sentido. El mensaje era claro: yo, simplemente, era «la novia de...».

Aun así, nada me importaba. ¡Yo estaba cumpliendo mi maldito sueño de princesa y con uno de los hombres más deseados del mundo, por todos los santos!

Y, si en algún momento los flashes me fastidiaron, no podría explicar cómo lo hicieron en el instante en que aparecí en la alfombra roja vestida novia. Mi traje era único, lleno de piedras austríacas que hacían de mi figura una especie de muñeca de cristal. El peinado recogido dejaba caer mi cabello en una larga cascada rubia, y la cola del fastuoso vestido provocó que al menos la mitad de los presentes suspiraran al unísono. No negaré que mi pecho se hinchó de orgullo, lo que hizo que se me dibujara una sonrisa llena de satisfacción.

No obstante, hoy puedo decir que aquello no agradó mucho a Rich. No fueron más de diez minutos en los que fui el centro de atención. Pero alguien como él jamás soportaría, ni un solo momento, ser el segundo en algo. Como pudo, estoy segura, lo disimuló bastante bien; pues, durante los votos y gran parte de la fiesta (en la que, por supuesto, fue el centro de atención), se comportó casi con normalidad. Aunque... no pasó mucho tiempo más para el final que todas las fans querían.

Ya era la madrugada y, si bien la fiesta continuaba, nosotros, los recién casados, debíamos marchar para disfrutar de nuestra noche de bodas en uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Sin embargo, Rich no estaba por ninguna parte. Lo llamé al móvil una, dos, tres y hasta cincuenta veces, pero no respondía. Su representante, mi planificadora y hasta los hombres de seguridad lo buscaban incansablemente, aunque con suma discreción para evitar sospechas y revuelo en los medios. Aun así, nada. Ni un solo rastro del famoso y, en ese entonces, ya esposo mío, Rich Bob.

Los nervios, poco a poco, fueron adueñándose de mi cuerpo, y más de un invitado comenzó a notarlo; pues, luego de preguntarme si estaba bien, me cuestionaban sobre el paradero de Rich. Y fue entonces cuando la veloz R entró en acción. Discreta, fría y segura, solo hizo lo que me salvó de un escándalo con los medios, que ya habían notado la ausencia del flamante esposo. Advirtió a los de seguridad que, en cuanto lo vieran, lo enviaran, con reserva, al hotel donde yo ya estaría esperándolo. Claro que no tardó un segundo en anunciar a todos los medios que los dos novios se habían marchado «al estilo Rich Bob» para disfrutar cuanto antes su primera noche de amor como esposos.

Y así fue. El chofer de la limusina no paró de mirarme por el espejo retrovisor hasta que le pedí que, por favor, subiera el vidrio separador. Tomé la botella de champagne, la abrí y, a punto de servirme en una de las copas, bebí directamente del pico hasta dejarla medio vacía. ¡Al demonio con el ceremonial y protocolar estilo R! Respiré agitada y, para cuando logré relajarme un poco, el hermoso coche se frenó, lo que me anunció la llegada.

«Mierda», pensé. De alguna manera, intuía lo que se avecinaba.

Tomé la falda del vestido y la levanté lo más que pude para que no se manchara con nada que pudiera haber en el piso. Ingresé y, si bien la bienvenida fue más que elegante, pude ver, en los ojos del empleado, ese típico nerviosismo que tiene quien trata de evitar lo inevitable.

—Calla y solo dime la habitación —lo atajé.

No quería que hiciera más tiempo. No era estúpida; ya había visto a su compañero levantar el teléfono con desesperación mientras me miraba desconcertado, aunque parecía no tener suerte, pues era evidente que nadie atendía su llamado.

—Es el penthouse que está en el...

—Ya lo conozco. Gracias —lo interrumpí antes de subirme al ascensor lo más rápido posible.

«Tin-tun, tin-tun» era el sonido que hacía el maldito elevador por cada piso que subía. Y mis nervios ya no aguantaban más. No me quedaban uñas para seguir devorando al son del tin-tun hasta que, por fin y desafortunadamente, llegué al piso. Pero, a segundos de abrir la puerta del cuarto, la duda comenzó a carcomerme. ¿Debía entrar o pasar la noche en otra habitación? Después de todo, ya conocía la naturaleza de Rich, aunque... ¿de verdad era así? ¿Tanto lo conocía como para estar preparada para soportar eso? ¿Acaso había pensado en todo aquello o me estaba llevando la mejor-peor de las sorpresas? Ya no sabía qué era lo que había meditado y lo que no antes de casarme con él. Lo único en lo que, hasta entonces, había pensado no había sido más que en la maldita boda de mis sueños.

Respiré profundo y... ¡A la mierda! ¡Entraría como debía ser: como la esposa de Rich Bob!

Y maldije el momento en que lo pensé.

Jamás he sentido tanta vergüenza de ser «la esposa de...».

¿Qué es lo que vi? ¿Una hermosa cama, con una morena despampanante que hacía lo suyo en una extravagante posición del Kamasutra? ¿Una rubia? ¿Una pelirroja?

Pues no.

Jamás olvidaré el primer plano de su culo velludo. Estaba estático, sin movimiento, gracias a su extraña posición y al profundo sueño en que había caído luego de tomar y consumir todo lo que yacía alrededor de la cama. No sé cuántas veces negué con la cabeza tratando de eliminar de mi mente aquella imagen, que no hacía más que repetirse una y otra vez, de forma fotográfica e insistente, en mi memoria. ¿Vergüenza? Ya ni sé, aunque la razón me iluminó... y la rabia, claro, pues fue esta la que despertó en mí aquella faceta despiadada.

Tomé el móvil y, con desagrado, aunque satisfecha por la ocurrencia de mi cabeza, saqué una foto de su parte «desconocida». Ya podía visualizar los titulares de la sección de espectáculos: «El lado más oscuro (y velludo) de Rich Bob». ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! Pero no perdí más tiempo. Quería saber quién demonios estaba debajo de él. Quería saber quién era la/el maldito/a que había arruinado mi noche de bodas y que había logrado que, en solo un minuto, tomara la decisión de un inminente divorcio.

Me acerqué por el costado y, luego de apreciar la posición con forma de A en que había quedado Rich (con su cabeza graciosamente hundida en la entrepierna de la tercera persona en discordia), descubrí su identidad y quedé boquiabierta.

«¡¡¡WTF!!! ¡¡¡WTF!!!», me repetí una y otra vez con el ceño fruncido. Es que era imposible, impensable, inimaginable que quien estuviera debajo de «mi esposo» fuera ni más ni menos que... ¡mi tía abuela Violet!

¡Vamos! ¡Aquello no podía ser cierto! ¡Tenía casi ochenta años! ¡¿En qué demonios habían pensado estos dos?! No lo sabía. Pero lo que sí era seguro es que la había pasado de maravillas porque aquella «dulce sonrisita», con la que me había dicho que sería muy feliz, se había transformado en un teclado de piano que parecía estar a punto de expresar: «¡Gracias por compartir tu felicidad conmigo, querida!».

Maldije y maldije hasta que la razón volvió a iluminarme. Mis ojos dejaron a un lado sus figuras para enfocarse en el descontrolado entorno y entonces... ¡Oh, por Dios! ¡¿Estará muerta?! ¡Demonios!

Empujé a Rich, con lo que logré que despertara de mala gana, y me acerqué a la nariz de mi tía abuela.

Nada.

¡Cielos!

Hice a un lado todas las porquerías que yacían cerca de ella y comencé lo que había aprendido de resucitación en mi secreta época de scout. ¡Uno, dos, tres y respiración boca a boca! ¡Uno, dos, tres y respiración boca a boca! Pero nada. Mi «querida» tía abuela no daba siquiera una sola señal de vida. Suspiré y, aún shockeada, me alejé un paso. Su rostro seguía sonriente, como si le hubieran dado el mejor obsequio de su vida.

¡¿Qué demonios!?

Y Rich, sin inmutarse por lo extraño que debía resultarle aquella escena, se desperezaba como si hubiera despertado de su mejor noche.

¿Si imaginé alguna vez que mi matrimonio podía llegar a su fin por una infidelidad? Tal vez. ¿Si imaginé que esa persona en discordia podía ser alguien de ochenta años? Claro que no. Pero ¿si imaginé mi noche bodas, vestida con semejante vestido, tratando de resucitar a mi tía abuela, quien parecía haber muerto de felicidad por una descontrolada noche orgásmica y de excesos junto con mi esposo? ¡Absolutamente, no!

Por supuesto que esto no fue lo que se dio a conocer en los medios. La autopsia de «la dulce y querida tía abuela Violet» confirmó que solo había fallecido por un ataque cardíaco. Y, en cuanto a Rich, solo puedo decirles que debió guardarse el ego en su «lado más oscuro», pues, luego de la comprometedora situación con mi tía abuela y de aquella foto, no tuvo más opción que aceptar las condiciones que mi madre (por medio de sus abogados) impuso sin posibilidad de negociación (a menos que prefiriera el fin de su imagen pública y su carrera artística).

Y, tan solo al día siguiente de la boda, los titulares anunciarían: «El matrimonio de famosos más corto de la historia americana». Además, no tardarían en dar a conocer los motivos que tan bien había pensado mi madre para generar más fama a la revista (aunque a mí me dijo que no fue más que para proteger mi imagen. Sí, claro, cómo no. Seguro que no pensó en los millones de dólares que le haría ganar semejante idea): «La famosa periodista y el representante de Rich afirman que la boda fue solo un show para despertar y hacer vivir las sensaciones que atraviesa una novia en tan importante momento. Fue un evento para homenajear y realzar la importancia que tiene una boda en la vida de las mujeres. “No se trata de un momento cualquiera. Las emociones y la felicidad que genera una boda no tienen comparación. Y nuestro proyecto, gracias al apoyo de Rich Bob, se basó en poder transmitir todas esas sensaciones al lector que aún no ha vivido dicho momento o que desea revivirlo”, sostuvo Rachel Adams, directora de Revista Emotiva».

Oh, sí. Las críticas tampoco tardarían en llegar, aunque fueron mayoría las organizaciones que apoyaron «la supuesta idea planificada». Y nadie supo la verdad, salvo unos pocos.

Realmente hubiera sido genial que todo terminara allí, pero no fue así. De algo que a la vista de los demás había parecido una original sorpresa, surgieron preguntas como las siguientes: ¿y cuándo será la próxima boda de Mel Adams? ¿Qué vestido escogerá para hacer suspirar a sus lectores y a los fanáticos de la moda? ¿Qué novio eligirá esta vez? Preguntas en extremo incómodas para mí, pero excelentes motivadores para R, pues le despertaron el lado más comercial y creativo que pudiera tener.

Lo que había sucedido no alcanzaba. Una nueva y alocada idea llegó a su mente: continuar la pantomima de las bodas.

Al principio, se le daría más importancia al novio «por escoger»; pero, luego de varias estrategias de R, se logró que el público y los medios enfocaran la atención en todo lo relacionado con el evento: decoración, vestido, música, estilo, wedding planner, Estado y lugar en que se celebraría (hasta han llegado a llamarme «la novia de los viajes»), etc. Y, claro, no hubo diseñador, planificador y marcas que no desearan estar involucrados en cada fiesta.

De allí, la revista creció a pasos agigantados. Los contratos con las más famosas firmas de indumentaria y moda no tardaban en llegar y crear más ingresos. Inclusive, comenzaron a presentarse conocidos empresarios y artistas ofreciéndose como «futuros esposos», pues aquello no era más que excelente publicidad para ellos mismos, para sus carreras y sus empresas. Y así se empezó, también, a lucrar con «la elección del novio».

Cada aspirante debía presentarse a un discreto casting cuyo selector no era ni más ni menos que el equipo de moda de la revista. Claro que había varias rondas, pero el veredicto final siempre lo tenía ella: R. Y, una vez seleccionado el «futuro esposo», se le hacía firmar el contrato (minuciosamente confeccionado por los abogados de la revista), entre cuyas especialísimas cláusulas figuraba la de un divorcio inminente y un acuerdo prenupcial de bienes (en pocas palabras, el hecho de casarse y luego divorciarse no daba derecho, a ninguna de las dos partes, a reclamar bienes personales ni gananciales). Aunque, claro, ese novio escogido pagaba un buen monto por el uso de mi imagen y de la revista. Digamos que abonaba en concepto de «servicios publicitarios».

En fin... Siempre pensé que, en un futuro, cuando fuera a hablar sobre mi vida matrimonial, diría «la primera vez que me casé», o a lo sumo, «la segunda», «la tercera», «la cuarta» o «la última». De verdad no lo sé, pero de lo que sí estoy segura es de que nunca imaginé referirme a aquellos momentos

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos