El cazador del mar

Fragmento

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Esto no es una confesión. No estoy pidiendo perdón, eso ya lo hice hace mucho tiempo. Durante todos estos años he confesado demasiadas veces, tantas como para ganar el perdón de muchas vidas. Y de algunas muertes. Dicen que Dios ya me ha perdonado, pero ¿cómo puede ser posible cuando ni siquiera yo puedo perdonarme? Por eso escribo lo que hasta ahora no he podido decir. Durante todos estos años te he ocultado mi debilidad, mi cobardía, dejando que me creyeras valiente. Pero no lo soy. Te engañé. Sí, ese es otro pecado que sumar a los demás. Porque tenía miedo de ti, ¿puedes creerlo? Te parecerá imposible, pero así es. Que dejaras de admirarme, de quererme, me provocaba un terror infinito. Ese miedo sigue ahí. Temo que el contarte la verdad te arrebate la confianza, esa paz de corazón por la que tanto luchas día a día. Todavía ahora, cuando ya he decidido que tienes que saber todo lo que pasó, sigo teniendo miedo de perderte. ¿Qué es lo que ha cambiado? ¿Por qué necesito contar la verdad ahora y no antes? Porque ha ocurrido algo que nos afecta a ti y a mí y también a todo lo que nos rodea. Nuestra vida. Por eso tengo que contarte lo que rodeó al crimen que me persigue desde hace tanto. Creo que siempre estuvo ahí, que nació conmigo como si fuera un destino ya trazado, imposible de evitar y sin posibilidad alguna de salvación. El Mal en estado puro, el Diablo aleteando a mi lado, creciendo, llenándolo todo. Su reino de sombra avanza día a día, hora a hora, amenaza nuestro mundo y todo aquello por lo que hemos luchado. Solo nos queda pedir ayuda a Dios y hacerle frente. Por eso tienes que saberlo todo y conocerlo todo. Tienes que saber qué ocurrió entonces, en el verano de 1994.

1

Un remo corta el agua como un cuchillo. Rasga el mar una y otra vez, con precisión mecánica, levantando un rizo blanco al golpear la superficie. La ensenada era un espejo a la luz del amanecer.

El móvil sonó y detuvo la palada. El kayak se deslizó con suavidad mientras sacaba el teléfono de su funda estanca. El sol incipiente lanzaba sus rayos con toda su fuerza a pesar de la hora temprana, traspasando las gafas protectoras. Solo podía ser la comisaria jefe: Marián Sañudo, ninguna otra persona la llamaría a las ocho de la mañana de un domingo salvo ella.

—Dime, Marián.

—Estoy al otro lado de la bahía. Te acabo de mandar la localización —contestó la comisaria.

—¿Qué pasa? —preguntó Mar.

—Han encontrado a una mujer.

No necesitaba decir más: esa mujer había sido asesinada.

Volvió a tierra, dejó el kayak en el casetón del club de remo, en manos de Terio, el encargado, y cogió el coche. La playa de Los Tranquilos estaba a unos treinta minutos de La Maruca, donde se encontraba. No había casi tráfico en la mañana dominguera y llegó antes de lo previsto. Bajó el camino en dirección a la playa hasta llegar al cordón policial. La llegada de la mujer de melena rubia vestida con su chaleco y mallas de hacer remo, tan fuerte y alta como un árbol esbelto, llamó la atención.

—Y esta jata, ¿quién es? —susurró uno de los de Protección Civil al agente Martínez.

Lo miró con desdén. ¡Comparar a la inspectora con una ternera! Cierto que en los pueblos de Cantabria llaman jatas a las crías de las vacas y que por extensión se decía de la gente fuerte y recia, pero el término no le pareció bien a Martínez, siempre respetuoso y más con la superioridad.

—Es la inspectora Lanza.

—Ah… Pues vale —contestó el otro mientras seguía con la mirada a la mujer.

—La policía que resolvió los crímenes del Decapitador. Fue condecorada con la medalla al mérito policial.

—¿Esa es? Anda, la hostia… —contestó el de Protección Civil. Y se apartó del agente en dirección a la ambulancia, aunque Martínez alcanzó a oír como mascullaba una última palabra:

—Pero vamos, que jata, es. Vaya si es.

Los crímenes del Decapitador. Así bautizaron los medios de comunicación a los asesinatos cometidos durante el rodaje de una película que se rodaba en Cantabria, apenas un par de años atrás. Mar Lanza se había hecho famosa al enfrentarse y dar muerte a un asesino que había decapitado a dos personas relacionadas con el mundo del cine —un director y un productor— y resolver una conspiración que se remontaba a varias décadas atrás. Todo aquello había tenido una gran repercusión, y sin embargo para Mar Lanza no había sido un éxito policial, más bien todo lo contrario.

Un grupo de agentes rodeaba el banco de madera que las redes sociales recomendaban como mirador para hacerse selfis con vistas espléndidas. Desde allí se divisaban los pinares y las playas, una media luna que llegaba hasta las dunas de Las Quebrantas; la lengua de arena de El Puntal que se internaba en la bahía. Relumbrando bajo el sol, la ciudad de Santander, la península de la Magdalena con el palacio recortándose sobre ella. La isla de Mouro con su pequeño faro y junto a ella el islote de La Corbera. Más lejos, el abra del Sardinero hasta el faro de Cabo Mayor apuntando hacia el mar abierto, bajo un cielo limpio, barrido de nubes por el viento sur. El paisaje parecía pintado en un telón.

La comisaria Sañudo, sin decir palabra, le señaló el banco de madera que miraba al mar. En el suelo había un cuerpo arrodillado. La mujer estaba doblada sobre sí misma, los brazos rodeando el abdomen. No se le veía la cara; la cabeza descansaba contra el suelo, metida entre los hombros. El pelo corto y canoso hacía ondas. Durante un segundo, una levísima brisa cálida acarició ese pelo, levantando los rizos. Llevaba un jersey o chaqueta de punto azul marino y unos vaqueros. Se fijó en las suelas gastadas de unas botas baratas, tipo chiruca. Y en la mancha negra que no había podido tragar del todo la hierba y la arena que rodeaba el banco. La sangre.

Mar se detuvo a una distancia prudencial. Los de la científica hacían su trabajo bajo la atenta mirada del equipo forense. A pesar del número de personas reunidas, no se oía un susurro.

La comisaria se acercó.

—¿Quién la encontró? —preguntó Mar.

—Unos surfistas que iban a coger la ola de Santa Marina —contestó la jefa.

La isla de Santa Marina tenía una ola codiciada para los aficionados al surf, pero hoy la mar estaba en calma y la famosa ola, que los días de viento llegaba a los cinco metros, apenas era una onda que lamía la isla.

—Ha sido una mala muerte… —dijo Sañudo, y apretó los labios en un gesto de rabia.

El agente Martínez se acercó a ellas.

—¿Podría ser una víctima de violencia de género?

Sañudo le echó una mirada censora: había nombrado lo que todas pensaban y nadie decía.

Una decena de policías se desperdigaban por la playa y bajaban con dificultad entre las rocas que se encontraban bajo el mirador. Buscaban cualquier objeto que perteneciera a la víctima o a su agresor.

—Ahí viene la señora jueza.

Era muy joven, bajita y pálida. Una novata, pensó Sañudo. Seguro que era la primera vez que levantaba un cadáver. Lo iba a pasar mal. Se acercó a Mar.

—Esto lo vas a llevar tú.

—¿Estás segura? —contestó la inspectora Lanza.

—¿Quién si no?

—Hablarán.

—Pues que miren bien tu medalla antes de hablar.

No había sido suficiente el reconocimiento de la cúpula policial que Mar había recibido por la resolución del caso del Decapitador. Su forma de investigar, considerada poco ortodoxa, levantaba ampollas. Mucho más tras aquel éxito tan mediático que había azuzado algunas envidias y muchos rencores, también contra la comisaria: dentro del estamento policial criticaban a Sañudo por su fama de hacer lo que le salía del moño, aunque ellos utilizaban una expresión más vulgar. El éxito, en realidad, había puesto a las dos mujeres en la diana.

El agente Martínez miraba por encima del banco, de las figuras que rodeaban al cadáver de la mujer desconocida y de Sañudo. Hacia el mar.

—La isla de Santa Marina…

—Ya. ¿Qué pasa con ella?

—Parece una ballena de aquellas que los antiguos marineros tomaban por una isla, pero no lo es y de pronto se revuelve contra ellos. Como la de San Brandán.

—Mira que eres raro, Martínez —contestó la comisaria sin quitar ojo a la jueza—. Anda, alcánzame esa botella de agua. Y trae el termo de café que está en mi coche.

La jueza aguantó como pudo, pero cuando llegaron los sanitarios con la camilla y hubo que levantar el cuerpo de la mujer, quedaron a la vista las heridas. La víctima estaba cosida a puñaladas y la jueza se derrumbó. La previsora Sañudo corrió a darle agua, que la magistrada tragó con dificultad, y Martínez la sostuvo mientras le ayudaba a llegar hasta los vehículos policiales porque le temblaban las piernas.

Mar observó a la mujer muerta antes de que la metieran dentro de la bolsa negra. Tendría entre cincuenta y sesenta años; era delgada y atlética. Del cuello le colgaba una sencilla cruz de madera. Su rostro estaba sereno, nada alteraba sus facciones. Era bella.

—En cuanto tenga noticias te llamo —dijo la comisaria.

La inspectora asintió y dejó a la previsora Sañudo con el termo de café en la mano y a la representante de la Autoridad Judicial sentada en el asiento de un coche patrulla con la cabeza entre las manos.

2

Puso de nuevo la grabación de Mari Peña, aunque sabía de memoria su declaración.

Ocurrió en el año 1994, unos meses antes de la desaparición de Rosi y Nieves. Como ellas, también Mari salía de una discoteca. También vivía en un pueblo y se desplazaba haciendo autostop. El coche que se detuvo a recogerla era un Seat Ibiza blanco con dos ocupantes, igual que el que había recogido a las dos niñas desaparecidas. Las coincidencias acababan ahí: Mari Peña estaba sola y nadie más que ella pudo ver al coche en el que se subió. Tampoco podía recordar la matrícula. Ni siquiera pensó en fijarse en ello cuando saltó del coche y se escondió entre las zarzas de la cuneta. Le enseñó a la inspectora las pequeñas cicatrices que aún tenía en las palmas de las manos: algunas de las heridas provocadas por los espinos unos días después se infectaron y tardaron en curar. Pero Mari insistía en que en aquel momento no sintió nada, tampoco los golpes de haber caído del coche en marcha, que solo recordaba la angustia, el corazón saltándole en el pecho, la oscuridad y las luces del vehículo detenido en la carretera. Cómo, sin pensar, echó a correr todo lo que pudo, con miedo de que la siguieran y, cuando se cansó, siguió caminando sin parar durante tres horas campo a través y a oscuras, esquivando las carreteras y los coches que pasaban por si eran ellos, que volvían. Aunque llena de rasguños, consiguió llegar a casa. Rosi y Nieves, en cambio, nunca regresaron.

Mar escuchaba la voz de Mari y volvía a ser una niña y estaba allí, en esa noche, escondida entre las zarzas, con ella. Y también con Nieves y Rosi, como si pudiera enmendar su falta por no subir a aquel coche. Por estar viva.

—Pude contarlo… Menos mal que soy muy fuerte. Y de joven más.

Casi tan alta como la inspectora, de espalda ancha, las manos y la cara rojas del trabajo bajo el sol y el frío, bajo la lluvia o la nieve, Mari parecía una roca pegada a la tierra. Afuera las vacas, el prado pindio, el dalle apoyado en la pared, el tractor aparcado frente a la casa. Si la vida hubiera discurrido tal y como estaba prevista para Mar Lanza, sería muy parecida a la de Mari Peña.

—Yo era una cría. Esa noche les había mentido a mis padres, que creían que me quedaba a dormir con una amiga en Selaya, aquí al lado, pero nos íbamos a Solares, a la discoteca. A la mañana cuando me vieron los arañazos y los golpes se asustaron, pero les dije que me había caído en la orilla del río Pisueña haciendo el tonto con las amigas. Entonces tampoco nos hacían mucho caso y solo me echaron un poco de bronca. Ni siquiera me llevaron al médico ni nada. Y no se lo conté ni a las amigas, me daba vergüenza. Ahora parece imposible, pero era otra época. Creía que la culpa era mía, que eso de salir solas y de noche era ir buscando problemas. Pensaba que lo que me había pasado era un castigo por haberme portado mal y claro, no volví a hacer autostop. Después casi no salía por la noche, con esa edad, que es cuando hay que salir. Mis padres encantados de tenerme allí, ni imaginaban el por qué. Ahora que soy madre cuando me acuerdo y pienso en que algo así le puede pasar a mi hija me paso la noche en vela, sin pegar ojo.

Su propia voz resonó en la grabación interrogando a Mari.

—¿Recuerdas a esos dos hombres? ¿Cómo eran?

—No eran hombres, eran dos chicos. No de mi edad, un poco mayores, tendrían como mucho veinte años. Bueno, ahora para mí serían unos chavales, pero entonces me parecieron eso, mayores. Cuando el coche se paró a mi lado con la ventanilla bajada, los vi bien. El del asiento del copiloto tenía la cara picada, unas marcas como de varicela o de acné, el pelo corto y rizado. Era feo, tenía los ojos saltones. Casi no me habló, el que llevaba la voz cantante era el otro. Y era guapo. O eso me pareció. Me sonrió y tenía una sonrisa bonita y una voz bonita también, me dio confianza, la voz, digo. Me dijo: «¿Para dónde vas?». Y yo: «A Villacarriedo». Pues sube que te llevamos. El otro seguía callado pero él me daba conversación.

—¿Qué te dijo?

—Nada, tontadas. Que si me gustaba la discoteca de Solares, Disco Rojo, era famosa. Cerró hace muchísimo, claro. Él me preguntaba que si iba a ir la fiesta del Caribe de la disco, que si dónde estaban mis amigas, que cómo me llamaba… Muy simpático. Me saltaron las alarmas cuando el otro empezó como a discutir. Que no, que no, decía. Que no quiero hacerlo, tío. Decía mucho «tío». Y que parase el coche. El otro se reía y me decía: «No hagas ni caso que este es idiota», como faltándole.

—¿Oíste algún nombre?

—No… O no se me quedó. Yo estaba cada vez más nerviosa, era todo como… raro. Sobre todo cuando me di cuenta de que el coche cogía otra carretera. Como estaba muy oscuro no tengo ni idea de a qué altura fue, pero se lo dije a él, al que conducía. «Oye, que por aquí no se va», o algo así. Y va el tío y contesta que es un atajo, acelerando. Ahí sí que me asusté, él seguía hablando, pero me quedé muda y la cabeza me iba como a cien por hora. Sin pensarlo, abrí la puerta y me tiré.

—Si te los encontraras, ¿los reconocerías?

—Esas dos caras no las he olvidado y mira que lo he intentado. Pero treinta años después… A saber qué pinta tendrán; andarán por los cincuenta o más. Si me cruzo con ellos, no los reconozco. Tampoco ellos a mí, claro.

Dijo esto último con alivio.

—Ya siento no poder ayudarte más —se excusó—. Si no llega a ser por el programa de televisión, que me hizo recordarlo todo otra vez…

Hacía menos de un mes que Mari había visto un programa de televisión en el que se hacían reportajes sobre viejos misterios sin resolver. Y apareció el caso de las niñas de Reinosa desaparecidas, Nieves y Rosi. Las mismas edades, la misma zona. El mismo coche con dos ocupantes. Todo aquello que había quedado sepultado desde hacía décadas, volvió a su memoria como un rayo que la fulminó. Y llamó a la policía.

—Porque tú crees que esos dos cabrones eran los mismos, ¿verdad? Los que se llevaron a las niñas de Reinosa, ¿no? Ojalá les cojas, cagonlá.

Detuvo la grabación.

Los hechos eran estos: hacía más de tres décadas, María Peña, entonces una joven de quince años, podría haber sufrido un intento de secuestro. No era fácil demostrarlo. Siguiendo las indicaciones de Mari, un especialista realizó los retratos robot de aquellos veinteañeros que la recogieron en el Seat Ibiza blanco. Después este los había enviado a otros expertos para que los sometieran a un proceso de «progresión de la edad» o «envejecimiento progresivo», una técnica de edición de imágenes y software facial para predecir la apariencia de la persona con el paso del tiempo, teniendo en cuenta factores como arrugas, pérdida de cabello y otros signos de envejecimiento. Pero el experto en retratos robot le confirmó que la técnica resultaba muy poco fiable por culpa de la enorme cantidad de elementos genéticos y ambientales que distorsionaban los resultados. Además, el suceso en el que se vio involucrada Mari Peña no servía como prueba concluyente, y su relación con la desaparición de Nieves y Rosi no pasaba de conjetura. Es verdad que consiguió que un juez de Reinosa reabriera el caso, pero Mar sospechaba que se había visto casi obligado por la repercusión que el programa de televisión y la posterior declaración de la testigo habían tenido en la comunidad autónoma. Los padres de Nieves y otros familiares habían pedido públicamente que no se olvidara a su hija. Seguían pidiendo justicia.

La madre de Nieves fue a verla a la Jefatura.

—¿Sigues buscándolas? —preguntó.

Cada día de su vida habían estado ahí, llamándola mientras se subían al coche. Pero cómo explicarle a quien había perdido a su hija que a veces soñaba que subía a ese mismo vehículo. Que a veces creía que era ella misma, Mar, la que había desaparecido, y en otro lugar y en otro tiempo, eran Nieves y Rosi quienes la estaban buscando.

—Tú no las olvides —dijo.

Una orden, un mandato.

Abrió las ventanas. Hacía un calor húmedo, sofocante. Desde su mínima terraza, la línea del mar aparecía casi borrada por una bruma espesa. El sol abrasaba como ayer y anteayer. Sobre la mesa, vibró el teléfono. Era uno de los eternos mensajes de voz de Isa Ramos:

Imagen decorativa de micrófono

Pues nada, que no me lo coges. Me imagino que ya estaréis con todo el lío, ¿no? Sí, lo del cadáver de Los Tranquilos. No sé nada más. Bueno, sí: que es una mujer. De verdad, esto es insoportable. Hay que denunciar y denunciar y proteger a las amenazadas, porque si no, esto no va a parar nunca…

La policía jubilada Isa Ramos se enteraba de todo lo que ocurría en la ciudad y en la Jefatura de Policía antes que nadie. En sus años de servicio, Isa había participado en la investigación del caso de las niñas de Reinosa. Cuando se cerró sin ningún resultado, ella siguió haciendo pesquisas por su cuenta y eso la llevó hasta Mar Lanza: recordaba a aquella niña que había sido testigo de cómo se las llevaban. La niña se había convertido en una mujer adulta y policía como ella. Y compartían obsesión: solucionar el caso sin resolver. Desde entonces las unía una amistad que se parecía mucho a una relación madre e hija; por eso a la antigua policía le dolía el ninguneo y el acoso que había sufrido Mar por parte de algunos compañeros cuando denunció a asuntos internos un caso de violación dentro del cuerpo. Por no hablar del asunto del reparto de medallas tras el apresurado punto final a la investigación de los asesinatos del Decapitador. Porque a pesar del éxito, del reconocimiento y de la medalla al mérito, la inspectora Lanza seguía teniendo mala fama. Su carácter, su aspecto físico y el sambenito de ser la niña bonita de la comisaria Sañudo, quien le consentía trabajar por su cuenta, a diferencia del resto de los subordinados, provocaban no pocos comentarios. Y ninguno bueno. Cuando esas críticas llegaban hasta Isa —y siempre llegaban— se la llevaban los demonios, por eso se preocupaba por su futuro hasta la exageración y también por eso podía ser demasiado insistente.

De nuevo sonó el tono de entrada de un mensaje. Pero no era de Isa, sino de la comisaria Sañudo:

Hay novedades. Vente

3

Mar Lanza entró en el despacho de la comisaria jefe, pero solo encontró al agente Martínez. Pasaría de los treinta años, pero aparentaba muchos menos con su aspecto de niño rubio y grandón. «No está en forma. Es torpe», pensó, mirándole los mofletes colorados. Ni tipo ni actitud de policía, siempre tranquilo, Martínez parecía un pacífico secretario de ayuntamiento. Mar no podía entender cómo Sañudo lo había convertido en personal de su confianza; parecía no poder pasarse sin él.

—Buenos días, inspectora. La comisaria ha salido un momento, pero le ruega que espere aquí en su despacho. ¿Le traigo un café?

Tanta amabilidad le producía desconcierto. No estaba acostumbrada a que nadie estuviera pendiente de sus necesidades. Hasta su tono de voz agudo y su forma de hablar mecánica, como si leyera un atestado, irritaban a Lanza. Antes de que pudiera preguntar más, entró Sañudo en el despacho como era su costumbre, yendo al grano sin perder tiempo.

—Agárrate: han denunciado la desaparición de una monja. Por lo visto salió hace días y no ha vuelto a casa —dijo Sañudo.

—Al monasterio —apuntó Martínez.

—Eso. Cuéntale, Martínez.

Con eficacia robótica, el agente leyó el papel que sacó de una carpeta.

—La denuncia ha sido efectuada por doña Leire Arriazu López, superiora del monasterio de las Defensoras del Inmaculado Corazón de María, al percatarse de la falta de una de las religiosas que forman parte de la comunidad. Llevaría cerca de cuarenta y ocho horas en paradero desconocido. La susodicha se llama María del Sol Velarde de Miera, de sesenta años y natural de Santander. Según la denunciante, la hermana Sol era una persona muy activa y feliz en su vida monástica y expresó de forma clara su temor de que algo grave pueda haberle ocurrido.

Mientras hablaba, Martínez había abierto su portátil y mostraba la web del monasterio de las monjas Defensoras. La primera imagen era la de un imponente edificio de torre cuadrada, rodeada de muros y aspecto inexpugnable.

—El monasterio de la Encarnación es un edificio de origen medieval situado a unos seis kilómetros del pueblo de Cos de Merueño.

Sañudo intercambió una mirada con Mar.

—Ya —contestó—. Ese monasterio estará a unos quince o veinte kilómetros…

—… de la playa de Los Tranquilos. —La jefa terminó la frase y Martínez continuó leyendo el texto de la web:

—«Las Defensoras del Inmaculado Corazón de María somos una comunidad de monjas que buscamos el amor de Dios siguiendo las enseñanzas que nos dieron Jesús y su madre María. Nuestra forma de vivir sigue la regla de las primeras comunidades monásticas que encontraban la relación con Dios desde el recogimiento, la armonía y la paz. Nos dedicamos a conectar nuestra alma con lo Inmaculado durante nuestra existencia terrenal. Esta actividad espiritual nos consagra a la unión con la divinidad a través de la contemplación y la reflexión inspirada en las Bienaventuranzas, con un compromiso cristiano cuyo centro es el amor, la no violencia, la pobreza y la oración para la sanación de los sufrimientos del mundo». Así se presentan.

—Monjas de clausura con página web… —dijo Sañudo pensativa.

—En ella dicen que organizan encuentros pastorales con otras monjas. Hay fotos, mire.

Mar no había tenido trato con una monja en toda su vida, tampoco educación religiosa: su padre, a los curas, ni verlos. No había devoción en Mazariego, su pueblo, donde la asistencia a misa tenía poco éxito, con la iglesia cerrada a cal y canto salvo una vez a la semana, cuando llegaba un párroco itinerante para dar una misa de media hora. Encerrados entre montañas, aislados por inviernos de grandes nevadas, los habitantes de las aldeas montañesas habían permanecido durante siglos al margen de las costumbres religiosas que eran moneda corriente en los pueblos y ciudades de la costa.

—Comisaria: son monjas de clausura. No lo dice en su web pero sí en Wikipedia, apartado «Órdenes contemplativas».

—¿Y llaman para decir que se les ha perdido una? Esto es raro. Mucho.

—¿Por qué? —preguntó Lanza.

Martínez y Sañudo la miraron sin dar crédito.

—Tú no fuiste a un colegio religioso, ¿verdad? —preguntó Sañudo.

—No. Colegio público.

—Yo, concertado y cuando eran solo de chicas. Monjas por todas partes. Odiaba aquel uniforme, era de un azul y beige feísimo y picaba. Y quién me iba a decir que me fuera a dar la santísima gana de buscarme un oficio con uniforme. Y azul, además.

—Inspectora, permítame que le aclare: las monjas de clausura no pueden salir del recinto conventual sin autorización expresa. Tampoco puede entrar en el lugar nadie que no sea religioso. Siguen reglas muy estrictas.

Lanza entendió por fin. Eran soldados, como lo había sido ella. Un monasterio era un cuartel: lugar cerrado, normas férreas, jerarquía, uniforme, disciplina, obediencia… Imposible que no hubieran echado en falta a una de esas soldados de Dios hasta dos días después.

Se acercó a la pantalla. En una de las fotografías de la web aparecían las monjas juntas y reunidas en círculo, cogidas de las manos, como en corro. Vestían una especie de túnica blanca con una M bordaba dentro de un corazón rojo. La mayoría llevaba la cabeza descubierta, sin toca.

—Es ella —señaló Mar.

El pelo corto, ondulado y canoso, más alta y delgada que las demás. Una sonrisa blanca perfecta, los ojos claros. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tuvo la misma impresión que al ver su cadáver: era bella.

—¿Estás segura? Yo apenas la vi. No sé…

—Sí. La mujer que encontramos en la playa es Sol Velarde.

La comisaria suspiró y cogió aire antes de dar la orden.

—Martínez, llama a la superiora y que venga a identificar el cadáver.

Se dejó caer en la silla, que chirrió bajo su peso. Marián Sañudo había dejado de fumar y lo llevaba fatal. Calmaba la ansiedad comiendo, con lo que había engordado, y eso todavía la ponía de peor humor.

—Y ya que estás, baja al bar de enfrente y tráeme algo… No sé. Un pincho.

El agente estaba acostumbrado a los caprichos de Sañudo.

—¿De tortilla?

—No. Bueno, sí.

—A la orden.

El agente salió del despacho.

—Como la víctima sea esta monja, no veas el pitote que se va a montar, me cago en mis muertos uno a uno —dijo. El exabrupto hacía juego con la arruga clavada en la frente que delataba a la jefa cuando estaba preocupada.

—Marián, cálmate. No puede ser para tanto.

—A ver cómo te lo explico… Entre los mandos siempre hay algún beato, de esos que ponen medallas policiales a la virgen de su pueblo, ¿entiendes? Y una investigación criminal relacionada con un miembro de la Iglesia los atrae como moscas. Te llaman, te presionan, te amenazan con tal de que no se implique a nadie del gremio. Una monja asesinada es una pesadilla, te lo digo yo.

—Puede que el crimen no tenga nada que ver con su condición de monja.

—Eso les da igual. Si esta mujer se ha metido en algún lío raro, te aseguro que nos lo van a poner muy difícil… La Iglesia lleva milenios tapando todo tipo de asuntos turbios con la ayuda de los políticos santurrones de turno, que son todos o casi todos. Y más en este país.

La comisaria Sañudo hablaba con conocimiento de causa. Hacía unos años, había estado al frente de la investigación de un catequista que, según varios padres denunciaron, aprovechaba las convivencias organizadas por un conocido colegio de curas de la ciudad. El colegio en cuestión puso todos los palos en las ruedas a la policía y protegió al catequista, hasta que el escándalo estalló. El hombre fue detenido y acusado de tres violaciones y un largo rosario de abusos a niños. Tras ser puesto en libertad con cargos, regresó a su casa y se colgó de una viga. Aunque las acusaciones de las víctimas eran muy verosímiles, las autoridades eclesiásticas pusieron en la picota a todo el equipo de Marián Sañudo, quien se salvó de la quema gracias a sus contactos en la Dirección General.

Apareció Martínez —en verdad que era eficiente— y puso un plato con el pincho de tortilla en la mesa delante de su jefa.

—Pues eso… Que cualquier caso relacionado con un miembro de la Iglesia quema al policía más pintao y, bueno…, a todo el que se acerque. Así que ya puedes ir aplicando el refrán ese de con la Iglesia hemos topado —concluyó Marián, metiéndose en la boca un trozo de tortilla demasiado grande.

4

Bajo un calor agobiante, con el sol cayendo de plano a aquella hora primera de la tarde, la comisaria Sañudo sudaba a chorros. Había acudido al palacete de estilo indiano que albergaba el Instituto de Ciencias Forenses para acompañar a Mar. No era lo habitual.

—Deferencia hacia el clero. Ya te expliqué por qué.

En el fondo Marián temía que su policía favorita metiese la pata. El tono de Lanza podía llegar a ser áspero y a esta gente había que tratarla con una mano izquierda de la que ella carecía. Y lo que era aún peor: su ignorancia sobre cuestiones religiosas era una desventaja para moverse entre hábitos.

La superiora del monasterio de las Defensoras del Inmaculado Corazón de María les esperaba en la puerta de la morgue judicial. La hermana Leire sorprendió a las dos policías por su aspecto juvenil: habían imaginado a una anciana y en cambio tenían delante a una mujer que no pasaría de los cuarenta años, ligeramente regordeta y con gafas de miope de llamativa montura color verde pistacho. Mar tardó en reconocerla como una de las religiosas que aparecían en las fotos de la web del monasterio. Sin el hábito blanco que igualaba, llevaba unos pantalones estampados, camiseta y sandalias deportivas. Con la mochila a la espalda y a cierta distancia hubiera pasado por una universitaria un poco jipi yendo a clase. Solo daba una pista la sencilla cruz de madera que le colgaba del cuello, idéntica a la que llevaba la mujer asesinada.

La comisaria jefe agradeció a la superiora el haberse prestado tan rápidamente a identificar el cadáver sin nombre que se encontraba en la morgue, todo ello sin mencionar las causas de la muerte de la mujer encontrada en la playa. Y mucho menos el resultado de la autopsia. La víctima, que no había sido violada ni antes ni después de la muerte, había recibido dieciséis heridas de arma blanca, pero solo una puñalada en el corazón resultó mortal. Distintos cortes aparecían en el tórax, abdomen, costado izquierdo, desde el pecho hasta la cadera. Los brazos, las manos y las muñecas no presentaban grandes heridas defensivas, signo de que el ataque debía de haberla sorprendido. El patólogo que realizó el examen certificó que las heridas pertenecían a un arma de entre dos y dos centímetros y medio de anchura.

Pero nada de esto podía saberlo la monja, quien, sin preguntar nada, se dirigió al interior del edificio, acompañada por las dos policías. En silencio, recorrieron los pasillos hasta entrar a la sala donde estaba preparado el cuerpo para la identificación. Mar observó cómo aferraba con una mano la cruz que le colgaba del cuello.

El cuerpo estaba tapado discretamente por una sábana de color verde quirófano, pero el rostro de la mujer muerta quedaba al descubierto. Mar volvió a observarla con atención: los rasgos se habían afilado más y la piel había cobrado un tono más grisáceo, pero seguía teniendo un rostro hermoso.

Leire se acercó.

—Sí, es ella. Es Sol.

Le dio un beso en la frente, se arrodilló en el suelo de baldosas blancas, juntó las manos y comenzó a rezar.

—El Señor es mi pastor; nada me falta. En verdes pastos me hace descansar. Junto a tranquilas aguas me conduce; me infunde nuevas fuerzas. Me guía por sendas de justicia por amor a su nombre. Y si voy por valles tenebrosos, no temo peligro alguno porque tú estás a mi lado; tu vara de pastor me reconforta.

Las policías escucharon en respetuoso silencio. Mar sintió esas palabras resonando en el fondo de su corazón, como si reconociera esos verdes pastos y esas aguas tranquilas, las sendas de la justicia y los valles tenebrosos. La hermana Leire se persignó, se levantó y se dirigió a la puerta y la siguieron. No había llorado.

El contraste entre el frío del interior y el calor sofocante de la calle golpeó a Mar Lanza y la arrastró a otra realidad, como si lo ocurrido dentro de la morgue fuera un sueño.

—Nuestro más sentido pésame, reverenda madre.

Mar la miró sorprendida. Sañudo se dirigía a Leire con el respeto desmesurado que le habían inculcado en el colegio de monjas.

—No, por favor… Hermana Leire. Solo soy una hermana más. Tratadme de tú.

Esas confianzas resultaban difíciles a la comisaria.

—Nos gustaría hacerte unas preguntas, hermana —dijo Mar. A ella no le costeaba tutearla.

—Una simple conversación informal —apostilló Sañudo—. Por supuesto, hay una investigación en marcha y la inspectora Lanza, aquí presente, es la encargada del caso. Siendo mujer también, no habrá problemas para que visite el monasterio. Pero no crea… Eh, quiero decir… Que sea solo por esa razón… Es una policía muy competente.

—Estaremos encantadas de recibirte. Perdona; no sé tu nombre, inspectora —contestó Leire.

—Mar.

—Ah… La Virgen del Mar. Nuestra Stella Maris. Es ella quien te ha enviado.

La idea de haber sido enviada por una entidad celestial desconcertó a Mar, pero no lo demostró y la superiora continuó:

—Ahora, si no os importa, me gustaría volver al monasterio. Tengo que dar esta tristísima noticia al resto de las hermanas. Siento la necesidad de compartir este doloroso momento y rezar con ellas.

—Seré breve, de verdad —insistió Mar—. ¿Sabes qué pudo llevar a la hermana Sol a salir del monasterio? Tengo entendido que es de clausura.

—Bueno, la regla está muy relajada y nuestra hermana tiene… Perdón, me cuesta hablar en pasado de ella. Quería decir que era muy activa en su labor evangélica. Colaboraba en parroquias y asociaciones, con refugiados, con gente en exclusión y migrantes. Y con cualquiera que necesitara ayuda.

—Entonces, ¿tenía amigos fuera del monasterio?

—Muchos. Todo el mundo la quería.

—¿Y familia?

—Nosotras somos su familia.

La frase sonó tan rotunda que hasta la misma Leire se dio cuenta de que era necesario matizarla.

—Claro que… es comprensible que tengan que avisar a sus parientes más cercanos. Aunque no tenía tratos con ellos desde hace mucho tiempo.

—¿Podrías darnos la dirección o los nombres de sus padres?

—Fallecieron hace tiempo.

—No importa. Si tiene parientes, los localizaremos nosotros —terció Sañudo.

—Bueno… Creo que tenía una hermana.

Mar no iba a sacar su libreta negra, pero lo apuntó mentalmente: a la superiora no le gustaba hablar de la familia de la asesinada y no iba a facilitar ningún dato al respecto. Pero necesitaba saber algo más de esa mujer muerta, a pesar de sus reticencias.

—¿Cómo describirías a Sol?

—Era… Una estrella radiante. Deslumbraba allí donde estaba.

—¿Sospechas de alguien? ¿Quién podía tener algo contra ella?

—No, no… Me parece imposible que exista sobre la faz de la tierra alguien que no ame y admire a Sol.

—¿Llevaba algo de valor cuando salió del monasterio? ¿Dinero?

—No. Nunca llevamos dinero… Como mucho veinte euros para el bonobús o el billete de la lancha que cruza la bahía. Si hay que hacer alguna compra más importante, salimos de dos en dos y en la furgoneta.

Señaló al otro lado de la calle una vieja Renault Trafic de color azul claro.

—Y ahora, con vuestro permiso, tengo que volver al monasterio. Supongo que nos veremos en otro momento…

—Mañana mismo.

—Muy bien. Te esperaremos…, Mar. Que Dios os bendiga y quede con vosotras.

—Gracias, hermana —contestó Sañudo.

La monja cruzó la calle y se subió a la furgoneta Renault, que arrancó con ruido de motor cascado.

—¿Qué te parece?

Siguieron con la mirada la marcha de la furgoneta.

—Que no te reconozco, Marián. Te ha faltado hacerle reverencias.

—Chica, qué quieres… La puñetera educación religiosa. Para mí una monja es una monja, aunque vaya vestida de civil.

—Pues ya que eres tan experta, ¿qué te parece esta?

—Peculiar. Pero los tiempos cambian —contestó la comisaria.


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