Prefacio
Me atrapó la idea. Sin opción. Dos personas en un mismo mundo. Con un problema similar de incomunicación. Dos personas distintas, de diferente edad. Dos visiones paralelas de un mismo mundo, o quizá no.
Una idea es un embrión que puede florecer de formas diversas. En arbusto, árbol, bosque u animal. Es una idea. Y la de Paul Pen es una idea certera y poderosa. Una idea que encierra muchas posibilidades. Y cuantas más encierra, mejor es esta idea.
El aviso es una historia que encierra muchas historias, como capas de cebolla que te hacen llorar mientras buscas llegar al corazón. Vi la película en la novela. Estaba ahí; y no seguía el mismo camino. Porque el cine es un lenguaje y la letra escrita otro bien distinto. Pero el corazón es el mismo.
La idea de un niño que recibe un aviso de muerte. La idea de un hombre que debe evitarlo. No viven en un mismo tiempo, pero sí en un mismo mundo.
Una metáfora intemporal.
Las veces que entendemos las cosas a destiempo; y aquellas, únicas y memorables, en las que no es así, en las que nos adelantamos. Y son éstas las que marcan nuestra personalidad, nuestra memoria, nuestro legado.
Vi una película en la novela de Paul, una película que no había visto y que deseaba hacer. Ése ha sido el motor. Como lo es cuando te aventuras en estas páginas y descubres que las cosas pueden ser diferentes, que es posible cambiarlas, o quizá no.
Llevar al cine un texto escrito es apasionante y complejo a la vez; exigente, porque debes encontrar el corazón de la historia y trasladarlo a otro mundo; uno que es visual, emocional, directo y que deja menos espacio a la interpretación.
De estas páginas, estas imágenes. Muy orgulloso de haber podido trasladar el universo de Paul Pen al mío, y de ahí, a la pantalla.
DANIEL CALPARSORO
Prólogo
Martes, 12 de septiembre de 2006
Tras su primer día de colegio, Leo salió de clase con la cabeza agachada, mirando al suelo. Se dejó llevar por la corriente de niños. Rodeado de gritos, risas y carreras, avanzó hacia la calle principal, más de un paso por detrás del resto de sus compañeros. El sol de septiembre en Arenas parecía derretir el asfalto, creando en su relieve charcos de agua inexistentes. Las franjas blancas de un paso de cebra invitaban a cruzar al otro lado, allí donde se levantaba la tienda del americano. El lugar que cada tarde se convertía en tierra prometida de azúcar y diversión para los alumnos del colegio. El Open. En realidad la tienda se llamaba de otra forma, pero la palabra escrita en neón que brillaba por las noches en morado y amarillo sobre la puerta había acabado por convertirse en su verdadero nombre. Algunos decían que el señor Palmer, el dueño, se había traído el cartel con él desde Estados Unidos.
Leo se paró junto al paso de cebra cuando el montón de niños se detuvo. Alzó la mirada sin apenas levantar la cabeza. El semáforo estaba en rojo para los peatones.
—¿Veis esta cicatriz? —dijo uno de los niños, señalándose la barbilla—. Me pusieron cuatro puntos.
Infló el pecho mientras extendía una mano con el pulgar recogido.
—Por eso me llaman Brecha.
La presentación originó suspiros de asombro y gritos de admiración. Brecha los recibió levantando los brazos. Sobre su cabeza, el semáforo cambió a verde.
—¡Vamos al Open! —gritó.
Convertido ya en líder, Brecha guió el viaje de sus nuevos compañeros al otro lado de la calle. Para la clase que acababa de formarse bajo la tutoría de Alma Blanco, era la primera oportunidad de realizar la tradicional peregrinación escolar que se repetiría a diario. Todos siguieron a Brecha. Un niño corrió hasta él y lo agarró por el hombro. «Yo soy Edgar», le dijo. Con apenas seis años, parecía tener claro a quién era conveniente arrimarse. Detrás, dos niñas se miraron sin saber qué hacer. Temerosas, se dieron la mano. Y comenzaron a andar.
Leo notó que el grupo se desvanecía a su alrededor.
También percibió la presión de sus pies contra el asfalto. Inclinó el tronco hacia delante, ligeramente, como haría alguien antes de comenzar a andar, pero los dedos de sus pies aumentaron la presión. El resto del cuerpo quedó anclado al suelo. Mientras su tronco regresaba a una posición vertical, Leo dudó una última vez si obedecer las órdenes de mamá o si cruzar hacia el Open con el resto de sus nuevos compañeros. Esa misma mañana ella le había pedido que esperara a que le recogiera donde se encontraba ahora. Después le había dado el primer beso de despedida relevante en la vida de un niño. Forzando otra vez la vista para mirar sin apenas levantar la cabeza, pudo ver a los demás niños avanzar por el paso de cebra.
La duda de Leo duró apenas unos segundos.
Pero unos segundos que resultaron ser decisivos.
El niño que había agarrado a Brecha por el hombro miró hacia atrás, hacia el séquito que había convertido en suyo con un simple gesto. Sonrió cuando comprobó que todos le seguían. Entonces reparó en Leo, que permanecía quieto al otro lado de la calle, la cara dirigida al suelo. El niño sacudió el hombro de su líder. Brecha se giró para saber qué ocurría. Desanduvo el camino para acercarse a Leo. El resto del grupo también cambió de sentido y se arremolinó junto a ambos.
—¿Qué pasa, eres sordo o qué? —preguntó.
Leo no contestó. Siguió mirando al suelo.
—Te estoy hablando —insistió Brecha—. ¿Eres sordo?
Leo negó con la cabeza. Después respondió:
—Y si lo fuera… ¿cómo iba a responder a tu pregunta?
Un murmullo comenzó a subir de volumen entre el grupo de niños. Brecha chistó y levantó un brazo para detenerlo.
—Anda, el listillo de la clase —dijo—. Por eso llevas ese parche en el ojo, ¿no?
—Se llama ojo vago —trató de defenderse Leo—. Y me lo quitan en un mes.
—Se llama ojo vago, se llama ojo vago —repitió Brecha como un cántico, con voz aguda y sacudiendo los hombros con las manos extendidas a la altura del pecho mostrando las palmas—. ¿Es por eso que no vienes a la tienda del americano, porque no ves bien?
Leo volvió a sacudir la cabeza en señal de negación.
—Entonces ya sé lo que te pasa. —Brecha hizo un silencio dramático. Lo alargó varios segundos. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz más grave—: Tienes miedo del Open. Te da miedo que te peguen un tiro.
La declaración fue seguida de un súbito silencio.
Primero algún murmullo y luego nada. Las cabezas giraron y las bocas se abrieron. Todas las miradas se dirigieron primero a Brecha y después a Leo. Él encogió los hombros. Levantó por fin la cabeza para mirar al grupo. A Brecha. Se colocó una mano en la frente para hacerse sombra sobre su único ojo abierto.
Brecha trató de mantener fija la mirada, pero los nervios le traicionaron y en dos ocasiones sus ojos se le escaparon rápidamente a un lado y a otro. Quería conocer la reacción del grupo a sus palabras. Porque lo que había dicho no era un comentario cualquiera. Había vociferado frente a todos el secreto innombrable del Open. El secreto que hacía de la tienda del americano el lugar ideal para que los críos de Arenas inventaran historias. La noche del disparo, hacía años. Y el chico que murió. En realidad, todos habían oído a sus padres o a sus hermanos mayores hablar de ello alguna vez. A sus madres recordarlo en la caja del supermercado. Pero la mirada que les dirigían justo después, y el súbito cambio de tema que siempre se forzaba a continuación, habían dejado claro a todos los niños del pueblo que eso era algo de lo que no se debía hablar. Como no se hablaba tampoco de aquella silueta oscura que sólo algunos habían llegado a ver aparecerse tras las cortinas del cuarto principal de la casa al final del camino de arena. El del Open era un secreto que no se podía compartir. Y menos aún gritar a plena luz del día a la puerta del colegio.
Quizá para romper el silencio, pero sobre todo para no mostrar ni un rastro de duda o debilidad, Brecha infló el pecho por segunda vez esa tarde, clavó su mirada en la de Leo y le dijo:
—Eres un miedica. —Después le gritó—: ¡Miedica!
Entonces Brecha miró al niño que le había agarrado por los hombros. Señaló a Leo con un golpe de cabeza y le volvió a insultar. Edgar entendió la orden.
—Miedica —repitió, uniendo su voz a la de Brecha—. ¡Miedica! ¡Miedica!
Entre los dos, comenzaron a repetir la palabra como una consigna. Una tercera voz se unió a la repetición. Después, una cuarta. Las dos niñas temerosas que se habían dado la mano comenzaron también a gritar el insulto. Pronto, todo el grupo gritaba a Leo. En algún momento, alguien dejó caer la palabra «gallina», y el nuevo insulto fue ganando adeptos por imitación hasta que el coro al completo entonaba la nueva forma de ataque.
Un coche comenzó a pitar a la jauría enloquecida. A pesar de que el semáforo había vuelto a cambiar a rojo, los niños seguían en medio de la calle. La conductora daba pequeños golpes con el pie sobre el acelerador. También hacía sonar sus uñas, enganchando la del dedo índice en el pulgar para luego soltarla. Golpeó el centro del volante otra vez, con más fuerza. Mantuvo el pitido constante para imponer su sonido sobre el ruido de los críos. Poco a poco, el griterío fue remitiendo y, cuando Brecha decidió cruzar en dirección a la tienda del americano, el grupo le siguió. Leo se quedó solo a las puertas del colegio mientras lo que esa misma mañana pudo haberse convertido en una pandilla de amigos con la que explotar petardos en los buzones de los profesores, se alejaba para siempre por el paso de cebra intercambiando historias falsas o verdaderas, eso daba igual, sobre el legendario tiroteo del Open.
La conductora que había estado pitando intentó avanzar con el coche. Tuvo que frenar en varias ocasiones para dejar paso a los más rezagados. Su labio superior se levantó, mostrando la encía, sin que ella se diera cuenta. Cuando logró situarse sobre el paso de cebra, miró a Leo.
El niño subió al coche.
—Mamá, prométeme que vendrás siempre a recogerme —le pidió.
Victoria advirtió la mirada triste de su hijo. El mismo que esa mañana la había despertado tirando de las sábanas, ansioso por empezar su vida escolar. También observó cómo, al otro lado de la calle, un montón de niños se revolcaban juntos sobre el césped, frente a la tienda. Sintió por primera vez la punzada en el estómago que tantas veces iba a repetirse en el futuro. Girando el tronco, abrazó a su hijo en el asiento del copiloto.
—Te lo prometo —le dijo.
Sobre el hombro de su madre, Leo vio, por la ventanilla del conductor, cómo Brecha terminaba de guiar, con movimientos del brazo similares a los de un guardia de tráfico, a los últimos niños en su camino hacia la tienda.
Entonces Brecha giró el cuello. Cuando descubrió a Leo mirándole desde el interior del coche, entornó los ojos y le señaló. Después, utilizando ese mismo dedo y desplegando el pulgar, formó una pistola imaginaria. Se la llevó a la sien. Y disparó.
1
Aarón
Viernes, 12 de mayo de 2000
En el asiento del copiloto, Andrea se apartó de la cara el mechón de siempre. Colocó un dedo sobre los labios de él.
—No lo digas.
Aarón sólo encogió los hombros, aspiró con fuerza el olor a manzanilla que inundaba el coche parado, y tuvo que desviar la mirada cuando cambió el brillo en los ojos de ella.
—No lo digas —repitió—. No es verdad.
Andrea miró unos segundos al frente, más allá de la luna delantera del vehículo y bajo la luna que brillaba sobre Arenas. No era más que un pueblo sobredimensionado a base de urbanizaciones, un gran charco de tranquilidad residencial.
Andrea apretó los dientes para contener las arcadas de palabras. Después abrió uno de sus puños y mostró una piedra.
—No… —pidió Aarón—, por favor.
—Es tu decisión —dijo Andrea—, puedes devolvérmela cuando quieras.
Dejó la piedra sobre el salpicadero. Después acarició la mano de él sobre la palanca de cambios y salió del coche.
Aarón oyó la puerta cerrarse. Escondió la cara entre las dos manos. Golpeó el volante con el puño izquierdo mientras Andrea cambiaba de coche. La arena crujió bajo sus neumáticos cuando ella arrancó.
La oyó marcharse.
Aarón dejó caer los hombros y suspiró con la frente apoyada en el volante. Tardó varios segundos en incorporarse. Cuando lo hizo, miró el reloj del cuadro de mandos. Eran más de las nueve. Entonces recordó. Había prometido al señor Palmer que le acercaría sus medicinas a la tienda cuando saliera de la farmacia.
Pensó qué hacer mientras se mordía el labio inferior. Después cogió su móvil del salpicadero. Presionó uno de los botones.
—Eh, tío, ¿qué ha pasado? —respondió David al otro lado.
—Bien —empezó a decir Aarón, pero se corrigió enseguida—: No, qué va, mal.
—¿Se lo has dicho? —preguntó sin necesitar respuesta. Detectó en su voz que lo había hecho.
David Mirabal era muy bueno para saber lo que rondaba por la cabeza de su amigo Aarón. Como lo era su madre, Ruth, para saber lo que rondaba por la cabeza de Ana, la madre de Aarón. Ellas se habían conocido en la universidad, haciendo cola para matricularse en una carrera administrativa que no acabaron, igual que no acabaron casadas con los padres de los niños, tres años antes de traerles al mundo el mismo día. Quiso la casualidad que ambas jóvenes se pusieran de parto el mismo miércoles. Un miércoles excepcional, a principios de los setenta, que el clima de Madrid celebró con una de las nevadas más espectaculares que se recordarían en años.
—Creo que se lo ha tomado fatal. —Aarón abrió la puerta del coche y se giró para sacar las piernas, apoyando el brazo con el que sujetaba el móvil sobre el volante como tantas veces lo había apoyado sobre el hombro de David para medir con un palo la profundidad de un charco antes de saltar sobre él—. Pero es que se ha ido muy rápido. Apenas hemos hablado. Ya la conoces. Cuando Andrea no quiere escuchar…
—Voy para allá y me cuentas. —La última palabra sonó ahogada por el esfuerzo de David al levantarse de algún sitio—. ¿Estás donde me dijiste, en el mirador?
—Para, si por eso te llamo. Lo único que me apetece es irme a casa. En serio, quiero tirarme en el sofá, comerme una pizza enorme y ver cualquier cosa por la televisión. —Hizo un silencio antes de continuar—: Lo malo es que le prometí al americano que le llevaría sus medicinas a la tienda.
El señor Palmer, un americano de Kansas que había llegado a España en barco, llevaba más de la mitad de su vida al frente de aquella tienda. Compró la vieja gasolinera de Arenas a precio de ganga, y colgó sobre la puerta el cartel de neón que le robó a un jefe déspota, el de la otra tienda en la que había trabajado, en Galena, su pueblo natal. Cuando llegó, a mediados de los setenta, Arenas todavía no era más que una calle y un par de proyectos de futuras urbanizaciones. La fábrica de relojes instalada años antes a quince kilómetros había hecho que los primeros trabajadores se mudaran al pueblo, pero las comunicaciones por carretera con Madrid aún eran demasiado incómodas como para atraer a más gente. Después mejoraron la A-6 y Arenas empezó a crecer. En el mostrador de su tienda el señor Palmer comenzó a atender a un número cada vez mayor de jóvenes matrimonios. Los sábados de partido despachaba pipas y cerveza sólo a los hombres, padres primerizos que se presentaban en la tienda con la bufanda de su equipo de fútbol atada al cuello, una radio pegada a la oreja y el primero de sus hijos subido a hombros. Las familias enteras llegaban un día más tarde, los domingos de paella, cuando los padres compraban la prensa para leer la crónica de lo acontecido en el partido del día anterior, las madres solicitaban al señor Palmer que les buscara la barra de pan más tostada, los niños pedían a gritos sobres de cromos para completar su colección de jugadores de la liga de fútbol y algún abuelo susceptible miraba desconfiado bajo su boina a aquel joven extranjero que todavía no había aprendido a manejarse con las pesetas. Y fue desde ese mismo mostrador —en el que finalmente logró familiarizarse con unos billetes demasiado coloridos y de números demasiado altos para alguien acostumbrado al dólar: de cien, de mil y hasta de cinco mil pesetas—, desde donde el señor Palmer vio crecer el pueblo a medida que se construían en Arenas una universidad privada, un parque acuático y tantos chalés adosados como lágrimas derramó la señora Palmer, que echaba tanto de menos Kansas que casi parecía que ella y su marido hubieran emigrado a Oz y no a Europa.
—No entiendo por qué siempre le llevas las medicinas al americano —dijo David—. Que vaya él a la farmacia, como hace todo el mundo. Que no somos Telepizza.
Aarón miró la piedra sobre el salpicadero.
Recordó cómo el señor Palmer le había vendido sus primeras cervezas. Fue aquella vez que quiso impresionar a Andrea, cuando ni siquiera eran novios. Aarón no tendría más de diecisiete años. El americano lo sabía porque conocía a sus padres y le había visto crecer, pero aun así se dejó engañar. Le dio las cervezas y le pidió que se acercara para decirle algo al oído. Andrea reía junto a ellos, enredando un mechón de su pelo rubio entre los dedos. «Lucha por esta chica», le había dicho entonces el señor Palmer, quien arrastraba las erres mucho más que ahora. Y Aarón le había hecho caso. Dos años después comenzaron su relación. Diez años más tarde, hoy, él había decidido romperla.
Sentado en el coche, Aarón recordó las risas de Andrea después de la segunda cerveza.
—… para estarte preocupando de nadie más —continuaba David al teléfono.
—¿Cómo? —preguntó Aarón, intentando retomar la conversación.
—Que bastante tienes tú encima ahora como para estarte preocupando de nadie más. No le tendrías que haber acostumbrado a llevárselas tú.
—Si no me cuesta nada, hombre, el pobre se pasa el día metido en la tienda. —Aarón volvió a mirar la piedra—. Y que me deje llenar el tanque del coche sin pagar también influye.
—¿En serio? ¿Te deja hacer eso?
—A veces —contestó Aarón.
—Ya decía yo que ahí había algo raro.
—Y le he dicho esta mañana que le llevaría las medicinas en cuanto cerrara la farmacia, pero con… con todo esto de Andrea… —Aarón cerró los ojos al oírse llamar así a lo que acababa de ocurrir— se me ha pasado. Me he dejado las medicinas allí, ni siquiera las he traído.
—Bueno, pues ya se las llevarás mañana, ¿no?
—Son antihipertensivos y vasodilatadores.
—¿Tiene el corazón chungo o qué?
—Alta presión arterial —concretó Aarón—, debería llevárselas hoy. Pero es que no me apetece nada volver a la farmacia, ir a la tienda… —Dejó la frase en alto.
—Vamos, que quieres que vaya yo.
—¿Puedes?
Aarón escuchó suspirar a David al otro lado del teléfono.
—Puedo. Claro que puedo. En mi día libre. A hacer un servicio que no tenemos por qué hacer. Y si quiere, también le doy un masaje en los pies —dijo David—. Que sí, joder, que voy. Pero voy por ti, porque imagino cómo estás. Una cosa, ¿estará el jefe en la farmacia?
—Qué va, hoy se fue pronto. Cuando cerré ya no estaba. Las medicinas del americano están en el mostrador, me las dejé ahí.
—Espero que no aparezca de repente el jefe. Me apetece cero verle la cara en mi día libre y…
—Pues no te preocupaba tanto que apareciera cuando te llevaste a Sandra la otra noche —le interrumpió Aarón.
—Cabrón… —contestó David, que se rió enseguida—. Aunque sigo sin entender qué problema hay en montárselo en una farmacia. Es la primera vez en veintinueve años que una tía me deja a medio hacer. Estoy seguro de que a mi hermano no le ponen problema cuando se las lleva al coche patrulla.
—No creo que Héctor se haya llevado a ninguna tía al coche patrulla. Los policías no hacen eso… ¿no?
—¿Que no? No estés tan seguro. Los hermanos Mirabal somos capaces de cualquier cosa por un poco de acción.
Aarón percibió cómo David terminaba la frase hablando cada vez más despacio, como si pensara en otra cosa.
—¿Qué haces? —preguntó Aarón.
—Que no sé dónde están las llaves de la farmacia, macho. Un día sin ir, y ya las he perdido.
Aarón oyó abrirse cajones y cerrarse puertas a través del auricular.
—Las tengo —señaló por fin David—, tengo las llaves. Y acabo de encontrar en un cajón las fotos de nuestra primera borrachera. ¿Me puedes explicar qué hacíamos en pelotas subidos al sauce del lago?
—Que tuvo que recogernos tu hermano en el coche patrulla. —A Aarón le sorprendió descubrirse riendo—. Hace mucho de eso —hizo el cálculo de forma automática y se le congeló la risa en la boca—, y ya estaba con Drea.
—Vale, necesitas irte a casa —resolvió David, que también dejó de reír—. ¿Tengo que ir ya a lo del americano?
—Si puedes, sí. Le dije que iría en cuanto cerrara, pero si…
—Pues voy ya —le cortó—, que tardo cero coma. Así le digo que me llene el tanque del coche gratis.
—Eh —soltó Aarón—, que eso es secreto.
—Ya, hombre, ya; es coña. Oye, ¿pero me paso luego por tu casa con unas cervezas y me cuentas lo de Andrea?
—No, déjalo, estaré dormido. Hablamos mañana.
—Como quieras. Yo las cervezas me las voy a comprar igual. Ya empezaremos a ahorrar para el viaje otro día.
La mención del viaje hizo sentirse mal a Aarón. Porque aún no le había dicho nada a Andrea. Le iba a costar acostumbrarse a no compartirlo todo con ella.
Sacudió la cabeza y dijo:
—Gracias por ir, en serio. No creo que… —Dejó la frase a medias cuando supo que no hubiera podido acabarla con la garganta encogida.
—Anda, cuelga, que tampoco es para tanto. Y los tíos no lloramos, ¿vale? —dijo David cuando entendió lo que estaba ocurriendo.
Aarón sonrió al suelo. Parpadeó con fuerza. Devolvió el móvil al salpicadero y apoyó los codos sobre las rodillas.
Miró al pueblo, que se levantaba como una maqueta observada desde las alturas. Buscó con la mirada el Aquatopia, el parque acuático que presumía de tener el tobogán más grande de toda Europa, visible desde cualquier punto de Arenas. La silueta del Giga Splash y otros toboganes formaba parte del paisaje habitual del pueblo. Igual que los centenares de chalés que conferían a Arenas su característico aspecto de villa ideal para vivir en familia. La apertura de la Universidad del Noroeste, a la que ya asistió el señor Palmer a mediados de los ochenta, atrajo primero a los estudiantes. Con ellos, vinieron sus familias. Más familias. El sector privado de la construcción no tardó en explotar el filón, construyendo urbanizaciones cada vez más alejadas del centro histórico del pueblo, que perdió toda su importancia. Como también lo hizo su nombre real: Arenas de la Despernada (nombre que todos los habitantes acortaban por comodidad, o quizá también para evitar la referencia a la mujer de la nobleza que, según la leyenda, había perdido ambas piernas durante la fundación del pueblo). La población se aglutinó en chalés con jardín delantero y trasero, cuidadas vallas y pequeñas piscinas de originales formas. La empresa familiar de los hermanos Moreno les hizo de oro, con un eslogan que les funcionó a la perfección: «Una forma de piscina por cada vecina». El ayuntamiento también supo explotar la situación cuando ofreció matrícula universitaria gratuita a aquellos niños que hubieran completado su ciclo escolar en el colegio del pueblo. Una medida que terminó por definir la población de Arenas, a tan sólo cuarenta kilómetros al noroeste de Madrid, como una ciudadanía joven y familiar, formada por matrimonios con dinero que se trasladaron desde la gran ciudad para vivir en un lugar donde sus hijos podían empezar la guardería y licenciarse en la universidad sin necesidad de salir del pueblo. Unos niños que además vivirían una infancia feliz creciendo en Lago Arenas, otro símbolo local, o lanzándose por los toboganes del Aquatopia.
No muy lejos de las siluetas de los toboganes, Aarón, desde su coche detenido en las alturas, identificó su casa. Después sus ojos distinguieron el brillo verdoso del cartel de la farmacia en la que había iniciado sus prácticas el último curso de licenciatura. Y en la que había seguido trabajando hasta hoy.
Aarón retorció las manos en el volante. El plástico rechinó bajo su piel en el silencio de la noche en que había reunido el valor necesario para echar de su vida a la mujer que era todo sonrisas e indescifrable juego de caderas. Una mujer que incluso había llegado a perdonarle su desliz con Rebeca Blanco, la estudiante en prácticas que ayudó a Aarón durante unos meses en la farmacia y en quien Aarón buscó la sensación de aventura que faltaba en su vida. Un desliz que él acabó reconociendo. Y Andrea perdonando, porque prefería el dolor de la traición al de la pérdida. Una demostración de amor que para Aarón no fue suficiente. Porque Aarón seguía queriendo descubrir cómo sería la vida sin Andrea. Alejarse de ella para saber si de verdad la quería tanto como pensaba. Saberlo antes de formar una familia y no tener ya nunca la opción de conocer la verdad. «Venga, tío, pues hazlo. Díselo», le había animado David a tomar la decisión semanas antes. «Cuéntale todo esto que me acabas de decir. Que lo que te pasó con Rebeca puede ser un síntoma, que sientes que te has perdido muchas cosas en estos diez años de relación. Y que no estás preparado para ser padre. Si no lo estás, no lo estás. Eso no se puede forzar», había insistido. Después, sólo para intentar animarle, había propuesto hacer un viaje. «Pedimos luego una semana libre y nos vamos a cualquier lado. Yo qué sé, a Cuba», había dicho David, como si esa isla estuviera en la Luna, «tú y yo solos. Para celebrar tu nueva vida. O para llorar juntos. Lo que tú prefieras».
Aún hipnotizado por la luz verde que brillaba a lo lejos, Aarón cerró los ojos y quiso detener los recuerdos. Después, aunque quiso evitarlo, la mirada se le escapó al salpicadero. Allí estaba la piedra que recogieron del lago la noche que todo empezó. La noche en que por primera vez le dijo a Andrea que la quería. Aarón lo había planeado para hacer coincidir el momento con el solsticio que dio inicio al primer verano de los noventa, sentados ambos sobre la manta que extendió a orillas del Lago Arenas. Lo que no planeó fue el impulso incontenible que le hizo tirarse vestido al agua para gritarle a Andrea lo que ella en realidad ya sabía. Con los brazos extendidos, las gotas chorreando desde sus brazos hasta la superficie brillante del lago, Aarón le tendió una mano y le dijo: «Ven al agua». Una invitación que sustituyó ya para siempre la declaración de amor que se dice todo el mundo. Porque desde esa noche, que fue la más corta de aquel año, ellos nunca se dijeron las dos convencionales palabras, sino simplemente «ven al agua».
Aarón se incorporó de golpe sobre el asiento del coche. Lo puso en marcha y bajó la carretera que llevaba al mirador. Avanzó por las tranquilas calles de Arenas, sorteando sus múltiples rotondas. Dobló la esquina de la calle principal. A lo lejos reconoció el cartel de neón de la tienda del americano y la silueta de los surtidores de gasolina. Recordó las primeras cervezas que había comprado para Andrea.
—Gracias, Davo, realmente necesito irme a casa —susurró al coche vacío.
Cuando encendió la radio para entretener su mente, una perversa casualidad quiso que sonara Smells like teen spirit, una de las canciones que más escuchó con Andrea durante sus años de universidad. Saltándose las clases en este mismo coche. «Ese Carlos tiene buen gusto», apostillaba Andrea cuando Carlos, compañero de ambos, soltaba alguna de sus canciones favoritas en la emisora local. Como ésta de Nirvana con la que siempre iniciaban un juego que ambos sabían cómo terminaba. «¿Qué significará la letra?», preguntaba Aarón con una sonrisa en los labios, «¿qué tiene que ver un mosquito con la libido?». «El mosquito no sé», contestaba Andrea, siguiendo el código y conteniendo la risa, «pero la libido…». Y entonces ella esquivaba la palanca de cambios. Se subía a las rodillas de Aarón, la cabeza casi golpeando el techo. Colocaba sus pechos muy cerca de la cara de él, el pelo rubio cayendo como una cascada sobre su cabeza. Bailaba pegándose cada vez más al cuerpo de Aarón, una nueva dureza entre las piernas de él y contra los muslos de ella. Y se las arreglaba para seguir el ritmo de la música con sacudidas de la cabeza que terminaban de envolverlos en una nube de olor a sexo y manzanilla.
La canción sonaba ahora en un programa de clásicos para el recuerdo. Aarón bajó el volumen. Después cambió de opinión y lo subió al máximo. La saturación distorsionó la canción hasta dejarla irreconocible, pero Aarón cantó por encima cada uno de los versos. Hacerse daño en la garganta no era una preocupación. Tan sólo otro dolor imprevisto.
Apenas había podido comer dos porciones de la pizza. Se recostó sobre el sofá sin ánimo de dormir, colocando su antebrazo izquierdo sobre los ojos y percibiendo aún el olor a manzanilla de Andrea que de alguna manera siempre se le quedaba bailando en la piel.
El primer timbrazo del teléfono le sonó lejano, como una ensoñación dentro del verdadero sueño en el que se había colado sin querer.
El segundo colocó cada realidad en su plano.
Aarón recordó que estaba en el sofá de casa, con el antebrazo sobre los ojos, una pizza casi entera enfriándose en la mesa y un teléfono sonando por segunda, no, ya tercera vez, junto a la puerta de entrada. Sin saber muy bien por qué, pues a él no le costaba nada permanecer impasible mientras alguien en algún lugar se desesperaba al décimo tono incontestado, se levantó corriendo y descolgó el teléfono.
—¿Drea?
Claro que sabías por qué te levantabas, se dijo. Apretó con fuerza la piedra en el interior del puño izquierdo.
—Dios mío, Aarón, escucha.
La voz de Andrea sonó alarmada. Aarón no se sintió con fuerzas de volver sobre lo hablado.
—Drea —la interrumpió—, Drea, por favor.
—Es David.
Entonces se quedó callado y la dejó continuar.
—Han disparado a Davo. —Se atragantó con su propia saliva al intentar continuar—. En la tienda del americano.
2
Leo
Lunes, 21 de julio de 2008
Un mosquito explotó en la fluorescente luz asesina que colgaba junto al letrero de neón de la tienda del americano. El resplandor azul parpadeó unos segundos antes de regresar a su mortal continuidad. Leo miró hacia arriba cuando el insecto, y su abdomen abultado con la sangre de algún arenense, se frieron en un fugaz chasquido. Su rostro se coloreó con el reflejo amarillo de la tipografía que escribía Open de manera informal, y luego con el morado que enmarcaba la palabra. El sistema de apertura de puertas detectó su presencia y ambas hojas se deslizaron en direcciones opuestas para permitirle el paso. Una ráfaga de aire helado golpeó su cuerpo delgado, logrando que arrancara la vista del hipnótico fulgor azul de la lámpara asesina.
Miró al interior de la tienda.
Dio un paso atrás para que las puertas se cerraran.
Agarró las asas de su nueva mochila espacial a la altura de los hombros.
Se quedó allí fuera sin saber qué hacer. Dentro, Amador extendió el brazo hacia atrás, esperando que su hijo de ocho años le diera la mano sin percatarse de que Leo se había quedado al otro lado de las puertas. Volvieron a quejarse con un crujido plástico cuando su padre se dio la vuelta y se acercó.
—Hijo, ¿qué haces? —Le ofreció otra vez la mano. Amador percibió que la tenía húmeda—. Vamos, ¿qué pasa? Aquí dentro se está mejor, hay aire acondicionado —dijo, como si Leo sudara a causa del calor de aquella noche de verano.
Esta vez tiró del brazo de su hijo y por fin entraron ambos en el establecimiento. Las puertas se cerraron a sus espaldas.
Era la primera vez que Leo entraba en la tienda del americano. Habían pasado ya dos cursos enteros desde el día en que sus nuevos compañeros le insultaron a coro y le dejaron solo a las puertas del colegio. Aunque el Open abriera para todos, eso era lo que indicaba el cartel, para Leo era como si cada día, después de clase, estuviera apagado, abandonado y, con un par de tablones clavados en la puerta, declarado en cuarentena. Allí se reunían cada tarde sus compañeros al acabar el horario de clases. Los mismos compañeros que le obligaban a sentarse en las primeras filas. Los mismos que le lanzaban bolas de papel. A veces con una piedra dentro. Los dueños de las risas que siempre estallaban a su costa. Brecha y los demás salían disparados hacia la tienda del americano en cuanto sonaba el último timbre del día para comprar unas Coca-Colas —a veces las mezclaban con Mentos para hacerlas explotar en una fuente de espuma—, competir por ver quién tenía la mejor bici y fingir peleas sobre el césped, junto a los surtidores de gasolina del exterior, imitando el videojuego del momento.
A veces también miraban a Leo. Le señalaban.
Desde el otro lado de la calle que era un mundo, Leo les veía reír e imitarle. Sabía que lo hacían cuando juntaban los talones y daban pequeños pasos con los pies abiertos, como un pingüino, aunqu