M. - La hora del destino

Fragmento

libro-1

 

 

 

 

 

 

«La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima confiere prestigio, impone el ser escuchado, promete y promueve reconocimiento, activa un poderoso generador de identidad, derechos, autoestima». Nos lo enseñó Daniele Giglioli en un ensayo fundamental de hace unos años. Es probable que fuera también por esa razón por lo que decidí intentar contar el fascismo a través de los fascistas, a través de los perpetradores de la violencia y no a través de sus víctimas. Coherente con esa elección, en este cuarto volumen narro los años centrales del segundo conflicto mundial desde el punto de vista de los italianos, en todos los frentes de guerra a los que fueron enviados por Benito Mussolini, es decir, desde el punto de vista de los verdugos. Porque no nos es lícito en modo alguno olvidar o negar, en efecto, que los italianos lucharon como agresores e invasores allí donde el fascismo los había condenado a matar y a morir: en Grecia y en Albania, en el norte de África, en Yugoslavia y en Rusia. Esta certeza, sin embargo, no debe impedirnos recordar también que la infausta, desatinada y obstinada voluntad fascista de desplegar a nuestros padres y abuelos flanqueando a los verdugos nazis acabó transformando en víctimas, además de los agredidos, a los agresores. Todo un pueblo arrojado al matadero de la historia. Nuestro pueblo.

A Rosaria, mi madre, que vino al mundo bajo esas bombas

Y a mis hijas, para que nunca lleguen a conocerlas

1940

 

 

 

 

 

 

Italo Balbo

Tobruk, 28 de junio de 1940

 

 

El hombre a los mandos del bombardero de alta cota mantiene la mirada fija en las llamas de los incendios. Frente a él, el humo de los incendios que se elevan hacia el este; a sus espaldas, la última luz del sol ya baja en la línea de occidente. Al fin y al cabo, ese es el destino de los nacidos en la tierra del ocaso.

Los ojos, ciegos ante dos inmensidades, la azulada del mar y la amarilla dorada de los desiertos, se centran, a través del brillante salpicadero de la cabina, en los pequeños fuegos provocados por las explosiones en el aeródromo.

¿Qué ves, piloto, en esas llamaradas anaranjadas que arden allá abajo, hacia oriente? ¿El pasado, el futuro o simplemente la estúpida eternidad del presente? ¿Es este modesto y sucio humo de nafta y betún el mayor espectáculo del mundo, cantado por los poetas desde los albores de los tiempos, la guerra?

 

 

Mientras pilota personalmente su trimotor S.79, Italo Balbo avista Tobruk a las 17.30 horas del 28 de junio de mil novecientos cuarenta. En ese momento tiene cuarenta y cuatro años, tres hijos y ningún residuo de ilusiones.

Capitán de las tropas alpinas en la Gran Guerra a los veinte años, adalid del escuadrismo del valle del Po inmediatamente después, cuadrunviro de la Marcha sobre Roma a los veintiséis años, general de la milicia a los veintisiete, ministro de la Aeronáutica a los treinta y tres, sagaz, fanfarrón, violento, de grandes ojos negros, perilla, sonrisa simpática y pérfida, a principios de los años treinta, él, hijo de una maestra de primaria de Rávena, tras haber realizado la hazaña del vuelo trasatlántico en formación, fue el italiano recibido triunfalmente en los Estados Unidos de América, el héroe que acabó en la portada de Time y a quien el alcalde de Chicago dedicó una calle del centro. Ahora, diez años después, sigue siendo el más famoso de los aviadores italianos, el fascista más célebre después de Mussolini y el único de sus jerarcas que ostenta un mando militar de importancia primordial. Gobernador de Cirenaica, Tripolitania y Fezán, el aviador es, en efecto, comandante en jefe de toda África del norte.

Y, sin embargo, mientras con el sol poniente a sus espaldas planea desde el oeste hacia la fortaleza de Tobruk, alcanzada por primera vez desde el comienzo de la guerra por un ataque aéreo inglés, en esta tarde del 28 de junio de mil novecientos cuarenta Italo Balbo es asimismo, y por encima de todo, un hombre desilusionado.

Distanciado de la política ya desde finales de los años veinte («La política ya no me interesa. Que hagan lo que quieran. Prefiero dedicarme a la aeronáutica»), temido y envidiado por el Duce («Balbo es el único que sería capaz de matarme»), a mediados de los años treinta se vio confinado por su dictador al exótico ocio de un dorado exilio africano («Me envió aquí para matarme de aburrimiento»). Desde entonces, rodeado de una pequeña corte de viejos amigos provincianos procedentes de Romaña, malgasta sus días entre fantasías árabes en los oasis, paseos a caballo por las dunas junto a beduinos envueltos en barraganes y una estéril oposición al poder absoluto de Benito Mussolini. Balbo, por más que en un principio tratara con dureza a los judíos libios, es uno de los poquísimos altos exponentes del régimen que se ha opuesto a la persecución de los judíos italianos —muchos de sus amigos de la infancia lo son y él no les ha dado la espalda—, que ha obstaculizado la alianza con la Alemania nazi —no es que rechace a los alemanes, es que los odia— y que ha reprobado la locura de una guerra de la que prevé que saldrán aniquilados tanto Italia como el fascismo. Todo este clamor, sin embargo, ha permanecido siempre ahogado en el estertor de sordos murmullos polémicos, alimentado por el calostro del espíritu de facción, por el resentimiento personal, el consuelo extremo del mitómano que antepone su propio drama al del mundo.

Esta leyenda del fascismo se ha pasado meses y meses —temeroso de ser oído— susurrando en voz baja a algunos viejos amigos que «va a ser duro, durísimo, no estamos en condiciones de librar la guerra en serio», añadiendo después, con un tono de voz aún más bajo, vibrante de protestas ahogadas, «pero somos diez años más jóvenes que Él, aguantemos, el tiempo está de nuestra parte». El comandante en jefe de África del norte se ha pasado meses y meses, con la nueva guerra mundial en el horizonte, escribiendo cartas al Duce y a Badoglio, cartas alarmadas, descorazonadas y, al mismo tiempo, ardientes. ¿Cómo pretendemos, mi Duce, hacer la guerra al Imperio inglés con grandes unidades de infantería equipadas con una artillería escasa y muy antigua, desprovistas de todo armamento antitanque y antiaéreo? Debéis comprender, mi Duce, que sería inútil enviar miles de hombres más si luego no podemos proporcionarles los medios indispensables para desplazarse y luchar. Hoy, hasta la mejor legión de César sucumbiría, querido Duce, ante una sección de ametralladoras. El gobernador de Libia se ha pasado meses y meses implorando al jefe del Estado Mayor, el general Badoglio, que le envíe armamento moderno, divisiones móviles y vehículos blindados para ejecutar su plan ofensivo de agresión rápida, arrasadora e hiperviolenta, con la que pretendía llegar en pocas semanas hasta Alejandría y luego a Suez. Durante meses, Mussolini y Badoglio no han dejado de decepcionarle enviándole masas de soldados indefensos, conminándole a permanecer a la defensiva y desestimando sus preocupaciones en consejos militares que no duraban más de media hora y en los que no se pronunciaban ni una sola vez las palabras «camión», «tanque» y «cañón». Eres un soldado, le decían, estimulando su orgullo, obedece las órdenes y lucha. Eres un comandante, le recordaban, apelando a su sentido del deber, haz lo que puedas con tu ejército carente de todo: aférrate al terreno. Al final llegó la guerra y eso es lo que ha hecho: aferrarse al terreno.

Para Italo Balbo, mariscal de los cielos del imperio, los primeros días de la guerra fueron amargos. El mundo esperaba, conteniendo la respiración, un ataque italiano contra Malta que barriera la flota británica del Mediterráneo central, y él esperaba los medios y la orden de ataque hacia el este para expulsar a esos «explotadores de pueblos» del norte de África. En cambio, lo único que llegó fue la guerrita de los Alpes, fratricida, oportunista, infructuosa, ignominiosa y cobarde.

De esta manera, en cambio, quienes atacaron en Libia fueron los ingleses. Ataques de pequeña entidad, pero reveladores y mortificantes. Precisos bombardeos aéreos que destruyen guarniciones avanzadas, bandadas de formidables Spitfire que aparecen y desaparecen, imbatibles, en los cielos despejados; ataques ofensivos de esos rapidísimos e imparables vehículos blindados que sorprenden por la espalda al X Ejército, destruyen columnas de camiones, capturan a generales del cuerpo de ingenieros junto con planimetrías de los campos de minas para desparecer después, inhallables, en los vastos desiertos.

Fue entonces cuando Balbo enloqueció. Frustrado por la irremediable desproporción de medios, por sus pequeños tanques que se incendian al primer disparo como cajas de cerillas, mortificado por el pánico de sus soldados que los dejan abandonados en cuanto aparecen los ingleses y huyen a pie hacia la base, insultado por ese enemigo ultrajante que hace la guerra a tiro hecho porque sabe que él no posee armas antitanques, Balbo ha perdido la cabeza. A pesar de saber que el uso de la aviación contra vehículos terrestres mecanizados es un completo error, lanza sus aviones en una búsqueda desesperada. Durante días y días, unidades de bombardeo, asalto y reconocimiento, volando en condiciones ambientales y de temperatura adversas, casi siempre a baja altura, sin poder atender el necesario mantenimiento de los vehículos ni tener en cuenta sus características técnicas, se han consumido en el vano intento de eliminar esos malditos vehículos blindados. Él, el comandante en jefe, fue el primero en exponerse a los peligros de la cacería. Frenético, furibundo, inconsolable, confiando en su propio poder taumatúrgico, ha llevado su cuerpo totémico a todos los frentes para animar a las tropas, ha sobrevolado las masas impotentes, perdidas y desarmadas de sus soldados, ahogados en la inmensidad sin límites de aquellos horrendos desiertos, infinitos, ardientes, vacíos; ha perseguido en vano el fantasma de un enemigo dispuesto a atacar para desaparecer después de inmediato, en una batalla que iba adquiriendo el carácter trágico de la carne contra el hierro. La propia carne, el hierro ajeno. No la mano carnal firme sobre el acero para blandirlo contra el enemigo, sino el hierro enemigo hundido profundamente para desgarrar tu carne, que no tiene nada que oponer salvo a sí misma.

A pesar de todo ello, obstinado, inconsciente, cegado, el mariscal del aire ordenó a sus pilotos dar caza a los carristas ingleses, a sus cielos, hacer la guerra sobre la tierra ocre de los desiertos. Eso era lo que importaba y nada más: por muy peligrosa que fuera la caza, tenía que quedar claro que los fascistas no eran presas sino depredadores.

Después, gracias a la abrumadora victoria en Francia de los odiados alemanes, el desaliento se trasmutó de repente en sueños de grandeza. La rendición francesa hizo que Italia se despertara sedienta de sangre, de modo que no tuvo reparo alguno en pedir apoyo a sus aliados, aborrecidos hasta el día anterior. De excelente humor y con confianza plena, el jugador compulsivo escribió cartas exaltadas a sus generales: «La partida está ganada y no debemos esperar a que termine con unos modestos puntos en detrimento de nosotros. ¿Estoy en lo cierto, amigo mío?», se permitió fanfarronear el capitán de fortuna con sus amigos: «Los ingleses son fuertes en armamento, pero les falta determinación y coraje. No cabe duda de que los venceremos».

Y es con este redescubierto espíritu de mosquetero gascón, a las cinco de la tarde del 28 de junio de mil novecientos cuarenta, el decimoctavo día de la guerra, como se alza en vuelo Italo Balbo desde el aeropuerto de Derna para dar caza una vez más a los vehículos blindados ingleses al mando de su S.79, dotado con tres ametralladoras, gran velocidad y amplia autonomía, una poderosa herramienta de guerra en cuyo fuselaje de color plomo están pintadas las siglas I-Manu, en honor a su esposa Emanuella. El mismo espíritu de alegre justa en la cruel celebración de la guerra le sugirió, con los motores ya en marcha, alterar la distribución de la tripulación, llevándose consigo, además de a su copiloto, al maquinista y al radioperador, a sus más fieles compañeros de los tiempos heroicos de los vuelos atlánticos, a su sobrino Lino, a su cuñado Cino, a Nello Quilici, cantor personal de sus hazañas, y a sus viejos amigos de Ferrara, Caretti y Brunelli, nada menos que cinco pasajeros apiñados de pie en el espacio oscuro y estrecho bajo la joroba del avión. Y con la misma arrogancia, tras haber recibido en pleno vuelo la noticia de la incursión inglesa contra Tobruk, Balbo opta además por un repentino cambio de rumbo. El caprichoso y feroz dios de la batalla había puesto su mano devastadora en el aeropuerto de Ain el-Gazala y era allí, por lo tanto, hacia donde había que lanzarse.

 

 

Flanqueado por un segundo trimotor gemelo, con el general Porro a los mandos, Italo Balbo llega a los cielos de Tobruk momentos antes de las 17.30 horas. En el cielo terso no queda ni rastro de los nueve aviones ingleses que han bombardeado hace poco la pista de despegue. El mundo entero, y la milenaria historia de los hombres en él, queda recapitulada únicamente en esas columnas de humo claramente visibles, gracias a la perfecta transparencia del aire, incluso a cincuenta kilómetros de distancia. Hacia ellas dirige el piloto de guerra el morro de su bombardero. Ahí es donde hay que estar, entre esos cráteres de bombas, entre esos depósitos de combustible en llamas. No hay tiempo para realizar el inútil giro de trescientos sesenta grados a trescientos metros de altura que prescribe la normativa para dejarse reconocer. Será suficiente con el mensaje enviado al operador de radio del aeropuerto, quien además confirmó positivamente su recepción.

Las manos expertas de Italo Balbo, apretadas sobre la palanca de control, ajustan una trayectoria de vuelo que en pocos segundos debe llevarlo a la vertical exacta del aeropuerto. Los ojos, por su parte, siguen anclados en la humareda de los fuegos.

El general Porro, tras situar su avión muy cerca del del mariscal, le hace repetidas señales para desviar la ruta más al sur, para evitar el campo bombardeado. Balbo, sin embargo, no lo ve. No puede verlo, tal vez ni siquiera quiera verlo porque ahora, por fin, y una vez más, ha vuelto a ser plenamente él mismo, ahora tiene veinte años de nuevo, con una porra en la mano y una cabeza que romper; pronto tendrá una nueva historia que contar, en el bar y en el burdel, ahora está otra vez solo con su impetuosidad, su violencia, seguro de su propia fortuna, henchido de presunción, con esa pérfida sonrisa de desprecio en los labios que exhibe el aviador ante esos hombrecillos a ras de suelo, por esas vidas allá abajo en tierra. Ahora, ebrio de cielo, el escuadrista ha vuelto.

La salva de artillería disparada desde las baterías costeras y desde el crucero San Giorgio, fondeado en la bahía de Tobruk, destroza los tímpanos. En cuestión de segundos, se disparan miles de balas de ametralladora de 20 milímetros. Deslumbrados por el sol ya bajo en el horizonte, aterrorizados por un enemigo imbatible, los artilleros de tierra se lanzan sobre sus piezas y abren fuego contra su amigo.

Porro se lanza a un planeo repentino, desciende lo más bajo que puede y queda fuera de su alcance. Pero Balbo no lo hace. Los tanques del ala izquierda están en llamas y, sin embargo, va perdiendo lentamente altitud, impertérrito en su rumbo a pesar de esos imbéciles que le disparan.

De repente su avión se encabrita. El cuerpo del piloto, herido, catapultado por las balas contra el respaldo del asiento, ha tirado instintivamente de los mandos hacia él. Ahora el aviador es un muñeco de trapo que no puede controlarse y tiembla como nunca ha temblado. Y, sin embargo, no siente nada.

¿Cómo es posible? Siempre había creído que, cuando llegara el momento, el dolor le entregaría su inequívoco mensaje, siempre había pensado que la herida y los heridos eran una sola cosa. Y, en cambio, justo ahora que ha llegado al último escalón, mientras los brazos, las piernas, el corazón revolotean, cada uno por su propia cuenta, en una danza ebria, se ve obligado a descubrir que nunca ha entendido nada, que todo lo que lo rodeaba es un inmenso equívoco en esta vida cegada por un sol poniente. El avión, fuera de control, ni siquiera se precipita al suelo en caída vertical, como exigiría, sino que se limita a ir perdiendo altura, agonizante, casi planeando. Hay, pues, tiempo para escuchar los llantos aterrorizados de sus amigos, enjaulados en el vientre del avión, tiempo para percibir los gritos de alegría de sus soldados en tierra que, incapaces de disparar un solo tiro contra los incursores ingleses, están exultantes ahora por fin, sin saber que han derribado a su propio comandante. Quizá haya incluso tiempo, con los ojos bien abiertos, de mirar hacia el fondo del abismo sabiendo que, inexorable, te devolverá la mirada.

 

 

El cuerpo del mariscal del aire arderá durante toda la noche dentro de la carcasa de su avión estrellado contra el suelo. Antes de poder recogerlo, habrá que esperar a que se apague el incendio alimentado por siete mil litros de gasolina. Esperarán hasta la mañana. Para entonces, lo único que quedará del difunto es un pequeño trozo de madera torcido y completamente carbonizado. Para establecer la identidad del héroe caído habrá que recurrir a una prótesis dental encontrada en el banco de cenizas.

Benito Mussolini recibirá la noticia de la muerte de Italo Balbo en Alpignano, un minúsculo pueblo cerca del Piccolo San Bernardo, donde está pasando revista a las tropas que han librado su decepcionante batalla de los Alpes. Los presentes testificarán que el Duce no manifestó ningún signo de emoción. De hecho, telefoneó inmediatamente al general Graziani, que deberá sustituir al caído, y luego continuó, según lo previsto, su recorrido por esas insignificantes localidades montañosas, en Moncenisio, en la colina de Tenda, hasta Mondovì. Los testigos lo describirán como charlatán, sereno y seguro de sí mismo. El mismo de siempre, en definitiva.

Aparte de un telegrama privado y formal a la viuda, Mussolini no destina una sola palabra de despedida en público para el hombre que más que nadie contribuyó al advenimiento del fascismo. La despedida del camarada de toda una vida se consuma así, sin una palabra de llanto ni de añoranza.

La orden, muy al contrario, es de no volver a mencionar el asunto.

Italo Balbo ha sido derribado por los disparos de sus compañeros de armas, pero no será la mano de su amigo, conmovida y leve, la que escriba su nombre en el libro de los muertos.

 

 

 

 

 

 

Francia entrega las armas y cesa de luchar contra las potencias del Eje. Ha llegado por fin la hora de Inglaterra y de sus aliados. Italia y Alemania caerán sobre vosotros para castigar a los obstinados continuadores de esta inmensa lucha que debe marcar para siempre el ocaso de las democracias plutocráticas.

Ingleses, egipcios y árabes del desierto occidental, esclavos del gobierno criminal de Londres, arrojad las armas, porque no habrá cuartel para quienes resistan.

 

Italo Balbo, proclama lanzada tras las líneas enemigas, 18 de junio de 1940

 

 

NUESTROS TANQUES DE ASALTO, VIEJOS YA Y ARMADOS TAN SOLO CON AMETRALLADORAS, ESTÁN EN GRAN MEDIDA OBSOLETOS; LAS AMETRALLADORAS DE LOS VEHÍCULOS BLINDADOS INGLESES… LOS ACRIBILLAN CON BALAS QUE ATRAVIESAN ALEGREMENTE SU CORAZA; NO TENEMOS VEHÍCULOS ACORAZADOS; LOS MEDIOS ANTITANQUE SON EN SU MAYORÍA IMPROVISADOS; LOS MODERNOS CARECEN POR LO GENERAL DE LA MUNICIÓN ADECUADA. ASÍ, ADQUIERE EL COMBATE EL CARÁCTER DE LA CARNE CONTRA EL HIERRO… AHORA QUE LA GUERRA EN FRANCIA ESTÁ LLEGANDO A SU FIN, ¿SERÍA POSIBLE OBTENER DE LOS ALEMANES UNA CINCUENTENA DE SUS MAGNÍFICOS TANQUES Y OTROS TANTOS VEHÍCULOS BLINDADOS?

 

Italo Balbo, telegrama a Pietro Badoglio, 20 de junio de 1940

 

 

LA SITUACIÓN [EN TÚNEZ] VA ACLARÁNDOSE… ASÍ QUE NO TIENES QUE MANTENER EL FRENTE EN EL ESTE… CONCENTRA TODOS LOS VEHÍCULOS EN EL ESTE. HAZ TODO LO POSIBLE PARA ESTAR LISTO [PARA ATACAR A LOS INGLESES] EL DÍA 15. DAME CONFIRMACIÓN.

 

Pietro Badoglio, telegrama enviado mientras Balbo ya volaba hacia Tobruk, 28 de junio de 1940

 

 

 

The British Royal Air Force expresses its sympathy in the death of General Balbo —a great leader and gallant aviator, personally known to me, whom fate has placed on the other side.

 

Mensaje lanzado por aviadores ingleses sobre un campamento italiano en Cirenaica, firmado por Arthur Longmore, comandante en jefe de la RAF en Oriente Medio, 30 de junio de 1940

 

 

El domingo voy a Ferrara para la misa en recuerdo de Balbo. La orden es de no volver a mencionar el asunto.

 

Emilio De Bono, cuadrunviro de la marcha sobre Roma y general del grupo de ejércitos Sur, Diario, 25 de julio de 1940

 

 

 

 

 

Benito Mussolini

Verano de 1940

 

 

Se le ha vuelto a abrir la herida. Otra vez. Precisamente ahora.

Si uno lo piensa bien, no es que resulte sorprendente. Al contrario de lo que se cree, las heridas no son carne muerta, excrecencias necróticas, las heridas están vivas, sienten el tiempo, los cambios de estación. Y, sobre todo, nunca dejan de sangrar.

Hay algo hipnótico en las cicatrices. Una sabiduría arcana, una secreta memoria de la sangre. Este pequeño colgajo fibroso, insuficiente, externo, atrófico, glabro, incoloro e inodoro —el tejido cicatricial no se broncea, no suda y no tiene pelo—, de calidad inferior a la epidermis común, mediocre y sucedáneo, crecido para reparar los daños causados por una esquirla de granada que explotó en febrero de mil novecientos diecisiete, más de veinte años antes, y ni siquiera en el frente sino a causa de un error durante un ejercicio de tiro, despierta ahora de su letargo como por simpatía hacia esta otra guerra, como para recordar que todo coágulo es precario, que ninguna lesión llega a sanar jamás de verdad, como para recordar que el hombre es su herida.

También este enésimo pequeño vómito de sangre no tardará en detenerse, sin embargo. La guerra —el Duce del fascismo no alberga la menor duda al respecto— terminará pronto. Y luego regresará a esa otra, sigilosa, de baja intensidad, interminable, la lucha diaria para evitar que los humanos se maten, para enseñarles a hacerlo de manera legal, para obligarlos a convivir con ellos mismos, esa especie de carnicería incruenta que llamamos política. Entonces volverá a llegar su momento.

El primer ministro Churchill ha conmovido a sus compatriotas al proclamar en la Cámara de los Comunes que Inglaterra no cejará en la lucha, que los ingleses lucharán en las playas, que lucharán en los aeródromos, en los campos y en las calles, que lucharán en las colinas y que nunca se rendirán, que la batalla de Francia ha terminado, pero ahora empieza la batalla de Inglaterra. Hermosas palabras, las palabras de un hombre de letras, una raza de idiotas.

La verdad —en esto tiene razón Grandi, su ambiguo ministro de Gracia y Justicia, el presidente de la Cámara de los Fascios y las Corporaciones, el italiano de mayor prestigio en tierras de Albión— es que los ingleses no podrán resistir, ya no son la estirpe de los magníficos aventureros que conquistaron el imperio, sino una camarilla de acomodados caballeros con paraguas. Y, además, ahora se han quedado solos. Con su inédita forma de luchar, una mezcla de precisión y furia, de tecnología punta y de ferocidad atávica, de cultura y masacres, los alemanes han conquistado Polonia en menos de un mes, Holanda en una semana, Francia en seis días, y han obligado también a rendirse a Dinamarca y Noruega. Tras la caída de Haakon VII de Noruega (que vivió durante semanas con su hijo Olav en una cabaña de madera en los bosques escandinavos antes de que los ingleses lo rescataran) y de la reina Guillermina de Holanda (que huyó a Londres) también capituló el rey Leopoldo III de Bélgica. Los demás no han tardado en sumarse: Rumanía, hasta ayer orgullosamente neutralista y profrancesa, ha roto los antiguos tratados y se ha puesto bajo la protección del Reich. Las cabezas coronadas se inclinan una tras otra: la vieja Europa, desde los Alpes hasta el mar del Norte, desde los Cárpatos hasta el océano Atlántico, es alemana; los rusos, aliados de Hitler, aprovechan para lucrarse, apoderándose de Finlandia, de los países bálticos y de parte de Polonia; los estadounidenses, si no intervinieron mientras los nazis marchaban sobre París, no lo harán ciertamente ahora que la invasión de Gran Bretaña dejará clavado a Roosevelt en el aislacionismo de sus votantes.

No, Inglaterra está sola, no sobrevivirá al invierno. Él, Mussolini, Benito, hijo de Alessandro, pondría la mano en el fuego. De hecho, al atacar los Alpes, ya lo ha hecho. Hitler, después de haber aplastado a Francia, cegado por sus teorías raciales —siempre ha estado convencido de que el imperio blanco de los ingleses confiere orden al mundo de las razas inferiores— persistió durante un mes en tender una rama de paz a los británicos, pero Churchill mordió esa mano y el Führer, enojado, ha ordenado a sus generales preparar el desembarco. Es cuestión de semanas, tal vez incluso de días. La guerra, desde luego, terminará pronto, no cabe duda. Es más, el riesgo estriba en que termine demasiado pronto.

Es ese el temor, y no otro, que acompaña a Benito Mussolini durante el verano de mil novecientos cuarenta, el estado de ánimo con el que el Duce afronta su día: el miedo a que la paz estalle de repente, a que la herida sane por adelantado.

El «después», ese es su tormento. Mientras todo el mundo se apasiona, como niños jugando con soldaditos de plomo, por el calibre de los cañones o el tonelaje de los barcos —Hitler es el primero en estar obsesionado con este tipo de detalles, se sabe de memoria incluso los escudos de las unidades de reserva o el espesor del blindaje de los vagones—, Benito Mussolini no puede perder de vista, ni siquiera por un instante, el «después», lo que sucederá en el momento en que todos hayan depuesto las armas. Esta es su condena, la mirada bifocal —un ojo en el escenario y otro en el público— que lo obliga a vigilar las operaciones militares contra el enemigo sin perder de vista, no obstante, los movimientos de su aliado, sus programas, el perfil de las relaciones mutuas después la guerra. Hitler puede permitirse el lujo de hacer la guerra impulsado por su furor ideológico —las razas, los judíos, los imperios milenarios—, pero él debe ser realista, estar atento a los equilibrios precarios, a las oportunidades repentinas. Es él, Benito Mussolini, el único estratega político del Eje. Por muchos bocados amargos que deba engullir —todavía es incapaz de digerir la batalla de los Alpes—, al final todo seguirá dependiendo de él, de su arte político en su infantil aplicación al caso concreto de la guerra. Esa es su fuente de placer, su angustiosa congoja: el mundo adulto.

Sabe que en el país empiezan a circular rumores sobre su decadencia, lee los atestados policiales en los que se susurra que «ya no parece ser el de antes», que «ya no es capaz de mantener el control de la situación», que «le han engañado acerca de la preparación militar efectiva», que «estamos a merced de Alemania».

Pobres idiotas, seducidos por los estallidos de fanfarrias y el estruendo metálico de los vehículos de oruga. Los vociferadores no entienden que su amor por la guerra ha sido siempre, desde el principio, un amor platónico. Tomar las armas contra Francia solo debía servir para poder sentarse como vencedor en la mesa de la paz. No saben que su renuncia, en el momento del armisticio con los franceses, a reclamar los territorios pertenecientes al vencedor es solo temporal. La lista está preparada, larga, detallada, aprobada por el propio Hitler: Córcega y Niza, Malta, Túnez y tal vez una parte de Argelia; influencia en Egipto, Sudán, Palestina, Siria, Transjordania y también Irak y la costa oriental al sur de la península arábiga, incluida Adén; Somalia francesa e inglesa; influencia en Yugoslavia y Grecia. Solo espera el momento adecuado para presentar la cuenta a franceses y a ingleses. Pero ese momento no debe llegar ni demasiado tarde ni demasiado pronto. Si la capitulación francesa se produce antes de que los ejércitos italianos lleguen a Suez u ocupen los Balcanes, Hitler le encasquetaría el habitual plato de lentejas en la mesa de paz. Benito Mussolini, la mente política del Eje, no se obsesiona con las conquistas territoriales específicas, con los nombres de tal o cual remota aglomeración de chozas de barro en el desierto, su mirada abarca mucho más, a lo lejos, a lo grande, ve un dominio mediterráneo que contrarreste el excesivo poder continental de Alemania, ve un este europeo de nuevo bajo la influencia latina, ve incluso, si aguza mucho la mirada, una remota proyección del águila romana en el cuadrante de Oriente Medio, ve el fascismo expandiéndose hacia el Tigris y el Éufrates y, navegando por el canal de Suez, aún más lejos, hacia el océano Índico.

Por eso escucha y alienta los planes de conquista de todos. Los del general Roatta, que quiere invadir Yugoslavia; los de Ciano, que anhela su guerra en Grecia; los de Ribbentrop, quien, por cuenta de Hitler, desalienta cualquier proyecto balcánico para que los aliados se concentren en el norte de África contra Inglaterra. Incluso Suiza se convirtió, hacia mediados de julio, en un potencial teatro de operaciones: el ejército le propuso un plan para el desmembramiento de la nación suiza junto a Alemania. Los generales —eso él también lo sabe— lo tachan de improvisador, lo acusan de hacer y deshacer planes de ataque con la misma desenvoltura con la que se pide un café, pero los generales son una panda de imbéciles, los restos de un mundo fósil, residuos decimonónicos que no han entendido que en el siglo XX las guerras no se ganan con los ejércitos sino con las ideologías, no con el número de divisiones sino con la fuerza explosiva de la voluntad que aprovecha el momento en el caos general e incurable del mundo. Hay que estar preparado, aprovechar las circunstancias, nadar con la corriente. Es así, tanto en la paz como en la guerra. Es la política. Es la vida. Es lo que hay.

 

 

 

 

 

 

A pesar de que gran parte de Europa y muchos Estados antiguos e ilustres han caído o podrían caer en las garras de la Gestapo y de todo el odioso aparato del régimen nazi, no flaquearemos ni desistiremos. Llegaremos hasta el final, lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y en los océanos, lucharemos con creciente confianza y con creciente fuerza en el aire, defenderemos nuestra isla a toda costa. Lucharemos en las playas, lucharemos en los aeródromos, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas, ¡no nos rendiremos nunca!

 

Winston Churchill, discurso en la Cámara de los Comunes, 4 de junio de 1940

 

 

Yo digo: «Nos parece bien que la guerra sea corta, pero no tanto como para que no nos dé tiempo —dado lo comprometidos que estamos— de lograr una victoria en África. Necesitamos dar un nombre a la victoria».

Mussolini: «Tenéis razón. Pronto daré yo mismo la orden a Graziani de atacar como lo hice antes de la marcha sobre Neghelli […]. ya recibo noticias de que los cien mil ingleses presentes en Egipto están sufriendo enormemente por el calor y la disentería y se están desmoronando […]. Me temo que Graziani, que desprecia a los negros, se encarnice contra ellos. Nuestro objetivo deben ser los ingleses. Los egipcios están encantados de vernos ocupar el lugar de los ingleses; dicen que tenemos más corazón».

 

De los cuadernos de Alberto Pirelli, ministro de Estado y magnate del caucho, 12 de julio de 1940

 

 

Tenemos que meternos en la cabeza que en la mesa de la paz se obrará por porcentajes: quien haya tomado más obtendrá más […]. Es hora de actuar. Nuestras fuerzas son impresionantes: hombres, tanques, aviones. Hay que cruzar un desierto, es verdad. Pero en el desierto nadie se puede parar, hay que marchar […]. La aviación es excelente. El ejército está poderosamente armado […]. El estado de las tropas es inmejorable […]. Entre las tropas de los alpinos es habitual la costumbre de darse al vino […]. Hay que beber poco. Debemos comer uvas, como lo ha hecho siempre la humanidad, antes de que Noé, un judío, las fermentara.

 

Benito Mussolini en el Consejo de Ministros, 10 de agosto de 1940

 

 

Seguimos desorientados en medio del mayor de los desórdenes: todos mandan menos el Mando Supremo. El último en hablar siempre tiene la razón. Las directrices estratégicas cambian a cada paso con una desenvoltura que te deja asombrado. Se dice: dentro de quince días debemos estar preparados contra Yugoslavia, o dentro de ocho días atacaremos Grecia desde Albania, con la misma desenvoltura con la que se diría: vamos a tomar un café. De lo que significa prepararse para la guerra contra una u otra nación, en la llanura o en la montaña, en verano o en invierno, el Duce no tiene ni idea […]. [P]reparamos las unidades con el cincuenta o el setenta y cinco por ciento de los medios, las materias primas se agotan, los suministros de fuentes distintas a las nuestras no llegan […]. Si la guerra no termina pronto, podría producirse […] un colapso.

 

General Quirino Armellini, Diario de guerra, 15 de agosto de 1940

 

 

 

 

 

 

 

Mario Roatta

Verano de 1940

 

 

Balbo ha muerto, Graziani está en África para sustituirlo, y Mario Roatta, su adjunto, es de hecho el jefe del Estado Mayor del Ejército italiano. A sus cincuenta y tres años, la preparación, el adiestramiento y la organización de todas las tropas dependen de él, hijo de un modesto capitán de infantería; la definición de las políticas militares italianas ante un mundo en guerra son su responsabilidad. Una brillante carrera, sin duda una brillante carrera.

No está nada mal para un oficial por el que, a primera vista, no darías ni un duro. De estatura media, menudo pero con tendencia a engordar, con gafas, rostro de mongol estepario —pómulos salientes y ojos alargados—, mirada obtusa del miope, pliegue de los labios que dibuja una mueca de disgusto, en él la bienvenida siempre resulta fría, la incapacidad para acercarse a sus semejantes se antoja evidente. Frente a alguien así en un puesto tan fundamental, la alternativa es rotunda: o se trata de un mentecato o de un hombre de una extraordinaria y tortuosa inteligencia. En su caso, nadie que lo haya conocido en persona, ya sea italiano, alemán o español, tuvo jamás la menor duda: lo que lo elevó a la cima de la pirámide no fue su voluntad vacilante, su carácter débil, su malestar ante la humanidad común, sino su capacidad de observación, su prodigiosa memoria, su atención incesante a los murmullos inaudibles del mundo.

Sin embargo, las cosas no siempre le resultaron fáciles. Mario Roatta ha conocido momentos en los que todo parecía perdido, recovecos donde su carrera ha corrido el riesgo de terminar de la noche a la mañana. Y no los olvida.

Sobre todo en España, su cruz y su deleite. En aquel entonces, cuando era jefe del SIM, el servicio secreto del ejército italiano, Roatta había conspirado entre bastidores junto con el almirante Wilhelm Canaris, su poderoso y temidísimo equivalente alemán, para involucrar a Italia y Alemania junto a los golpistas nacionalistas de Francisco Franco. Allí había conseguido incluso hacerse con el mando del cuerpo de voluntarios italianos en la carnicería de la guerra civil. Y él, que ciertamente no era un adalid de hombres, sí hábil organizador pero titubeante en el mando operativo sobre el terreno, había hecho su debut tiñéndose de heroísmo al conducir un asalto victorioso en Málaga a pesar de que una ráfaga de ametralladora le hubiera roto el brazo izquierdo. La gloria, sin embargo, no duró más de un mes. El 18 de marzo de mil novecientos treinta y siete, en virtud también de algunos errores de valoración por su parte, un contraataque táctico de los republicanos en el frente de Guadalajara se convirtió en una desastrosa retirada de los legionarios fascistas. A causa de esa derrota, la guerra, que parecía cercana a su fin, se prolongaría otros dos años más. Lo que hizo aún más amarga la derrota fue el hecho de que en la 12.ª Brigada Internacional lucharan con tanto ardor los voluntarios antifascistas del batallón Garibaldi, creado y coordinado a distancia por odiosos exiliados como Carlo Rosselli.

Con todo, no es fácil deshacerse de un jefe del servicio secreto, por desafortunados que hayan sido sus errores en el terreno, conoce demasiados secretos de los hombres, por más que haya demostrado no saber guiarlos en la batalla. Por lo tanto, a Mario Roatta se limitaron a degradarlo y a confinarlo a un mando menor en el norte. Y Carlo Rosselli, asesinado en Normandía junto con su hermano Nello por sicarios franceses a sueldo del SIM, pagó con su vida la deshonra infligida a las armas fascistas.

Así, una vez finalizada la guerra en España, tras la firma del Pacto de Acero, el general Roatta fue enviado como agregado militar a Berlín con todos sus secretos para espiar los preparativos de los aliados alemanes para otra guerra, más grande, más terrible, definitiva. Él se dedicó entonces a observar con atención, a escuchar con finura, y luego habló con claridad cuando Mussolini le preguntó a quemarropa qué pensaba de los programas del Reich para los países ocupados una vez que estallara el conflicto. Los anexionarían, respondió, quedarán reducidos a vasallos de la deutsche Ordnung, «el orden alemán», y no solo los ocupados sino también los aliados, sin excepción.

Mientras esa frase resonaba en el silencio de la Sala del Mapamundi del Palacio Venecia, el Duce del fascismo permaneció silencioso, impasible, nada sorprendido por la ominosa predicción, casi aliviado al escuchar esa terrible verdad, como quien recibe la confirmación de sus temores antes que de sus esperanzas —un temor vigilante puede ser un gran alivio cuando la alternativa es el terror ciego— y ascendió al profeta de la desventura a subjefe del Estado Mayor del Ejército. Luego, para que la predicción no se hiciera realidad, se apresuró a lanzar una guerra contra la ya derrotada Francia, decidido a ensañarse contra esa nación hermana ya caída.

 

Los de la batalla de los Alpes fueron, desde el punto de vista militar, días absurdos, demenciales incluso, una semana inolvidable de improvisaciones de aficionados, oportunismos trágicos, contradicciones atroces. Con solo pensarlo, Mario Roatta no puede evitar ahora un gesto de disgusto. Los jefes militares habían estudiado las dificultades insuperables de un plan de ataque para superar el arco alpino desde mil novecientos treinta y nueve —él mismo había entregado un lúcido memorando en el que desaconsejaba a las claras entrar en guerra contra Francia—, pero a Benito Mussolini, Duce de la nación en armas, el punto de vista militar le resultaba simplemente ajeno. Para él, la guerra no era la continuación de la política por otros medios, ni siquiera llegaba a reconocerle ese rango, la guerra de los generales era tan solo el simplón servidor de su «genial» política, un servidor con las manos manchadas de sangre, pero no por eso menos siervo ni menos simplón.

Aquella enloquecida semana dio comienzo el 18 de junio de mil novecientos cuarenta, cuando, junto con Galeazzo Ciano, el general Roatta acompañó a Mussolini a reunirse con Hitler en Múnich. El Duce llevaba en su portafolio las exigencias italianas, redactadas por el propio Roatta, que debían plantearse en el momento del armisticio a la Francia derrotada en el campo de batalla por los alemanes: desmovilización del ejército, entrega de todo el armamento colectivo, ocupación del territorio hasta la línea del Ródano, entrega inmediata de la flota, utilización de las bases marítimas de Orán, Mers el-Kebir, Casablanca, Beirut, ocupación de Córcega, Túnez, la costa somalí. Condiciones que humillaban y saqueaban una nación contra la cual los italianos aún no habían disparado un solo tiro. ¿Qué las justificaba?: la campaña militar más arrolladora de la era moderna, llevada a cabo por los aliados germánicos en Occidente a través de Holanda y Bélgica contra las fuerzas anglo-francesas. Desatada el 10 de mayo, aquella ofensiva sin precedentes de las divisiones acorazadas de Hitler había aniquilado en apenas cuatro semanas a los dos ejércitos considerados hasta entonces como los más poderosos del mundo. Solo en ese momento, el 10 de junio, tras meses de dar largas, se decidió Mussolini a declarar la guerra a las democracias occidentales. Empezó así una carrera contrarreloj para poder librar, antes de que se alcanzara el alto el fuego, una guerra ya librada y ganada por sus aliados. Una carrera desesperada: cuatro días después de la proclamación belicosa desde el balcón del Palacio Venecia, el 14 de junio de mil novecientos cuarenta, la 87.ª División de infantería alemana entraba en París y todos los relojes de la Ville Lumière quedaron sincronizados con la hora de Berlín.

Al ver esfumarse su oportunidad, Mussolini ordenó directamente a Roatta que iniciara las operaciones con las que los italianos debían cruzar los Alpes y expandirse hasta Marsella en unas horas. Esa misma tarde, sin embargo, la directiva quedó desmentida por una contraorden de Rodolfo Graziani, su superior directo:

«Las hostilidades con Francia quedan suspendidas».

¿Qué había ocurrido? Hitler había anunciado que Francia ya había pedido un armisticio. Firmado antes de cualquier eficaz ofensiva italiana, ese trozo de papel impedía a Mussolini sentarse en la mesa de la paz como vencedor.

Al día siguiente por la mañana, el Duce tomó el tren con destino a Múnich con su larga lista de exigencias en el portafolio. Sin embargo, al entrar en el Führerbau encontró a un Hitler inusualmente seráfico y generoso con los derrotados. El Führer triunfante no se opuso a las exigencias italianas —excepto en lo referido a la entrega de la flota—, pero invitó a su aliado a la moderación: Francia no debe ser humillada sino domesticada, con la esperanza de evitar la continuación de la guerra contra Inglaterra. «Hemos de actuar con mesura», dijo aquel hombre desmedido, «no debemos tener la boca más grande que el estómago». Mussolini tragó quina, como siempre. Pero ya en el tren de regreso ordenó atacar Francia en un plazo de tres días.

Una orden totalmente absurda. De hecho, se trataba de completar la conversión de un despliegue defensivo en ofensivo en apenas cuarenta y ocho horas. Algo literalmente imposible. El Duce no admitió ninguna objeción técnica. Y Mario Roatta no puso ninguna objeción, demasiado inteligente para ser verdaderamente fascista pero demasiado astuto para tirar a la basura su brillante carrera. Como había previsto, en los días siguientes la estrategia italiana degeneró en el caos más absoluto.

Para obtener una victoria italiana contra los franceses antes de que los alemanes firmaran el armisticio, el general Guzzoni, presintiendo erróneamente el derrumbe del enemigo, envía al ataque dos divisiones enteras, la motorizada Trieste y la alpina Taurinense, por estrechas y nevadas carreteras de montaña, saboteadas por los defensores. Objetivo: reunirse lo antes posible en Chambéry con las fuerzas alemanas del general Keitel que avanzan rápidamente desde el norte. Resultado: tanques que saltan por los aires en campos minados, orugas atascadas en alambradas, vehículos bloqueados por averías mecánicas, una enorme columna de hombres expuestos al fuego de la metralla en un terreno desolado y desnudo, heridos abandonados que mueren desangrados.

Dos días después, en el ocaso del 22 de junio, mientras llega la noticia del armisticio entre Francia y Alemania, los soldados italianos que debían desplegarse hasta Marsella apenas se han adentrado unos pocos cientos de metros en territorio francés, dando al mundo que los observaba con asco y horror un espectáculo único en la historia, el de un vencedor contra las cuerdas. Tras dos días más de cabezazos a ciegas contra la muralla francesa, se alcanza un alto el fuego también en los Alpes: al cabo de cuatro días de sangrientos combates, la línea defensiva francesa apenas ha recibido unos arañazos. ¿El número de soldados italianos sacrificados por órdenes sin sentido en un ataque improvisado a posiciones fortificadas?: 642 muertos, 2.631 heridos, 2.151 congelados, 616 desaparecidos. ¿Del lado francés?: 37 muertos y 84 heridos. Este es el balance de la primera batalla fascista de la Segunda Guerra Mundial. Una batalla deshonrosa, humillante, perdida.

Y el Duce, en efecto, impulsado por ese sentimiento de humillación, después de haber maldecido sin pausa a los italianos, de cara al armisticio con los franceses que se firmaría en Villa Incisa al caer el día siguiente, ordenó al general Roatta y a Galeazzo Ciano que preparasen un nuevo texto abreviado. Un texto que reducía las reivindicaciones italianas anteriores casi hasta el extremo de la renuncia caballeresca, casi hasta el masoquismo estratégico, ya que ni siquiera reclamaba las bases navales francesas en Túnez y Argelia, decisivas para el control del Mediterráneo central. Roatta y Ciano trabajaron en ello toda la noche, eliminando una voz tras otra.

Más tarde, con las primeras horas de la mañana, fue el propio general —un apreciado políglota, con un buen conocimiento de distintos idiomas, incluidos el polaco, el alemán, el español, el francés y el inglés— quien leyó traducidas las indulgentes condiciones de la rendición. Los delegados franceses, incrédulos ante tal generosidad, se prodigaron en agradecimientos. A Italia ahora le quedan casi únicamente los territorios conquistados, es decir, el resto de nada. Los cuerpos de los caídos, cubiertos por un velo de nieve tardía y piadosa, yacen, mientras tanto, esparcidos por los valles alpinos. Nunca llegaron a ser encontrados.

Todo esto fue ayer; sin embargo, hoy es el día de la fanfarria. La guerra terminará pronto. De ello está convencido casi todo el mundo, empezando por Mussolini. Mario Roatta puede, por lo tanto, dedicar las primeras semanas del verano de mil novecientos cuarenta a una vieja obsesión suya: la conquista de Yugoslavia.

Los viejos refranes son, como dice otro viejo proverbio, la sabiduría del pueblo, y es muy cierto que no hay mal que por bien no venga. En este caso, el orgullo guerrero de un Mussolini humillado exige una pronta redención antes de la firma de los tratados de paz definitivos. Yugoslavia podría ofrecérsela y el general Roatta, cuya especialidad no es la fuerza de los hombres sino sus debilidades, no dudará en proponérselo. El proyecto ya está listo: dos ejércitos, compuestos por treinta y ocho de las cuarenta y ocho divisiones estacionadas en la Italia metropolitana, atacarán a través de la frontera juliana mientras que un tercero completaría la ofensiva por los flancos, a través de las antiguas provincias austríacas de Carintia y Estiria, ahora en manos alemanas. Alemania, Hungría y Bulgaria, si se las involucra debidamente, cubrirían los flancos durante el avance. Las unidades podrían alcanzar sus posiciones en un plazo no superior a un mes. A mediados de agosto se llegaría a Belgrado.

Se trata simplemente de avivar las llamas del orgullo herido del Duce, de resucitar la chispa enterrada bajo las cenizas de su antigua ira contra Yugoslavia. No resulta particularmente difícil. Los hombres, demasiado bien lo sabe Roatta, se dejan alentar al odio de buena gana.

 

 

 

 

 

 

Las fuerzas disponibles son escasas y poco eficientes […]. En estas condiciones, y mientras duren, lo mejor que cabe hacer, si no lo único, sería no entrar en guerra.

 

Memorándum del general Mario Roatta para el Estado Mayor, 27 de diciembre de 1939

 

 

Pisar los talones al enemigo — Audaces — Atreverse — Lanzarse contra él.

 

Mario Roatta, orden operativa a los generales de división del ejército de los Alpes, 17 de junio de 1940

 

 

Es de material de lo que carezco. Incluso a Miguel Ángel le hacía falta mármol para sus estatuas. De haber tenido tan solo arcilla, no habría pasado de alfarero. Un pueblo que ha sido yunque durante dieciséis siglos no puede convertirse en pocos años en martillo.

 

Benito Mussolini a Galeazzo Ciano, comentando el fallido ataque italiano contra Francia, 21 de junio de 1940

 

 

 

Mussolini quisiera retrasar tanto como sea posible [la firma del armisticio con los franceses] con la esperanza de que [el general] Gambara […] llegue a Niza. Sería algo estupendo, pero ¿lo lograremos a tiempo?

 

Galeazzo Ciano, Diario, 22 de junio de 1940

 

 

Se ha enviado a los hombres a una muerte inútil, dos días antes del armisticio, con los mismos sistemas que hace veinte años. Si la guerra en Libia y Etiopía se lleva a cabo de la misma manera, el futuro nos deparará muchas amarguras.

 

Achille Starace, jefe del Estado Mayor de la milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional, a su regreso del frente alpino, 25 de junio de 1940

 

 

En menos de tres días, treinta y dos kilómetros […] [Nuestros soldados] han sabido romper una resistencia muy fuerte […]. Entusiasmo de las tropas: me quieren, no me dejan pasar.

 

Llamada telefónica de Benito Mussolini a Clara Petacci tras una inspección en el paso del Piccolo San Bernardo, 28 de junio de 1940

 

 

 

 

 

 

Edda Ciano Mussolini

Directo Roma-Turín vía Milán, verano de 1940

 

 

A fin de cuentas, a las mujeres solo se les exige una cosa: que se queden donde las han colocado. Ante los hornillos, en una sala de estar o bajo las luces de un cabaré, en un convento, limpiando una letrina o calentando una alcoba: las mujeres deben permanecer disponibles, sonreír, interpretar su papel sin titubeos. Y es precisamente por permanecer inmóviles durante días, años, siglos enteros, como han aprendido a mirar a los hombres, a compadecerlos, porque ellos, en cambio, no saben lo que significa esperar, y esa es su perdición.

Hay que oírlos ahora, a todos los varones en la estación y en los vagones del tren: no hacen más que hablar de la guerra con la excitación de quienes se sienten en el centro del universo. Pero claro, son siempre ellos los protagonistas, ¿quién se atrevería a ponerlo en duda? Ellos los que deciden la suerte del mundo encerrados en los grandes salones, ellos los que anuncian en los balcones que ha sonado la hora marcada por el destino, ellos los que toman las armas, los que, preparándose para el sacrificio, se adentran ya en el polvillo de la luz de la gloria.

Ella, nacida mujer, pero polémica por naturaleza, apenas los toma en consideración, mantiene la mirada clavada en los campos que discurren tras la ventana, dejándose arrullar por esta atmósfera febril decidida por su padre. Un padre que por fin se ha dejado convencer, por su hija entre otros, para entrar en liza junto a las «maravillosas fuerzas armadas» del Führer. Así lo proclamó, el día anterior: a saber quién puso ese almibarado adjetivo en su discurso, tal vez su odiosa amante, esa vil mujer, la Petacci.

Por todas partes circula el asma de guerra, la fiebre que se ha apoderado de los hombres y, al mismo tiempo, el hastío, por doquier y únicamente, un nauseabundo hastío. No hay nada que hacer, si se le da tiempo todo acaba siendo un déjà-vu, tanto en el amor como en la guerra. Por esa razón se ha marchado ella, para no morir de hastío. Moverse, sin parar, sin detenerse un solo momento. Nunca te quedes donde te han colocado los hombres.

Su lugar asignado sería el de Hija, Esposa y Madre: caras de una sola moneda que la representa, cualquiera que sea la cara por la que caiga. Quizá, finalmente, le ofrezca la guerra la posibilidad de una variación en la geometría de su inmovilidad. La Hija agradecida, la Esposa devota y la Madre amorosa pueden transformarse ahora en una criatura vestida de blanco, pero lista para hundir sus manos en el rojo vivo de la sangre: la enfermera de la Cruz Roja.

Por eso ella, la condesa Edda Ciano Mussolini, esa mañana temprano ha confiado los niños (Ciccino, Dindina y Mogolotto) a Greta —quien, como siempre, le dio los buenos días en alemán, poniéndola de un siniestro mal humor— y está viajando hacia Turín, donde mañana empezará su periodo de formación como enfermera. Le han prometido que será algo rápido, una mera formalidad: nada de tiempo perdido con los libros, sino que tendrá de inmediato la oportunidad de demostrar su valía en situaciones extremas. Como es lógico, no podrá contar a las severas vestales de la Cruz Roja, recientemente reformada por la princesa María José, la esposa belga de Humberto de Saboya, nuera de Víctor Manuel III, que su capacidad de soportar noches enteras de insomnio la ha experimentado sentada ante mesas verdes, ni que sabe cómo aliviar el dolor de un amputado porque conoce bien los efectos del opio y del alcohol, pero por una vez está absolutamente segura de no estar abusando del privilegio de ser la hija de Mussolini al beneficiarse de un aprendizaje rápido cuando a otras se les exigen meses de formación: ella ya se siente preparada para estar en primera línea. Es más: ella ha estado en primera línea desde que nació.

Ella es la verdadera hija de este siglo de revoluciones. Ella, declarada en el registro civil como nacida «de padre desconocido», y durante años sin bautizar, como lo estableció el anticlericalismo anárquico del varón que la había engendrado; ella, que, de niña, escondía bajo sus vestiditos los mensajes secretos que Benito y su tío Pietro Nenni se intercambiaban con el mundo exterior desde la cárcel de Bolonia, en tiempos de los disturbios antiimperialistas; ella, que todas las noches, de pie sobre un taburete, soportaba en el pelo el peine de Rachele en busca de piojos; ella, que viajaba con su madre en carros cargados de soldados para reunirse con su padre enfermo de paratifus y asistir a sus miserables bodas de guerra; ella, que en una ocasión domó a un compañero de juegos de su exclusiva propiedad —un hermoso gallo de cresta roja que la seguía a todas partes— para experimentar luego el dolor atroz de verlo hervir durante horas en una olla porque su madre, postrada tras el parto de Vittorio, necesitaba un caldo; ella, que se pasaba veladas enteras, hasta altas horas de la noche, jugando bajo el escritorio del director de Il Popolo d’Italia porque su padre Benito la quería a su lado; ella, que desdeñaba la desconfianza con que la miraban las alumnas de alto rango del internado Poggio Imperiale de Florencia, y prefería a los niños de la calle de Bottonuto, que reconocieron su temple apodándola «Sandokán»; ella, que acabó viajando de verdad al Lejano Oriente, experimentando sus debilidades pero admirando también la ferocidad de los soldados durante la guerra chino-japonesa; ella, por encima de todo, que aceptó sin pestañear que todo, todo lo que hubiera debido ser suyo le fuera entregado a su marido porque ese es el destino de toda mujer, quedarse un paso atrás. Ella, Edda Ciano Mussolini, es el primogénito fallido de un siglo poseído por ambiciones desproporcionadas y, por ello, condenado a devorarse a sí mismo.

Edda, con los anchos hombros de un hombre y el perfil de César, pero maquillada como Mesalina. Edda, perfecta para ser exhibida ante el público de pago de todo el mundo con tal de que abra la boca lo menos posible o, si lo hace, de que sea para asentir y para arrancar una sonrisa de condescendencia. Ella, nacida en los tiempos miserables pero estimulantes de las esperanzas socialistas, crecida entre el berrear de los escuadristas y, por último, florecida en el momento equivocado, en el aire viciado por los concordatos y las alianzas. Edda, que detesta el mar angustiado de la multitud pero que —si le dieran un balcón para encaramarse en lo alto— sabría decir la verdad porque está asqueada de las mentiras.

Y, en cambio, lo máximo que puede permitirse, arrullada por la velocidad del tren, es esta ilusión de cambio, esta transición de estado que por lo menos la llevará durante algún tiempo a ser Hija, Esposa y Madre de soldados tan malheridos como para no poder hacer otra cosa más que susurrar su agradecimiento entre gemidos.

De nuevo los déjà-vu, las repeticiones, las asonancias engañosas, los malentendidos habituales. El revisor del tren anuncia el cambio Milán-Turín. Hoy, pues, el Milán-Turín es el tren que la lleva a convertirse en enfermera de la Cruz Roja, pero hasta ayer era el lujoso cóctel de Quisisana, en Capri, a base de Punt e Mes, Campari, soda, limón y hielo, perfecto para acompañar las largas noches de la isla del vicio. Edda cierra los ojos por unos instantes y se queda dormida. Las burbujas del Milán-Turín se trasmutan en las miles de cabezas que, dirigidas al púlpito del Palacio Venecia, gritan al unísono «¡Guerra! ¡Guerra!», y luego se desprenden del cuello y se elevan para explotar hacia el cielo, una tras otra, como diminutas estrellas moribundas.

Mientras el tren corre hacia el norte, Edda vuelve a abrir los ojos. Ahora ya no sueña. Hojea un librito de versos. Se lo regaló durante una noche de triste borrachera el extravagante faquir sordomudo que entretiene a grupos de clase alta en Capri bailando como un derviche. Los ha escrito una belga que había estado de vacaciones en la isla unos años antes, una invertida como él, una lesbiana. Son asquerosamente melancólicos, como cualquier otro fruto del hastío, pero alientan un claro presagio:

«El emperador da miedo. El emperador tiene miedo. El precipicio es su refugio».

 

 

 

 

 

 

Como un adulador orgulloso de su infamia

se tiñe de violeta el cielo en honor a este nuevo César.

Carente de rebelión el Imperio, carente de opciones el destino.

La ola bajo su bajel es servilmente dócil,

le consiente estabilidad y lujuria.

La costa, las ciudades, el volcán y cualquier otra altura

son su adorno y son su mazmorra […]

Observa horrorizado cómo sus úlceras se cierran

sobre el emplasto de hiel y vino que le macera dentro,

conoce por los poetas el olor del sarcófago,

parece olisquear su propia descomposición.

El emperador da miedo. El emperador tiene miedo.

El precipicio es su refugio […]

Envejecido, adornado de púrpura, pero pálido como un sudario

aunque se crea un dios, es Tiberio un hombre solo.

 

Marguerite Yourcenar, «Caprée», publicado en La Revue bleue, n.º 12, 15 de junio de 1929

 

 

 

 

 

 

Benito Mussolini

Roma, 18 de agosto de 1940

 

 

En la segunda quincena de agosto, Benito Mussolini se ve distraído temporalmente por un asunto privado. Su joven amante, Clara Petacci, enferma gravemente y él corre junto a su cama. En medio de una guerra, los padres de la muchacha se encuentran de repente en el umbral de Villa Camilluccia al dictador de Italia, tan afligido y solícito como un novio adolescente enamorado. Halagados y avergonzados, lo invitan a sentarse en el salón de su casa. Sacan el juego de tazas bueno de su letargo de décadas y le ofrecen té.

Mussolini, sin embargo, no acaba de sentirse cómodo, se demora con los Petacci pero tiene prisa por marcharse. Entre tanto, en efecto, en el inmenso y terrible mundo de fuera, Joachim von Ribbentrop, el ministro de Asuntos Exteriores alemán, ha truncado todo plan italiano de invadir Grecia o Yugoslavia. El enemigo que ha de ser vencido es el Imperio británico. Italia debe cumplir con su papel atacándolo en el norte de África. Es hora de que el Duce se decida de una vez a ordenar el ataque resolutivo. La guerra, la de verdad, no puede esperar. Y, en cambio, sus generales languidecen, llenando su vacío con quejas, peticiones imposibles, objeciones y matices. Hace meses que le dice a Rodolfo Graziani que prepare la ofensiva en el este para aplastar a los ingleses y este opone evasivas, nuevas exigencias de hombres y armamentos, titubeos cobardes. Hace meses que ha ordenado que estén preparados para saltar sobre Egipto tan pronto como el primer soldado alemán pise suelo inglés, para igualar el indudable éxito alemán en el norte con una victoria en el Mediterráneo. Pero el mal tiempo en el canal de la Mancha sigue postergando el momento y Graziani sigue ganando tiempo. Una vez más, tendrá que ser él quien piense en todo.

 

 

De este modo, al regresar de su visita privada a casa de los Petacci, el 28 de agosto de mil novecientos cuarenta, Benito Mussolini, acuciado por el «después», temiendo que un final repentino de la guerra contra los ingleses desemboque en un tratado de paz complaciente también con Francia y, por lo tanto, en la anulación de las reclamaciones italianas, se convence de que ha llegado el momento adecuado.

El Duce levanta el teléfono, pide línea con el mando de las fuerzas armadas italianas y vocea una orden perentoria, indiscutible e improrrogable:

—¡Atacad a los ingleses en Egipto!

 

 

 

 

 

 

Desde Berlín, una serie de informes dan a entender que es inminente un ataque decisivo contra Gran Bretaña. Mussolini cree en su exactitud y está convencido de que a finales del próximo mes obtendremos la victoria y la paz. Por eso quiere acelerar los plazos en Egipto.

 

Galeazzo Ciano, Diario, 18 de agosto de 1940

 

 

 

LA INVASIÓN DE INGLATERRA ESTÁ DECIDIDA, LOS PREPARATIVOS SE ESTÁN ULTIMANDO Y SE PRODUCIRÁ. EN CUANTO AL MOMENTO, PUEDE SER DENTRO DE UNA SEMANA O DENTRO DE UN MES.

PUES BIEN, EL DÍA EN EL QUE EL PRIMER PELOTÓN DE SOLDADOS ALEMANES TOQUE TERRITORIO INGLÉS, VOS ATACARÉIS SIMULTÁNEAMENTE. UNA VEZ MÁS, REPITO QUE NO OS PONGO LÍMITES TERRITORIALES, NO SE TRATA DE LLEGAR A ALEJANDRÍA Y NI SIQUIERA A SOLLUM. SOLO OS PIDO QUE ATAQUÉIS CON DECISIÓN A LOS INGLESES QUE TENGÁIS FRENTE A VOSOTROS.

 

Benito Mussolini, telegrama a Rodolfo Graziani, 19 de agosto de 1940

 

 

 

 

 

 

Rodolfo Graziani

Cirenaica italiana, verano de 1940

 

 

En el verano de mil novecientos cuarenta, Rodolfo Graziani, mariscal de Italia, hijo del médico rural de Filettino, una minúscula aldea de los Apeninos en el Bajo Lacio, acababa de cumplir cincuenta y ocho años, de los cuales ha pasado veinte luchando contra los indígenas en África del norte y del este. Su carrera política y militar ha sido fulgurante —coronel con apenas treinta y seis años, el más joven en la historia de Italia, más tarde general, gobernador en las colonias, jefe del Estado Mayor del ejército e incluso virrey de Etiopía—, pero su parábola biográfica da señales de una inabordable tendencia a pasar del excelso rango de héroe romántico de desiertos inexplorados al de exterminador paranoico de inocentes indefensos. En los días de desfile, el uniforme de Rodolfo Graziani no soporta las demasiadas condecoraciones recibidas y, sin embargo, después de haber pasado la primera parte de su vida aprendiendo lenguas africanas, purgándose de las mordeduras de serpientes letales y persiguiendo a los beduinos rebeldes en las desconocidas y sedientas distancias de Fezán, acampado entre las dunas bajo una luna tropical en noches de hazañas legendarias, en la segunda mitad de su existencia el general no sabe resistirse a la seducción lisérgica del exterminio. Cuesta creerlo, pero no cabe la menor duda de que se trata de dos mitades de la misma vida.

En efecto, desde principios de los años treinta, en la marcha a través de las desoladas tierras del África fascista, el soldado ha dado paso al exterminador. Ya a principios de la década, para doblegar la resistencia de los esquivos rebeldes sanusíes de Omar al Mujtar, Graziani no dudó en ordenar la deportación de cien mil civiles de la cirenaica Yábal al Ajdar hacia una telaraña de campos de concentración donde casi la mitad de ellos encontraron la muerte. Luego, cinco años más tarde, después de haber contribuido a la conquista de Etiopía recurriendo a nubes de gas mostaza y otros gases lacrimógenos lanzados desde el cielo sobre los combatientes enemigos, tras haberse entronizado en el imperio que había pertenecido al negus, incapaz de gobernar a su pueblo, asfixiado por las exhalaciones del odio que su miope ferocidad le había granjeado, perseguido durante noches de insomnio por legiones de fantasmales agresores, el virrey había sembrado la tierra de prisioneros pasados por las armas, cuerpos colgando de horcas y cestas repletas de cabezas cortadas. Junto a ellos, los conquistadores fascistas posan en fotografías de recuerdo para enviar a casa.

Al final había llegado el tan temido, casi invocado, atentado. El 19 de febrero de mil novecientos treinta y siete, durante una solemne ceremonia pública, ocho bombas lanzadas por dos jóvenes eritreos acribillaron las extremidades inferiores del virrey con cientos de esquirlas incrustadas bajo la piel. Tras librarse de la muerte, y con su martirio documentado en una extraña fotografía que lo retrata con camisa y corbata, pero desnudo de cintura para abajo, Rodolfo Graziani pudo dar rienda suelta a su voluntad de carnicería. Las inmediatas represalias, llevadas a cabo por escuadras de milicianos fascistas, áscaris y civiles, flanqueados por soldados del ejército real, duraron dos días y una noche. Con los comercios cerrados, las comunicaciones postales y telegráficas suspendidas, la capital aislada del resto del mundo, la masacre, votada unánimemente por la cúpula del Partido Fascista de Adís Abeba, comenzó al anochecer mediante el incendio con gasolina de las chozas de barro que flanqueaban el río. Esa noche, cientos de hombres, mujeres y niños murieron abrasados vivos o abatidos cuando intentaban escapar, los conductores italianos atropellaron a personas indefensas que trataban de ponerse a salvo, las mujeres fueron azotadas, los hombres castrados y los niños pisoteados. Los represores rebanaban gargantas, aplastaban cráneos a bastonazos, descuartizaban, destrozaban o colgaban los cuerpos.

El afán de venganza, sin embargo, no quedó saciado con la masacre de Adís Abeba. En las semanas siguientes, tras recibir la decidida aprobación de Benito Mussolini, Rodolfo Graziani extendió la represalia por todo el país. Decenas de miles de ciudadanos etíopes fueron deportados a campos de trabajos forzados, en el mejor de los casos, o, en el peor, fusilados en las cunetas de las carreteras. Cadetes de las escuelas militares, estudiantes, dirigentes y todas las mentes pensantes de Etiopía fueron pasados por las armas. Junto a ellos, se aniquiló a adivinos, hechiceros y cuentacuentos, arcaicos narradores de antiguos mitos de los orígenes de un pueblo condenado al olvido.

En aquellos meses, en el momento álgido del orgasmo de la matanza, convencido de su complicidad con los atacantes, el virrey ordenó al general Pietro Maletti masacrar a todo el clero cristiano copto de la ciudad conventual de Debre Libanos. Sirviéndose de la ferocidad integrista de las tropas musulmanas somalíes, Pietro Maletti ejecutó la orden el 21 de mayo a las 13 horas, colocando ante el pelotón de fusilamiento a 297 monjes y 23 laicos «sospechosos» de connivencia. Tras telegrafiar orgulloso la noticia a Roma, y no contento aún, Rodolfo Graziani ordenó también, tres días después, la matanza de 129 diáconos aún menores de edad. Por todas partes se quemaron aldeas, se violó a mujeres y se saquearon rebaños de ganado. Las capturas, los ahorcamientos y las decapitaciones continuaron hasta mediados de noviembre, cuando, ahíto de la orgía de sangre y preocupado por las revueltas que estallaban en todo el país, Benito Mussolini destituyó al virrey de Etiopía, obligado a regresar desde las colonias a la madre patria para ser encumbrado, tras un breve período de descanso en sus campos del Bajo Lacio, a jefe del Estado Mayor del ejército italiano.

Ahora, en el verano de mil novecientos cuarenta, este veterano de matanzas en las tierras altas de Abisinia, este héroe de epopeyas genocidas en el desierto, este soldado ya próximo a los sesenta años, atormentado por los espectros de los demasiados cadáveres deturpados, es el hombre a quien el Duce del fascismo ordena regresar una vez más a África para ponerse al mando de las tropas italianas en la nueva guerra del mundo. Esta vez, sin embargo, Rodolfo Graziani no ha de vérselas con escuadrones de jinetes beduinos o diáconos imberbes, sino con vehículos blindados, tanques, Spitfires y acorazados de las fuerzas armadas del Imperio británico. Es una guerra que el hijo del médico rural de Filettino no tiene el menor deseo de librar.

La reluctancia del exterminador se funda en muchas y buenas razones. Tan pronto como pone el pie en Trípoli, el mariscal se da cuenta de que dispone de tropas numerosas, pero escasamente armadas, mal equipadas y poco preparadas. El X Ejército, destinado a ser lanzado contra los ingleses, cuenta con ciento cuarenta mil efectivos; el V, que queda de refuerzo, está formado por un número similar, entre soldados de la metrópoli y coloniales. Una enormidad. Sin embargo, el general Mario Berti, encargado de lanzar la ofensiva, no dispone de ningún medio de transporte para el primero de sus dos cuerpos de ejército y puede contar con unos escasos cientos de camiones para las dos divisiones del segundo cuerpo. El armamento es anticuado, insuficiente: la artillería se remonta a la Gran Guerra, las baterías antiaéreas de 88 y los cañones antitanques de 47 y 20 milímetros se pueden contar con las puntas de los dedos, los nuevos buques de guerra de treinta y cinco mil toneladas siguen siendo inadecuados para entrar en batalla debido a la falta de entrenamiento del personal y al mal funcionamiento de los cañones, los tanques medianos son una acumulación de errores técnicos, los ligeros son patéticos ataúdes autopropulsados, las unidades aéreas son numéricamente suficientes pero a menudo obsoletas o inadecuadas, hasta el extremo de carecer de filtros contra la arena. En definitiva, Graziani tiene bajo su mando una enorme masa de carne humana desnutrida, mal vestida y desmotivada que ha de trasladar a paso de hombre y al descubierto bajo el fuego enemigo en el inmenso y horrible vacío de los desiertos africanos.

Además, nada más pisar Trípoli, el nuevo comandante descubre que su predecesor, Italo Balbo, no ha dejado ningún plan detallado para la ofensiva del este. El caso es que tampoco él ha traído ninguno consigo. La verdad es que el Estado Mayor del ejército italiano, preocupado por la amenaza francesa en la frontera occidental de Túnez, nunca se ha preparado para la guerra en la frontera oriental contra los ingleses en Egipto. En todo caso, Graziani solo puede culparse a sí mismo, dado que el jefe del Estado Mayor del ejército italiano es él, el carnicero de Fezán, el león de Neghelli.

Mussolini, por su parte, arde en deseos de un ataque inmediato, al precio que sea, hacia el objetivo que sea, basado en un cálculo puramente político, por mero tacticismo y sin estrategia alguna. Lo que le preocupa no es cómo vencer a los ingleses sino no perder demasiado terreno respecto a los aliados alemanes. Por este motivo, el Duce de la Italia fascista rechaza la ayuda de los generales de Hitler, que en varias ocasiones le ofrecen los formidables bombarderos pesados de la Luftwaffe y las unidades blindadas de la Wehrmacht, capaces de contrarrestar los vehículos acorazados ingleses. Para Mussolini lo que importa es que la victoria en África sea enteramente italiana. ¿Qué victoria? La victoria que sea.

Atrapado en esta trampa, en su propia trampa, Rodolfo Graziani opta por la atávica astucia de los criados reluctantes: se toma su tiempo, da largas, procrastina. Ya a principios de julio declara imposible la ofensiva ante la ausencia de ingentes suministros. Los obtiene en parte: el 6 de julio, con la aprobación de Mussolini, un convoy de cinco barcos mercantes zarpa de Nápoles hacia Bengasi. A partir de ese momento, sin embargo, Graziani empieza a quejarse del tiempo. El día 29, en una carta a Pietro Badoglio, señala la «influencia que ejercen las condiciones climáticas e hídricas de Marmarica sobre las posibilidades operativas» como obstáculo insuperable para una ofensiva victoriosa. En todo caso, podremos volver a replanteárnoslo «al final de la estación cálida». Pero Benito Mussolini no puede ni quiere esperar a la temporada de lluvias, cuando los alemanes tal vez ya hayan invadido Gran Bretaña e impuesto su paz a los derrotados, su nuevo orden al mundo, Italia incluida. Benito Mussolini tiene prisa

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