El hombre del río

Javier Reverte

Fragmento

Prólogo

Desde el año 2002 yo tenía una deuda pendiente con el río Amazonas, cuando navegué su curso entre la ciudad de Pucallpa, en el Perú, y su desembocadura, en la ciudad brasileña de Belém do Pará. Fue un viaje muy duro, sobre todo porque, llegando al final, contraje el paludismo en su grado más grave: la llamada «malaria cerebral», provocada por el parásito Plasmodium falciparum, lo que estuvo a punto de costarme la vida. El libro que escribí a mi vuelta se tituló El río de la desolación, un trabajo todavía afectado por la depresión que, durante casi dos años, me dejó la enfermedad. Durante el viaje, me vencieron la sensación de peligro, la pobreza de sus gentes, la brutalidad de la naturaleza, la indefensión que sentía en mi cuerpo infectado, las pesadillas, la fiebre, la soledad en la sala de la UCI del hospital de Belém hasta que mi mujer y mis hijos llegaron a buscarme desde España… Hoy, pasados aquellos malos tragos, habría titulado el trabajo como El río de la desmesura. Y hubiera dedicado una parte de mis observaciones —y también de mis sensaciones previas a la enfermedad— a describir su hermosura.

Pero no solo era eso lo que quedaba aplazado. En mi libro conté sucintamente la historia de la primera exploración europea del gigante fluvial, el más largo del planeta, y en particular, a vuelapluma, la del protagonista de la hazaña, el extremeño Francisco de Orellana. No fue un conquistador como tantos otros de la época, sino un hombre en el que se fundieron la curiosidad antropológica, la tolerancia, la lealtad y un hondo sentido de la aventura, además de la ambición de riquezas y la sed de fama, tan propios del carácter de los hombres de su tiempo. Leyendo el relato que el fraile Gaspar de Carvajal, también extremeño, escribió sobre la épica aventura, la figura de Orellana me fascinó por la cantidad de ángulos que sugería su personalidad. Al contrario que Pizarro o Hernán Cortés, el suyo era un carácter poliédrico, más próximo a Ulises que a Aquiles, Héctor o Áyax. Y, a fin de cuentas, ¿no fue su viaje una suerte de odisea?

Su figura fue creciendo en mi interior como sucede a veces con la literatura: exenta de ruido, sin darme cuenta, con el subconsciente trabajando en una forma muda. ¡Qué cosa singular es el acto creativo! Todo trabajo nacido de la inspiración, sea de alta calidad literaria o mediocre de estilo, tiene un elemento común: la emoción del artista, que en estos casos pretende convertir en mito lo que en apariencia resulta sencillo.

Así que Orellana iba volviendo al escenario principal de mi periplo de escritor de una manera extraña. Hasta que me di cuenta de que tenía que escribir sobre él.

Pero ¿cómo hacerlo? Mucho hay escrito sobre su hazaña, pero es muy escaso lo que compete a su personalidad. Sabemos que tenía un origen hidalgo al tiempo que su familia apenas poseía nada, cosa muy común en la pequeña burguesía española de todos los tiempos hasta la segunda mitad del siglo XX. Contaba, sin embargo, con una buena formación en letras, y he leído en alguna parte que conocía el latín y el francés, cosa más que dudosa en el segundo caso, ya que, en Trujillo, mientras que un sacerdote podía instruirle en lenguas clásicas, ¿quién iba a enseñarle el idioma galo? Era valiente, como demuestra la pérdida de un ojo en un combate, y también muy curioso, pues aprendió a expresarse, aunque fuera burdamente, en hablas indígenas. Su capacidad de liderazgo quedaba fuera de dudas, ya que sus hombres le votaron en el río como capitán incontestable. Aspiraba a la riqueza, como todos los conquistadores de su tiempo, pero no era su principal objetivo, ya que la arriesgó varias veces para ganar la gloria y lo dejó todo, cuando ya era un hombre muy adinerado, por la aventura del Amazonas, en la que perdió su fortuna por completo. No debía de ser muy religioso, pues el cronista Gaspar de Carvajal insiste una y otra vez en su relato en que la conclusión feliz del viaje río abajo fue posible gracias a la ayuda de Dios, por muy grandes que fueran sus cualidades de capitán. En fin, actuaba como un decidido hombre de acción y era capaz de ser calculadamente cruel, como lo demostró en las batallas y saqueos de los territorios que cruzaba en su viaje hacia el mar.

¿Bastaba todo eso para completar el retrato de quién fue Orellana? Faltaba mucho. Y, sin embargo, dibujar su figura, pintar su carácter, era una tarea que se me antojaba apasionante. Las crónicas sobre su hazaña detallan el viaje, pero poco nos dicen de su figura.

Son bastantes los datos que la historia nos ofrece sobre la expedición de Orellana. El primero de todos, la citada crónica del fraile dominico —o las crónicas, puesto que hubo dos versiones— y, en segundo término, la narración de Fernández de Oviedo, quien recogió en su Historia general y natural de las Indias el testimonio que el propio Orellana le dio sobre la expedición a poco de tocar territorios españoles en el Caribe, regresando de la boca del río.

La Historia, sin embargo, no es una ciencia exacta y carente de espacios nebulosos. De ser así, habría que considerarla una suerte de acta notarial. La Historia supone una interpretación de la realidad, no una simple exposición de acontecimientos. O si se quiere, dicho de otra manera: un esfuerzo por dar coherencia y unidad a los hechos. Y en este sentido, resulta esencial para comprender la realidad. Sin los historiadores no entenderíamos casi nada de nuestro pasado. Y no hay ningún notario que pueda atribuirse las cualidades de Tucídides.

Pero ¿basta con ello? Tampoco es suficiente. Por eso, entre las brumas del ayer, es preciso poner la linterna de la imaginación. O de la poesía, como la llamaría Aristóteles. Y he dicho «imaginación», que no significa lo mismo que «invención». Imaginar es convertir en creíble lo posible; inventar es extraer de la nada lo improbable.

¿Cuál es el papel de ese impulso creativo? Pues no muy distinto al de la Historia. Se trata también de conseguir que la realidad aparezca como verosímil, algo que solo se consigue echando mano en ciertas ocasiones de la hipótesis o de la ficción. En una frase que me gusta repetir, decía Pessoa lo siguiente: «La literatura no es más que un esfuerzo por hacer real la vida».

Así que me encontraba ante dos opciones: o bien llevar a cabo un trabajo preciso sobre la veracidad comprobada de los hechos, o bien perfumar esta aventura con una dosis de imaginación. Opté por las dos posibilidades, mezclándolas. De modo que la base del relato han sido los acontecimientos tal y como sucedieron, sobre los que he superpuesto una serie de personajes imaginarios —y, en otros casos, reales— que mantienen diálogos y llevan a cabo hechos que creo que pueden parecer creíbles, aunque sean fruto de la ficción.

Personajes verdaderos que aparecen en mi narración son el propio Orellana, el cronista Carvajal, algunos miembros de la expedición del Amazonas y los hermanos Pizarro, entre otros. En cuanto a los personajes nacidos de la imaginación, figuran un soldado amigo de Orellana, una joven prostituta, un muchacho estibador de los muelles de Sevilla y algunos más. Estos últimos también me han servido para crear el ambiente de la España y la América de aquellos años posteriores al Descubrimiento.

La base documental o histórica del relato son la narración —o narraciones— del fraile Gaspar de Carvajal, nacido en Trujillo, paisano de Orellana y los Pizarro. Se dice que la primera versión la redactó el propio clérigo a petición de Orellana, a poco de que los supervivientes de la hazaña tomaran tierra en la isla caribeña de Cubagua, entonces bajo dominio español. Y que la segunda la encargó el reconocido historiador Fernández de Oviedo, que se encontraba por entonces en Santo Domingo, directamente al fraile, que se la devolvió escrita, por correo, desde el Perú. Su relato sobre la exploración amazónica, tomado directamente de la fuente de sus principales protagonistas, me ha servido también como elemento documental de esta novela. Otro trabajo que he tenido muy en cuenta ha sido el del magnífico historiador chileno José Toribio Medina, titulado Descubrimiento del río Amazonas. También me he asomado a las novelas de William Ospina, Buddy Levy, George Millar y Mauro Muñiz.

Durante siglos, la figura de Orellana ha sido presentada como la de un «traidor» a su jefe de entonces, Gonzalo de Pizarro, cuando la realidad de los documentos nos muestra que el capitán fue todo lo contrario: un subalterno leal al entonces gobernador de Quito y jefe de la expedición en busca de los imaginarios País de la Canela y El Dorado. Es de justicia, pues, devolverle su buen nombre, ya que se lo ganó con creces. En cierta forma, se jugó la vida por rescatarlo. Y la perdió de regreso al río.

Me resulta curioso que, a lo largo de los siglos, los artistas hayan tenido mucho más en cuenta a Lope de Aguirre, el loco asesino que navegó el río tras las huellas de Orellana. No solo han centrado su interés en su figura escritores de la talla de Ramón J. Sender, en su novela La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, sino notables cineastas como Werner Herzog, en Aguirre, la cólera de Dios, y Carlos Saura, en El Dorado. Y, entretanto, Orellana caía en un cierto olvido.

Este libro no solo tiene la intención de relatar una gran aventura, de ayudar a borrar la fama de traidor de un hombre excepcional, sino también la de trazar un retrato que resulta veraz de un conquistador diferente a todos los otros que participaron en la gigantesca tarea del Descubrimiento y la Conquista. Y es, además, el pago de la deuda que tenía con el curso de agua más grande de la Tierra, el Amazonas, el río de la desolación y de la desmesura, en donde Orellana perdió la vida y yo, casi.

J. R.

1

La serpiente

Se apartó de la ensenada en donde los calafates repasaban las reparaciones del bergantín, cegando junturas de las maderas, a falta de pez y estopa, con una pasta hecha de resina, jirones de ropa vieja y hojas secas; y caminó por la orilla, río abajo, hasta doblar junto a una curva del cauce, perder de vista la pequeña rada del Napo y encontrarse a solas ante la corriente de agua que bramaba, que se revolvía sobre sí misma, como un prisionero que, fuera de sí, trata de romper sus cadenas y escapar de su celda. Se detuvo, rendido al asombro y, al tiempo, levemente atemorizado. Y enseguida se dio cuenta de que había juzgado mal: aquel río no era un cautivo que intentaba huir de una jungla opresiva. Más bien parecía un animal hambriento que amenazaba a la tierra, que la hería y se preparaba con avidez para devorarla. Tales eran su violencia y su vigor.

Su color era oscuro, casi negro, exento de brillo, y descendía rizándose sin descanso como las crines de un caballo cimarrón que galopa bajo el viento, formando turbiones y remolinos, golpeándose dislocado contra las riberas. La selva, prieta, tenebrosa, tejía una suerte de muro a los lados de las playuelas que se asomaban al cauce, tímidas, temerosas. El joven hombre pensó que nada se había mostrado nunca ante él tan sobrecogedor como aquel curso fluvial de aspecto poderoso y enfermizo a la vez. Ni siquiera las ásperas cumbres andinas, talladas en piedra y hielo, cuyas faldas había cruzado el ejército de españoles e indios esclavizados durante semanas hasta llegar allí, alcanzaban aquel grado de satanismo que mostraba el río.

Era media tarde y apenas quedaban dos horas para el ocaso. El hombre, pese a los años gastados en recorrer los trópicos, todavía sentía asombro ante aquellos atardeceres de la jungla, súbitos y broncos, que apenas en unos minutos teñían el horizonte de sangre, como si un espadazo hubiera partido el corazón del cielo, y el sol se despeñaba de inmediato en las profundas mazmorras del espacio, mientras la noche devoraba los contornos de la selva y el cauce fluvial.

Todo era allí diferente a su Extremadura natal, en donde la muerte del día se retardaba en lentas agonías rosadas y naranjas sobre largas llanadas estériles o sobre tierras de cereales y bosques de encinas. Pero aquello era una de las razones por las que le enamoraba América: su primitivismo montaraz, su grandiosidad irreductible. O, dicho de otro modo, su negativa a aceptar el dominio de lo humano sobre lo salvaje.

Era un hombre joven de mediana estatura, de treinta años, la mitad de ellos labrados en la aventura y la guerra. Tenía cabellos crespos, ásperos, levemente rojizos, y una barba corta del mismo color, aunque algo más clara, que parecía agarrarse al mentón como el musgo a la piedra de la montaña. El hueco del ojo izquierdo, perdido en una batalla librada años atrás en combate, se ocultaba con pudor bajo un parche de cuero negro, mientras que el derecho brillaba con el resplandor de un azul turquesa recién lavado por el agua.

Estaba en extremo delgado, pero lucía músculos lustrosos y un tórax que excedía la proporción de sus cortas piernas. Vestía ropas viejas, desgastadas, casi harapos, y unas sandalias tejidas toscamente con recias lianas de árboles selváticos y hojas de palma. De su cintura colgaba una espada ceñida por una soga vegetal, sin tahalí, con el brillo dorado de la empuñadura desgastado por el roce de la mano y una hoja tersa de refulgente acero.

Se llamaba Francisco de Orellana y había nacido en Trujillo, una población grande de Extremadura, clavada antaño entre tierras de musulmanes y cristianos, enzarzados durante centurias en guerras de conquista. Vencida la larga guerra por la Cruz mediado el siglo XIII, aquellas extensas regiones fueron repobladas por gentes venidas del norte. Y Orellana era uno de los hijos de una secular historia de desdichas, victorias, ambiciones, heroísmo, sufrimiento y sangre.

Decidió sentarse a esperar el atardecer, temeroso de ir más allá y quedar a solas en la noche del trópico. Rugía el río como un felino enrabietado. Y, de pronto, vio salir del agua y moverse lentamente hacia la orilla a un enorme reptil. No estaría a una distancia de más de veinte metros y su color era verde cenagoso, moteado de pintas oscuras. El cuerpo tenía el grosor de tres muslos de un hombre recio y la cabeza, el tamaño de cuatro puños humanos. Orellana no sabía el nombre de aquel animal ni nadie le había hablado nunca de un monstruo semejante. ¿Acaso un ser mitológico?

El ofidio medía alrededor de diez metros y entró en la playa sin mirar hacia el hombre. Y Orellana, algo tembloroso, rodeó con su mano derecha la empuñadura de la espada y contempló como el largo cuerpo del ofidio reptaba y abandonaba despacio las aguas oscuras y turbulentas del curso de agua, dirigiéndose a la selva.

¿Qué ocultaba ese río que iba a navegar en los siguientes días?, ¿una guarida de harpías, medusas, gorgonas, titanes y cíclopes? De pronto, la mitología dejaba de ser un territorio de fantasías y, con la presencia de aquel animal, se conv

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